La mañana del sábado vinieron Pèvere y Grillo para anunciar que de alguna manera el orden estaba volviendo a Constantinopla. No tanto porque se hubiera aplacado el hambre de saqueo de aquellos peregrinos, sino porque sus jefes se habían dado cuenta de que se habían apoderado también de muchas y venerables reliquias. Se podía transigir sobre un cáliz o unas vestiduras de damasco, pero las reliquias no podían perderse. Por lo tanto, el dux Dandolo mandó que todos los objetos preciosos robados hasta entonces fueran llevados a Santa Sofía, para hacer una justa distribución. Lo que quería decir, ante todo, repartir entre peregrinos y venecianos, los cuales todavía esperaban el saldo por haber transportado a los primeros con sus naves. Luego se habría procedido a calcular el valor de cada pieza en marcos de plata: los caballeros habrían recibido cuatro partes; los sargentos a caballo, dos; y los sargentos de a pie, una. Se puede imaginar la reacción de la soldadesca, a la que no se dejaba arramblar con nada.
Se murmuraba que los emisarios de Dandolo ya habían cogido cuatro caballos de bronce dorado del Hipódromo, para mandarlos a Venecia, y todos estaban de mal humor. Como toda respuesta, Dandolo ordenó que se cacheara a los hombres de armas de todos los rangos, y que se registraran los lugares en donde vivían en Pera. A un caballero del conde de Saint-Pol le encontraron encima una ampolla. Decía que era una medicina, que se había secado, pero, cuando la movieron, con el calor de las manos se veía fluir un líquido rojo, que evidentemente era la sangre manada del costado de Nuestro Señor. El caballero gritaba que había comprado honradamente aquella reliquia a un monje antes del saqueo, pero para dar ejemplo había sido ahorcado allí mismo, con el escudo y el blasón colgados del cuello.
—Belandi, parecía un merluzo —decía Grillo.
Nicetas seguía aquellas noticias entristecido, pero Baudolino, repentinamente apurado, casi como si hubiera sido culpa suya, había cambiado de conversación y preguntaba si había llegado el momento de abandonar la ciudad.
—Sigue habiendo un gran alboroto —decía Pèvere— y hay que estar atentos. ¿Tú adónde querías ir, señor Nicetas?
—A Selimbria, donde tenemos amigos de confianza que nos pueden alojar.
—Nada fácil, Selimbria —decía Pèvere—. Está a poniente, justo cerca de las murallas de Anastasio. Y aun teniendo unos mulos, siempre hay tres días de camino, o quizá más, contando que llevamos a una mujer embarazada. Y además, ya me lo veo, si cruzas la ciudad con una hermosa recua de acémilas, tienes el aire del que puede, y se te echan encima los peregrinos como moscas.
Así pues, los mulos había que prepararlos fuera de la ciudad, y la ciudad había que cruzarla a pie. Había que pasar las murallas de Constantino y luego evitar la costa, donde sin duda había más gente, rodear la iglesia de San Mucio y salir por las murallas de Teodosio hacia la puerta de Pigé.
—Será difícil que vaya tan bien que nadie os pare antes —decía Pèvere.
—Ah —comentaba Grillo—, pillársela en el culo es cuestión de un santiamén, y con todas estas mujeres a los peregrinos se les cae el eschumaso de la boca.
Hacía falta por lo menos una jornada entera, porque había que preparar a las mujeres jóvenes. No podían repetir la escena de los leprosos, que los peregrinos ya habían entendido que por la ciudad no andaban leprosos sueltos. Había que hacerles manchitas, costras en la piel, de manera que pareciera que tenían sarna, tanto como para ahuyentar las ganas. Y además toda aquella gente, en tres días, habría tenido que comer, que la olla cogolluda al costal ayuda. Los genoveses habrían preparado unos canastillos con una buena sartenada de escripilitas, o sea, las tortas de harina de garbanzos que se usaban en Constantinopla, crujientes y finas, que habrían cortado en lonchitas envueltas en otras tantas hojas anchas; bastaba con ponerle luego un poco de pimienta encima y habría sido una exquisitez, digna de un león, mejor que una chuleta poco hecha; y hermosas rebanadas de hogaza, con aceite, con salvia, con queso y con cebolla.
A Nicetas aquellas comidas bárbaras no le iban muy a genio, pero, visto que había que esperar todavía un día, decidió que lo habría empleado en saborear los últimos manjares que Teófilo podía preparar, y en escuchar las últimas peripecias de Baudolino, porque no quería marcharse en lo mejor, sin saber cómo acababa su historia.
—Mi historia todavía es demasiado larga —dijo Baudolino—. Yo, en cualquier caso, me voy con vosotros. Aquí en Constantinopla no tengo ya nada que hacer, y cada esquina me despierta malos recuerdos. Tú te has convertido en mi pergamino, señor Nicetas, en el que escribo muchas cosas que había llegado incluso a olvidar, casi como si la mano fuera sola. Pienso que quien relata historias tiene que tener siempre a alguien a quien contárselas, y solo así puede contárselas a sí mismo. ¿Te acuerdas de cuando escribía cartas a la emperatriz, pero ella no podía leerlas? Si cometí la estupidez de hacérselas leer a mis amigos, es porque, de otro modo, mis cartas no habrían tenido sentido. Pero luego, cuando con la emperatriz hubo aquel momento del beso, aquel beso no he podido contárselo nunca a nadie, y he llevado dentro de mí su recuerdo durante años y años, a veces saboreándolo como si fuera tu vino con miel, y a veces sintiendo su tósigo en la boca. Solo cuando he podido contártelo a ti me he sentido libre.
—¿Y por qué has podido contármelo a mí?
—Porque ahora, mientras te cuento mi historia, todos los que tenían que ver con ella ya se han ido. Quedo solo yo. Y tú ya me eres tan necesario como el aire que respiro. Voy contigo a Selimbria.
En cuanto se hubo repuesto de las heridas sufridas en Legnano, Federico convocó a Baudolino junto con el canciller imperial, Cristián de Buch. Si había de tomarse en serio la carta del Preste Juan, era mejor empezar enseguida. Cristián leyó el pergamino que Baudolino le enseñaba, e hizo algunas objeciones dictadas por la cordura de su oficio. La escritura, ante todo, no le parecía digna de una cancillería. Esa carta tenía que circular en la corte papal, en la de Francia e Inglaterra, llegar al basileo de Bizancio y, por lo tanto, debía hacerse como se hacen los documentos importantes en todo el mundo cristiano. Luego dijo que haría falta tiempo para preparar unos sellos que tuvieran el aspecto de sellos. Si se quería hacer un trabajo serio, había que hacerlo con calma.
¿Cómo hacer conocer la carta a las demás cancillerías? Si la mandaba la cancillería imperial, la cosa no resultaba creíble. Figurémonos, el Preste Juan te escribe privadamente para permitirte que vayas a su encuentro en una tierra ignota a todos, ¿y tú lo haces saber lippis et tonsoribus, para que así alguien lo encuentre antes que tú? Seguramente, debían circular voces sobre la carta, no solo para legitimar una futura expedición, sino para que todo el mundo cristiano se quedara atónito. Pero todo ello debía suceder poco a poco, como si estuviera traicionando un secreto secretísimo.
Baudolino propuso usar a sus amigos. Habrían sido agentes libres de toda sospecha, doctos del studium parisino y no hombres de Federico. Abdul podía pasar de contrabando la carta a los reinos de Tierra Santa, Boron a Inglaterra, Kyot a Francia, y el rabí Solomón podía hacérsela llegar a los judíos que vivían en el imperio bizantino.
Así pues, los meses siguientes se emplearon en estos menesteres, y Baudolino se vio dirigiendo un scriptorium en el que trabajaban todos sus antiguos concofrades. Federico, de vez en cuando, pedía noticias. Había avanzado la propuesta de que el ofrecimiento del Greal fuera un poco más explícita. Baudolino le explicó las razones por las que convenía dejarlo a medias palabras, pero se dio cuenta de que aquel símbolo de poder real y sacerdotal había fascinado al emperador.
Mientras iban discutiendo de estos asuntos, a Federico le embargaron nuevas preocupaciones. Tenía que resignarse a intentar un acuerdo con el papa Alejandro III. Visto que, al fin y al cabo, el resto del mundo no se tomaba en serio a los antipapas imperiales, el emperador habría aceptado rendirle homenaje y reconocerlo como el único y verdadero pontífice romano —y era mucho—, pero, a cambio, el papa tenía que decidirse a quitar el apoyo a los comunes lombardos —y era muchísimo—. ¿Valía la pena, se preguntaron entonces tanto Federico como Cristián, mientras se entretejían cautísimas urdimbres, provocar al papa con un renovado toque de atención hacia la unión de sacerdotium e imperium? Baudolino mordía el freno por aquellas dilaciones, pero no podía protestar.
Es más, Federico lo apartó de sus proyectos mandándolo con delicadísimo encargo, en abril de 1177, a Venecia. Se trataba de organizar con prudencia los distintos detalles del encuentro que en julio se produciría entre el papa y el emperador. La ceremonia de la reconciliación había que cuidarla en todos sus pormenores y ningún incidente debería perturbarla.
—Sobre todo, Cristián estaba preocupado de que vuestro basileo quisiera provocar algún tumulto, para hacer que el encuentro fracasara. Sabrás que desde hacía tiempo Manuel Comneno se empleaba con el papa, y sin duda ese acuerdo entre Alejandro y Federico comprometía sus proyectos.
—Hacía que saltaran por los aires para siempre. Manuel llevaba diez años proponiéndole al papa la reunificación de las dos Iglesias: él reconocía el primado religioso del papa y el papa reconocía al basileo de Bizancio como el único y verdadero emperador romano, tanto de Oriente como de Occidente. Pero con un acuerdo de ese tipo, Alejandro no adquiría lo que se dice mucho poder en Constantinopla y no se quitaba de en medio a Federico en Italia, y quizá habría alarmado a los demás soberanos de Europa. Así pues, estaba eligiendo la alianza más provechosa para él.
—Ahora bien, tu basileo mandó espías a Venecia. Se hacían pasar por monjes…
—Probablemente lo eran. En nuestro imperio los hombres de la Iglesia trabajan para su basileo, y no contra él. Pero por lo que puedo entender, y recuerda que entonces yo todavía no estaba en la corte, no había mandado suscitar ningún tumulto. Manuel se había resignado a lo inevitable. Quizá solo quería mantenerse informado de lo que estaba sucediendo.
—Señor Nicetas, ciertamente sabes, si has sido logoteta de quién sabe cuántos arcanos, que cuando los espías de dos partes distintas se encuentran en el mismo campo de intrigas, lo más natural es que mantengan cordiales relaciones de amistad y que cada uno confíe a los demás los propios secretos. Así no corren riesgos para quitárselos unos a otros, y parecen habilísimos a los ojos de quien los ha mandado. Y así sucedió entre nosotros y aquellos monjes: nos dijimos inmediatamente los unos a los otros por qué estábamos allí, nosotros espiándoles a ellos y ellos espiándonos a nosotros, y después pasamos juntos hermosísimas jornadas.
—Es algo que un sabio hombre de gobierno tiene previsto, mas ¿qué puede hacer? No puede interrogar directamente a los espías extranjeros, que, entre otras cosas, no conoce, porque no le dirían nada. Envía, pues, a sus propios espías con secretos de poca monta que se pueden vender, y así consigue saber lo que debería saber, y lo que todos suelen saber menos él —dijo Nicetas.
—Entre esos monjes había un tal Zósimo de Calcedonia. Me llamó la atención su rostro delgadísimo; dos ojos como carbúnculos se explayaban sin cesar, iluminando una gran barba negra y una larguísima melena. Cuando hablaba parecía que dialogara con un crucificado que le sangraba a dos palmos de la cara.
—Conozco el tipo, nuestros monasterios están llenos. Mueren jovencísimos, de consunción…
—Él no. Nunca en mi vida he visto un glotón de esa índole. Una noche lo llevé también a casa de dos cortesanas venecianas, que, como quizá sepas, son famosísimas entre las que cultivan ese arte antiguo como el mundo. A las tres de la noche, yo estaba borracho y me fui, mientras que él se quedó, y tiempo después una de las muchachas me dijo que nunca habían tenido que mantener a raya a un satanás como él.
—Conozco el tipo, nuestros monasterios están llenos. Mueren jovencísimos, de consunción…
Baudolino y Zósimo se habían vuelto, si no amigos, compañeros de farras. Su trato había empezado cuando, después de una primera y generosa libación en común, Zósimo había proferido una horrible blasfemia y había dicho que aquella noche habría dado todas las víctimas de la matanza de los inocentes por una muchacha de indulgente moralidad. Ante la pregunta de si era aquello lo que se aprendía en los monasterios de Bizancio, Zósimo respondió:
—Como enseñaba san Basilio, dos son los demonios que pueden perturbar el intelecto, el de la fornicación y el de la blasfemia. El segundo obra por breve espacio de tiempo y el primero, si no agita los pensamientos con la pasión, no impide la contemplación de Dios.
Habían ido inmediatamente a prestar obediencia, sin pasión, al demonio de la fornicación, y Baudolino se había dado cuenta de que Zósimo tenía, para cada acaecimiento de la vida, una sentencia de algún teólogo o ermitaño que hacía que se sintiera en paz consigo mismo.
Otra vez, estaban bebiendo juntos y Zósimo celebraba las maravillas de Constantinopla. Baudolino se avergonzaba, porque podía contarle solo de las callejas de París, llenas de excrementos que la gente echaba por las ventanas, o de las aguas adustas del Tanaro, que no podían competir con las aguas doradas de la Propóntide. Ni podía hablarle de las mirabilia urbis Mediolani, porque Federico había hecho que las destruyeran todas. No sabía cómo hacerle callar y, para asombrarle, le enseñó la carta del Preste Juan, como para decirle que por lo menos en algún lugar del mundo existía un imperio que hacía que el suyo resultara un páramo.
Zósimo, en cuanto leyó la primera línea, preguntó con desconfianza:
—¿Presbyter Johannes? ¿Y quién es?
—¿No lo sabes?
—Feliz el que ha llegado a esa ignorancia allende la cual no nos es concedido ir.
—Puedes seguir leyendo. Sigue, sigue.
Había leído, con esos ojos que se inflamaban cada vez más; luego dejó el pergamino y dijo con indiferencia:
—Ah, el Preste Juan, es verdad. Cierto, en mi monasterio he leído muchas relaciones de los que habían visitado su reino.
—¿Pero si antes de leer no sabías ni siquiera quién era?
—Las grullas forman letras en su vuelo sin conocer la escritura. Esta carta habla de un Preste Juan y miente, pero habla de un reino verdadero, que en las relaciones que he leído es el del Señor de las Indias.
Baudolino estaba dispuesto a apostarse a que aquel tunante intentaba adivinar, pero Zósimo no le dejó tiempo para dudarlo.
—El Señor pide tres cosas al hombre que ha recibido el bautismo: al alma, la recta fe; a la lengua, la sinceridad; al cuerpo, la continencia. Esta carta tuya no puede haberla escrito el Señor de las Indias porque contiene demasiadas inexactitudes. Por ejemplo, nombra a muchos seres extraordinarios de aquellas tierras, pero calla… déjame pensar… ah sí, no menciona, por ejemplo, a los methagallinarii, a las thinsiretae y a los cametheterni.
—¿Y qué son?
—¡¿Qué son?! Pues lo primero que le pasa a uno que llega donde el Preste Juan es que se encuentra con una thinsireta y si no está preparado para enfrentarse con ella… ñam… la thinsireta se lo devora de un solo bocado. Ah, son lugares donde uno no puede ir así como así, como si fueras a Jerusalén, que a lo sumo encuentras algún que otro camello, un cocodrilo, dos elefantes y ale. Además, la carta me parece sospechosa porque es harto extraño que esté dirigida a tu emperador en lugar de a nuestro basileo, visto que el reino de este Juan está más cerca del imperio de Bizancio que del de los latinos.
—Hablas como si supieras dónde está.
—No sé exactamente dónde está, pero sabría cómo ir, porque quien conoce la meta conoce también el camino.
—Y entonces, ¿por qué ninguno de vosotros, los romeos, ha ido nunca?
—¿Quién te ha dicho que nadie lo ha intentado nunca? Podría decirte que si el basileo Manuel se ha aventurado en las tierras del sultán de Iconio, ha sido precisamente para abrirse camino hacia el reino del Señor de las Indias.
—Podrías decírmelo, pero no me lo dices.
—Porque nuestro glorioso ejército fue aplastado precisamente en esas tierras, en Miriocéfalo, hace dos años. Y, por lo tanto, antes de que nuestro basileo intente una nueva expedición pasará mucho tiempo. Pero si yo pudiera disponer de mucho dinero, de un grupo de hombres bien armados y capaces de arrostrar mil dificultades, teniendo una idea de la dirección que tomar, no tendría sino que partir. Luego, al hacer camino, preguntas, sigues las indicaciones de los nativos… Habría muchos signos; cuando tú estuvieras en la justa vía empezarías a divisar árboles que florecen solo en esas tierras o a encontrar animales que viven allá, como precisamente los methagallinarii.
—¡Vivan los methagallinarios! —había dicho Baudolino, y había alzado la copa.
Zósimo lo había invitado a brindar juntos por el reino del Preste Juan. Luego lo desafió a que bebiera a la salud de Manuel, y Baudolino contestó que bien, si él bebía a la salud de Federico. Brindaron luego por el papa, por Venecia, por las dos cortesanas que habían conocido algunas noches antes, y al final Baudolino cayó dormido con la cabeza en picado encima de la mesa, mientras seguía oyendo a Zósimo que farfullaba con esfuerzo:
—La vida del monje en esto consiste: no comportarse con curiosidad, no caminar con el injusto, no ensuciarse las manos…
A la mañana siguiente Baudolino dijo, con la boca todavía pastosa:
—Zósimo, eres un bellaco. Tú no tienes ni la menor idea de dónde está tu Señor de las Indias. Tú quieres marchar al azar y, cuando uno te dice que allá ha visto un methagallinario, tú vas y tiras hacia esa parte, y en un santiamén llegas ante un palacio de piedras preciosas todo él, ves a un fulano y le dices buenos días, Preste Juan, ¿cómo está? Eso se lo cuentas a tu basileo, no a mí.
—Pero yo tendría un buen mapa —dijo Zósimo empezando a abrir los ojos.
Baudolino objetó que, aun teniendo un buen mapa, todo habría sido vago y difícil de decidir, porque se sabe que los mapas son imprecisos, sobre todo los de aquellos lugares en los que, siendo muy generosos, a lo sumo había estado Alejandro el Grande y nadie más después de él. Y le trazó como pudo el mapa hecho por Abdul.
Zósimo se echó a reír. Desde luego, si Baudolino seguía la idea heretiquísima y perversa de que la Tierra era una esfera, ni siquiera habría podido empezar el viaje.
—O te fías de las Sagradas Escrituras, o eres un pagano que piensa todavía como se pensaba antes de Alejandro. El cual, entre otras cosas, fue incapaz de dejarnos mapa alguno. Las Escrituras dicen que no solo la Tierra sino todo el universo está hecho en forma de tabernáculo, o mejor, que Moisés construyó su tabernáculo como copia fiel del universo, desde la Tierra hasta el firmamento.
—Pero los filósofos antiguos…
—Los filósofos antiguos, que todavía no estaban iluminados por la palabra del Señor, se inventaron las Antípodas, mientras en los Hechos de los Apóstoles se dice que Dios creó el linaje humano de un solo hombre, para que habitase sobre toda la faz de la Tierra, la faz, no otra parte que no existe. Y el Evangelio de Lucas dice que el Señor dio a los apóstoles el poder de caminar sobre serpientes y escorpiones, y caminar significa caminar encima de algo, no debajo. Por otra parte, si la tierra fuera esférica y estuviera suspendida en el vacío, no tendría ni arriba ni abajo y, por lo tanto, no habría ningún sentido del camino, ni camino en ningún sentido. ¿Quién pensó que el cielo era una esfera? ¡Los pecadores caldeos desde la cima de la torre de Babel, desde esa miserable altura que consiguieron erigir, engañados por la sensación de terror que el cielo suspendido sobre sus cabezas les infundía! ¿Qué Pitágoras o qué Aristóteles ha conseguido anunciar la resurrección de los muertos? ¿E ignorantes de tamaña categoría habrían entendido la forma de la Tierra? ¿Esta Tierra hecha como una esfera habría servido para predecir el amanecer o el ocaso, o el día en que cae Pascua, cuando personas más que humildes, que no han estudiado ni filosofía ni astronomía, saben perfectamente cuándo sale y cuándo se pone el sol, según las estaciones, y en países distintos calculan la Pascua de la misma manera, sin engañarse? ¿Es preciso conocer otra geometría que la que conoce un buen carpintero, u otra astronomía que la que conoce el campesino cuando siembra y recoge? Y además, ¿de qué filósofos antiguos me hablas? ¿Conocéis vosotros los latinos a Jenófanes de Colofón que, aun considerando que la Tierra era infinita, negaba que fuera esférica? El ignorante puede decir que, si se considera el universo como un tabernáculo, no se consiguen explicar los eclipses o los equinoccios. Pues bien, en el imperio de nosotros los romanos vivió hace siglos un gran sabio, Cosme el Indicopleustes, que viajó hasta los confines del mundo, y en su Topografía cristiana demostró de manera inconfutable que la Tierra tiene de verdad la forma de un tabernáculo y que solo de esa manera se pueden explicar los fenómenos más oscuros. ¿Quieres tú que el más cristiano de los reyes, Juan, digo, no siga la más cristiana de las topografías, que no es solo la de Cosme sino también la de las Sagradas Escrituras?
—Y yo digo que mi Preste Juan no sabe nada de la topografía de tu Cosme.
—Tú mismo me has dicho que el Preste es nestoriano. Ahora bien, los nestorianos tuvieron una discusión dramática con otros herejes, los monosofistas. Los monosofistas consideraban que la Tierra estaba hecha como una esfera, los nestorianos como un tabernáculo. Se sabe que Cosme era también él nestoriano, y en cualquier caso, secuaz del maestro de Nestorio, Teodoro de Mopsuestia, y se batió toda la vida contra la herejía monosofista de Juan Filopón de Alejandría, que seguía a filósofos paganos como Aristóteles. Nestoriano Cosme, nestoriano el Preste Juan, ambos no pueden sino creer firmemente en la Tierra como un tabernáculo.
—Un momento. Tanto tu Cosme como mi Preste son nestorianos, no lo discuto. Pero visto que los nestorianos, por lo que yo sé, se equivocan sobre Jesús y su madre, podrían equivocarse también sobre la forma del universo. ¿O no?
—¡Aquí llega mi sutilísimo argumento! Quiero demostrarte que, si quieres encontrar al Preste Juan, te conviene, en cualquier caso, atenerte a Cosme y no a los topógrafos paganos. Supongamos por un instante que Cosme haya escrito cosas falsas. Aun siendo así, estas cosas las piensan y las creen todos los pueblos de Oriente que Cosme ha visitado; si no, él no habría llegado a saberlas, en esas tierras allende las cuales se halla el reino del Preste Juan. Sin duda los habitantes de ese reino piensan que el universo tiene forma de tabernáculo, y miden las distancias, los confines, el curso de los ríos, la extensión de los mares, las costas y los golfos, por no hablar de las montañas, según el admirable diseño del tabernáculo.
—Una vez más, no me parece un buen argumento —dijo Baudolino—. El hecho de que crean vivir en un tabernáculo no significa que vivan verdaderamente en él.
—Déjame acabar mi demostración. Si tú me preguntaras cómo llegar a Calcedonia, donde yo he nacido, te lo sabría explicar perfectamente. Puede ser que yo mida los días de viaje de manera distinta de la tuya, o que llame derecha a lo que tú llamas izquierda. Por otra parte, me han dicho que los sarracenos dibujan mapas donde el mediodía está arriba y el septentrión abajo y, por lo tanto, el sol nace a la izquierda de las tierras que representan. Si tú aceptas mi manera de representar el curso del sol y la forma de la tierra, siguiendo mis indicaciones llegarás seguramente a donde yo te quiero enviar, mientras que no sabrás entenderlas si las refieres a tus mapas. Así pues —concluyó triunfalmente Zósimo—, si quieres alcanzar la tierra del Preste Juan, tienes que usar el mapa del mundo que el Preste Juan usaría, y no el tuyo, fíjate bien, aunque el tuyo sea más correcto que el suyo.
Baudolino se dejó conquistar por la agudeza del argumento y le pidió a Zósimo que le explicara cómo Cosme y, por consiguiente, el Preste Juan, veían el universo.
—Ah, no —dijo Zósimo—, el mapa bien me sé yo dónde encontrarlo, pero ¿por qué debo dártelo a ti y a tu emperador?
—A menos que él no te dé tanto oro como para poder marcharte con un grupo de hombres bien armados.
—Precisamente.
A partir de aquel momento, Zósimo no dejó escapar una palabra más sobre el mapa de Cosme; o mejor, aludía a él de vez en cuando, al alcanzar las cimas de la ebriedad, pero dibujaba vagamente con el dedo curvas misteriosas en el aire, y luego se paraba como si hubiera dicho demasiado. Baudolino le servía más vino y le planteaba preguntas aparentemente extravagantes.
—Pero cuando estemos cerca de la India y nuestros caballos estén exhaustos, ¿tendremos que cabalgar elefantes?
—A lo mejor —decía Zósimo—, porque en la India viven todos los animales que se nombran en tu carta, y otros más, excepto los caballos. Claro que los tienen igualmente, porque los traen de Tzinista.
—¿Y qué país es ese?
—Un país donde los viajeros van a buscar los gusanos de la seda.
—¿Los gusanos de la seda? ¿Qué quiere decir?
—Quiere decir que en Tzinista existen pequeños huevos que las mujeres se colocan en el pecho y, vivificados por el calor, nacen pequeñas lombrices. Se las coloca en hojas de morera, de las que se alimentan. Cuando crecen, hilan la seda de su cuerpo y se envuelven en ella, como en una tumba. Luego se convierten en maravillosas mariposas multicolores y agujerean el capullo. Antes de echar a volar, los machos penetran por detrás a la hembras y ambos viven sin comida en el calor de su abrazo hasta que mueren, y la hembra muere incubando sus huevos.
—De un hombre que quiere hacerte creer que la seda se hace con lombrices no había que fiarse en absoluto —dijo Baudolino a Nicetas—. Hacía de espía para su basileo, pero en busca del Señor de las Indias habría ido incluso a sueldo de Federico. Luego, cuando hubiera llegado, no lo habríamos vuelto a ver. Con todo, su alusión al mapa de Cosme me excitaba. Me representaba aquel mapa como la estrella de Belén, salvo que apuntaba en la dirección contraria. Me habría dicho cómo recorrer hacia atrás el camino de los Reyes Magos. Y así, creyéndome más listo que él, me disponía a hacer que se excediera en sus intemperancias, de manera que se volviera más estólido y más charlatán.
—¿Y en cambio?
—Y en cambio él era más listo que yo. Un día, no lo vi, y algunos de sus cofrades me dijeron que había vuelto a Constantinopla. Me había dejado un mensaje de despedida. Decía: «Así como los peces mueren si permanecen fuera del agua, así los monjes que se demoran fuera de la celda debilitan el vigor de su unión con Dios. Estos días me he aridecido en el pecado, déjame reencontrar la frescura de la fuente».
—Quizá era verdad.
—En absoluto. Había encontrado la manera de ordeñarle oro a su basileo. Y para mi quebranto.