14

El fin, su inicio

That’s not the beggining of the end,

it’s the return to yourself,

the return to innocence…

ENIGMA, «Return to innocence»

Puerto Fake desapareció.

Así sin más. Las casas construidas en serie ya no alojaban a temerosos extranjeros, ya no guardaban más secretos. No quedó nada, ni siquiera la cruz de estaño en la puerta de la señora Meyer. Desprovistos de camiones de mudanza u otros vehículos más pesados, tomaron sus pocas pertenencias y se adentraron en sus oscuros pero elaborados pasadizos hacia rumbo desconocido. Claro que antes se aseguraron de no ser seguidos; mucha arena cubría todas las supuestas entradas y salidas desde cada casa del recinto.

Feliciano, acuclillado en la escotilla de la primera casa que visitó, apretó un puñado de granillo entre sus dedos.

—Se radicarán en otro paraje insondable, explotarán otras riquezas ajenas —aseguró, sintiéndose impotente—, pero el descubrimiento del fraude alertará a todo Chile. Tendrán que cambiarse de país.

—O volver al suyo —sugirió Sophie.

Ella los imaginó, felices, tomando un Aida de otro tiempo, regresando a las tierras que sí les pertenecían. Con Garbon muerto, terminaban años de sometimiento, de dolor. ¿Cómo se enteraron? Ni idea. Alguien pudo apreciar la comedia de equivocaciones entre el polaco y ellos tres antes de la decisiva fatalidad, pero aun así se mantenía el misterio. Bueno, hoy ya es sólo un detalle para archivar. Lo importante es que pudieron liberarse, por fin, del pasado que apretaba la soga en sus cuellos para emprender una nueva vida. Algo que nuestra querida perito aún no podía hacer.

La corroboración de su historia mediante el relato confeso de la señora Meyer no llegó a buen puerto. Cal buscó en todos los registros, y no pudo dar con su apellido de soltera. Por lo tanto, no fue posible encontrarla en las listas eternas de quienes pasaron alguna vez por un campo de concentración. Sin importar lo convencida que Sophie podía estar sobre su historia, divulgarla sería una opción kamikaze. Dar a Marco, en bandeja, la posibilidad de burlarse de ella una semana. O dos.

No, debió enterrar los antecedentes como una de las tantas teorías que se quedaron en el camino. Pero para el resto; no para ella.

Algunos ayudantes de Urrutia se llevaban las manos a la cabeza, incapaces de entender. ¿Calles bajo tierra? ¿Para qué? Ni Cal ni Sophie podían dar una respuesta satisfactoria a eso, pero Marco tenía sus conclusiones muy pulidas. Sin embargo, años después, la búsqueda de estos pasadizos seguía igual de infructuosa. Excavaciones aleatorias y radares de nichos no daban explicaciones conformes a las circunstancias, ni menos pruebas de lo que un detective, una tanatóloga y un fotógrafo habían vivenciado en zapatos y pellejo. Pronto se convirtió en una leyenda urbana, y más de un novato de la Academia soñaba con explorar el abandonado Puerto Fake en busca de resquicios nazis.

Pero ellos fueron más astutos… más que sus antecesores, más que en la pasada guerra de los cuarenta. Ahora, de verdad, no habían dejado rastros.

El cambio no fue del ruido al silencio, pues siempre fue un pueblo igual de quieto. No obstante, esa ausencia era otra, sabía distinta, abombaba distinto. De silencio por contención a silencio por libertad, según Sophie. Silencio por fuga, según Marco. Cualquiera que visitara Puerto Fake por primera vez no exclamaría: «¡Vaya, un pueblo fantasma!». La sensación, más bien, era como si nunca nadie hubiera residido allí.

Nada quedaba. Ni quienes moraban el retén de paredes sin pintar. Sin embargo, se encontró entre los escombros una sucia libreta amarilla cubierta de trazos de letra redondeada. «Y el primero, Meyer, según el fallecido cabo Landon…». Al parecer, Gutiérrez había tomado notas de la libreta de un tercero, de su antecesor. Sabía que había suicidios, que sucedían con frecuencia, pero ni Landon ni él habían querido aventurarse con una respuesta.

La casa de Garbon se trató cual pieza de museo. Adornada tan sólo por los llantos de Hitler a los pies del faro, la inexistencia de su único dueño había eliminado incluso esa carga lastimera de la atmósfera. Su refugio de madera fue inspeccionado por decenas de peritos durante las siguientes dos semanas, tomando huellas dactilares, recogiendo documentos y alimentando curiosidades. Se peleaban por entrar, por recoger sus boinas bordadas, sus escopetas de antología, sus escasos objetos de valor. Fue en uno de esos allanamientos cuando Sophie se golpeó la cabeza, molesta, sin entender cómo había sido tan ciega.

Con las manos enfundadas en guantes de látex y pasando una plumilla esterilizada para encontrar cualquier rastro de roce humano, llegó hasta las estanterías de la pequeña biblioteca. Y entonces lo vio. Vio la colección de tomos, esa que era tan preciada por el fallecido… esa pieza de literatura que había aligerado sus cargas y amenizado sus tardes. En fundas de cuero individuales, un lazo grueso cruzaba los lomos para mantenerlas unidas. En dicho lazo, las letras doradas eran inequívocas: «Miguel de Cervantes presenta las grandiosas aventuras del Hidalgo Don Quijote de la Mancha».

MiguelHidalgo. Claro como el agua, decía Sophie. Rebuscamiento discutible, según Marco. Ningún asesino busca que lo atrapen o lo maten… ¿para qué maquinar una coartada en su propio perjuicio y llamarlos personalmente a escena? «Para dejar de sufrir», opinó ella. «Si estaba harto de ser el matón a sueldo de quién sabe qué mañosos o políticos, podría haberse volado los sesos mucho antes de nuestra aparición», reclamó él.

Para Sophie el motor era evidente. Ya lo había dicho antes: aquel que logra manejar la mente de otro, traspasa su estado de ánimo, sus deseos, sus frustraciones. En cada suicida, Garbon moría una vez. Pero nunca terminaba de morir, no estaba programado para ello. Ella, incluso, llegó a pensar que esas numerosas escopetas colgadas en la pared central de su cabaña eran un acto desesperado de auxilio. Si viniera alguien, él haría lo que fuera para molestarlo o enfurecerlo… y, si tenía suerte, ese alguien tomaría una de esas armas… y le apuntaría… Cuando ellos tres lo visitaron, ya no necesitó recurrir a eso. Tenía planeado algo mejor. Y Marco, creyendo que lo asustaba al encañonarlo, estaba otorgándole el mayor regalo que podría haber pensado recibir…

La muerte. Oscura para unos, luz para otros. Sophie sonrió. Amaba ser tanatóloga.

Cualquier persona de ese pueblo estaba en una posición desventajosa para los fines de Garbon. Buscó a seres ajenos a su entorno, pues necesitaba exteriorizar su situación, contarla al mundo; si los nazis conseguían eliminarlo, guardarían la historia en sus baúles de alerce y volverían a sus tierras como si nunca nada hubiera sucedido. Pero ¿por qué contarles precisamente a ellos, a nuestros tres aventureros? Coincidencia. Los peritajes encontraron cerros de periódicos viejos, los cuales, de acuerdo a los signos de deterioro, demostraban innegablemente que eran traídos por Hitler hasta la cabaña. De esos diarios, aquel mítico día en que Urrutia y Feliciano compartieron portada, y que Sophie era mencionada una vez, estaba recortado. Faltaba la foto y la ficha técnica de los involucrados. Registraron la casa completa y no encontraron indicios de aquello, aunque sí manchas viejas de lacre bajo el escritorio de su habitación, además de algunos recibos de compras varias, todos con su firma. Una firma sospechosamente parecida a la letra esquizofrénica de los mensajes que recibieron al comienzo de todo eso.

Eso era suficiente para ella.

El inspector no pareció totalmente convencido, pero lo consideró suficientemente interesante como para introducir la anécdota en la investigación del fraude. «Jamás lograrás que alguien procese a una embajada completa», le advirtió Urrutia. Marco no respondió. El seguimiento podría durar meses, años, pero no lo soltaría. Si se seguía buscando, tal vez encontrarían restos de ese oro, de ese petróleo que férreamente decía creer explotado por la colonia en forma ilegal. No lo encontraría jamás.

El misterio de los cuerpos, al menos, fue revelado con total claridad y objetividad para todos. Lo que había sido un comentario sin importancia de Sophie, había terminado por conducir a los investigadores a la pista correcta. Una excavación superficial permitió descubrir, en el antejardín de las casas, a todos los cadáveres desaparecidos, en ataúdes más parecidos a cajas de manzanas que a descansos mortuorios. Pero no sólo encontraron a los seis de esta historia. También a los anteriores, protagonistas de otros ciclos, inocentes de los avatares del tiempo y ajusticiados tardíamente. Todos, como había de esperar, marcados con su M respectiva, en algunos más carcomida que en otros. Sophie ordenó a los otros peritos enviar las muestras dentales directamente a Alemania. Ninguno de ellos sería identificado en Chile.

Marco no entendía por qué el cementerio era tan sólo una fachada, y la tanatóloga se encargó de explicarlo con calma y detalles. El rito del duelo, le dijo, es algo muy personal, muy difícil de explicar a quien no lo ha vivido. Saber que dos ojos te acechan a cada minuto no es un contexto muy acogedor para alguien que va a llorar a un ser querido. Se necesita un ambiente de sosiego, al menos de privacidad. El cementerio emplazado por los fundadores jamás llegó a ocuparse realmente. Los lugareños preferían, por un lado, mantener el cuerpo de los suyos lo más cerca posible, y, por otro, perpetuar su recuerdo en un lugar más acorde a su concepción de trascendencia. Las velas en ese sector del bosque, con vistas al puente, confirmaban plenamente su teoría.

Por primera vez, el inspector se mostró totalmente de acuerdo, e incluso la escoltó hasta allá el último día que permanecieron en Puerto Fake. Esa mañana estaba clara, sin nubes, pero ofreciendo sensaciones térmicas mínimas. Mientras gran parte del personal apostado en las inmediaciones hacía sus maletas para regresar, Sophie caminaba por el sendero hacia el mural de remembranza. Marco la seguía de cerca, silencioso, reflexivo. Dudaba que su intención fuera ir a rezar, pero él insistió en acompañarla, para estirar los pies, calmar los ánimos, sellar el último ciclo.

Ya se había anotado cada nombre, cada fecha, con tal de ayudar a hacer una cronología retroactiva de todas las muertes desde 1946. Quisieron llevarse la roca, las flores, pero Sophie se negó rotundamente; sería profanar el recuerdo, la pena estampada en oraciones de tinta descorrida. Cierto era que varias fotos habían sido arrancadas, indudablemente por los mismos lugareños minutos previos a la partida, pero la mayoría fue olvidada ahí, como si el lazo con el puente no pudiera vulnerarse ni aun con la distancia. Sobrecogerse, apiadarse de los que se quedaron, era un acto imposible de eludir.

De las decenas que habían visto resplandecer hacía apenas unas noches, sólo dos velas estrujaban su suspiro antes de consumirse. Sophie sacó de su bolsillo una vela roja, robó fuego de una de las moribundas, y la situó en una esquina, visible. Entonces, haciendo a un lado tierra y hojas secas, pegó la foto de Garbon junto a la de Lucía. Ya estaban los siete.

Desde ese instante en adelante, el memorial sería olvidado por completo, enredado en maleza silvestre y borrado del mapa tal como el mismo pueblo que lo creó. Ése era el sino ineludible de quienes lo forjaron. Sería el de todo aquello que tocaran.

Como un signo de agradecimiento por la oportuna —aunque silenciosa— escolta, Sophie también acompañó al inspector, pero ya no a prender velas, sino más bien a dar explicaciones. Urrutia lo citó inmediatamente después de haber arribado a la capital. Encontrarlo en Puerto Fake fue más que una sorpresa.

El papel craquelado que alojaba la letra alargada e incomprensible de «Miguel Hidalgo», «Garbon» o como se quiera, fue determinante en el momento de los detalles. Lo que se creía un llamado único para el prefecto, era una telaraña de pasos perfectamente concebida. Garbon quería a los elementos humanos importantes que habían conformado el grupo responsable de la resolución del caso J. M. Johns. Si habían podido con eso, podrían con unos temerosos extranjeros y su conejillo de indias… Sabía que el prefecto, dado su puesto de jefatura, no podía abandonar la oficina por un caso de aparente simpleza. Enviaría a alguien de su confianza. Feliciano, en cambio, sí tenía cierta libertad de acción, por lo que seducirlo con un mensaje personal era pan comido. No contaba con el fotógrafo, pero ya que se lo daban en bandeja…

Para el Matasantos, no fue el caso de su vida, más que nada por falta de pruebas; no pudo comprobar la explotación ilegal de recursos, pero destapó una seguidilla de muertes impunes, elevando, de paso, el tema sobre la descentralización del país. Incluso se dio el lujo de cobrar por una entrevista a un periódico importante, aprovechando que se acercaban unas nuevas elecciones presidenciales. «Todo gira en torno a la capital —alegaba—, como si el resto de Chile no tuviera mayor importancia en las decisiones. Casos como éste, donde el descuido de las autoridades provinciales y la desidia de quienes rigen el gobierno olvidan por completo a ciertas localidades, suplican a gritos un cambio en la legislación. Hay que estar más atentos a los inmigrantes, controlar más las inversiones extranjeras en suelo chileno. No creer nada a ciencia cierta, desconfiar de todo, de todos. Incluso de los tatuajes de moda».

En pocas palabras, vivir la regla 31. No lo olvidaría otra vez.

Aprovechando la alusión, el prefecto exteriorizó su duda. ¿Qué significaba la M, después de todo? Marco se encogió de hombros. ¿Tenía importancia ya? Ni siquiera lograban comprender en qué minuto los marcaban, y cómo lo hacían. La perito prefería guardar su juicio. Sería volver a pelear en vano. Pero sólo porque ustedes lo esperan, he aquí su solución, si bien apuesto a que ya la intuyen: manejar mentes también permite manejar el cuerpo.

¿Han oído sobre la piromancia, o los síntomas claros de embarazo en mujeres incapaces de concebir? No se ha descubierto aún ni la mitad de las facultades potenciales de ese órgano llamado cerebro. Si tiene el poder de elucubrar ilusiones ópticas perfectas en situaciones esquizofrénicas, bien podría obligar al cuerpo a herirse, a agrietar su piel, a sangrar por unos segundos mientras la costra formaba una «M» para las mentes comunes. Es la herramienta del engaño por excelencia.

En ese sentido, ver la marca en el cuello de Cal había sido una excelente estrategia… hubiera deseado no haber corrido tan histérica en su momento, haberse detenido y entender que mostrar a Marco aquella foto era un paso fundamental. Mostrar la foto que luego desapareció. Cal le explicó que, mientras él recuperaba la conciencia en el furgón de paramédicos, unos auxiliares fueron al hotel, tomaron su computador y lo desconectaron si previo aviso. Si hubieran sido detectives, no habrían hecho algo semejante. Con ese negligente arrebato habían borrado todos los archivos abiertos en el momento.

Ella asintió, podía comprenderlo perfectamente, pero lo raro surgió cuando, revisando el disco duro, sólo faltaba la foto en cuestión. Había tomado varias en esa misma posición, pero únicamente aquella donde podía apreciarse la M se había evaporado. El resto estaba intacto.

¿Lo había imaginado de verdad?

De todo el asunto, más allá de las incertezas, sólo la perturbaba la idea de haber caído, terminado con todo. «Pude ser yo, ¿lo sabías? —dijo a Cal unos días después—. Él creyó que tu bufanda era mía. Además se llevó mis galletas de avena, pero Hitler las devoró primero, antes de que Garbon pudiera utilizarlas en mi contra. La séptima M, quizá, era yo».

Él la confortó, diciendo que gracias a Dios no fue la carnada. Las posibilidades de que él realmente lograra salvarla eran exiguas y nefastas comparadas con las que Sophie podía ofrecerle a él. El uso del flash, por otro lado, había sido un movimiento magistral. ¿Cómo había llegado tan rápido a esa solución? «Sólo necesitabas pestañear —respondió—. La manera más infalible de luchar contra la hipnosis simple es romper el contacto visual. Uno mismo no puede, debe obligarte un tercero».

Obligarla, sí, como lo hizo Marco antes de que ella se convirtiera en la próxima víctima. El creía protegerla de un posible disparo, pero había propiciado la ruptura de la conexión ocular… esa conexión que la colonia alemana de Puerto Fake conocía al dedillo, evitándola por cuanto medio estuviera a su alcance. Casas mal dispuestas, ventanas selladas con tablas y clavos, pasadizos subterráneos. Con tal de no mirar a Garbon, al cerro. Al faro.

Donde quiera que estuvieran, podrían ahora mirar al cielo sin temor. La guerra, por fin, había terminado.

Pero nos estamos adelantando. El descubrimiento de los que ya no están sucederá sólo cuando el alba se asome, varias horas más tarde. En este preciso segundo, cuando la noche recién ofrece una que otra estrella, para Sophie Deutiers, Calixto Andrade Lebet y Marco Feliciano son otras las preocupaciones que merecen su atención.

Un helicóptero sobrevoló la escena del suceso apenas unos minutos después del suicidio de Garbon. La llamada sin esperanza de Sophie sí había tenido acogida; aun cuando la secretaria de Urrutia esperó y esperó por una respuesta, segundos antes de colgar, comenzó a sonar el contestador automático de Torr. La voz de Cal y la transmisión de los datos necesarios movilizó un contingente inusitado de policías. Por mandato del prefecto, esto tenía, prácticamente, carácter de urgencia nacional.

Sophie reaccionó después de varios minutos de reanimación. Jamás perdió la conciencia totalmente, aunque estuvo muy cerca de aquello. La voz de Garbon había atontado sus sentidos, confundido sus percepciones de tiempo y espacio, pero no alcanzó a noquearla. «Tú no eres de aquí… no eres de aquí», le oyó decir, fuerte y claro, pero minutos después, ya con la mente más fría, no supo distinguir si había sido su voz real o una simple confusión neuronal. Ya había oído eso antes, de la boca de la señora Meyer. Con el shock debió de mezclar las versiones, los presentes, las caras. Intentó no pensar más en ello, al tiempo que saboreaba dos grageas de Xanazina. «Para los nervios», le explicó prontamente al paramédico, quien le dirigió una mirada aprehensiva. Carlos había mandado traer su maleta lo antes posible, y con ella, la dosis de esa extraña droga que su cuerpo pedía desesperadamente.

«Le daré algo mejor que eso. Para que descanse, para que duerma», le ofreció él, amable. Sophie le sonrió, incapaz de negarse. ¿Qué iba a decirle? ¿Que, por alguna extraña razón, ningún somnífero surtía efecto en ella? ¿Que, secretamente, hubiera deseado un desmayo más fuerte? Quizá entonces habría conocido eso que llaman «dormir»…

Mucho más trabajo se necesitó para conseguir que Cal volviera en sí. Sus ojos estuvieron en blanco por varios minutos, y su pulso era tan débil como la niebla que había cubierto de pronto las inmediaciones del río y la cascada. De hecho, ya pensaban en internarlo varios días en la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital de Puerto Montt cuando, víctima de una corriente de electrodos que jamás alcanzaron a aplicarle, saltó de su camilla, alterado, con los ojos abiertos como platos. Era como despertar de un mal sueño.

Uno de los ayudantes de Urrutia gastó muchos minutos de su tiempo explicándole dónde estaba, con quiénes, por qué había llegado ahí y cuál era su situación actual. Sin embargo, al tocar ese último tema, su rostro deslucido por el caos y las náuseas de su brusca reincorporación, dio paso a una sonrisa en ascenso. Lo pensó un momento, feliz. «¿Estuve a punto de morir? ¿De verdad? ¡Increíble!», fue su asombrosamente cuerda acotación. Al comienzo no recordaba nada, pero poco a poco fue armando los detalles en su cabeza. A cierta hora de la noche, ya era capaz de novelar todo el episodio, incluidas mímicas, anotaciones al margen y explicaciones contextuales, cuestión que no agradó mucho al prefecto.

Carlos le prohibió terminantemente vender la noticia —o su versión de ella—, pues aún era una investigación en curso, y su atrevimiento podría ser más que infortunado. Cal asintió, sumiso, pero Sophie lo conocía muy bien. No aparecería en un ningún diario conocido, ni tampoco en el talk show del momento, pero se las arreglaría para presentarse ante sus pares de Ad Rottem como la figura del año. Adornaría su historia con buenos ribetes, conseguiría un apartado del sitio web que sólo hablara de él, su coraje y las pruebas de su aventura. Ella rió al pensar en la posibilidad de que aquella foto, simulando un avistamiento, fuera portada sugerente…

Primero fueron los truenos. Luego las gotas, gruesas, lentas y muy separadas unas de otras, hasta que una lluvia torrencial cayó sobre sus cabezas. Como medida provisoria, Carlos decidió que todos se quedarían en el hotel por esa noche. Era el único lugar que no colapsaría.

Se repartió té en tazas de porcelana, la poca mermelada que quedaba y algunas revistas que sólo Marco tenía la posibilidad de entender. De pronto, aquella sala que tantas veces cruzaron, solitaria, sombría a pesar de la chimenea, ahora estaba llena de gente, conversando, intercambiando notas, categorizando evidencias… viviendo.

Entonces, Sophie se fijó en él; ya había transmitido toda la información que podía dar. Ahora necesitaba tranquilidad. En Santiago le esperaban cerros de papeleo, reuniones eternas, declaraciones, orales y escritas. Ya tendría tiempo para estresarse, para volver a su rutina de malas pulgas.

Arropada con una colcha suave, gentileza del personal de la ambulancia, arrastró sus pies desde el mostrador hasta uno de los sillones. Buscó la mirada del inspector y, cuando éste la alzó, ella hizo una mueca de apremio. Lo instó a seguirla. Ahí no podrían conversar.

El comedor nunca utilizado por los dos ancianos fugitivos tenía una pequeña terraza como extensión. Salieron hacia allá a través del ventanal. Sophie no tenía frío, aun cuando la lluvia parecía no dar tregua. Tomó sitio en una mecedora, mientras Marco se apoyaba en una viga de madera. Ambos observaban el bosque, el barro estancado, los árboles perdiendo sus hojas.

—Gracias —dijo ella de repente.

Marco Feliciano suspiró. La miró con un atisbo de sorpresa, como si no entendiera a qué se refería.

—¿Por salvarte la vida?

—Por tu paciencia.

Él demoró varios segundos en hacer un movimiento. Aquello era lo último que hubiera esperado oír.

—Sólo a tu amigo cuesta trabajo aguantar.

—Pero juntos nos potenciamos…

—Es cierto —articuló, como si el solo hecho de recordarlo le produjera un enorme cansancio. Volvió a mirar hacia fuera, hacia donde las casas en L se alzaban más silenciosas que nunca—. ¿Adonde crees que fueron? —preguntó, dando unos pasos hacia su derecha. Se sentó en un banquillo de paja.

—A Alemania, espero.

—Yo también, o tendré que perseguirlos toda la vida.

Ella inspiró, quieta.

—Estamos acostumbrados a barajar soluciones muy intrincadas para todos los casos que vemos a diario. Con los pocos datos que habíamos recabado, yo ya los había enfrascado en las filas de una secta, como una comunidad insurrecta reclamando ese pedazo de bosque como territorio soberano europeo… y terminaron siendo sólo un pueblo asustado, amedrentado…

—La solución más fácil no era la correcta —concedió Marco, omitiendo convenientemente la parte de «y eso nos los dijo Cal»—. No había droga involucrada. En eso tenías razón.

Ella lo tomó como un gran halago, acomodándose más en la silla. Por primera vez, tenía plena conciencia del lugar que la cobijaba.

—Esto puede convertirse en un buen refugio turístico… muchos aprovechan bellezas naturales como los bosques frondosos o la cascada tras el cerro —lo miró, analizando su gesto—. Podría proponerlo.

—¿Y las ganancias?

—Irían directamente a las necesidades de la región.

Feliciano asintió, conforme.

—En unos años, quizá. Todavía no hemos terminado aquí.

—¿No te rendirás?

—La evidencia debe mostrarme lo contrario. No había droga, pero quiero saber qué explotaban.

Sophie lo creyó sensato.

—Te deseo suerte.

—Oh, no, nada de «suerte», Deutiers. —La detuvo, moviendo las manos—. ¿No me exigiste participar? Pues ya estás dentro. Si yo sigo investigando, tú también lo harás.

—Ya quisieras. Mi aporte a este nido de lunáticos ha llegado a su fin. Si tú quieres llegar hasta el fondo de todo, maravilloso, tienes mi apoyo moral. Pero yo debo regresar a mi vida. Éste no es el único pueblo que va a necesitar mi ayuda.

—Sherlock Holmes al rescate.

Ella lo pensó.

—Me conformo con Watson.

Él no respondió. Tan sólo la miró por varios segundos, cambiando luego su atención al salón llenó de hombres, entrando y saliendo. Quizá lo mejor sería volver; si bien Urrutia no estaba precisamente molesto, el encontrarlo fuera de los márgenes de la capital no lo había tomado de muy buena gana.

—¿Algo más?

—En realidad —dijo ella inmediatamente—, sí quería agradecerte por salvar mi vida.

Él volvió a sentarse. Bajó la mirada.

—Correr así sin más fue una estupidez —la regañó, serio—. Si hubieran muerto los dos, ese peso habría recaído sobre mí. Estabas a mi cargo, ¿recuerdas?

—Los nervios me sobrepasaron —reconoció.

—Ya no importa —pasó sus manos por su pelo mojado, y luego restregó sus ojos—. Tu amigo está vivo, tú estás bien, y el asesino, muerto, aunque hubiera preferido «confeso».

La perito no hizo gesto alguno. Para ella, el hecho de llamarlos hasta allá para presenciar lo que sucedía, para descubrir las muertes, para desenmascararlo y, con eso, ayudarlo a morir, era una confesión muy poderosa y transparente.

—¿Por qué me dijiste que no lo mirara? —se acordó de pronto—. Pensé que no creías en mi teoría…

—No lo hago —respondió—, pero te vi muy convencida… Podías sugestionarte. De hecho, ya lo estabas.

Sophie asintió levemente. Luego sonrió.

—Por lo tanto, en la sugestión sí crees.

Él abrió la boca para hablar, pero la cerró inmediatamente después. Tenía que pensar muy bien en lo que iba a decir.

—Pienso que el cerebro, en estado de enfermedad, llámese locura o lo que quieras, puede hacernos ver cosas que no son, afirmar algo que no es cierto. Ciertos alucinógenos hacen que el sistema nervioso envíe impulsos equivocados, provocando una sensación temporal de felicidad incluso a los más depresivos. Eso está comprobado, en eso puedo creer. Pero de ahí a que, sólo con «el poder de tu mente», puedas trasladar objetos, engendrar fuego o convertir a los otros en meros zombies…

—Entonces, ni hablar de «la fe mueve montañas».

El apretó los labios.

—Literalmente… no.

—Por supuesto.

Ella seguía sonriendo. En aquel momento de su existencia, el mantener sus opiniones divergentes era más divertido que perjudicial. Marco volvió a hablar:

—¿Qué harás ahora? Tendrás que buscar alguna otra patraña parapsicológica en que entretenerte.

Ella subió los hombros.

—Tengo que pensarlo. Descansar, ver televisión… no lo sé. Quizá viaje.

Él desvió la mirada y curvó los labios. Sophie habría jurado que sonreía.

—¿Lyon?

Ella suspiró fuerte, apretando la colcha contra sí.

—Moscú —respondió, con la mirada perdida en el rumor de los relámpagos.

Marco asintió, observando el cielo gris.

—¿Sabías que el Bolshoi nació en 1773, con reclutas sacados de orfelinatos? —comentó de repente. Sophie detuvo todos sus pensamientos y clavó los ojos en él, como si por fin alguien hubiera encendido una luz en el camino—. Puede ser un buen lugar para empezar.

Fueron pocas las veces en que Marco Feliciano la miró a los ojos de esa manera. Las sirenas en el antejardín no dejaban de sonar, y la versión exaltada de Cal tenía a la mitad de la brigada atenta a la historia. Menos al prefecto Urrutia, quien seguía apoyado en el mostrador de la entrada, tratando de comunicarse con las oficinas regionales. Su mirada se desvió apenas hacia Sophie, como si hubiera intuido que la palabra «Moscú» había sido utilizada en su conversación. Ella volvió a arroparse.

—¿También aprendiste eso en tus sesiones de instrucción casera?

Feliciano negó con la cabeza, tranquilo.

—History Channel —confesó, al tiempo que el ajetreo se dispersaba y dos detectives le hacían señas para que se acercara. Llevaban a mano muchos papeles.

Sí, Sophie estaba segura. Ese gesto tosco con los párpados caídos y los labios en una mueca torcida era, en su dimensión paralela, lo más parecido a una sonrisa. Agradecía poder presenciarla.

Se levantó suavemente, sin voltear. Cerró al máximo el cuello de su chaqueta, puso los puños en los bolsillos y regresó al salón. Ella lo siguió con la vista.

—¿Estás bien?

Carlos Urrutia puso su mano gruesa sobre la frente de Sophie, inquietándola. No supo en qué momento había llegado hasta ahí.

—Sí —respondió, por rutina.

—¿Quieres conversar sobre lo sucedido?

—Quiero ir a casa —pidió.

Él sonrió.

—Partiremos temprano —le dijo, acariciándole la mejilla.

Ella la apartó un segundo, sutil. Repentinamente, las palabras de una extranjera con un tatuaje de números en la muñeca se agolparon como urgentes. Decirlo ahora no tendría sentido, pero algún día debía hacerlo.

—Carlos… Soy libre para elegir, ¿verdad?

Él pestañeó.

—¿Elegir?

—Para tomar mi camino… decidir lo que es mejor para mí —llevó instintivamente su mano hasta el broche en su cabello—. Para tener… alas.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal del prefecto. Desafortunadamente, entendía a la perfección. Tomó aire, despacio, levantando el mentón, extendiendo el estómago.

—Las tienes, Sophie. Yo jamás las corté.

Compartieron una mirada fija, intensa, por más segundos de los que el prefecto podía recordar. Ella lo sintió conmoverse, complicarse. Iba a decir algo más, pero un golpe seco de latón los obligó a girar hacia el jardín, hacia la lluvia.

Varios más se acercaron a mirar. Era el cuerpo de Garbon enfundado en el usual plástico azul. Balanceaban su peso para situarlo en la camilla, un tipo a su lado escribía en una libreta y dos paramédicos esperaban en las puertas abiertas de la ambulancia.

Entonces el estómago de Sophie dio un vuelco. No sabía por qué pero, de pronto, sintió lástima. El no era más que un inocente desde hacía décadas; tal vez no merecía eso. Nació —si pudiera decirse— en el lugar y momento histórico equivocado. Con los padres equivocados, con una suerte equivocada.

No muy distante a una joven llamada Sophie Deutiers.