11

Arma viva

¿Quién puede ser la víctima

sin ser el victimario?

Secreto calvario…

LUCYBELL, «Sembrando en el mar»

—Dímelo otra vez —pidió Marco, restregando su cara furiosamente con sus manos para luego volver a mirar.

Sophie había mantenido el misterio de su teoría prácticamente todo el camino de regreso al hotel. Que necesitaba meditarlo un poco más, que era una idea no muy fácil de digerir, que necesitaba encontrar las palabras correctas… De todos modos, confesó que era algo que había pensado desde el primer momento que iniciaron esta travesía, luego de que Cal mencionó la sospecha de Paco Terrans sobre la presencia de nazis en esa localidad. Al principio le pareció improbable, casi supersticioso, pero ahora lo veía muy claro. Más claro que nunca…

—Cal podrá confirmarlo en pocos minutos, pero estoy segura… «Garbon» no es su nombre ni su apellido. Es un alias. Probablemente ni él sabe su verdadera identidad.

Sobre una improvisada mesa hecha de maletas, Cal tecleaba velozmente en su juguete de titanio. Al oír a Sophie, hizo un sonido de complicidad, mientras el inspector se recostaba a los pies de la cama. Miraba hacia el techo.

—Pruébalo, Deutiers. Soy todo oídos.

—¿Crees que es una locura? —preguntó ella, antes de comenzar a desplegar su lluvia de ideas. Odiaba tener que hablar cuando su interlocutor ya la tenía tachada de plano.

—Por supuesto —respondió él, sin camuflar siquiera, por cortesía, su verdadero sentir—. Pero ya lo dije. De las locuras siempre se puede sacar algo cuerdo. Deléitame con tus conocimientos, vamos. Estoy ansioso.

—Aunque no estuve de acuerdo al principio, compartí tu idea sobre un pueblo fundado por ex militares del Führer… ¿Por qué no me das a mí, ahora, la misma oportunidad de convencerte?

—Porque es poco probable —sentenció.

El tono displicente y absolutamente infantilista con el que Marco Feliciano acababa de tratarla hizo hervir en su cerebro mil burbujas de sulfuro. Cal sintió incluso la necesidad de detener su tecleo.

Sophie suspiró profundamente. Echó su cabello hacia atrás, tomó un poco de cada lado y lo sujetó con su broche.

—¿Alguna vez oíste hablar sobre el tratamiento Becker-Schleff?

Feliciano aguantó la respiración un segundo. Luego se reincorporó, pesadamente, hasta voltear y exhibir su cara contraída en un gesto indefinido. No sabía si debía insultarla o enviarla al psiquiátrico, dilema que no hacía mucho había aparecido en una de sus conversaciones.

—No estarás sugiriendo que…

—¿Fias oído sobre él, sí o no?

Sophie no parecía dispuesta a regateos, y él, estático, tampoco quería ceder. Pero su curiosidad por saber adonde quería llegar hizo el peso necesario. Apretó los labios.

—Sí, he oído sobre eso, pero es un mito —dijo, acentuando la última palabra con exagerada malicia—. Gran parte de las historias que rodean a los campos alemanes de exterminio son mitos.

—No pedí tu opinión, si a eso te refieres. Sólo pregunté si conoces el caso —acotó ella, más seca de lo que debería—. No quiero tener que perder tiempo explicándotelo.

Se miraron fijamente sin apenas pestañear. Él pareció incomodarse.

—Becker y SchlefF eran dos médicos apostados en Majdanek, uno de los campos de concentración en Polonia. Dicen que parte de sus experimentos consistía en buscar la manera de leer y manejar mentes… Cuando los soviéticos liberaron el lugar, en 1944, los alemanes ya habían eliminado casi toda la evidencia. Tampoco hubo testigos que dieran versiones satisfactorias… —Intentó no mover más músculos de los necesarios—. Supongo que tienes un «pero».

Sophie levantó la mano derecha, forzando una mueca de niña.

—Pero, así como en Auschwitz los nazis no alcanzaron a desaparecer las cámaras de gas, los soviéticos encontraron en Majdanek libros intactos con numerosas e interesantes anotaciones, olvidados en las barridas. El gobierno los conservó como prueba histórica.

Feliciano puso lentamente las manos en los bolsillos de su pantalón. Trató de no sonar condescendiente.

—Creí que habías nacido en Francia. ¿Por esas cosas de la vida diste un paseo por la Plaza Roja y sacaste algunas fotocopias?

—Mucho más rápido y efectivo que eso —sonrió, triunfante—. Una clase instructiva en la escuela de Medicina con alguien que lo vivió.

—Oh —exclamó él, regresando a su posición horizontal. Cerró los ojos—. Esto será interesante.

—Escucha y juzga después —le ordenó ella, cansada de tanta estupidez.

Él, fingiendo que seguía su juego, asintió notoriamente y guardó un silencio atento. Cal comenzó a teclear con mayor suavidad para no interrumpir el relato.

—Habla.

Ella se aclaró la garganta otra vez. Traer a su mente este recuerdo en particular la embargaba de un inusual entusiasmo.

—En primer año, antes de desencantarme y abandonar la carrera, uno de mis profesores nos consiguió entradas especiales para asistir a un simposio sobre psicoanálisis y neuropsiquiatría.

—Freud y traumas sexuales… Fascinante.

—¿Quieres poner atención? —pidió ella, algo exasperada. Él levantó las manos en una ambigua señal de disculpa, mientras Sophie tomaba un par de segundos para retomar la idea—. Era una charla privada… no había más de cincuenta personas en el salón. No repartieron trípticos con el programa propuesto o folletines con el tema que se iba a tratar. Todos los presentes hablaban en voz baja, muy sospechosos para mi gusto, y noté que varios de ellos llevaban kipá.

—¿El gorrito judío? —preguntó Cal.

Marco se abstuvo de lanzar algún insulto. Sophie aún no llegaba a la mejor parte.

—Sí, ése. En fin, así supe que algo tendría que ver con el Holocausto y las consecuencias que hasta hoy se estudian.

Ninguno de mis amigos cercanos se animó a ir, me vi sola entre un montón de extraños, y si bien reconozco que al principio me sentí algo intimidada, que quería escapar lo antes posible, cuando comenzó la primera ponencia, yo…

El inspector sopló con fastidio, interrumpiéndola.

—¿Cuánto más tendré que esperar para que vayas al grano? Presiento que apenas tienes un vago sustento para…

—Garbon es un arma biológica.

Listo. Lo lanzó, así sin más. ¿Quería granos? Acababa de arrojarle un costal completo. Lo importante era saber si el proyectil había dado en el blanco.

Sophie esperó atenta a su reacción. Desde alabanzas hasta escupitajos. Lo que fuera. La cara del inspector sólo mostraba desconcierto.

—Traducción o subtítulos, por favor.

Ella suspiró.

—¿Me dejarás explicarte? Genial. —Relajó los hombros y humedeció sus labios. Ordenó sus ideas lo más rápidamente que pudo—, Majdanek, Polonia. Julio de mil novecientos cuarenta y cuatro. Habilitación de un campo de exterminio nazi. Las cifras reales se conocieron quince años después de terminada la guerra: trescientos sesenta mil muertos.

Marco seguía impávido.

—Esos datos puede dármelos tu amigo.

—Éstos no —señaló, rogando su atención para lo siguiente—. El «castigo» Becker-Schleff, como también se le llamó, pasó a la historia como un secreto a voces, pues las anotaciones fueron requisadas por los soviéticos y jamás divulgadas. Algunos dicen que era para proteger a las víctimas, pero a poco andar subieron los rumores sobre el reinicio de las prácticas por sus mismos militares, en laboratorios clandestinos de San Petersburgo.

—Soy detective, no médico, ¿se te olvida? —espetó—. Explícame la especificidad de la práctica esa.

—No entraré en detalles fisiológicos, lo interesante aquí son sus consecuencias —dijo, férrea—. Conoces las torturas clásicas, ¿verdad? Las cámaras de gas, la ruleta rusa…

—… electricidad en genitales —agregó Cal.

Sophie asintió.

—Sí, sí, lo más bajo del ser humano —parloteó Feliciano, aburrido—. ¿Y el castigo Becker consistía…?

—En crear una legión de frankensteins —explicó con dureza—. Era un procedimiento muy complicado, por no nombrar lo escabroso y endeble. Jugaban a los dados con los cráneos de los pobres elegidos. Probaban, analizaban… operaban sobre la base de supuestos. La mayoría de los intervenidos murió durante el proceso.

—Menos nuestro amigo Garbon —supuso el inspector.

—Ahórrate las burlas, ya llegaré a él —lo regañó. Movió la cabeza y retomó la idea—. Se utilizó especialmente a jóvenes… No tenía registros del uso de niños, pero puede ser de igual manera —pensó en voz alta, sabiendo que la conexión constante con Garbon era lo que Marco quería escuchar—. Si sobrevivían a las operaciones, pasaban a ser de inmediata prioridad para los jefes, pues lo que resultara de aquello estaría en la lista de armas letales de máximo rendimiento… Algo así como lo que hoy conocemos como armas de destrucción masiva. En este caso, era un arma biológica, la más silenciosa y peligrosa de todas, comparada sólo con las armas químicas tales como toxinas o virus mutados.

Detective y fotógrafo estaban sorprendidos por el despliegue de información.

—¿Todo eso lo aprendiste en tu simposio?

—Y más —le aseguró, certera—. En esos apuntes, hoy propiedad del gobierno ruso, los doctores nazis afirmaban haber logrado manejar voluntades ajenas, a través de la manipulación cerebral de uno de ellos.

Cal dejó de teclear. Esto era demasiado interesante como para perderse algún detalle.

—Podrían haber escrito que encontraron la lámpara de Aladino —mencionó Marco, irritablemente distante—. ¿Qué te hace pensar que fue verdad?

—Yo lo vi —sentenció, meditabunda—. Presencié la prueba.

El inspector abandonó por completo su posición distraída. La miró fijamente, algo amenazante.

—¿Viste qué…? —indagó, receloso.

—Una cinta… una grabación soviética sobre el momento de la liberación —recordó, como si aún estuviera sentada en esa butaca de terciopelo rojo, concentrada en las imágenes, en los hombres y mujeres con camisetas a rayas—. Yo… yo había dudado… Del tipo de lentes, el que intentaba hacernos creer que el tratamiento había tenido éxito… que constituía un hito en la historia de la ciencia…

—¿Qué viste, Soph? —La apremió Cal, en tono urgente. Marco se alegró de no haber tenido que gastar su aliento en la misma frase.

—Él… no tenía más de dieciséis años… y miró, miró a ese nazi apresado… —Su voz se quebraba a ratos, pero intentaba enfocarse en la objetividad del asunto, en la necesidad de transmitirlo como claridad y verdad—. Intentaban que subiera a un camión con el resto de los judíos, para llevarlos a un lugar seguro, pero él no quería… y seguía mirando, fijamente, a un nazi con las manos en su regazo, esposado, apuntado por el arma de un ruso…

—¿Estaba leyendo su mente? —preguntó el fotógrafo, comiéndose las uñas.

Ella negó, sin pestañear, con la mirada perdida en la imagen que su retina era incapaz de borrar.

—No —respondió—. Lo forzaba a suicidarse.

El final de la historia salió de su boca sin que Sophie se detuviera en apreciaciones al margen, comas o puntos. Frente a las miradas escépticas de una legión de soldados rusos, el alemán comenzó a gritar. Por alguna razón, no podía desviar la vista de aquel chico, y él, concentrado, clavaba en sus ojos una orden silenciosa… Los gritos continuaron, estaba totalmente fuera de sí, y en un acto tan rápido que ningún recluta pudo interponerse, el nazi sacó un cuchillo pequeño del fondo de su bota. Pero no para atacar o exigir su liberación. Con las muñecas juntas, apretadas por las esposas de metal, lo tomó con fuerza y se punzó el cuello. Mutiló su yugular en un segundo. No hubo más alaridos.

—Increíble —moduló Cal, todavía atónito.

Sophie bajó la cabeza.

—Fantasías de ayer y hoy —fue el comentario de Marco—. Muchos nazis preferían el suicidio antes que ser apresados por el bando contrario. Esa explicación es absurda.

—¡Tenías que haberlo visto! —exclamó ella, con los ojos acuosos—. Él no quería matarse, por eso gritaba… Gritaba como si alguien estuviera torciendo sus sentidos, obligándolo a la fatalidad, a moverse en una dirección u otra…

El inspector estiró su espalda.

—No puedes esperar que crea en una situación tan inviable —se resistió—. ¿Estamos hablando de algo… clínicamente posible?

Todo es posible en este campo —enfatizó, afligida—. Los estudios sobre comportamientos extrasensoriales aún están en pañales, pero se trabaja intensamente para…

—Todavía no entiendo dónde cabe Garbon en esta historia de hadas —la interrumpió Feliciano.

—Muchas cosas lo delatan… ¿Has escuchado algo de todo lo que he dicho? —gruñó, comenzando a exasperarse—. Mencionó que había sido criado en Argentina, ¿no? Sobre esto hay muchos reportajes, no estoy inventando nada. Se comprobó hace tiempo que una delegación nazi se estableció en Argentina durante un período considerable. Llevaron dinero, reclutas y armas consigo… —puso intensidad en la última frase—. Armas. Quizá también la más importante de todas las biológicas.

—Necesito algo mejor que eso —respondió el detective, cruzándose de brazos.

Sophie no se rendiría.

—Garbon es polaco, y ex preso de un campo de exterminio. Las víctimas que sobrevivieron a los experimentos fueron repartidas especialmente en Polonia, pues las tropas nazis allá no tenían demasiados recursos ni personal —explicó—. Cada bala que pudieran ahorrarse era muy bien visto. Ahí entraban a jugar estos jóvenes. Los adiestraban para matar a cierta cantidad de prisioneros cada determinado número de días. Así amoldaban sus cerebros: actuar y no pensar. Evitaban la congestión de judíos, podían seguir aceptando nuevos internos y mantenían, por supuesto, cualquier rebelión a raya… —Para ella, la situación era tan evidente que no podía concebir la displicencia de Marco—. «Siete en cada ciclo». ¿Te suena?

—¡Por supuesto! —gritó Cal, tomando su cabeza. Ella sólo se fijaba en los gestos del Matasantos.

—¿Viste su pérdida de cabello, las cicatrices asomadas en sus sienes? No es simple abuso, son marcas claras de intervención quirúrgica. Si las secuelas internas del tratamiento continúan en actividad, las heridas nunca sanan. Por eso creí que eran recientes. Pero no, son antiguas. Muy antiguas, reabiertas cada cierto tiempo… cada ciclo…

—¿Y su nombre? Dijiste que Garbon no era su nombre real.

Ella agradeció que recordara ese detalle. Ya se le estaba escapando.

—Operar a nivel cerebral es muy delicado… Considerando que los nazis experimentaban en condiciones insalubres y rudimentarias, hacían trabajos toscos, brutales. Una operación de esa naturaleza trastocaba la personalidad de las víctimas, provocándoles amnesia, cambios de carácter, de gustos. Algunos se desmayaban inmediatamente después de provocar una muerte. De hecho, los nazis volvían a nombrar a cada intervenido, para acentuar la idea de «creación». Ninguno de ellos recuperaría su pasado o identidad, jamás.

El inspector apretó los labios, mirándola con desprecio.

—Déjame ver si lo entendí: jóvenes con cerebros intervenidos, considerados armas de máximo rendimiento, eran capaces de obligar a otro al suicidio…

—Pero no terminaba ahí —intervino Sophie rápidamente, antes de que él saliera con algún otro hiriente comentario—. Al mismo tiempo, estaban entrenados para no atentar contra sus propias vidas, a menos que fuera necesaria su eliminación.

En ese caso, un militar a cargo lo amenazaría con un revólver. Ésa era la señal.

—Entonces —dijo Cal, tan pronto como la idea se agolpó en su garganta— por eso Garbon no ha podido matarse. No puede darse la orden a sí mismo. Envidia a los que sí pueden, ¿recuerdan?

Sophie asintió con vehemencia.

—No puede suicidarse, a menos que alguien lo obligue, pero en este pueblo… jamás se atreverían a enfrentarse a él cara a cara. En ese sentido, Garbon sería mucho más rápido de acción que una bala…

—Einstein dijo que la velocidad del pensamiento se acercaba a la velocidad de la luz…

—Basta que recibas la orden y tu cuerpo se paralizará…

—Es un judío tomando la venganza por sus propias manos…

—… ajusticiando no sólo su propia tragedia, sino la de todos los que debió «ayudar» a morir…

—¿Matará hoy al azar? Quizá estaba acostumbrado a manejar sólo jóvenes, pues según las caras que vimos en las fotos del memorial…

Marco Feliciano dio un golpe seco en la pared. Sophie y Cal se detuvieron, asustados.

—¡Compórtense como adultos racionales! De ti no lo espero, Andrade, pero tú, Deutiers… me estás decepcionando…

Ella inspiró profundamente, apretando sus puños.

—¿Quieres empirismo crudo? Pues bien, te lo comprobaré, y tendrás que pedirme disculpas públicamente —lo desafió, enojada—. Tú mismo descubriste el número en su antebrazo, ¿no es cierto? Apenas alcancé a divisarlo, pero si nosotros pudiéramos… Es decir, si lográramos anotarlo, saberlo completo, Cal podría buscarlo en la base de datos y comprobaríamos que…

—¿Qué…? ¿Que es un mentalista buscando revancha? Guardar rencor por las atrocidades sufridas y perseguir a los torturadores es una cosa, pero «llamarlos» a tirarse del puente…

—Lo dices como si te estuviera relatando El flautista de Hamelín

—Tú te lo buscas —se amparó él, severo—. Y en todo caso… si fuera venganza, ¿por qué no ha matado a todo el pueblo ya? ¿Por qué hacerlo por goteo?

—Porque el castigo Becker-Schleff funciona con mandatos específicos —explicó, atragantada con las ideas—. En Majdanek debió de sacrificar, me atrevo a pensar, a siete personas cada cierto tiempo, y esa orden se grabó en él para siempre. Sólo necesita ver a la víctima un momento, o conseguir algún objeto de su pertenencia, y se las arreglará para…

—¿De verdad crees en eso? —la acorraló, asqueado—. Es un truco de circo, por favor… Creí que era más difícil engañarte, Deutiers.

—¡Lo es! —le aseguró, alterada—. No creo nada a ciegas… Charlatanes hay en todos lados, por supuesto, pero en el simposio las pruebas fueron concluyentes. Yo lo vi… lo vi acercar el cuchillo a su cuello…

—Viste una función del mago de turno.

—No es ilusionsimo, es neuropsiquiatría —se defendió nuevamente, con la faringe obstruida por la impotencia—. Hay tantos estudios serios al respecto que comportamientos antes tildados como fraudes ahora son casos de investigación médica. Telequinesis, regresar de la muerte, precogniciones…

—Excelente. Podré desempolvar mi viejo turbante para leer el tarot en las calles. Diré que me protege la comunidad clínica.

—¡Escucha lo que te digo! —rogó, sólida en su posición—. Los clarividentes, la hipnosis… de eso se trata. Los nazis intentaron resolver o dominar muchos misterios de la vida. La inmortalidad mediante la búsqueda del Santo Grial que utilizó Jesús en la Última Cena, el Arca escondida en el desierto que contenía, supuestamente, las Tablas de la Ley talladas por Dios mismo frente a Moisés… Esto cabe en la misma categoría. Garbon representa el anhelo ancestral de abrazar el poder para manejar mentes. Quien lo logra, no sólo es capaz de someter la voluntad del otro, sino, además, de entrar en su conciencia… de traspasar sus conocimientos, incluso su estado de ánimo…

—Basta, no sé qué estoy escuchando —la detuvo Marco, exasperado.

—No me malinterpretes. Puedo estar de acuerdo con lo del oro, la evasión de impuestos y todo eso, pero no hemos resuelto las muertes —le recordó, preocupada—. Crees que los neonazis matan a los posibles delatores… Yo creo que no necesitan ensuciarse las manos. Que su arma está aquí.

Reprimió el deseo de insultarla.

—No hagas eso, Deutiers —la amenazó, temible—. No me obligues a marginarte de esto.

Su rostro enrojecido delataba inequívocamente sus sentimientos al respecto.

—Tienes una respuesta mejor, ¿no?

—Bienvenida al planeta Tierra —moduló, con lástima—, Garbon trabaja para el consulado, se encarga de vigilar al pueblo, de que nada perturbe la explotación de la mina y que no hayan delatores. De seguro debe de tener más de un espía entre la gente. Apenas sabe de algún sospechoso, lo elimina, y asunto saldado. ¿Viste su colección de escopetas? Aunque alguien quisiera acusarlo a Carabineros, o incluso consiguiera apresarlo, lo soltarían de inmediato. Debe estar muy bien protegido…

—¡No tenemos prueba de nada de eso! En cambio, todo lo que yo he dicho… Tú lo oíste, no quiere vivir más. ¿Por qué no se ha lanzado del puente como los otros?

—Él está al mando de todo esto, ¡por eso no ha muerto! —exclamó Marco, subiendo la voz por atisbos de rabia—. El jefe es el último en morir, al menos en mi mundo.

Ella subió el mentón. Su pulso se aceleró.

—Ya te di a conocer mi punto de vista, haz lo que quieras con él. De todas maneras, no me incumbía esta investigación, ¿no? —Para cuando alcanzó la puerta de salida, ya había destapado el frasco de Xanazina dentro del bolsillo de su chaqueta—. Tú eres el detective.

Marco apretó la mandíbula. No alcanzó a maquinar ninguna frase suficientemente categórica para retenerla. Cal, al verla salir así de ofuscada, buscó su tono más aprehensivo para dirigirse a quien se erguía, contrariado, a mitad de la habitación.

—Un dato anexo, sheriff… por si lo quieres. —Giró su portátil hacia él, para que viera los datos por sí mismo—. Soph tenía razón. Nadie llamado Garbon está en las listas de judíos recluidos alguna vez en campos de concentración, ni de Polonia ni de ninguno de los otros lugares oficiales. De hecho, no encuentro su registro. No tiene visa, ni de turista, ni de trabajador ni de asilado. Lo más curioso es que Garbon ni siquiera es un apellido. —El inspector lo instó a hablar rápidamente—. Acabo de enterarme. Aparecen en varios cuentos infantiles… Es un espíritu del folclore escandinavo. Un buen espíritu. La leyenda dice que danzan sólo de noche.

La palabra «noche» hizo eco en su cerebro.

—¿Estás tratando de decirme algo?

Cal clavó sus ojos negros en él.

—Adivina.

Feliciano le devolvió la mirada con la misma intensidad por un segundo. Luego se dejó caer en la cama, algo aturdido. Necesitaba replantear sus dudas, sus convicciones. Más de una conclusión apresurada, y las supuestamente irrefutables.

Esa noche comprobaría una.