El ángel y el siete
Qué difícil se me hace,
mantenerme en este viaje,
sin saber adonde voy en realidad […]
sin saber si volver es una forma de llegar…
ALEJANDRO LERNER, «Todo a pulmón»
Mientras bajaba el sendero a paso rápido, agradeció su buen tino al dejar sus tacones en la maleta. Habría sido imposible avanzar de esta manera si los hubiera elegido como atuendo. No estaba acostumbrada a las zapatillas deportivas, pero ahora significaban un alivio importante. Con sus zapatos de siempre, el cerro habría terminado por derrotarla. Sin embargo, se sentía viva, con ganas. Las ganas de expandir una idea fija.
Marco se enfurecería, pero ya no le importaba. ¿Sería capaz de dilatar la agonía de un pueblo sólo porque su teoría no le parecía una «posibilidad satisfactoria»? Creía que buena parte de una investigación exitosa pasaba por considerar todo aquello que pudiera ayudar, incluso lo que a primera vista sonara inverosímil. ¡Él mismo lo dijo varias veces! «En ocasiones, los desquiciados tienen buenas ideas». ¿Lo había olvidado tan rápido? La realidad se mueve a diario en los límites de lo insólito. Y viceversa.
Ella, por otro lado, estaba decidida. Estaba segura de poder relatar a la comunidad sus pensamientos, sus respuestas. Eran muy intolerantes con los forasteros, pero es una reacción común en aquellos sometidos constantemente por el miedo. No los juzgaba. Podía bajar a los túneles, entrar en el búnker… pedir una audiencia u otra reunión por el estilo. Si era convincente, todo saldría bien. Seguro que varios de ellos le encontrarían la razón, la instarían a seguir hablando…
Una de las tantas posibilidades la detuvo un momento. La intuición de que no supieran sobre la naturaleza de Garbon era absolutamente plausible. Temerle al tipo del faro podía ser una leyenda traspasada de generación en generación, e incluso, si ahondaba lo suficiente, podrían encontrarse con que los más jóvenes se abstenían de mirar hacia el cerro, pero no sabían exactamente por qué. Si se hacía un recorrido histórico, gran parte de los miedos «heredados» en las sociedades civilizadas, a cierto tiempo, alcanzaban un nivel tal de incomprensión que no les quedaba más camino que liberarse. «Mi abuelo le temía al conde Drácula. Yo no sé qué es eso, así que me niego a heredar el temor»… por decir algún disparate ejemplar. Aquí podría suceder algo muy parecido, y si así fuera, Sophie se apoyaría en ellos para iniciar una especie de rebelión. Organizar una estrategia, hacer frente a la mafia o lo que sea que esté detrás de quien maneja el maldito faro… matarlo, si tienen suerte. Lo que ellos no sabrían es que, en realidad, le estarían haciendo un gran favor…
Pero había otra posibilidad y, en ese caso, todo se complicaría. Podía ser que la teoría de Sophie no presentara ninguna novedad para Puerto Fake. Que, de alguna forma, la condición «experimental» de Garbon y su «necesidad» de provocar suicidios entre los humanos más cercanos fuera un dolor, para ellos, ya conocido y asumido. No era tan descabellado. Algunas pistas inclinaban la balanza en esta posición: la aparente «indiferencia» hacia las muertes —aun cuando la existencia del memorial ostentaba una contradicción vital en sus pensamientos y acciones— y la actitud inflexible de los moradores de buscar ayuda desinteresada o especializada. No era fácil encontrar asesoría en algo aparentemente tan fantasioso. «Señor carabinero, necesitamos eliminar a un hombre que maneja las mentes de nuestros hijos. Para matarlo, sólo necesitamos que lo apunte con su arma. Muchas gracias». Escenario impensable.
No sabía por cuál de las dos decidirse. ¿Cuál presentaría, potencialmente, un mayor problema sin respuesta? Por ahora, cualquiera de las dos daba exactamente igual. En todo caso, no seguiría especulando ahí, a saltos, mientras deambulaba por el sendero y entraba, por fin, a la «avenida central». Lo discutiría con ellos, lo resolvería según su causa. La razón debía triunfar entre humanos. Esperaba que no volvieran a rechazarla, que no le quitaran la esperanza de ser de utilidad…
Detuvo su paso e inspiró profundamente. La brisa helada concebía silbidos entre los tejados, cual relato de un western. Las casas en serie, las mismas puertas, las mismas hostilidades. ¿Por dónde empezar? ¿A quién convencer primero? Su alemán era nulo, y si quería llegar a los pasadizos subterráneos debía entrar por una de las escotillas conocidas…
—Usted.
Con un candil en la mano, de esos muy antiguos, con una asa pequeña donde sólo es posible introducir el dedo anular, la señora Meyer observaba a Sophie desde la entrada. El resplandor permitía distinguir sólo parte de su rostro. Llevaba un vestido ancho y suelto, arrugado, de tintes anaranjados algo desteñidos ya. Asomaba retazos de su cuerpo tras la puerta, esperando en el umbral. Ninguna del resto de las casas tenía alguna luz u otro indicio que exhibiera vida. Era imposible determinar si dormían, si se escondían dentro, si había realmente alguien ahí. «Más vida tenían —pensó Sophie, guardando las distancias— las decenas de fotos iluminadas en el memorial junto al río».
—¿Me habla a mí? —preguntó la perito, entendiendo al segundo la payasada que había pronunciado. Claro que le hablaba a ella. No había nadie más en el camino. Nunca había nadie.
La alemana le hizo una seña, invitándola a entrar, y Sophie no lo pensó dos veces. Si había que encontrar a alguien abierto a la posibilidad de una insurrección, ésa era ella.
Caminó hasta allá, empujó la puerta con los nudillos y abrió bien los ojos, atenta a su espacio inmediato. La vez anterior, y única, que había puesto los pies allí, las circunstancias no semejaban ser las más adecuadas para un tour, apenas se había fijado en los detalles. Pero ahora, si bien no estaba precisamente «relajada», al menos intentaría darse el tiempo para sentarse y conversar. No había otra manera.
Un par de sillones cubiertos con mantas de colores, muy parecidos a los que nadie utilizaba en el recibidor del hotel, ocupaban casi todo el estrecho lugar. Y, al parecer, allí tampoco se utilizaban: la dueña de la casa la esperaba sentada en una silla simplona de madera, cerca de una cocinilla y un tarro de aluminio, hirviente, con hierbas aromáticas. En la mesa cercana, un pocillo expelía un vapor suave, familiar.
La señora Meyer, percibiendo las ansias en el rostro de la tanatóloga, le ofreció enseguida una taza de té igual a la suya, proposición que Sophie aceptó con una amplia sonrisa. Hacía días que no sostenía una taza caliente entre sus manos azulosas.
—Tú no eres de aquí…
Sophie volteó en el acto. No era la primera vez que oía esa frase, pero sí era el primer momento en que no le sonaba a alucinación. Trató de sonreír con convencimiento.
—Nunca había visitado esta región. Soy de Santiago.
La señora Meyer negó, tranquila, concentrada en no quemar sus dedos con el mango de la tetera. Tomó su taza, junto a la que acababa de servir para su visitante, y caminó hasta uno de los sillones. Sophie se sentó junto a ella.
—No… —Tomó su mano, y con la otra apuntó al suelo—. Tú no eres de aquí, aquí.
—No entiendo nada de lo que habla —le confesó Sophie, arrugando la frente, suponiendo que las sutilezas del lenguaje hicieran que ciertas traducciones sonaran incomprensibles.
Ella seguía acariciándola, sonriendo.
—Oblígalos, búscalos —insistió—. Ellos escogieron su camino, pero no pueden elegir por ti. —Bajó la mirada, buscando el bolsillo derecho de su Montgomery—. Tienes que dejar esas pastillas.
Sophie saltó, sorprendida.
—¿Cómo? ¿Cómo supo que yo…?
Ella no perdió tiempo en sílabas. Se arremangó el chaleco, estirando el brazo. Entonces expuso su muñeca, y aquella inscripción que definía su pasado, presente y futuro. Una serie de números indelebles presentaban la prueba necesaria contra toda duda. Sophie se asustó de verdad.
—Usted… como él, usted…
—No —dijo, aunque lo pensó mejor—. No tanto.
Tomó algo de su pelo enmarañado y lo echó hacia atrás, dejando ver una fea cicatriz que cruzaba desde la sien derecha y se perdía en la nuca. Su cuello arrugado le había permitido disimularla en su primer encuentro, en el jardín del hotel.
—Lo siento mucho…
Ella movió sus párpados, dulcemente.
—Esta cicatriz ya no duele —llevó la mano de la perito hasta su corazón—. Estas sí.
Sophie suspiró de pena.
—Vi una cruz en el cementerio… Meyer.
La extranjera bajó la mirada.
—Mi hijo… Libra, como tú —mencionó, señalando hacia la pared contraria. Entre varios retratos envidriados, una mujer risueña, un hombre en traje militar y un niño de pantalones embarrados saludaban a quien sostenía la cámara. Debieron de ser tiempos felices. Breves.
Tras un sorbo de té, Sophie prefirió seguir a su cordura. Tenía una desagradable sensación en el pecho.
—No tiene que seguir pasando. A eso vine… a convencerlos. Debemos enfrentar a Garbon.
Los ojos oscuros de la alemana se clavaron en Sophie como si acabara de anunciar una noticia extraordinaria.
—¿Enfrentarlo?
La más joven asintió con vehemencia…
—Podrán abrir sus ventanas, admirar la belleza del cerro, del punto cardinal que han olvidado. No sé si ya la conocen, pero hay una solución relativamente simple a todo esto. Eliminaremos la luz… al faro.
—Pero, querida… —la llamó, elocuente en el gesto de sus ojos y manos—. Estamos aquí por él.
Una brisa inexistente simuló un balde de agua fría recorriendo su espalda, sumiéndola en un escalofrío. Ésa era la tercera posibilidad, la que no se atrevió a barajar. La más improbable de todas, la que Marco hubiera desechado de plano. Ésa, la que resultó ser verdad.
—¿Qué significa eso?
La extranjera lo pensó un momento, sosteniéndose en las pupilas de su interlocutora.
—Debemos cuidarlo, protegerlo… al menos ésas fueron las instrucciones. Pero de eso ya va mucho tiempo. Y ya no queremos. No más.
Sophie agitó su cabeza, entendiendo.
—¿Proteger… «el arma»?
La señora Meyer no contestó a eso, pero su omisión fue la mejor respuesta para la tanatóloga.
—Había que servir a la patria. Sacrificarse. Exiliaron familias completas, comarcas, para servir de fachada. Sí, al arma, al «castigo». El precio era alto… Hijos, sobrinos, hermanos… Siete en cada ciclo. Pero los hombres dijeron «sí», y nosotras los seguimos. Seríamos parte del pueblo elegido, de los que regresarían en gloria… cuando el gobierno se restableciera, cuando ganaran la contraguerra…
La taza tembló en las manos de Sophie.
—Por eso no se han ido, por eso han persistido, a pesar de las desgracias… —balbuceó ella, anonadada—. Todo ese dolor… ¿por un arma viva que ni siquiera quiere serlo?
—Y por una decisión de otros, de los que ya murieron. Nosotros continuamos el mandato, pero ya no es lo mismo. Queremos que termine. Hermann… el resto, todos lo creen. Pero «la luz» no tiene voluntad… Quiere morir, pero no puede.
No se puede matar.
—¡Sí se puede! —exclamó Sophie, aturdida por los detalles recibidos—. ¿Saben cómo funciona el «castigo»? Es lógico que tengan miedo, pero si unimos fuerzas…
—Algunos deben morir para que otros vivan.
Sophie sintió ganas de llorar. Su intuición le daba una nueva pista.
—Eso le pasó a usted, ¿no?
La reacción no fue inmediata. Se quedaron ahí, mirándose, escudriñando posibles salidas. Era una herida abierta que, a pesar del empeño, nunca quiso cicatrizar. Sus labios temblaban, pero de a poco surgió una historia tortuosa, quizá esperable para la perito, mas igual de conmovedora. La historia de una hija bastarda, de madre judía y supuesto padre militar, que fue encerrada en Majdanek para ocultar la evidencia de tamaña traición. En los momentos críticos del tratamiento genético, los remordimientos de su anónimo progenitor lo obligaron a actuar. La sacó de ahí y logró que una familia amiga la adoptara. Los doctores del campo aceptaron, pero antes debían encontrar su reemplazo…
De una fila reducida de aterrorizados niños, la hoy anciana señora Meyer tuvo que elegir. La obligaron a hacerlo. Y llorando, extendió su brazo, apuntando. Nunca pudo olvidar las mangas carcomidas de su camiseta a rayas, los ojos de quien veía sobre él la mano mortal de su enemigo. Esos ojos que la buscaron en Chile y, al no encontrarla, se posaron en su hijo. Los ojos que hoy sigue evitando al tapiar sus ventanas.
—La familia que me adoptó fue una de las reclutadas para esta misión —explicó al final, sin humor para analizar la coincidencia. Si es que había sido una.
Sophie estaba cansada. No sería capaz de escuchar nada más sobre la crueldad de la vida.
—Entiendo que tal vez usted no pueda… Es decir, los otros podrían, pero si no quieren, si tienen miedo… yo lo detendré. No dañará a nadie más. Lo haré pagar por todo, por todos los hijos, por todos los años.
—Oh, no, así no —la detuvo, negando con fuerza—. El también sufre, sus cicatrices duelen más. Ayúdalo.
—¿Ayudarlo? —repitió Sophie, incrédula—. ¡Está matando a su gente! ¿Por qué habría de ser clemente con él?
Esta vez la dulzura de sus palabras tuvo una connotación mayor.
—Ayúdalo a descansar. Es todo lo que quiere. Es lo que nosotros queremos.
Sophie suspiró, desazonada. No esperaba esto. Por un lado, pareciese ser que ella misma corroboraba su respuesta… Asesinarlo, eliminarlo, vendar sus ojos vigilantes, por tanto tiempo amenaza sufriente para la comunidad, era lo que quería. Lo que querían todos. Pero ¿por qué no lo habían hecho antes? ¿Dudaban de su propia velocidad de reacción? Y aunque así fuera… ¿qué diferencia podría ostentar ella, una simple científica, quizá más confundida y asustada que ellos?
—Puedes hacer toda la diferencia del mundo. Tus alas… —le habló la anciana, segura—. Te las quitaron, pero está en ti recuperarlas. Con ellas puedes hacer cualquier cosa.
Sophie intentó buscar sentido a sus palabras.
—Me quitaron mis «alas», sí, pero mi padrastro estuvo de acuerdo en que era un objeto valioso para mí… —le explicó, tomando el broche de su cabello—. Están conmigo desde pequeña.
—Eso, recupera todo lo que es tuyo —la instó—. Todo a su tiempo.
Aunque no comprendía muy bien el tono de la conversación, no iba a dejar escapar la oportunidad de preguntar, de compartir sus dudas. Quién sabe cuándo tendría una nueva posibilidad de hacerlo…
—Hace un momento me sugirió «buscarlos»… ¿A quiénes?
—¿A quiénes necesitas encontrar?
—A mis padres.
—Pues a ellos, entonces.
La perito sonrió. Nunca le había sonado tan fácil.
—Pero no sé por donde empezar…
—Sí sabes —le aseguró ella, esta vez con algo más de seriedad—… pero no te das crédito. Sigue tu instinto, tu corazón. No estás equivocada.
No se daba crédito… gran novedad. ¿Cómo podía hacerlo, si cada vez que avanzaba en el camino que creía correcto una enorme pared la detenía, empujándola de nuevo hacia la partida? Buscar a sus padres… Claro, sólo tenía que tomar la guía telefónica.
Miró hacia fuera, hacia las ventanas vacías en luz y expresión. Si ésa era la realidad, había que hacer algo al respecto. Creer y actuar.
Ella podía dar la bienvenida al amanecer.
La vio abandonar la casa, despedirse con la mirada, correr hacia el sendero. Luego echó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos y aspirando el polen desperdigado en los átomos de oxígeno que llenaban sus pulmones.
Incluso se atrevió a sonreír.
—Es hora —dijo, retumbando sus palabras en los oídos atentos de Hitler, incondicional a su lado. El puente apenas se movía—. Terminemos con esto.
El can ladró suavemente. Los pasos de su amo, tranquilo, semejaban las notas muertas de un tambor tribal.
Abriendo la puerta de golpe, Sophie entró corriendo a la habitación de Cal. Estaba repentinamente entusiasmada, con energía. El misterio de Puerto Fake se cerraba frente a sus ojos y tenía que gritarlo al mundo. Sobre todo a un estoico inspector Feliciano alias «Matasantos». Cómo disfrutaría viéndolo retorcer sus dedos, disculpándose…
Se desprendió de su abrigo, lo tiró sobre la cama y se dejó caer en ella, rebotando. El fotógrafo estaba de pie junto a la ventana, metiendo en su bolso algunas tarjetas de repuesto.
—No vas a creer esto…
—¿Qué? —dijo, distraído. Sacó un par de baterías de una caja de plástico transparente, alojada cerca de Torr.
Ella abrió la boca, lista para el relato. Pero luego miró en todas direcciones.
—Marco. ¿Dónde está?
—Salió a caminar —contestó, todavía sin mirarla—. Quería despejar sus ideas… Buena falta le hacía.
Sophie se encogió de hombros.
—No importa. De todas maneras, no buscaré ni necesito su aprobación para hacer lo que haré —determinó, seria. Pestañeó y se movió en el colchón—. Escúchame, sé que va a interesarte. Podemos hacerlo juntos y, si lo logramos, salvaremos a unos exiliados amargados y a un…
—Hum… Soph, ¿puede ser después? Justo voy de salida.
Juntó la mandíbula después de unos segundos, atorada. La energía que la había traído hasta allí se juntó de golpe en su estómago, cayendo con peso de yunque hasta sus pies.
Suspiró, frustrada.
—Cal, esto es importante… me enteré de algo importante.
—Te creo, pero tengo algo que hacer.
Sophie se abstuvo de decir: «¿Qué puede ser más importante que resolver el caso?». Odiaba tener que admitirlo, pero en eso el inspector y Carlos tenían razón. Las prioridades de Cal eran otras.
—Escúchame… —El nulo contacto visual le indicó lo vano del intento—. ¿Adonde irás?
—No muy lejos. Puedes recitarme la obra completa de Pablo Neruda cuando regrese, ¿está bien? Sólo me tomará unos minutos… Ya casi no queda luz y quiero mejores fotos del memorial. Incluso puede que suba al puente. Las que saqué ayer salieron horribles.
—Pero… pero…
—Después me cuentas. Intento ganarme el sitio de honor en el número Ad Rottem de este mes. —Chequeó que tuviera todos los implementos necesarios en su bolso de mano. Lo cruzó sobre su cuerpo y retrocedió hasta la puerta, pero pronto se volvió, saltón. Había recordado algo—. Torr está encendido y habilitado, Soph. Puedo confiar en ti, ¿verdad? No dejes que el estúpido del Matasantos acerque sus dedos sucios a mi teclado. Verás a un costado una memory conectada al puerto USB —le mostró. Ella ladeó la cabeza, cerciorándose—. Estoy guardando las imágenes. Cuando termine la descarga, te avisará. Entonces sólo cierra la pantalla, y ya estará protegido.
Ella asintió, de pronto sumamente cansada. Una última pregunta se hizo imperiosa de comunicar.
—¿Cal?
—¿Sí?
Ella dudó un segundo. Cerró los ojos.
—¿Crees en los ángeles?
El fotógrafo la miró fijamente, pensando.
—Supongo que sí —sonrió—. Debería, ¿no?
—Todos deberíamos —dijo ella. Una extraña sensación de paz recorrió su espina dorsal.
—¿Por qué lo preguntas?
Sophie lo miró con ternura.
—No tiene ninguna importancia —mintió.
Quiso dárselas de galán.
—Bueno, tú eres lo más parecido a un ángel que yo haya conocido.
Ella, más que responder a la coquetería o siquiera ruborizarse, suspendió la mirada en una búsqueda interna.
—Tal vez. —Permaneció un rato así, hasta que se dio cuenta de que su amigo seguía observándola, quizá esperando una respuesta—. Ve, o no podrás sacar tus fotos.
Él le sonrió, guiñándole un ojo. Se abrochó los botones de la chaqueta y se apresuró por el pasillo. Sus pasos se sintieron hasta dar con la escalera de caracol, haciendo eco en las ansias vacías de Sophie. Se sentó en la silla que el paparazzi había dejado, molesta con el universo.
¿Qué haría ahora? ¿Sólo esperar? No podía hacerlo sola. Necesitaba el apoyo moral de Cal, y, si no la presencia física, al menos el arma de Marco. Ni siquiera tendría que dispararla, cuestión que no estaba dispuesta a discutir. Las armas las cargaba el Diablo, y ella no tenía tratos con el coludo aquel. Con suerte, podría sostener el revólver el tiempo suficiente para que Garbon creyera que la amenaza era real…
Podía esperar, sí, pero nada le aseguraba la buena disposición del inspector. ¿Y si decía que no, que no la acompañaría, ni, menos aún, le prestaría el arma? Esa podía ser, en realidad, su reacción más factible; si accedía, estaría dando validez al «castigo», cosa que, como todos sabemos, Feliciano no estaba interesado en realizar. El relato de una señora que creía algo desquiciada, perturbada por el dolor, no sería una confesión fidedigna para él, estaba segura. ¿Cómo hacerle entender, lograr que le diera una oportunidad? …
Llevaba tantos minutos ensimismada en sus nuevas ideas que no se había percatado del mensaje que parpadeaba en la pantalla. «Descarga completa», gritaba junto a un pitido desagradable. Sophie tanteó el costado del computador, quitó la memory vacía, e instantáneamente se abrieron decenas de pequeñas ventanas mostrando el contenido respaldado.
Jamás había metido sus manos en el sistema tan recelosamente cercado de su amigo, pero las fotos estaban ahí, casi rogando ser vistas. Y ella no pudo evitar reír con algunas de ellas. Si bien la mayoría plasmaba el contexto natural propio de Puerto Fake, unas pocas debían guardarse sí o sí para la posteridad. La imagen desolada pero luminosa del memorial de Puerto Fake… el rostro de odio de Marco tratando de estrangular la cámara (en realidad, a quien la sostenía), la vista panorámica en ascenso de la cabaña de Garbon, con el faro y el puente en las cercanías; sus caras de velocidad en la persecución nocturna de los Ford Expedítion…
A medida que iba viendo las fotografías, cerraba las ventanas para no abarrotar la pantalla. Hasta que llegó a aquellas que ella misma había tomado. Las vio con especial interés, por si tenía un talento visual abstracto que aún no había descubierto. Y rió. El gesto de Cal en el contexto de una artificiosa abducción extraterrestre era por demás absurdo. Nadie creería que él…
Pestañeó. Olvidó inspirar por la nariz. Acomodó su posición en la silla y, como si fuera un cliente más del vasto grupo consumidor de aparatos oftalmológicos, acercó su nariz a la pantalla. Lentamente al principio, agitadamente después.
Temblando, apretó un par de teclas para dar zoom a la fotografía que ocupaba ahora el espacio máximo establecido. Más, más y más, hasta al borde del reconocimiento por los píxeles. Entonces acercó sus dedos a la imagen, para luego llevarse la mano a la boca. Ahogó un grito.
Era imposible… imposible desde cualquier ángulo. ¿Cómo él…?
No se detuvo a medir ninguna de las posibles consecuencias de su acto siguiente. Tomó el maletín plateado de Cal, lo revolvió hasta encontrar aquella bolsa de tela y extrajo el ya conocido rectángulo plegable con botones y números. Con los latidos de su corazón en la garganta y el pulso corriendo su propio rally, conectó el improvisado auricular en Torr. Inmediatamente, surgió en la pantalla un mensaje de «Hardware encontrado e instalado. Listo para usar», además de un resumen de los últimos movimientos. Números discados, números entrantes… «Carlos Urrutia, Investigaciones de Chile». Sophie movió el cursor hasta su nombre. Hizo clic, y luego pulsó 0. Se oyó el tono de marcado, leyó «Connecting…» en letras rojas, pero pasaban los segundos y nadie contestaba… «Vamos, Carlos, contéstame… contéstame, por favor…».
—¿Deutiers?
Marco Feliciano había entrado a la habitación intentando no hacer ruido. Vio a la perito muy concentrada, pero más importante que eso, intempestivamente aterrada. Susurraba algo incomprensible.
—Carlos… por favor…
—Deutiers… Deutiers, háblame —le pidió, brusco. No estaba acostumbrado a reanimar muertos—. Estás muy pálida… ¿Buscas a Andrade?
La caja de baterías cayó al suelo con estruendo, repartiendo las piezas por doquier. Sophie se había levantado de forma muy atolondrada, haciendo tambalear el computador y botando todo lo que había a su alrededor. Tiró el auricular sobre la mesa, angustiada por la espera infructuosa. Marco la tomó del brazo para que recuperara el equilibrio.
—Vamos, vamos… ¡Vamos!
—¿Adonde? —preguntó él, contagiándose de su nerviosismo—. ¡¿Qué está pasando?!
Sophie caminó como pudo hasta el pasillo; el detective detrás. No entendía qué estaba sucediendo, sólo que era grave. Muy grave.
Tan grave como una M.