—¡Aleluya! —exclamó al cabo de tres días de marcha Nicetas—. Allá está Selimbria, adornada de trofeos.
Y de trofeos estaba realmente adornada, aquella ciudad con casas bajas y calles desiertas, porque —como supieron después— al día siguiente se celebraba la fiesta de algún santo o arcángel. Los habitantes habían engalanado también una alta columna blanca que se erguía en un campo en los límites de la población, y Nicetas le explicaba a Baudolino que en la cima de aquella columna, siglos y siglos antes, había vivido un ermitaño, que no había vuelto a bajar sino muerto, y desde allá arriba había obrado numerosos milagros. Pero los hombres de ese temple ya no existían, y quizá también esa era una de las razones de las desgracias del imperio.
Se dirigieron enseguida a la casa del amigo en quien confiaba Nicetas, y el tal Teofilacto, hombre de edad, hospitalario y jovial, los acogió con afecto verdaderamente fraterno. Se informó de sus desventuras, lloró con ellos por la Constantinopla destruida, les enseñó la casa con muchas habitaciones libres para toda la brigada de huéspedes, los reconfortó al punto con un vino joven y una generosa ensalada con aceitunas y queso. No eran los manjares a los que estaba acostumbrado Nicetas, pero aquella comida campestre fue más que suficiente para olvidar las incomodidades del viaje y la casa lejana.
—Quedaos en casa durante unos días sin salir —aconsejó Teofilacto—. Aquí han llegado ya muchos refugiados desde Constantinopla, y esta gente nuestra nunca ha ido de acuerdo con los de la capital. Ahora llegáis vosotros, pidiendo limosna, vosotros que os dabais aires de grandeza, dicen. Y por un trozo de pan quieren su peso en oro. Pero ojalá fuera tan solo eso. Han ido llegando, desde hace tiempo, peregrinos. Ya antes eran prepotentes, imaginaos ahora que han sabido que Constantinopla es suya y que uno de sus jefes se convertirá en el basileo. Van por ahí vestidos con trajes de gala que han robado a alguno de nuestros funcionarios, les ponen a sus caballos las mitras cogidas en las iglesias, y cantan nuestros himnos en un griego que se inventan ellos, mezclando quién sabe qué palabras obscenas de su lengua; cocinan sus comidas en nuestros receptáculos sagrados y salen de paseo con sus putas vestidas como grandes damas. Antes o después pasará también esto pero, por ahora, quedaos tranquilos en mi casa.
Baudolino y Nicetas no podían estar más de acuerdo. En los días que siguieron, Baudolino siguió contando bajo los olivos. Tenían vino fresco y aceitunas, aceitunas y más aceitunas que saboreaban para despertar las ganas de seguir bebiendo. Nicetas estaba ansioso por saber si por fin habían llegado al reino del Preste Juan.
Sí y no, le dijo Baudolino. En cualquier caso, antes de decir dónde habían llegado, era preciso cruzar el Sambatyón. Y empezó a narrar sin pérdida de tiempo aquella aventura. Así como había sido tierno y pastoral cuando había relatado la muerte de Abdul, fue épico y majestuoso cuando refirió de aquel vado. Signo, pensaba una vez más Nicetas, de que Baudolino era como aquel extraño animal, del cual él —Nicetas— solo había oído hablar, pero que Baudolino incluso había visto, llamado camaleón, parecido a una cabra pequeñísima, que cambia de color según el lugar en que se encuentre, y puede variar del negro al verde tierno, y solo el blanco, color de la inocencia, le está vedado adoptar.
Tristes por la desaparición de su compañero, los viajeros habían retomado su camino y de nuevo se habían encontrado al principio de una zona montañosa. Mientras procedían, primero habían oído un ruido lejano, luego un restallido, un fragor que se iba haciendo más evidente y neto, como si alguien arrojara una gran cantidad de piedras y peñascos desde las cumbres, y el alud arrastrara consigo tierra y pedruscos retumbando hacia el valle. Luego habían divisado un polvillo fino, como una bruma o neblina, pero a diferencia de una gran masa de humedad, que habría ofuscado los rayos del sol, esta masa remitía una miríada de reflejos, como si los rayos solares se reflejaran en un mariposeo de átomos minerales.
En un momento dado, el rabí Solomón (fue el primero) comprendió:
—¡Es el Sambatyón —gritó—, estamos cerca de la meta, pues!
Era de verdad el río de piedra, y se dieron cuenta de ello cuando llegaron cerca de sus orillas, trastornados por el gran estruendo que casi les impedía escuchar las palabras de los demás. Era un fluir majestuoso de macizos y terruños, que corría sin pausas, y se podían divisar, en aquella corriente de grandes rocas sin forma, losas irregulares, cortantes como cuchillas, amplias como piedras sepulcrales, y entre una y otra, grava, fósiles, cimas, escollos y espolones.
A igual velocidad, como empujados por un viento impetuoso, fragmentos de travertino rodaban unos sobre otros, grandes fallas se deslizaban por encima, para luego disminuir su ímpetu cuando rebotaban en riadas de guijarros, mientras cantos ya redondos, pulidos como por el agua por ese deslizamiento suyo entre roca y roca, brincaban por los aires, caían con ruidos secos y eran atrapados por esos remolinos que ellos mismos creaban al chocar los unos con los otros. En medio y por encima de ese encabalgarse de moles minerales, se formaban rebufos de arena, ráfagas de yeso, nubes de deyecciones, espumas de piedra pómez, regueros de calcina.
Acá y allá salpicaduras de escayola, pedreas de carbones, recaían en la orilla, y los viajeros debían cubrirse a veces la cara para no quedar desfigurados.
—¿Qué día es hoy? —gritaba Baudolino a sus compañeros.
Y Solomón, que llevaba las cuentas de cada sábado, recordaba que la semana acababa de empezar, y para que el río detuviera su curso era preciso esperar por lo menos seis días.
—Y además, cuando se para, no es posible atravesarlo, violando el precepto sabático —se desgañitaba trastornado—. Pero ¿por qué el Santo, que sea bendito por siempre, no ha querido en su sabiduría que este río se parara el domingo, que al fin y al cabo vosotros los gentiles sois unos descreídos y el reposo festivo os lo pasáis por debajo de las suelas de los zapatos?
—Tú no pienses en el sábado —gritaba Baudolino—, que si el río se parara, sabría perfectamente cómo hacértelo cruzar sin que cometieras pecado. Bastará con cargarte en una mula mientras duermes. El problema es que tú mismo nos has dicho que, cuando el río se detiene, surge una barrera de llamas a lo largo de las orillas, y estamos en el punto de antes… Así que es inútil esperar aquí seis días. Vayamos hacia el manantial, y puede ser que haya un paso antes de que el río nazca.
—¿Cómo, cómo? —vociferaban sus compañeros, que no conseguían entender nada.
Pero luego viéndolo encaminarse lo seguían, conjeturando que quizá había tenido una buena idea. Y, en cambio, fue pésima, porque cabalgaron durante seis días, viendo sí que el lecho se restringía y el río iba convirtiéndose en un torrente y luego arroyo, pero sin llegar a la fuente hasta el quinto día, cuando ya desde el tercero se había visto surgir en el horizonte una cadena inaccesible de montes altísimos, que al final señoreaban sobre los viajeros, casi impidiéndoles la vista del cielo, encerrados como estaban en una vereda cada vez más estrecha y sin salida alguna, desde donde, arriba en las alturas, se divisaba solo un celaje apenas luminoso que se recomía las cimas de aquellas cumbres.
Aquí, entre dos montes, se veía nacer el Sambatyón de una hendidura, casi una herida: un rebullir de arenisca, un borbotear de toba, un gotear de limo, un repiquetear de esquirlas, un borbollar de tierra que se condensa, un rebosar de terrones, una lluvia de arcillas, se iban transformando poco a poco en un flujo más constante, que empezaba su viaje hacia algún infinito océano de arena.
Nuestros amigos emplearon un día en intentar rodear las montañas y buscar un paso río arriba del manantial, pero en vano. Es más, les amenazaron repentinas morenas que iban a hacerse añicos ante los cascos de sus caballos, tuvieron que tomar un camino más tortuoso, les sorprendió la noche en un lugar donde de vez en cuando rodaban desde la cima bloques de azufre vivo; más adelante, el calor se volvió insoportable y comprendieron que, de seguir adelante, aunque hubieran encontrado la manera de atravesar las montañas, una vez acabada el agua de sus cantimploras en aquella naturaleza muerta no habrían encontrado forma alguna de humedad, y se decidieron a dar marcha atrás. Salvo que descubrieron que se habían perdido en aquellos meandros, y tardaron otro día más en dar con el manantial.
Llegaron cuando, según los cálculos de Solomón, el sábado había pasado y, de haberse parado el río, ya había reanudado su curso, por lo que era preciso esperar otros seis días. Profiriendo exclamaciones que desde luego no les garantizaban la benevolencia del cielo, decidieron entonces seguir el río, con la esperanza de que, abriéndose en una desembocadura, o delta, o estuario, se transformara en un desierto más reposado.
Viajaron, pues, durante algunas albas y algunos atardeceres, separándose de las orillas para encontrar zonas más acogedoras, y el cielo debía de haberse olvidado de sus improperios, porque encontraron un pequeño oasis con alguna espesura y un venero de agua harto avaro, pero suficiente para darles alivio y provisión durante algunos días más. Luego siguieron, siempre acompañados por el mugir del río, bajo cielos ardientes, estriados de vez en cuando por nubes negras, finas y planas como las piedras del Bubuctor.
Hasta que, después de casi cinco días de viaje, y de noches bochornosas como el día, se dieron cuenta de que el continuo retrueno de aquella marea se estaba transformando. El río había ganado más velocidad, se dibujaban en su curso una suerte de corrientes, rápidos que arrastraban trozos de basalto como pajillas, se oía una especie de trueno lejano… Luego, cada vez más impetuoso, el Sambatyón se dividía en una miríada de riachuelos, que se introducían entre pendientes montañosas como los dedos de la mano en un grumo de fango; a veces una oleada se sumía en una gruta para luego salir con un rugido de una especie de paso rocoso que parecía transitable y arrojarse rabiosamente río abajo. Y de golpe, después de un amplio rodeo que se vieron obligados a hacer porque las orillas mismas se habían vuelto impracticables, golpeadas por torbellinos de gravilla, una vez alcanzada la cima de una planicie, vieron cómo el Sambatyón, a sus pies, se anulaba en una especie de garganta del Infierno.
Eran unas cataratas que se precipitaban desde decenas de imbornales rupestres, dispuestos en anfiteatro, en un desmedido torbellino final, un regurgitar incesante de granito, una vorágine de brea, una resaca única de alumbre, un rebullir de esquisto, un repercutirse de azarnefe contra las orillas. Y por encima de la materia que la tolvanera eructaba hacia el cielo, pero más abajo con respecto a los ojos de quien mirara como desde lo alto de una torre, los rayos del sol formaban sobre esas gotitas silíceas un inmenso arco iris que, al reflejar cada cuerpo los rayos con un esplendor distinto según su propia naturaleza, tenía muchos más colores que los que se solían formar en el cielo después de una tormenta, y a diferencia de aquellos, parecía destinado a brillar eternamente sin disolverse jamás.
Era un rojear de hematites y cinabrio, un titilar de atramento cual acero, un trasvolar de pizcas de oropimente del amarillo al naranja flamante, un azular de armeniana, un blanquear de conchas calcinadas, un verdear de malaquitas, un desvanecerse de litargirio en azafranes cada vez más pálidos, un repercutir de rejalgar, un eructar de terruño verduzco que palidecía en polvo de crisocola y emigraba en matices de añil y violeta, un triunfo de oro musivo, un purpurear de albayalde quemado, un llamear de sandáraca, un irisarse de greda argentada, una sola transparencia de alabastros.
Ninguna voz humana podía oírse en ese clangor, ni los viajeros tenían deseos de hablar. Asistían a la agonía del Sambatyón, que se enfurecía por tener que desaparecer en las entrañas de la tierra, e intentaba llevar consigo cuanto tenía a su alrededor, rechinando sus piedras para expresar toda su impotencia.
Ni Baudolino ni los suyos se habían dado cuenta del tiempo que habían pasado admirando las iras del precipicio donde el río se sepultaba sin quererlo, pero debían de haberse entretenido bastante, y había llegado el ocaso del viernes y, por lo tanto, el principio del sábado, porque de golpe, como obedeciendo una orden, el río se había envarado en un rigor cadavérico y el torbellino del fondo del abismo se había transformado en un valle clástico e inerte sobre el cual se cernía, subitáneo y terrificante, un inmenso silencio.
Entonces habían esperado a que, según el relato que habían oído, se levantara a lo largo de las orillas una barrera de llamas. Pero no sucedió nada. El río callaba, el remolino de partículas que lo dominaba se había ido posando lentamente en su lecho, el cielo nocturno se había serenado, mostrando un resplandor de estrellas hasta entonces escondidas.
—Donde se ve que no siempre hay que prestar oídos a lo que nos dicen —había concluido Baudolino—. Vivimos en un mundo donde la gente se inventa las historias más increíbles. Solomón, esta la habéis hecho circular vosotros los judíos para impedir que los cristianos vengan por estos lugares.
Solomón no contestó, porque era hombre de rápida inteligencia, y en aquel momento había entendido cómo pensaba Baudolino hacerle cruzar el río.
—Yo no me duermo —dijo enseguida.
—No pienses en ello —contestó Baudolino—, descansa mientras nosotros buscamos un vado.
Solomón habría querido huir, pero el sábado no podía ni cabalgar ni mucho menos viajar por simas montañosas. Así pues, se quedó sentado toda la noche, dándose puñetazos en la cabeza y maldiciendo, junto a su suerte, a los malditos gentiles.
A la mañana siguiente, cuando los demás hubieron localizado un punto donde se podía cruzar sin riesgos, Baudolino volvió al lado de Solomón, le sonrió con afectuosa comprensión y lo golpeó con una porra justo detrás de la oreja.
Y así fue como el rabí Solomón, único entre todos los hijos de Israel, cruzó un sábado el Sambatyón, durmiendo.