De frente
So say a prayer
and cióse your eyes,
come lay your body
down to sleep…
JON BON JOVI, «Rest in Peace»
Sabía que no podía seguir corriendo. Sabía que cualquier tentativa podía ser potencialmente inútil a estas alturas. Tenía plena conciencia de que muchos metros y minutos atrás, en la observación de una marca que nunca debió existir y en el llamado angustioso de ayuda que no tuvo repercusión palpable, había dejado su último aliento. Pero, por alguna razón, seguía. Sus pulmones continuaban respondiendo, sus puños se mantenían apretados… sus labios resecos recibían una dosis de saliva de vez en cuando. La urgencia por encontrar a Cal sostenía sus nervios, y sus pies…
Un escandaloso rumor de truenos, anunciando un temporal como pocos, los acompañó en su caminar frenético. Junto a Feliciano, esquivaban árboles y oscuridad en el sendero nativo que, en aquellos segundos, se hacía más largo y escabroso que nunca. Intentaban, como fuera, llegar al área del borde del río donde se encontraba el memorial de los suicidas. El paparazzi dijo que estaría ahí, que sólo necesitaba más fotos…
—Qué fue lo que viste exactamente… —pronunció Marco, tratando de entender. Procurando no tropezar con un imprevisto, ensanchaba su ya amplia zancada para igualar el ritmo de Sophie.
—La M, la M… —explicó por enésima vez, muy asustada—. Detrás de su oreja, en la foto que le tomé cuando subíamos el cerro… ¿Cómo puede ser? ¡Ha estado con nosotros en todo momento!
—Se ha escapado para conseguir sus malditas fotos más veces de las que te gustaría saber —le reprochó él, enfático.
Ella lo miró con odio.
—Si lo hubieran tomado por la fuerza para herirlo y provocarle esa cicatriz, nos habríamos enterado, ¿no crees?
El tono irónico y a la vez sumamente doloroso de Deutiers lo obligó a bajar la guardia.
—Cálmate, tiene que haber una respuesta lógica a esto —le aseguró, aun cuando también delataba algo de revancha.
—La M marca a los que morirán… ¡Qué más lógica quieres! —exclamó, secando sus lágrimas de alteración de un manotazo. La imagen de Cal rascando tras su oreja, y ella llamándolo «hipocondríaco», revolvió su estómago.
—Puede que todavía no se haya dado cuenta…
—… Pero tenemos que advertirle… ¡Cal! ¡Cal!
El bosque permanecía severo en su capricho de ofrecer nada más que mutismo. La noche comenzaba a estirar sus manos lóbregas y, si no lo encontraban a tiempo, ya no estarían en posesión de todas las herramientas posibles para buscar. Sin que Sophie intuyera la cavilación del detective, éste lanzó una idea ácida. «Llamar a patrullas de rescate sería complicar las cosas en el entorno, alarmar la quietud ilícita de la comunidad». En pocas palabras, sería tirar por tierra el resto de la investigación, pero ella no lo escuchaba… no quería escucharlo. Al diablo con él y el caso de su vida. Sólo quería a su amigo de vuelta, sano y salvo. En ese pueblo de espectros, nadie estaría dispuesto a ayudar. Nadie se arriesgaría a una potencial traición. El atacante, pesadilla en un mundo de cuerdos, era protegido por el mismo pueblo que sufría su furia…
Buscaron en cada recodo, lo llamaron cien veces. Las sombras frías sólo les ofrecían un murmullo desolado digno de mausoleo. Hasta que, erguidos junto a las fotos de las decenas de mudos asistentes, Sophie y Feliciano manejaron la misma idea funesta. Desde ahí, la cascada parecía ser la misma, igual de graciosa, igual de dócil en su sonido, produciendo, todavía, el encanto al que la científica confesó haber sucumbido. El río apenas mostraba ondulaciones en el resto de su extensión, los pájaros no hacían más ruido que el de costumbre y, como siempre, el cielo no ofrecía estrellas…
Pero lo importante estaba en otro lugar.
Detective y perito avanzaron con pasos pequeños, sin despegar la vista de lo que apreciaban. Ahí, ni muy lejos ni tan cerca, en el puente colgante, ya maldito por la carga de sus desgracias, Cal se enderezaba con la mirada perdida. No llevaba su cámara, tampoco su chaqueta. Con una delgada camiseta amarillenta protegiéndolo del frío, parecía totalmente hipnotizado por algo o alguien situado a unos metros de él, en tierra firme, pero que desde donde ellos estaban, era imposible vislumbrar.
Hipnotizado. Oh, Dios.
Frente a sus rostros congelados, aterrorizados, Cal subió los brazos, lentamente, hasta cruzarlos en su pecho, dejando cada mano en el hombro contrario. Luego giró, impávido, hasta quedar de cara al río. Hizo un ademán de ponerse en puntillas…
—¡Cal, no!
Sophie echó a correr otra vez. Trepar hasta allá por el camino que los llevaba al faro era impensable; demoraría una eternidad, y llegaría cuando ya fuera demasiado tarde. El otro cerro era más pequeño y liso. No tenía un sendero demarcado, pero era más accesible.
—¡Deutiers, espera! —La tarde matizaba con maldad los colores y texturas de la madre natura, volviéndolo todo un solo gris, impidiendo un desplazamiento más holgado o ágil del que Feliciano intentaba desesperadamente lograr—. ¡No hagas una locura… Deutiers!
Llenó sus zapatos de tierra hasta que divisó un camino semiolvidado, dirigiendo a otro sector de las serranías, pero, al mismo tiempo, el conductor obligado hacia el destino apremiante. Exhausto, alcanzó el nivel del puente apenas unos segundos tras Sophie. Desde ahí, el memorial era una simple roca con muchas llamitas pequeñas…
La tanatóloga, cerca de dos metros más adelante, yacía petrificada ante el terror de lo que observaba. Lo había sospechado, imaginado tantas veces como parte de un rompecabezas ajeno, de otro planeta, donde sólo tendría que guiar y asesorar, como siempre. Sin embargo, ahora era suyo, acaecido por sus conclusiones, definido por su velocidad de acción. Era suyo, y ella misma debía revertirlo.
A mitad de la pasarela suspendida en el aire, Cal se aprontaba a saltar cerro abajo. Y en uno de los costados, en tierra firme, dando la espalda a Sophie momentáneamente, Garbon, sosteniendo una bufanda a rayas que ella conocía bien, simulaba un profesor de artes escénicas. Cruzaba, sincronizado con el fotógrafo, sus brazos sobre el pecho…
Era de Cal, la que guardó en el aeropuerto y desapareció de su maleta desvencijada. El objeto que necesitaba. El objeto para controlarlo.
Sophie pensó en mil cosas a la vez, todas igual de desdichadas. Sin importar cómo se involucrara, o qué hiciera contra Garbon, la caída de su amigo sucedería en forma ineludible. Ante sus ojos. Ante Dios.
Sus piernas se sacudían con violencia, al igual que sus hombros y dientes. Sólo ahí, cuando ya no había más donde correr, se percató que no llevaba puesto su abrigo. Comprendió, naturalmente, el porqué del frío que la consumía, pero aportó un gramo más de angustia a la situación, justo cuando menos lo necesitaba.
Xanazina. El frasco estaba en el bolsillo de su chaqueta.
Su desasosiego anterior se volvió asfixia. Sintió el sudor helado en su frente, en el cuello, en su baja espalda… Era incapaz de recordar cuándo ingirió su última dosis. ¿Afectaba en algo, acaso? Llevaba años bajo medicación arbitraria, propia, con lo que creía poder sobrevivir sin tener que terminar en un asilo. Y eso era mucho más de lo que un doctor común recetaría, aún bajo la presión de un revólver en su sien. Sin peijuicio de cuántas ya había tomado, siempre necesitaba una gragea más.
Como ahora. Precisamente ahora.
Aceleró su respiración y sacó fuerzas de flaqueza para concentrarse en lo que observaba. Cal era más importante en la inmediatez, su vida corría, comparada con la de ella, peligro real, pero, si tan sólo registrara sus bolsillos, si encontrara una pastilla solitaria… si tan sólo saboreara una, una, quizá podría pensar mejor, saber con certeza qué hacer…
La torpeza de los pasos que daba, aproximándose a la escena de la acción sin estrategias, casi la obligó a caer de bruces. Bajó la mirada, restregó sus pestañas cansadas y parpadeó para que la imagen lograra completarse en su retina. Había tropezado con algo.
A sus pies, el bolso abierto de Cal, desparramando su contenido en el césped, yacía junto a su chaqueta de niño explorador. Varias memories sin usar, unas cuantas baterías, protecciones de goma contra golpes, sprays de limpieza, lentes con efectos distintos…
La artillería fotográfica la impulsó en el camino de una solución creativa. Piensa, piensa. Lo que fuera, sería crucial y definitivo. Marco, atrás, se detuvo estoico en su reciente metro cuadrado; las tácticas de disuasión en situaciones suicidas se basaban en el uso de palabras suaves pero directas, nunca movimientos bruscos, y la preocupación primordial por el resguardo de la debilidad emocional. Correr y gritar «Alto, Investigaciones de Chile» sería el último de sus recursos.
Ella craneó algo mejor.
La calma hubiera permitido mayor diligencia; el apremio sólo entorpecía el trámite en ese instante tan poco Prozac. Víctima de un irruptuoso mal de Parkinson, tomó la cámara, desatornilló la parte superior y extrajo con una tosca motricidad fina la extensión que mantenía el flash en su posición de alerta. Su batería autónoma y su manejo sofisticado le permitían a Sophie, provisional, alejarse de la base sostenedora y probar suerte con su vacilación. Sin hacer ni una pizca de ruido, movió la perilla indicada hasta el símbolo de máxima potencia, y suspiró. Era ahora o nunca.
Apretó el rectángulo blanquecino entre sus nudillos huesudos, dio dos pasos rápidos para poder observar a Cal directamente a la cara a pesar de la distancia, y levantó un brazo todo lo que su restringida elasticidad le permitía. Y entonces pulsó. Presionó el botón de disparo, de lanzamiento luminoso. El chasquido de la explosión de la pequeña bombilla llegó a oídos de todos los presentes, confundiendo sus complejidades, remeciendo sus apariencias. Hizo brillar buena parte del terreno alrededor, descubriendo sus recodos silenciosos y cómplices. Como en ningún otro momento de esta loca travesía, el flash de la cámara de su amigo se convertía en un arma poderosa de disuasión. De salvación, de defensa, de poderío. De vida.
Cal evidenció un violento espasmo en cada célula adormecida. Su cabeza, cuello y hombros fueron empujados hacia atrás como si la luz del flash que tanto conocía se asemejara, sólo por esos segundos, al nivel de tope en una terapia de electrochoque. Sus dientes rechinaron, su estómago se retorció, y sus ojos se abrieron como platos en un gesto convulsivo. Entonces lo vio. Vio el río, las rocas puntiagudas, las diminutas llamas conmemorativas alrededor de una gran roca con fotos… Vio la muerte, que lo esperaba. Y que tendría que esperarlo por varios años más.
Asustado, despegó entre sacudidas sus puños sudorosos, desasiéndose de la soga que cruzaba y sostenía el armazón del puente. No podía dar crédito a lo que había estado a punto de hacer. No obstante, no dedicó muchos minutos a dilucidarlo en todas sus aristas: retrocedió un paso, sintiendo un grave ataque de vértigo. El sabor amargo al fondo de su garganta, que por las náuseas subió hasta su nariz, terminó de aturdido y lo forzó al desvanecimiento. Golpeó su cuerpo contra las tablas y no supo más de sí.
El pecho de Sophie estaba constreñido por un largo periodo de respiración dificultosa. Compartía completamente las náuseas de Cal, incluso el tinte de desmayo. Necesitaba sus pastillas. La tensión era demasiado grande. Podía volverse loca, experimentar alguna tonta alucinación…
Garbon volteó lentamente. En esas milésimas eternas, la perito apremió su cerebro en busca del movimiento más sensato para realizar a continuación. No se había detenido en las consecuencias que tendría su heroico acto de necedad. Si ya no podía concretar con Cal aquello para lo que estaba programado, lo haría con ella, eso era seguro. Tenía que resistirse. Apenas terminara de girar, evitaría sus ojos y lo enfrentaría a sudor y lágrimas. Sabía cómo eludir su control, lo oyó varias veces de boca de prestigiosos parapsicólogos, psiquiatras y bullados mentalistas de turno. Si era capaz de concentrarse, y ser lo suficientemente rápida para bloquear…
—Suéltalo.
La fracción de segundo que le tomó al polaco cruzar sus pupilas con las de la científica bastó para realizar la conexión. A Sophie le pareció que Garbon sabía con exactitud su posición en la tierra húmeda aun antes de voltear, coordenada fáctica indispensable para poder alcanzar sus ojos sin que ella tuviera tiempo de oponerse. Su voz se oyó nítida como si le hablara directamente al oído, aunque a vista simple ni siquiera tuvo la necesidad de abrir la boca y modular. Las palabras estaban inscritas en su mirada, en el desafío y la rigidez de su actuar. Le comunicó su primera orden: destrabar sus dedos del gatillo de la extensión del flash. Y así lo hizo, moviendo sus dedos uno a uno. No quería hacerlo, conservaba un atisbo de lucidez que la instaba a apretar nuevamente el puño, pero sentía sus delgadas extremidades moviéndose, autónomas, cediendo a un mandato exterior a su propio sistema nervioso central.
La bombilla rectangular, que hasta no hacía mucho yacía atornillada a la cámara de Cal, se quebrajó al dejarla caer, y rodó por el césped a donde no podía alcanzarla. No fue capaz de accionar el switch a favor de su propia libertad, y dañada ya no servía de mucho. Repentinamente, dos, cuatro gotas rebotaron en su frente y hombros. Una lluvia despiadada no demoró en rodearlos, enlodando con su monótono espoleo de aguijones cualquier intento de rebeldía. Ya no había escapatoria posible.
Una mano invisible la jaló del cabello hacia atrás, obligándola a subir el mentón y tragar, impávida, la lluvia que corría por su paladar. La obligaba a mantener la mirada, el contacto, lo quisiera o no. Sus ojos se volvieron blancos y su garganta se apretó, dolorosa, como si la hubieran empujado a una de las cámaras de gas que su agresor conocía de sobra. Su mente se nubló, se cargó de sonidos vagos y agudos, pero la misma voz anterior, otra vez y con más insistencia, se distinguió por encima del caos. Era él, ordenándole, subyugando su pulso. Eran sus instrucciones para morir.
El vídeo en pausa del nazi retorciéndose contra su voluntad y cortando su cuello entre alaridos fue el fondo de escena al quiebre de su temple. Incapaz de manejar su albedrío, sintiendo en su carne la facilidad con la que podía ser sometida, aquietó la presión de su corazón y oyó: «Muere y libérame… muere y entierra mi alma contigo…».
De pronto, sentir las cosquillas del descenso y abandonar el planeta a causa de la caída no le pareció un mal final de fíbula. Era atractivo… Es más: esa idea era lo más seductor que había considerado en mucho tiempo. Perder la vida era lo mejor que podía pasarle, lo mejor que Dios podía permitir… La muerte era su añoranza, su bandera de lucha… su escape definitivo, la libertad esquiva… la felicidad buscada. Tenía que morir, quería morir. ¿Ella… o Garbon? No importaba; los dos eran uno. Sus cuerpos lo eran, por el tiempo que fuera necesario. Para completar el ciclo, los siete. O al menos eso, con hedor a recuerdo, se instaló pronto entre sus maquinaciones. El golpetear de las gotas en el río cercano abombaba sus sienes. Ya se lo habían dicho, hace tantos, tantos años, mediante un claro y golpeado dialecto alemán: actuar y no pensar.
La decisión sobre seguir o no el mandato efectuado no fue parte de sus pensamientos. Sus rodillas crujieron, sus manos se abrieron. Movió su pierna hacia delante, luego la otra. Alejada de su propio cuerpo como si representara a un mero espectador, Sophie se vio a sí misma caminar en dirección al puente. Sus pies pesaban una tonelada, arrastrarlos suponía una ardida tarea, casi mártir. Un fuerte calambre se apoderó de sus muslos hasta la cintura, pero seguía, andaba, haciendo caso omiso al dolor por virtual edicto. Y la voz de Garbon, calmada pero decidida, seguía colándose en sus tímpanos: «Muere… Tú no eres de aquí, francesita… No eres de aquí…».
Marco, torpe como muy pocas veces en su vida, había observado todo desde atrás sin lograr conciliar las imágenes. Paralizó sus movimientos al no saber qué hacer, al no entender qué diablos intentaba Deutiers con un falsazo arbitrario. Pero algo sí era seguro: la perito había comenzado su aproximación al puente y eso no podía ser un buen augurio. ¿Qué estaba tratando de hacer? Era una estupidez que ella creyera… que en realidad creyera…
Tragó saliva con fuerza. Ilusionismo o no, el destino inmediato de Deutiers era evidente, y si no se apresuraba…
—No lo mires —le pidió, con un inusual temblor en su voz, esperando que lograra oírlo—. ¡No lo mires!
Pero ella no respondió. Seguía avanzando, absorta en un lugar donde sólo había silencio y luz… Por primera vez en mucho tiempo, se sintió plenamente feliz.
Con una mano libre, y acercándose con pasos de niño, el inspector tanteó la oscuridad en busca de Sophie. En poco tiempo, reconoció hebras de cabello revueltas por la brisa húmeda, inspiró profundamente y no lo pensó demasiado. La cogió del brazo, la atrajo hacia sí y se ubicó rápidamente frente a ella, protegiéndola con su cuerpo.
Garbon, en su sitio, sacudió la cabeza sutilmente, como si alguien lo hubiera despertado de un sueño. Sin embargo, pronto regresó a su postura anterior, clavando la mirada en el tipo de traje empapado que había osado interrumpirlo. Sólo que, esa vez, el potencial amedrentado no le devolvió el mismo gesto visual. Y no por convicción, sino por mera casualidad. La oscuridad y las partículas de agua en sus pestañas entorpecían enormemente su visión del campo completo, por lo que antes de enfocar directamente a Garbon, debió parpadear muchas veces. Nunca lo supo —y para el resto de su vida, nunca lo creyó—, pero aquello le había salvado la vida.
Lo atacó un leve mareo. El piso comenzó extrañamente a moverse, a perturbar su equilibrio. Podía ser un temblor de bajo grado; en Chile, zona telúrica por excelencia, estaban acostumbrados a ellos. Mas pronto sumó un nuevo detalle. Habría jurado que, si se concentraba bien, una voz de arrullo lo instaba a caminar hacia el puente… a lanzarse. Suerte que desde niño nunca se enteró sobre qué era el déficit de atención. No despegó su conciencia de la tierra, por lo que creyó rápidamente que ese balbuceo pertenecía a Sophie, pidiendo ayuda a sus espaldas, o a Cal, quejándose de dolor…
El inspector apretó la mandíbula, llevándose la mano a la pretina de su pantalón.
—Atrás…
No lo dudó. Haría lo de siempre, lo que no fallaba en ninguna situación, ni en ningún caso, por más raro o «inexplicable» que aparentara ser. Desenfundaría el símbolo de su postura, del grado de su insignia, del respeto que provocaba y del que seguiría provocando hasta que abandonara el servicio activo. Aquello que para algunos significa miedo, para otros satisfacción, o rechazo, o ayuda, y en este momento, a la vez, amenaza y libertad.
El cañón de su arma de nueve milímetros de calibre, listo y dispuesto para ser usado si a su dueño le daban las razones para hacerlo, no se dirigió ni a un brazo ni una pierna, sino al centro de la masa, tal como se le habían enseñado, ya hacía muchos años, en el taller de disparo de la Academia. Lo miró con suma seriedad, imponiéndose, pero el polaco apenas le dedicó unos segundos de atención. En su corazón, los latidos menguaban como segundos perdidos. Su embelesamiento estaba en su revolver… en su bendito revólver…
Garbon interrumpió la movilidad de sus músculos a plena voluntad. Mantuvo la mirada en las manos de Marco, en lo que ellas sostenían, y sus ojos se tornaron vidriosos, a punto de estallar. Su mentón tembló; de emoción, de pánico, imposible decirlo. Dos punzadas en su nuca le indicaban que aquello para lo que fue creado se volcaría, por fin, en su contra. Era el comienzo de un proceso inverso, de un bloqueo de sistema, de órdenes. Inesperadamente, la última de ellas deletreaba un mandamiento claro sobre presta autodestrucción. En circunstancias comunes, en una persona común, esas punzadas nublarían todo actuar y desplomaría en inconsciencia. Para él, representaba el dolor más dulce que hubiera experimentado jamás.
—¡Atrás, dije! —le repitió el inspector, alterado como pocas veces, ahora apuntando directo a su cabeza. O a donde suponía que ésta estaba, dada la tormenta en curso y la pobre visibilidad que otorgaba en consecuencia—. Las manos arriba, y atrás… atrás…
Mientras daba uno, dos, tres pasos hacia atrás, el aludido apartó las extremidades de su torso rígido. Subió los brazos con las palmas estiradas, manteniéndolos a la altura de los hombros. Era un victimario con ansias de víctima, un condenado ansioso en actitud de crucifixión. Sus labios estaban tensos, pero sus ojos sonreían. El gesto de siempre, su porte de siempre. Nadie diría que estaba siendo acorralado.
Y nadie hubiera pensado, por lo demás, que seguiría las instrucciones de Marco al pie de la letra. Retrocedió más, tres, cuatro pasos. Los charcos en el pasto mojado no pretenderían una crueldad tal de hacerlo resbalar. Hasta que topó con el borde sólido del cerro abrupto. El viento helado que subía hasta la superficie recorrió su espalda y lo sumió en un escalofrío. Despegó la vista de Feliciano un momento; miró sus pies, la tierra que permitió la muerte de tantos en ese mismo lugar, y luego volvió al detective. Estaba sonriendo de verdad, con las mejillas repletas de lágrimas tibias.
—Gracias —murmuró, en un hilo de voz apenas audible. Nunca había estado frente a alguien, en ese puente, sin… sin…
Un mínimo impulso bastó para que su cuerpo alcanzara el vacío.
Marco Feliciano gritó un «¡No!» profundo y desgarrador que rebotó en cada colina aledaña y permaneció suspendido, inquietante, incluso hasta que los primeros signos de ayuda santiaguina se hicieron visibles. En ese momento, la perito, a sus espaldas, gimió algo ininteligible y se desplomó en el suelo, inconsciente. El detective giró sobre su eje, se acercó al pecho de Sophie, se cercioró de que aún se oyeran latidos, y cambió de inmediato el objeto de su atención. Soltó su arma, corrió hasta donde Garbon había desaparecido, y se derrumbó de rodillas en los últimos retazos de césped. No podía verlo, pero sabía que caía, caía…
El sutil movimiento de ondas en el río hacía que su cabeza, inerte, golpeara y golpeara contra una roca. Pero no alcanzaría a desfigurarse; pronto lo encontrarían. A él, sus manos callosas, sus injertos de pelo y su cicatriz, reciente y aún cálida, de una M tras su oreja izquierda.