CAPÍTULO 35

EL LABERINTO

Haplo estaba herido y exhausto. Había pasado el día huyendo de sus enemigos, plantándoles cara y luchando con ellos cada vez que lo arrinconaban. Ahora, por fin, los había eludido, pero estaba débil, desorientado y desesperadamente necesitado de un descanso para curarse y recuperarse. Sin embargo, no se atrevía a detenerse. Estaba en el Laberinto, a solas, y sumirse en un sueño curativo equivalía a una muerte segura.

A solas. Al fin y al cabo, eso era lo que significaba su nombre, Haplo: solitario.

Y, en aquel instante, una voz dijo en un susurro:

—No estás solo.

Haplo levantó la vista, casi borrosa.

—¿Marit? —murmuró, incrédulo. Aquella voz era una ilusión, el resultado de su dolor, de su terrible añoranza y de su desesperación.

Unos brazos fuertes, cálidos y protectores, le rodearon los hombros y lo sostuvieron en pie, evitando que cayese al suelo, desfallecido. Haplo se apoyó en la mujer, agradecido. Ella lo depositó en el suelo con suavidad y acomodó su dolorido cuerpo sobre un lecho de hojas. Haplo levantó la vista hacia ella y Marit se arrodilló a su lado.

—He estado buscándote… —murmuró él.

—Ya me has encontrado —contestó la mujer.

Con una sonrisa, posó la mano sobre la desbaratada runa del corazón de Haplo. El contacto alivió el dolor de éste. Por fin, Haplo alcanzó a ver con claridad a Marit mientras ella murmuraba:

—Me temo que esto nunca curará por completo.

Haplo alargó la mano y apartó el cabello del rostro de la mujer. El signo grabado en su frente, el signo de Xar, empezaba a difuminarse. Pero también aquello dejaría secuelas. Marit no permitió que los dedos de Haplo tocaran el signo mágico, pero mantuvo la sonrisa. Tomó la mano del hombre y se llevó la palma a los labios.

Plenamente consciente de nuevo, la alarma y la sensación de peligro asaltaron a Haplo…

—No podemos quedarnos aquí —murmuró mientras se incorporaba hasta quedar sentado sobre el lecho de hojas.

Ella lo retuvo, sujetándolo por los hombros con ambas manos.

—Estamos a salvo. Al menos, de momento. Déjalo, Haplo. Abandona el miedo y el odio. Ya ha terminado todo.

Marit se equivocaba de medio a medio. Las cosas no habían hecho más que empezar. Se recostó de nuevo en las hojas y atrajo a la mujer junto a él.

—No quiero dejarte más —murmuró.

Ella apoyó la cabeza en su pecho, sobre la runa del corazón, la runa del nombre.

Un único signo mágico, partido en dos.