En marzo de 1190, el ejército había entrado en Asia, había alcanzado Laodicea y se había dirigido hacia los territorios de los turcos selyúcidas. El viejo sultán de Iconio se decía aliado de Federico, pero sus hijos lo habían desacreditado y habían atacado al ejército cristiano. O a lo mejor no, también Kilidj cambió de idea, nunca se llegó a saber. Choques, escaramuzas, batallas verdaderas, Federico proseguía vencedor, pero su ejército estaba diezmado por el frío, por el hambre y por los ataques de los turcomanos, que llegaban de repente, golpeaban las alas de su ejército y huían, conociendo bien los caminos y los refugios.
Renqueando por desiertos territorios batidos por el sol, los soldados habían tenido que beber su orina, o la sangre de los caballos. Cuando llegaron ante Iconio, el ejército de los peregrinos había quedado reducido a no más de mil caballeros.
Y aun así había sido un hermoso asedio, y el joven Federico de Suabia, pese a estar enfermo, se había batido bien, expugnando él mismo la ciudad.
—Hablas con frialdad del joven Federico.
—No me amaba. Desconfiaba de todos, tenía celos del hermano menor que le estaba quitando la corona imperial y, desde luego, tenía celos de mí, que no era de su sangre, por el afecto que su padre me tenía. Quizá desde niño le había turbado la manera en que yo miraba a su madre, o ella me miraba a mí. Tenía celos de la autoridad que había adquirido regalándole el Greal a su padre, y siempre se había mostrado escéptico al respecto. Cuando se hablaba de una expedición hacia las Indias, lo oía murmurar que se hablaría de ello en su momento. Se sentía rebajado por todos. Por eso, en Iconio, se comportó con valor, aunque aquel día tenía fiebre. Solo cuando su padre lo alabó por aquella gran hazaña, y ante todos sus barones, vi brillar una luz de alegría en sus ojos. La única en su vida, creo. Fui a rendirle homenaje, y me sentía verdaderamente feliz por él, pero me dio las gracias absorto.
—Te pareces a mí, Baudolino. También yo he escrito y escribo las crónicas de mi imperio, deteniéndome más en las pequeñas envidias, en los odios, en los celos que trastornan tanto a las familias de los poderosos como las grandes y públicas hazañas. También los emperadores son seres humanos, y la historia es también historia de sus debilidades. Pero sigue.
—Una vez conquistada Iconio, Federico envió inmediatamente embajadores a León de Armenia, para que lo ayudara a proseguir a través de sus territorios. Había una alianza, eran ellos los que se la habían prometido. Y, con todo, León todavía no había mandado a nadie a acogernos. Quizá lo atenazara el temor de acabar como el sultán de Iconio. De modo que seguimos adelante sin saber si íbamos a recibir ayuda, y Ardzrouni nos guiaba diciendo que los embajadores de su príncipe llegarían sin duda. Un día de junio, doblando hacia el sur, pasada Laranda, nos aventuramos por los montes del Tauro, y por fin vimos cementerios con cruces. Estábamos en Cilicia, en tierra cristiana. Enseguida nos recibió el señor armenio de Sibilia y, más adelante, junto a un río maldito, hasta cuyo nombre he querido olvidar, encontramos una embajada que venía en nombre de León. En cuanto la avistamos, Ardzrouni advirtió que era mejor que él no se dejara ver, y desapareció. Encontramos a dos dignatarios, Constante y Balduino de Camardeis, y nunca vi embajadores con propósitos más inciertos. Uno anunciaba como inminente la llegada en pompa magna de León y del catholicos Gregorio; el otro era evasivo, y hacía notar que, pese a sus grandes deseos de ayudar al emperador, el príncipe armenio no podía mostrar al Saladino que les abría el camino a sus enemigos y, por lo tanto, tenía que actuar con mucha prudencia.
Cuando se hubo ido la embajada, volvió a aparecer Ardzrouni, que tomó aparte a Zósimo, el cual se acercó después a Baudolino, y con él se presentó ante Federico.
—Ardzrouni dice que, lejos de él está el deseo de traicionar a su señor, pero sospecha que para León sería una suerte que tú te pararas aquí.
—¿En qué sentido? —preguntó Federico—. ¿Quiere ofrecerme vino y doncellas para que me olvide de que tengo que ir a Jerusalén?
—Vino quizá sí, pero envenenado. Dice que te acuerdes de la carta de la reina Sibila.
—¿Cómo sabe de esa carta?
—Las voces corren. Si León detuviera tu marcha, haría una cosa gratísima para el Saladino, y el Saladino podría ayudarle a realizar su deseo de convertirse en sultán de Iconio, visto que Kilidj y sus hijos han sido derrotados vergonzosamente.
—¿Y por qué Ardzrouni se preocupa tanto de mi vida, hasta el punto de traicionar a su señor?
—Solo Nuestro Señor dio su vida por amor a la humanidad. La semilla de los hombres, nacida en el pecado, se parece a la semilla de los animales: también la vaca te da leche solo si tú le das heno. ¿Qué enseña esta santa máxima? Que Ardzrouni no desdeñaría ocupar un día el puesto de León. Ardzrouni es estimado por muchos entre los armenios, y León no. Por lo cual, ganándose el reconocimiento del sacro y romano emperador, podría confiar un día en el más poderoso de los amigos. Por eso te propone que sigas hasta su castillo de Dadjig, siempre a orillas de este río, y acampes a tus hombres en los alrededores. A la espera de que se entienda qué es lo que León asegura de verdad, tú podrías vivir en su casa, al amparo de cualquier insidia. Y recomienda que, sobre todo, de ahora en adelante tengas precauciones con la comida y con la bebida que alguno de sus compatriotas podría ofrecerte.
—Por los diablos —gritaba Federico—, ¡llevo un año cruzando un nido de víboras tras otro! Mis buenos príncipes alemanes son unos corderitos en comparación y, ¿sabes lo que te digo?, ¡incluso esos más que traidores milaneses que tanto me han hecho penar por lo menos se me enfrentaban en campo abierto, sin intentar apuñalarme durante el sueño! ¿Qué hacemos?
Su hijo Federico había aconsejado aceptar la invitación. Mejor guardarse de un solo posible enemigo conocido, que de muchos e ignotos.
—Es justo, padre mío —había dicho Baudolino—. Tú demoras en ese castillo, y mis amigos y yo construimos a tu alrededor una barrera, de suerte que nadie pueda acercarse a ti sin pasar sobre nuestros cuerpos, de día y de noche. Probaremos antes cualquier sustancia que te esté destinada. No digas nada, no soy un mártir. Todos sabrán que nosotros beberemos y comeremos antes que tú, y nadie considerará prudente envenenar a uno de nosotros para que luego tu ira estalle sobre cada habitante de esa fortaleza. Tus hombres necesitan descanso, Cilicia está habitada por gentes cristianas, el sultán de Iconio no tiene fuerzas ya para pasar las montañas y volverte a atacar, el Saladino todavía está muy lejos. Esta región está hecha de picos y barrancos que son excelentes defensas naturales: me parece la tierra adecuada para reponer las fuerzas de todos.
Después de un día de marcha en dirección de Seleucia, se adentraron por una garganta, que apenas dejaba espacio para seguir el curso del río. De repente, la garganta se abría, y dejaba que el río corriera por un vasto trecho de llanura, para luego acelerar su curso y declinar sumiéndose en otra garganta. A no mucha distancia de las orillas se erguía, sobresaliendo del llano como una seta, una torre de contornos irregulares, que se recortaba azulada para los ojos de los que venían de oriente mientras el sol se ponía a sus espaldas, de modo que, a primera vista, no se habría podido decir si era obra del hombre o de la naturaleza. Solo acercándose a ella, se comprendía que era una suerte de macizo rocoso en cuya cima se encajaba un castillo, desde donde podían dominarse, evidentemente, tanto la llanura como la corona de los montes circundantes.
—Aquí estamos —dijo entonces Ardzrouni—; señor, puedes hacer que tu ejército acampe en la llanura, y te aconsejo que los dispongas allá, río abajo, donde hay espacio para las tiendas, y agua para los hombres y los animales. Mi fortaleza no es grande y te aconsejo que subas solo con un grupo de hombres de confianza.
Federico dijo a su hijo que se ocupara del campamento y que se quedara con el ejército. Decidió llevar consigo solo una decena de hombres, más el grupo de Baudolino y de sus amigos. El hijo intentó protestar, diciendo que quería estar junto a su padre y no a una milla de distancia. Una vez más miraba a Baudolino y a los suyos con escasa confianza, pero el emperador fue inflexible.
—Dormiré en ese castillo —dijo—. Mañana me bañaré en el río, y para hacerlo no os necesitaré. Vendré nadando a desearos los buenos días.
El hijo dijo que su voluntad era ley, pero de mala gana.
Federico se separó del grueso de su ejército, con sus diez hombres armados, Baudolino, el Poeta, Kyot, Boron, Abdul, Solomón y el Boidi que arrastraba a Zósimo en cadenas. Todos sentían curiosidad por saber cómo se subiría a ese refugio pero, al darle la vuelta al macizo, se descubría por fin que hacia occidente el precipicio se suavizaba, poco, pero lo suficiente para que se hubiera podido excavar y pavimentar una senda formada por pequeños bancales, por la que no podían pasar más de dos caballos uno al lado del otro. Quienquiera que hubiera querido subir con intenciones hostiles tenía que recorrer la escalinata lentamente, de suerte que, con solo dos arqueros, desde las almenas del castillo podían exterminar a los invasores, de dos en dos.
Al final de la subida se abría un portal que franqueaba el paso a un patio. Por la parte exterior de aquella puerta el sendero seguía, pegado a las murallas y aún más estrecho, a dos dedos del despeñadero, hasta otra puerta más pequeña, en el lado septentrional, y por fin se detenía sobre el vacío.
Entraron en el patio, que daba al castillo verdadero, con las murallas erizadas de troneras, pero defendidas a su vez por las murallas que separaban el patio del abismo. Federico dispuso sobre los baluartes exteriores a sus guardias, para que controlaran el sendero desde arriba. No parecía que Ardzrouni tuviera hombres suyos, excepto algunos esbirros que montaban guardia en puertas y pasillos.
—No necesito un ejército, aquí —dijo Ardzrouni, sonriendo con orgullo—. Soy inatacable. Y además, este, bien lo verás, sacro romano emperador, no es un lugar de guerra, es el refugio donde yo cultivo mis estudios sobre aire, fuego, tierra y agua. Ven, te enseñaré dónde podrás alojarte de manera digna.
Subieron una escalinata y a la segunda vuelta entraron en una amplia sala de armas, amueblada con bancos, y con panoplias en las paredes. Ardzrouni abrió una puerta de madera sólida tachonada con metal, e introdujo a Federico en una habitación suntuosamente amueblada. Había un lecho con baldaquín, una cómoda con copas y candelabros de oro, coronada por un arca de madera oscura, ya fuera cofre o tabernáculo, y una espaciosa chimenea preparada para ser encendida, con leña menuda y trozos de una sustancia parecida al carbón, pero recubiertos de una materia oleaginosa que probablemente debía alimentar la llama, todo bien dispuesto sobre un lecho de ramitas secas cubierto por ramas con bayas olorosas.
—Es la mejor habitación de la que dispongo —dijo Ardzrouni—, y es para mí un honor ofrecértela. No te aconsejo que abras esa ventana. Está expuesta hacia oriente y mañana por la mañana el sol podría molestarte. Esos vitrales coloreados, una maravilla del arte veneciano, filtran dulcemente la luz.
—¿No puede entrar nadie por esa ventana? —preguntó el Poeta.
Ardzrouni abrió laboriosamente la ventana, cerrada por varios cerrojos.
—Ves —dijo—, está muy alta. Y más allá del patio se ven los glacis, donde ya vigilan los hombres del emperador.
Se veían en efecto las explanadas de las murallas exteriores, la galería por la cual pasaban regularmente los guardias y, justo a un tiro de arco de la ventana, dos grandes discos, o platos de metal reluciente, muy cóncavos, ensamblados en un soporte fijado entre las almenas. Federico preguntó de qué se trataba.
—Son espejos de Arquímedes —dijo Ardzrouni—, con los cuales ese sabio de los tiempos antiguos destruyó las naves romanas que asediaban Siracusa. Cada espejo captura y remite los rayos de luz que caen paralelos sobre su superficie, y por eso refleja las cosas. Pero si el espejo no es plano y está curvado con la forma adecuada, como enseña la geometría, máxima entre las ciencias, los rayos no se reflejan paralelos, sino que van a concentrarse todos en un punto preciso delante del espejo, según su curvatura. Ahora, si orientas el espejo de manera que capture los rayos del sol en el momento de su máximo fulgor y los llevas a que incidan todos juntos en un único punto lejano, una concentración de rayos solares de ese calibre en un punto preciso crea una combustión, y puedes incendiar un árbol, la tablazón de un barco, una máquina de guerra o los rastrojos en torno a tus enemigos. Los espejos son dos, porque uno está curvado para herir lejos, el otro incendia de cerca. Así yo, con esas dos sencillísimas máquinas, puedo defender esta roca mía mejor que si tuviera mil arqueros.
Federico dijo que Ardzrouni tendría que enseñarle ese secreto, porque entonces las murallas de Jerusalén caerían mejor que las de Jericó, y no al sonido de las trompetas sino por los rayos del sol. Ardzrouni dijo que estaba allí para servir al emperador. Luego cerró la ventana y dijo:
—Por aquí no pasa aire, pero entra por otros resquicios. A pesar de la estación, como los muros son gruesos, podrías tener frío esta noche. Mejor que encender la chimenea, que produce un humo molesto, te aconsejo que te cubras con estas pieles que ves encima de la cama. Pido perdón por mi profanidad, pero el Señor nos ha hecho con un cuerpo: detrás de esta puertecita hay un retrete, con un asiento muy poco real, pero todo lo que tu cuerpo querrá expulsar se precipitará en una cisterna en el subsuelo, sin emponzoñar este ambiente. A tu cámara se entra solo por la puerta que acabamos de franquear, y al otro lado de la puerta, cuando la cierres con el pestillo, estarán tus cortesanos, que deberán conformarse con dormir en aquellos bancos, pero garantizarán tu tranquilidad.
Habían visto encima de la campana de la chimenea un altorrelieve circular. Era una cabeza de Medusa, con los cabellos ensortijados como serpientes, los ojos cerrados y la boca carnosa abierta, que mostraba una oquedad oscura cuyo fondo no se veía (como la que vi contigo en la cisterna, señor Nicetas). Federico había sentido curiosidad y preguntó qué era.
Ardzrouni dijo que era una oreja de Dionisio:
—Es una de mis magias. En Constantinopla todavía hay antiguas piedras de este tipo; ha sido suficiente tallarle mejor la boca. Hay un cuarto, abajo, donde suele estar mi pequeña guarnición, pero mientras estés aquí tú, señor emperador, permanecerá desierta. Todo lo que se dice ahí abajo sale por esta boca, como si el que habla estuviera detrás del relieve. Así, si quisiera, podría oír lo que están confabulando mis hombres.
—Si yo pudiera saber lo que confabulan mis primos… —dijo Federico—. Ardzrouni, eres un hombre valioso. Hablaremos también de esto. Ahora hagamos nuestros proyectos para mañana. Por la mañana quiero bañarme en el río.
—Podrás llegar fácilmente, a caballo o a pie —dijo Ardzrouni—, y sin tener que pasar ni siquiera por el patio por donde has entrado. En efecto, tras la puerta de la sala de armas hay una escalerita que da al patio secundario. Y desde ahí puedes tomar el sendero principal.
—Baudolino —dijo Federico—, haz que preparen algunos caballos en ese patio, para mañana.
—Padre mío —dijo Baudolino—, sé perfectamente lo que te gusta afrontar las aguas más agitadas. Pero ahora estás cansado por el viaje y por todas las pruebas que has soportado. No conoces las aguas de este río, que me parecen llenas de remolinos. ¿Por qué quieres correr ese riesgo?
—Porque soy menos viejo de lo que piensas, hijo, y porque si no fuera demasiado tarde, iría inmediatamente al río, tan sucio de polvo me siento. Un emperador no debe oler mal, como no sea al óleo de las unciones sagradas. Haz que dispongan los caballos.
—Como dice el Eclesiastés —dijo tímidamente el rabí Solomón—, nunca nadarás contra la corriente del río.
—Y quién ha dicho que nadaré en contra —se rió Federico—; la seguiré.
—No sería menester lavarse nunca demasiado a menudo —dijo Ardzrouni—, como no sea bajo la guía de un médico prudente, pero tú aquí eres el amo. Y cambiando de tema, todavía es pronto, para mí sería un honor inmerecido haceros visitar mi castillo.
Les hizo bajar la escalinata; en el piso inferior pasaron por una sala dedicada al banquete vespertino, iluminada ya por muchos candelabros. Luego pasaron por un salón lleno de taburetes, en una de cuyas paredes estaba esculpida una gran caracola invertida, una estructura espiraliforme que se cerraba en embudo, con un agujero central.
—Es la sala de la guardia de la que te he hablado —dijo Ardzrouni—; el que habla pegando la boca a esta abertura puede ser oído en tu cámara.
—Me gustaría comprobar cómo funciona —dijo Federico.
Baudolino dijo en broma que aquella noche bajaría allá para saludarlo mientras dormía. Federico se rió y dijo que no, porque esa noche quería descansar tranquilo.
—A menos de que no me tengas que avisar —añadió— de que el sultán de Iconio está entrando por la chimenea.
Ardzrouni les hizo pasar por un pasillo, y entraron en una sala de amplias bóvedas, que relucía de destellos y humeaba de volutas de vapor. Había unas buenas calderas donde hervía una materia fundida, retortas y alambiques, y otros recipientes curiosos. Federico preguntó si Ardzrouni producía oro. Ardzrouni sonrió, diciendo que aquello eran patrañas de alquimistas. Pero sabía dorar los metales y producir elixires que, si no eran de larga vida, por lo menos alargaban un poco la brevísima existencia que nos ha tocado en suerte. Federico dijo que no quería probarlos:
—Dios ha establecido la duración de nuestra vida, y hay que conformarse con su voluntad. A lo mejor muero mañana, a lo mejor duro hasta los cien años. Todo está en las manos del Señor.
El rabí Solomón había observado que sus palabras eran muy sabias, y los dos se habían entretenido un buen rato sobre el asunto de los decretos divinos, y era la primera vez que Baudolino oía a Federico hablar de esas cosas.
Mientras los dos conversaban, Baudolino vio con el rabillo del ojo a Zósimo, que se introducía en un local contiguo por una puertecita y a Ardzrouni que lo seguía enseguida preocupado. Temiendo que Zósimo conociera algún conducto que le permitiera escapar, Baudolino los siguió y se encontró en una pequeña habitación en la que había solo un aparador, y en el aparador había siete cabezas doradas. Representaban todas el mismo rostro barbudo, y se sostenían sobre un pedestal. Se las reconocía como relicarios, entre otras cosas porque se veía que la cabeza habría podido abrirse como una teca, pero los bordes de la tapa, en la que se dibujaba el rostro, estaban fijados a la parte posterior por un sello de lacre oscuro.
—¿Qué buscas? —estaba preguntándole Ardzrouni a Zósimo, sin haberse dado cuenta todavía de la presencia de Baudolino.
Zósimo respondió:
—Había oído decir que fabricabas reliquias y que para eso te servían esos diabólicos artilugios tuyos para la doradura de los metales. Son cabezas del Bautista, ¿verdad? He visto otras, y ahora sé de dónde proceden.
Baudolino tosió con delicadeza, Ardzrouni se dio la vuelta de golpe y se llevó las manos a la boca, mientras los ojos se le salían de las órbitas.
—Te lo ruego, Baudolino, no le digas nada al emperador, porque me hará ahorcar —dijo en voz baja—. Pues bien, lo admito, son relicarios con la cabeza verdadera de san Juan Bautista. Cada uno de ellos contiene una calavera, tratada con fumigaciones de suerte que se reduzca y parezca antiquísima. Yo vivo en esta tierra sin recursos de la naturaleza, sin campos para sembrar y sin ganado, y mis riquezas son limitadas. Fabrico reliquias, es verdad, y están muy solicitadas, tanto en Asia como en Europa. Basta con colocar dos de estas cabezas a mucha distancia la una de la otra, como por ejemplo, una en Antioquía y otra en Italia, y nadie se da cuenta de que hay dos.
Sonreía con oleosa humildad, como si pidiera comprensión por un pecado, al fin y al cabo, venial.
—Nunca he sospechado que fueras un hombre virtuoso, Ardzrouni —dijo Baudolino riendo—. Quédate con tus cabezas, pero salgamos enseguida, si no, infundiremos sospechas en los demás, y en el emperador.
Salieron mientras Federico estaba dando por finalizado su intercambio de reflexiones religiosas con Solomón.
El emperador preguntó qué otros prodigios para exhibir tenía su anfitrión, y Ardzrouni, ansioso de que salieran de esa sala, los volvió a llevar al pasillo. Llegaron ante una puerta cerrada, de dos hojas, junto a la cual había un altar, de esos que usaban los paganos para sus sacrificios, y cuyos abundantes restos había visto Baudolino en Constantinopla. Encima del altar había fajinas y ramillas. Ardzrouni vertió encima un líquido pastoso y oscuro, cogió una de las antorchas que iluminaban el pasillo y encendió la pira. Inmediatamente el altar se inflamó y al cabo de unos minutos se empezó a oír un ligero hervor subterráneo, un lento chirriar, mientras Ardzrouni, con los brazos levantados, pronunciaba fórmulas en una lengua bárbara, pero mirando de vez en cuando a sus huéspedes, como para dejarles entender que estaba personificando a un hierofante o a un nigromante. Por fin, ante el estupor de todos, las dos hojas se abrieron sin que nadie las hubiera tocado.
—Maravillas del arte hidráulico —sonrió orgulloso Ardzrouni—, que yo cultivo siguiendo a los sabios mecánicos de Alejandría de hace muchos siglos. Es sencillo: debajo del ara hay un recipiente de metal con agua, que el fuego de encima calienta. Se transforma en vapor y, a través de un sifón (que en definitiva no es más que un tubo doblado que sirve para trasvasar el agua de un sitio a otro), ese vapor va a llenar un pozal, y ahí el vapor, al enfriarse, se transforma de nuevo en agua; el peso del agua hace que el pozal caiga hacia abajo; el pozal, al bajar, mediante una pequeña polea de la que cuelga, hace que se muevan dos cilindros de madera que actúan directamente sobre los goznes de la puerta. Y la puerta se abre. Simple, ¿verdad?
—¿Simple? —dijo Federico—. ¡Asombroso! ¿Pero de verdad los griegos conocían esos portentos?
—Estos y otros; y los conocían los sacerdotes egipcios que usaban este artificio para ordenar a voces la apertura de las puertas de un templo, y los fieles se arrodillaban ante el milagro —dijo Ardzrouni.
Luego invitó al emperador a franquear el umbral. Entraron en una sala en cuyo centro se erguía otro instrumento extraordinario. Se trataba de una esfera de cuero, acoplada sobre una superficie circular gracias a las que parecían dos asas dobladas en ángulo recto; la superficie cerraba una especie de balde metálico, bajo el cual había otra pila de leña. De la esfera salían, hacia arriba y hacia abajo, dos tubitos, rematados por dos pitorros orientados en direcciones opuestas. Observando mejor, se notaba que también las dos asas que fijaban la esfera a la superficie redonda eran tubos, que en la parte inferior se introducían en el balde y con la extremidad superior penetraban dentro de la esfera.
—La jofaina está llena de agua. Ahora la calentamos —dijo Ardzrouni, y de nuevo prendió un gran fuego.
Hubo que esperar algunos minutos a que el agua empezara a hervir, a continuación se oyó un silbido primero ligero, luego más fuerte, y la esfera se puso a girar sobre sus apoyos, mientras de los pitorros salían vaharadas de vapor. La esfera giró un poco, luego su ímpetu hizo atisbos de atenuarse, y Ardzrouni se apresuró a sellar los tubitos con una especie de arcilla blanda:
—También aquí el principio es sencillo. El agua que hierve en la jofaina se transforma en vapor. El vapor sube a la esfera pero, al salir con violencia en direcciones opuestas, le imprime un movimiento rotatorio.
—¿Y qué milagro debería simular? —preguntó Baudolino.
—No simula nada, pero demuestra una gran verdad, es decir, prueba fehacientemente la existencia del vacío.
Imaginémonos a Boron. Al oír hablar del vacío se había vuelto inmediatamente receloso y había preguntado cómo era posible que ese truquito hidráulico probara que existe el vacío. Es sencillo, le había dicho Ardzrouni, el agua de la jofaina se convierte en vapor y va a ocupar la esfera, el vapor huye de la esfera haciéndola girar; cuando la esfera se va a parar, señal de que dentro ya no tiene más vapor, se cierran los pitorros. Y entonces, ¿qué queda en la jofaina y en la esfera? Nada, es decir, el vacío.
—Mucho me gustaría verlo —dijo Boron.
—Para verlo deberías abrir la esfera, y entonces entraría aire enseguida. Aun así, hay un lugar donde podrías estar y advertir la presencia del vacío. Pero lo notarías poco tiempo porque, faltando el aire, morirías sofocado.
—¿Y dónde está ese lugar?
—Es un cuarto encima de nosotros. Y ahora te enseño cómo podría hacer el vacío en ese cuarto.
Levantó la antorcha y mostró otra máquina, que hasta entonces había permanecido en la penumbra. Era mucho más compleja que las dos anteriores, porque tenía, por decirlo de alguna manera, las entrañas al desnudo. Había un enorme cilindro de alabastro, que mostraba en su interior la sombra oscura de otro cuerpo cilíndrico que lo ocupaba a medias mientras la otra mitad sobresalía; una especie de guía enorme estaba ensamblada en la parte superior y podía ser accionada por las dos manos de un hombre, como si fuera una palanca. Ardzrouni movía aquella palanca, y se veía el cilindro interior primero subir y luego bajar hasta ocupar completamente el cilindro exterior. En la parte superior del cilindro de alabastro se empalmaba un gran tubo hecho con trozos de vejigas de animal, cuidadosamente cosidas entre sí. Este tubo acababa ingurgitado por el techo. En la parte inferior, en la base del cilindro, se abría un orificio.
—Así pues —explicaba Ardzrouni—, aquí no tenemos agua sino solo aire. Cuando el cilindro interno baja, comprime el aire contenido en el cilindro de alabastro y lo expulsa por el orificio inferior. Mientras la palanca hace que suba, el cilindro acciona una lengüeta que va a obturar el orificio inferior, de manera que el aire que acaba de salir del cilindro de alabastro no pueda volver a entrar. Cuando el cilindro interno se eleva completamente, acciona otra lengüeta, que hace entrar aire que procede, a través del tubo que estáis viendo, del cuarto del que os he hablado. Cuando el cilindro interior baja de nuevo, expulsa también ese aire. Poco a poco, esta máquina aspira todo el aire de ese cuarto y hace que salga aquí, de suerte que en ese cuarto se crea el vacío.
—¿Y en ese cuarto no entra aire por ninguna parte? —preguntó Baudolino.
—No. En cuanto se acciona la máquina, a través de estas cuerdas a las que está conectada la palanca, se cierra todo agujero o resquicio por donde el cuarto puede recibir aire.
—Pues con esta máquina podrías matar a un hombre que se encontrara en el cuarto —dijo Federico.
—Podría, pero nunca lo he hecho. En cambio, coloqué un pollo. Después del experimento subí, y el pollo estaba muerto.
Boron meneaba la cabeza y murmuraba al oído de Baudolino:
—No os fiéis de él, miente. Si el pollo estuviera muerto querría decir que el vacío existe. Pero como no existe, el pollo todavía sigue vivo y coleando. O a lo mejor se murió, pero por el tute que le dieron.
Y luego le dijo en voz alta a Ardzrouni:
—¿Has oído decir alguna vez que los animales mueren también en lo más profundo de pozos vacíos, donde se apagan las velas? Algunos sacan la conclusión de que allí no hay aire y, por lo tanto, está el vacío. Y, en cambio, en lo más hondo de los pozos falta el aire liviano y solo se halla el aire denso y mefítico, que es el que sofoca a los hombres y apaga la llama de las velas. Quizá eso sea lo que sucede en tu cuarto. Tú aspiras el aire liviano, pero se queda el denso, que no se deja aspirar, y eso basta para que se te muera tu pollo.
—Basta —dijo Federico—, todos estos artificios son graciosos, pero, salvo los espejos de allá arriba, ninguno podría usarse en un asedio o en una batalla. Y entonces ¿para qué sirven? Vamos, tengo hambre. Ardzrouni, me has prometido una buena cena. Me parece que es la hora adecuada.
Ardzrouni se inclinó y condujo a Federico y los suyos a la sala del banquete, que, a decir verdad, fue espléndido, por lo menos para personas que durante semanas habían comido las escasas vituallas del campo. Ardzrouni ofreció lo mejor de la cocina armenia y turquesca, incluidas ciertas pastitas dulcísimas que dieron la sensación a los invitados de ahogarse en miel. Tal y como habían acordado, Baudolino y los suyos probaban cada plato antes de que se lo ofrecieran al emperador. Contra toda etiqueta de corte (pero cuando estaban en guerra la etiqueta soportaba siempre abundantes excepciones), se sentaban todos a la misma mesa, y Federico bebía y comía con alegría como si fuera un camarada más, escuchando intrigado una discusión que se había producido entre Boron y Ardzrouni.
Decía Boron:
—Tú te obstinas en hablar del vacío, como si fuera un espacio que carece de cualquier otro cuerpo, incluso aéreo. Pero un espacio que carece de cuerpos no puede existir, porque el espacio es una relación entre los cuerpos. Además, el vacío no puede existir porque la naturaleza le tiene horror al vacío, como enseñan todos los grandes filósofos. Si aspiras agua por una caña sumergida en el agua, el agua sube, porque no puede dejar un espacio vacío de aire. Además, escucha, los objetos caen hacia el suelo, y una estatua de hierro cae más rápidamente que un trozo de tela, porque el aire no consigue sostener el peso de la estatua mientras que sostiene fácilmente el de la tela. Los pájaros vuelan porque, al mover las alas, agitan mucho aire, que los sostiene a pesar de su peso. El aire los sostiene al igual que el agua sostiene a los peces. Si no hubiera aire, los pájaros caerían en picado, pero, presta atención, a la misma velocidad que cualquier otro cuerpo. Por lo tanto, si en el cielo existiera el vacío, las estrellas tendrían una velocidad infinita, porque el aire, que opone resistencia a su peso inmenso, no las sujetaría en su caída o en su círculo.
Objetaba Ardzrouni:
—¿Quién ha dicho que la velocidad de un cuerpo es proporcional a su peso? Como decía Juan Filopón, depende del movimiento que se le haya imprimido. Y además, dime, si no existiera el vacío, ¿cómo podrían desplazarse las cosas? Chocarían contra el aire, que no las dejaría pasar.
—¡Que no! ¡Cuando un cuerpo mueve el aire, que estaba donde va él, el aire va a ocupar el sitio que el cuerpo ha dejado! Es como dos personas que van en direcciones contrarias por una calle estrecha. Meten la tripa, se aplastan contra la pared; a medida que uno se insinúa en una dirección, el otro se insinúa en la dirección contraria, y al final uno ha tomado el sitio del otro.
—Sí, porque cada uno de los dos, en virtud de su propia voluntad, imprime un movimiento al propio cuerpo. Pero no pasa lo mismo con el aire, que no tiene voluntad. Se desplaza a causa del ímpetu que le imprime el cuerpo que choca contra él. Pero el ímpetu genera un movimiento en el tiempo. En el momento en que el objeto se mueve e imprime un ímpetu en el aire que tiene enfrente, el aire todavía no se ha movido y, por lo tanto, todavía no está en el lugar que el objeto acaba de dejar para empujarlo. ¿Y qué hay en ese lugar, aun por un solo instante? ¡El vacío!
Federico, hasta ese punto, se había divertido siguiendo la controversia, pero ahora ya tenía bastante: —Vale ya —había dicho—. Mañana, si acaso, probaréis a poner otro pollo en el cuarto superior. Ahora, a propósito de pollos, dejadme comerme este, y espero que le hayan retorcido el gaznate como Dios manda.