Del patio de los genoveses subían las quejas de las hijas de Nicetas, que no querían dejarse manchar la cara, acostumbradas como estaban al carmín de sus afeites.
—Portaos bien —les decía Grillo—, que la sola belesa non fa muller.
Y explicaba que ni siquiera estaba seguro de que ese poco de sarna y de viruelas que les estampaban en la cara fuera suficiente para darle asco a un peregrino salido cual esquina: gente que se estaba desahogando en todo lo que encontraba, jóvenes y viejas, sanas y enfermas, griegas, sarracenas o judías, porque en estos casos la religión poco tiene que ver. Para dar asco, añadía, tendríais que estar más picadas que un rallador. La mujer de Nicetas colaboraba amorosamente para deslustrar a sus hijas, añadiendo aquí una llaga en la frente, allá una piel de pollo en la nariz, para que pareciera reconcomida.
Baudolino miraba taciturno a esa hermosa familia, y de repente dijo:
—Así, mientras yo brujuleaba sin saber qué hacer, tomé mujer yo también.
Relató la historia de su matrimonio con aire poco risueño, como si se hubiera tratado de un recuerdo doloroso.
—En aquella época yo iba y venía entre la corte y Alejandría. Federico seguía sin digerir la existencia de aquella ciudad, y yo intentaba recomponer las relaciones entre mis conciudadanos y el emperador. La situación era más favorable que en el pasado. Alejandro III había muerto, y Alejandría había perdido a su protector. El emperador estaba aviniéndose cada vez más a pactos con las ciudades italianas, y Alejandría no podía presentarse ya como baluarte de la liga. Génova había pasado del lado del imperio, y Alejandría lo ganaba todo si estaba del lado de los genoveses, y nada si seguía siendo la única ciudad non grata a Federico. Era preciso encontrar una solución honorable para todos. Y así, mientras pasaba mis días hablando con mis conciudadanos y volviendo a la corte para tantear el humor del emperador, me fijé en Colandrina. Era la hija del Guasco, había ido creciendo poco a poco bajo mis ojos y no me había dado cuenta de que se había convertido en una mujer. Era dulcísima, y se movía con una gracia un poco azorada. Después de la historia del asedio, a mi padre y a mí se nos consideraba los salvadores de la ciudad, y ella me miraba como si fuera san Jorge. Yo hablaba con el Guasco, y ella permanecía acurrucada delante de mí, con los ojos brillantes, bebiéndose mis palabras. Habría podido ser su padre, porque ella tenía apenas quince años y yo treinta y ocho. No sé decir si me había enamorado de ella, pero me gustaba verla a mi alrededor, tanto que me ponía a contar aventuras increíbles a los demás para que ella me oyera. Lo había notado también el Guasco; es verdad que él era un miles, y, por lo tanto, algo más que un ministerial como yo (hijo de campesino, por añadidura), pero ya te lo he dicho, yo era el preferido de la ciudad, llevaba una espada en el costado, vivía en la corte… No habría sido una mala alianza, y fue precisamente el Guasco el que me dijo: por qué no te casas con la Colandrina, que se me ha vuelto una zoqueta, deja caer la vajilla por los suelos y cuando no estás se pasa los días asomada a la ventana para mirar si llegas. Fue una hermosa boda, en la iglesia de San Pedro, la catedral que le habíamos regalado al papa que en paz descanse y que el papa nuevo no sabía ni siquiera que existía. Y fue un matrimonio extraño, porque después de la primera noche ya tenía que marcharme para alcanzar a Federico, y así fue durante todo un año bueno, con una mujer que veía de pascuas a ramos y me tocaba el corazón ver su alegría cada vez que regresaba.
—¿La querías?
—Creo que sí, pero era la primera vez que tomaba mujer, y no sabía muy bien qué debía hacer con ella, excepto esas cosas que les hacen los maridos a las mujeres por la noche. Durante el día no sabía si debía acariciarla como a una niña, tratarla como a una dama, regañarla por sus torpezas, porque todavía necesitaba un padre, o perdonarle todo, que luego a lo mejor se estropeaba. Hasta que, al final del primer año, me dijo que esperaba un niño, y entonces empecé a mirarla como si fuera María la Virgen; cuando volvía le pedía perdón por haber estado lejos, la llevaba a misa los domingos para hacerles ver a todos que la buena mujer de Baudolino iba a darle un hijo, y las pocas noches que estábamos juntos nos contábamos qué habríamos hecho con aquel Baudolinín Colandrinito que llevaba en la tripa; ella hasta se puso a pensar que Federico le daría un ducado, y yo estaba a punto, a punto de creérmelo. Yo le contaba del reino del Preste Juan y ella me decía que no me iba a dejar ir solo por todo el oro del mundo, porque quién sabe qué bellas damas había en aquellas tierras, y quería ver ese lugar que debía de ser más bonito y más grande que Alejandría y Solero juntas. Luego yo le hablaba del Greal y ella abría los ojos de par en par: piensa, Baudolino mío, tú te vas acullá, vuelves con la copa en la que ha bebido el Señor y te conviertes en el caballero más famoso de toda la cristiandad, haces un santuario para este Greal en Montecastello y vienen a verlo desde Quargnento… Fantaseábamos como niños y yo me decía: pobre Abdul, crees que el amor es una princesa lejana y, en cambio, la mía está tan cerca que puedo acariciarla detrás de la oreja, y ella se ríe y me dice que le hago esgrisolillas… Pero duró poco.
—¿Por qué?
—Porque precisamente cuando estaba embarazada, los alejandrinos habían estrechado una alianza con Génova contra los de Silvano de Orba. Eran cuatro gatos, pero entretanto merodeaban en torno a la ciudad para saltear a los campesinos. Colandrina aquel día salió fuera de las murallas, para recoger flores porque había sabido de mi llegada. Se paró cerca de un rebaño de ovejas, a bromear con el pastor, que era un hombre de su padre, y una banda de esos mal nacidos se precipitó para hacer razia de los animales. Quizá no querían hacerle daño, pero la empujaron, la tiraron al suelo, las ovejas salían huyendo y le pasaban por encima… El pastor puso pies en polvorosa, y la encontraron con fiebre alta los de la familia, bien entrada la tarde, cuando se dieron cuenta de que no había vuelto. El Guasco mandó a alguien que me fuera a buscar, yo volví a toda prisa, pero mientras tanto ya habían pasado dos días. La encontré en cama muriéndose, y en cuanto me vio intentó excusarse conmigo porque, decía, el niño había salido antes de tiempo, y estaba ya muerto, y ella se angustiaba porque ni siquiera había sabido darme un hijo. Parecía una virgencita de cera, y había que pegar el oído a su boca para oír lo que decía. No me mires, Baudolino, decía, que tengo la cara despotriñada por todo este llanto, y así además de con una mala madre te encuentras con una mujer fea… Murió pidiéndome perdón, mientras yo le pedía perdón a ella, por no haberle estado cerca en el momento del peligro. Luego pedí ver al muertecito, y no querían que lo viera. Era, era…
Baudolino se había parado. Volvía la cara hacia arriba, como si no quisiera que Nicetas le viera los ojos.
—Era un pequeño engendro —dijo poco después—, como los que imaginábamos en la tierra del Preste Juan. La cara con los ojos pequeños, como dos hendiduras al través, un pechito delgado, delgado con dos bracitos que parecían tentáculos de pulpo. Y desde el vientre hasta los pies estaba recubierto por una pelusa blanca, como si fuera una oveja. Pude mirarlo poco tiempo, luego ordené que lo enterraran, pero no sabía ni siquiera si se podía llamar a un cura. Salí de la ciudad y vagué toda la noche por la Frascheta, diciéndome que había empleado hasta entonces mi vida en imaginar criaturas de otros mundos, y en mi imaginación parecían portentos maravillosos, que en su diversidad daban testimonio de la infinita potencia del Señor; pero luego, cuando el Señor me había pedido que hiciera lo que hacen todos los demás hombres, había generado no un portento sino una cosa horrible. Mi hijo era una mentira de la naturaleza, tenía razón Otón, mucho más de lo que pensaba, yo era mentiroso y había vivido como mentiroso hasta tal punto que también mi semilla había producido una mentira. Una mentira muerta. Y entonces entendí…
—Es decir —vaciló Nicetas—, decidiste cambiar de vida…
—No, señor Nicetas. Decidí que si aquel era mi destino, era inútil que intentara ser como los demás. Estaba consagrado ya a la mentira. Es difícil explicar lo que estaba pasando por mi cabeza. Me decía: mientras inventabas, inventabas cosas que no eran verdaderas, pero verdaderas se volvían. Has hecho aparecerse a san Baudolino; has creado una biblioteca en San Víctor; has hecho errar a los Magos por el mundo; has salvado a tu ciudad engordando una vaca flaca; si hay doctores en Bolonia también es mérito tuyo; has hecho que en Roma aparecieran mirabilia que los romanos ni siquiera se soñaban; partiendo de una cábala de ese Hugo de Gabala has creado un reino de una hermosura imposible; mientras has amado a un fantasma, y le hacías escribir cartas que nunca había escrito, los que las leían se arrobaban, inclusive aquella que nunca las escribió, y decir que era una emperatriz. Y, en cambio, la única vez que has querido hacer una cosa verdadera, con una mujer que no podía ser más sincera, has fracasado: has producido algo que nadie puede creer y desear que sea. Así pues, es mejor que te retires al mundo de tus portentos, que por lo menos en ese mundo tú puedes decidir hasta qué punto son portentosos, precisamente.