Hubo una vez un genocidio
El círculo,
da la vuelta,
y al terminar,
la vuelve a dar…
KEVIN JOHANSEN, «El círculo»
Se levantaron temprano, desayunaron lo que encontraron —queso y mermelada de arándanos, esta vez— y recorrieron el sendero hasta que llegaron al río. Desde ahí, lo bordearon, con tal de encontrar el cerro de frente. Para entonces, pensaban que tendrían que abrirse paso entre una selva jamás visitada, pero nada estuvo más lejos de la realidad. Ya listos para subir, encontraron frente a sí las huellas recientes de uno o más autos bastante pesados… Ford Expedition, según una rápida observación unánime. Les habían hecho el favor de indicarles el camino que debían seguir hasta el faro.
Las piezas comenzaban a encajar como si alguien las empujara con aceite. Estaban más cerca que nunca.
Para la escalada, Sophie eligió un atuendo de buzo deportivo y zapatillas, pero adjuntó su Montgomery, arrugado en su bolso de mano, por si las bajas temperaturas o alguna llovizna ocasional le jugaban una mala pasada. Cal también optó por una indumentaria más cómoda que la habitual —y debió, a regañadientes, llevar además un gorro de lana por imposición de Sophie, pues, según ella, ahora sí se resfriaría de verdad—, pero Marco, inalterable, mantuvo a grandes rasgos su traje de oficina. «El aspecto es primordial para infundir respeto», dijo él, no dando lugar a discusiones. Lo único que dejó en el hotel fue su camisa y corbata, que cambió por un suéter gris de cuello alto.
—¿No conseguirías más respeto mostrando tu placa?
—Todo a su tiempo —contestó el inspector a la pregunta de Cal. Luego volteó. Sophie iba varios metros más atrás—. Deutiers, con tus pasos de tortuga llegaremos mañana a nuestro destino. ¿Quieres bajar el cerro de noche?
Ella se encogió de hombros.
—Tenemos el faro, ¿no?
Con un segundo de retraso, Cal se echó a reír. Sophie hizo una mueca divertida.
—Pues se nota bastante quién de nosotros tiene más trabajo de escritorio…
La perito perdió la sonrisa de pronto.
—¿Estás diciendo que no estoy en forma?
—Estoy diciendo que eres la más lenta de los tres, y, a este minuto del trayecto, la más cansada —reprochó.
Ella lo miró con disgusto.
—Estoy disfrutando del paisaje. Ustedes deberían hacer lo mismo.
—Como quieras —respondió él.
Cal mostró su desacuerdo.
—No me pondré a retratar halcones o a recoger flores silvestres —le aseguró—. Prefiero invertir mi tiempo en algo más útil.
—¿Cómo qué?
El pensó un minuto.
—Preparemos nuestra llegada, ¿les parece?
Marco lo miró como si hubiera hablado en alguno de los pocos idiomas que no entiende.
—¿Prepararnos?
—Sí, ya sabes… Las posibles personas que nos encontraremos, los posibles recibimientos irascibles, nuestras posibles reacciones…
—Todo eso está condicionado a múltiples factores —habló Sophie desde atrás.
—De todas maneras, debemos saber a qué atenernos —les sugirió Cal, algo nervioso—. Repasemos potenciales escenarios.
Marco gruñó.
—¿Por qué no disfrutas del paisaje como tu amiga y te callas?
—Vamos, sólo un par de simulacros. Partamos por el más sencillo. —Apresuró el paso para caminar justo a un lado del inspector—. Unos viejos militares como los que vimos presidir la reunión.
Feliciano sabía que, si se negaba a contestar, no podría quitárselo de encima en todo el camino.
—Si son ellos los que vigilan, todo será más fácil, en realidad. Los tomaré por sorpresa, les revelaré mi identidad y los interrogaré. Mientras eso sucede, tú, si quieres, puedes correr cerro abajo como una niña y abalanzarte a tu teléfono para pedir refuerzos.
Cal no se dio por ofendido.
—Ok. ¿Y si fueran… una mafia petrolera?
—Poco probable.
—¿Nazis de la antigua escuela?
—Les hablaré en alemán y los calmaré.
—¿Y si son de la nueva?
—Lo mismo.
El fotógrafo arrugó la frente, descontento.
—Puede ser sólo una pareja, o un campesino solitario.
—Puede.
—Los ermitaños son violentos.
—Los que no leen novelas de amor, sí.
—¿Y si nos amenaza con una escopeta?
—Voy armado.
—¿Y si él es más rápido que tú?
A Sophie le rechinaron los dientes, exasperada.
—¡Cal, tranquilízate! —le rogó—. Si hubieran querido matarnos ya lo habrían hecho. Sólo quieren que nos vayamos de aquí.
Él simuló un berrinche.
—Éste es el camino amarillo… Vamos hacia el castillo de Oz, ¿no lo entiendes? Lo que sea que nos encontremos allá definirá toda esta situación.
—Una razón más para apurar el paso —dijo Marco.
—Enseguida… pero antes… —Se quitó la cámara del cuello, la dejó lista para disparar y la pasó a Sophie—. Proporcionaré una prueba infalible para la posteridad. Cuando encuentren los trozos de mi cuerpo mutilado, repartidos en la ribera del río, revisarán las últimas fotos que saqué por si les ofrece pistas del asesino. Entonces verán esto. —Ensayó una convincente mueca de espanto en su rostro descubierto. Con una mano, tapaba sobre sus ojos un sol inexistente, y con la otra, apuntaba hacia el cielo, como quien dice: «¿Es un avión? ¿Es un pájaro? ¡No, es Superman!»—. Creerán que me abdujeron, me asesinaron y me regresaron después de experimentar con mi código genético. Mi nombre pasará a la historia.
Feliciano resopló.
—Serás otro perdedor en un tema trillado. ¿Sabes cuántos casos de abducción se reportan, al año, sólo en Estados Unidos?
—No quiero saberlo —lo esquivó él.
Sophie movió la cabeza con lástima.
—Aunque alguien encontrara la foto, no hay cómo creerla. ¿Quién se supone que te la tomó? ¿Algún alien aficionado?
—¿Puedes dejar de hablar y enfocar, por favor?
Aguantando la risa ante una pose tan burda y estudiada como la que estaba presenciando, Sophie encuadró a su amigo tras el lente y presionó el botón correspondiente. Varias veces, a petición del retratado, sólo por si a la primera no se captara bien el mensaje.
Marco mató, enterró y santiguó a su pobre paciencia.
—¿«Caminen o los arrastraré» sí es un mensaje claro para ustedes?
—¡Espléndido! ¿Vas a llevarme en andas?
Marco persiguió a Cal cerca de diez minutos. Lo malo es que el fotógrafo jamás avanzó en línea recta; corrían en círculos, yendo y viniendo, sin contar el tiempo en que encontraba un escondite entre los árboles y no se movía de ahí. Marco, después de un par de vueltas, ya comenzaba a desarrollar una vena palpitante en su frente.
—Lamento interrumpir su juego, niños —remedó Sophie, a un volumen más que moderado—, pero ya casi llegamos. Compórtense, ¿no?
Cal apareció tras una pila de troncos caídos, levantando las manos en señal de tregua. Pero Marco lo ignoró completamente. Enmendó el camino, limpió sus pantalones de cualquier suciedad que hubiera podido atentar contra su inmaculada pose, y levantó la vista. Una cabaña rudimentaria era el paso inmediato, y un poco más arriba, sobre un gran bloque de cemento, se erguía el faro en cuestión.
—¿Quién llamará? —preguntó Sophie.
—El detective, por supuesto —señaló Cal, aunque usando a su amiga como escudo humano.
Marco no se molestó. De hecho, siempre supo que él debía iniciar las conversaciones. No dejaría que la sensible de Deutiers o el limitado de Andrade intentaran cortar el hielo.
Un ruido de pasos débiles, arrastrando hojas, los hizo voltear con recelo. Cal preparó su cámara.
—Debe de ser una liebre muy grande.
—O lobos, quizá.
Feliciano los llamó «ignorantes y miedosos».
—Un perro —dijo, moviendo un brazo.
Una casa a pequeña escala descansaba entre un montón de leña, junto a un plato de latón. Sophie se acercó hasta ahí. Y, puaj, la mitad de un guarén nauseabundo. Quiso apartar la vista en el segundo, pero una imagen nebulosa la obligó a permanecer. Tras el cadáver animal, entre las hojas secas y el barro, se asomaba un paquete transparente de líneas azules.
—¡Eh, ésas son mis galletas!
Desgarradas, pulverizadas más que mordidas, asomaban sus migajas tras lo que quedaba del ratón. Marco refunfuñó sobre su hombro.
—No seas paranoica. ¿Acaso eres la única que come las de esa marca?
—Prácticamente —confesó.
Ni Cal ni Feliciano le dieron mucha importancia. Ni siquiera el perro, que parecía ser el dueño de las galletas en cuestión. Apareció de improviso, trotando suavemente, más curioso que agresivo. El detective lo catalogó rápidamente como un labrador, pero no pudo observarlo demasiado. Ante un chiflido que tomó a todos por sorpresa, el can comenzó a correr sendero arriba. Un hombre lo esperaba.
—¡Señor! —exclamó Marco, apurando el paso. El aludido se detuvo—. ¿Vive aquí? Necesitamos hablar con usted.
A duras penas giró sobre su eje. Les dirigió un segundo de mirada general, corrigió la postura de su boina y regresó su interés al suelo mojado.
—Llegan tarde.
Era un hombre de unos setenta años, pequeño, muy flaco, de escaso cabello castaño perfectamente rizado. Su nariz era prominente, al igual que sus pies, desproporcionadamente grandes en comparación al resto de su cuerpo. Vestía pantalones anchos, una camisa negra y botas de cuero.
Marco partió la conversación ya en tono de sospecha.
—¿Sabía que vendríamos?
Se puso en cuclillas para acariciar la cabeza de su perro.
—Él me avisó, hace mucho. Pensé que se habían perdido.
El inspector relajó los hombros.
—La señorita no está acostumbrada a la caminata deportiva —explicó, con la delicadeza de siempre.
Sophie lo miró con odio.
—Y los señores estaban muy ocupados jugando a las escondidas —se defendió, infantil—. De todas maneras, es una subida agotadora. No me vendría mal un vaso de agua, señor…
—Garbon —respondió, dándoles la espalda. Comenzó a caminar hacia la cabaña, y aunque no dio muestras de hospitalidad, igualmente los tres santiaguinos lo siguieron de cerca. Cal también añoraba un poco de agua potable.
Sophie estaba cansada de oír sólo apellidos. Tuvo que subir la voz para llegar hasta él.
—¿Y su nombre de pila?
—Garbon —volvió a decir, enfático.
Cal subió una ceja, susurrando.
—¿Garbon Garbon?
—Idiota —lo golpeó Feliciano, magullando levemente su brazo izquierdo. Se lo debía.
El «Ay» que exclamó el violentado se perdió en los decibeles que un par de ladridos alcanzaron a continuación. Cal había intentado entrar a la casa justo tras el hombre, pero el animal se cruzó en el umbral y le mostró los dientes. Éste volvió sobre sus pasos.
—No le hagan caso.
A Sophie le hizo gracia. Se inclinó levemente, lo llamó con suavidad, y el perro caminó enseguida, esperando ser acariciado. Cal le dirigió un gesto de rencor infantil.
—Es precioso —acotó ella, sonriendo. Dio un par de palmadas en su lomo ocre—. ¿Cómo se llama?
—Hitler —respondió Garbon, al tiempo que volvía sobre sus pasos hacia la fogata todavía humeante, al fondo de la construcción de madera. El perro corrió inmediatamente tras él.
Cal hundió el cuello un par de centímetros bajo su parka de niño explorador mientras lo veía alejarse. Feliciano no movió un músculo; podía intuir el contenido del balbuceo que oiría.
—En Francia es un delito nombrar Napoleón a tu perro… ¿Alemania no tendrá una ley parecida?
—Soy polaco —corrigió el extranjero en un murmullo, moviendo los restos de leña con una rama de eucalipto y sin dirigirle la mirada siquiera. Cal se congeló. ¿Cómo pudo oírlo desde tan lejos?
—¿Polaco? —repitió Marco, acercándose—. Creímos que este pueblo estaba constituido sólo por alemanes.
—Sólo hay alemanes —coincidió, impávido—. Yo no vivo en el pueblo. Vivo aquí.
—Buen punto —rescató Cal, aunque recibiera una mirada de odio por parte del inspector.
La cabaña era pequeña, pero suficiente para él. Contenía un catre de metal, una mesa hecha a mano, unas sillas de madera y una cocinilla de leña. Desparramadas, había cajas de fruta y sus respectivas cáscaras. Además, en la esquina más oscura, un perchero improvisado alojaba tres o cuatro boinas, al parecer bordadas a mano, acompañando una delgada estantería de libros. Desde su sitio, Sophie no podía distinguir con claridad los títulos.
—Colecciona escopetas —se percató Feliciano, indicando una de las paredes. Varias de estas armas, en diversos tamaños, colores y estructuras, colgaban en sincronía—. Que coincidencia, yo también soy aficionado a las armas.
—No, no lo es —le dijo él, incrédulo—. Y esas escopetas no son mías. Estaban en esta casa cuando vine a habitarla.
—Entonces llegó con ellos, ¿verdad? —insistió Sophie, tratando de recabar información crucial—. Es decir, en el barco de inmigrantes, con los alemanes.
Garbon lanzó la rama en el fuego de la chimenea. Luego se sentó sobre unas cajas apiladas. Hitler se recostó a sus pies. El resto ya había tomado posición en unas destartaladas sillas de madera.
—¿Quiénes son ustedes? No entiendo sus preguntas.
—Oh, lo siento, qué desconsiderados —se disculpó Marco con innecesaria parsimonia—. Estamos realizando un documental sobre la serie de suicidios que han sucedido en esta localidad… —Cal, sin pensarlo demasiado, le mostró su cámara y asintió frenéticamente—. ¿Puede contarnos algo al respecto?
El suspiró, ladeando la cabeza. La boina café que llevaba había escondido, hasta el momento, un par de heridas en su sien. Captó a Sophie espiándolas y las cubrió nuevamente.
—Qué necesitan saber.
Ella fue clara.
—Todo.
—No aparece «todo» en un buen documental —señaló él.
Marco no dejaría que le impusieran las reglas del juego.
—Podríamos empezar por cómo es que habla tan bien el español. Los de Puerto Fake apenas lidian con algunas sílabas.
La rama de eucalipto crujió, partiéndose en dos.
—Porque fui criado en Argentina —contó, con la mirada en las llamaradas—. Luego me trasladé aquí.
Cal se rascó la cabeza.
—¿Lo sedujo trabajar como cuidador de un faro?
—Quería cambiar de aire —dijo, molesto por el tono del fotógrafo. Sophie le dio un leve codazo en las costillas.
—¿En un pueblo perdido como éste?
Garbon dejó caer su puño sobre la mesa, cansado.
—¿Por qué no van al grano? No sé si tenga tiempo para perder… en… Oiga, ¿qué está mirando?
Sophie, completamente abstraída en las heridas que había divisado antes, estaba inclinada hacia el viejo con un brazo estirado.
—¿Qué le sucedió ahí en…?
Él apartó bruscamente la mano de Sophie, que intentaba quitarle la boina. Habló mirando al horizonte.
—¿Usted es doctor?
Ella suspiró profundamente. Buscó sus ojos, pero él no la dejó.
—No, no lo soy.
Garbon movió la cabeza.
—Entonces no me toque. No le incumbe.
—Pero puede ser de cuidado… ¿Tuvo alguna operación reciente en el cráneo? Extracción tumoral, reparación estética…
—Ya le dije que…
Marco levantó una mano en señal de paz.
—No tiene nada de que avergonzarse —pronunció, indiferente—. Muchos judíos llevan con orgullo sus propias marcas.
Sophie y Cal abrieron los ojos como platos.
—¿Judío?
—El brazo —apuntó Marco.
Sólo ahí Garbon percibió su destape. Estiró la manga de su camisa hasta los dedos.
Ella no alcanzó a ver.
—¿Qué es?
—Número de serie —indicó el inspector, seguro—. La identificación tipo en un campo de concentración.
Cal lo observó fijamente, entusiasmado. Demoró un segundo en atraparlo con el visor de su cámara, pero Garbon se le adelantó. Tapó el lente con la palma de la mano, amarillenta, callosa, dejando apreciar las huellas de un trabajo inusitadamente sacrificado.
—No me agradan las fotografías —sentenció, grave.
El paparazzi no lo pensó dos veces y bajó la guardia.
A Sophie no le encajaba el factor edad.
—Pero usted se ve muy joven para haber estado en un…
—Tenía seis años.
«Oh», dijeron los tres santiaguinos al unísono. Sophie en tono desolado, Cal en tono triste. Marco, simple entendimiento.
—Repatriaron a muchos niños como medida de protección —aportó ella.
Garbon no lo desestimó ni confirmó.
—América Latina intentaba ser terreno neutral.
—Y llegó aquí contratado en horario y tiempo fijo —caviló Feliciano.
La situación entrevía una sátira gigantesca: un judío cuidando el faro de un pueblo de nazis.
El polaco asintió.
—Por el gobierno.
—¿Alemán?
Él hizo un gesto de locura.
—Estamos en Chile, ¿no?
Marco se cruzó de brazos.
—No respondió a mi pregunta.
Garbon movió los pies, impaciente.
—Esto fue considerado un punto estratégico en la seudo-guerra con Argentina, en mil novecientos setenta y ocho. Necesitaban a alguien de planta, día y noche.
—Otros que no leen las noticias —bufó Cal—. Eso fue hace casi treinta años, y lo peor de todo, nunca se llevó a cabo.
El dueño de la casa se encogió de hombros.
—A mí no me importa. Sólo sé que me pagan por estar aquí.
El inspector movió la cabeza, aturdido con la nueva información.
—¿Quiere decir que el consulado alemán no tiene nada que ver en esto?
El interrogado lo miró fugazmente, entre decepcionado y enojado.
—El consulado no sabe que Puerto Fake existe.
Los tres visitantes se miraron, impactados. Gran parte de su teoría acababa de ir a parar al tacho de la basura. Tenían que volver a encajar muchas piezas, muchas ideas sólidas, pero sostenidas en un piso de gelatina.
—Pues alguien debería avisarles —opinó Cal—. Están muriendo varios de los suyos.
—Ellos no son de ningún lugar —sentenció el polaco—. Los exiliaron de allá y los ignoran acá.
Sophie sintió un nudo en la garganta.
—Pero ellos añoran volver a Europa… —Chasqueó la lengua, contrariada—. Es una pena.
—Volvamos a los suicidas, ¿quieren? —ordenó Marco.
—Estamos hablando de ellos —riñó Cal.
—Lo que nos interesa es dilucidar las causas —explicó para todos, exasperado—. Díganos… Usted tiene una vista privilegiada desde aquí, desde su faro. Cuando ha visto a un joven acercarse, ¿cuál es su reacción?
—Los veo —respondió, simple.
Marco creyó no haber oído bien.
—Los ve —repitió, desconfiado—. Es decir, sabe que van a suicidarse, ¿y no hace nada al respecto?
—¿Por qué debería? —le reprochó, molesto—. Si quieren hacerlo, si ésa es su salida, nadie debería entrometerse. —Suspiró, incómodo—. Yo los envidio.
Fotógrafo, detective y tanatóloga guardaron un silencio fúnebre. Aun cuando habían visto mil películas relacionadas, leído sobre eso una y otra vez, incluso escuchado chistes al respecto, tener tan cerca una prueba histórica viviente no era algo que sucediera todos los días. En Chile se observó la guerra desde un palco. No la vivieron, no les repercutió. Eso era como entrar a un viejo texto escolar de Historia universal.
—¿Deseó, en algún momento, acabar con su vida? —preguntó Sophie, con el mayor tacto que le fue posible.
—En mi tiempo en el campo, ayudé a muchos a morir —recordó él, demostrando el dolor que le significaba—. Y yo… bueno, aquí estoy.
Cal evocó las trilladas imágenes que todos conocen sobre los lugares de exterminio. Sabía de la miseria, de la lucha por morir pronto en lugar de sobrevivir. Veneno en la comida, autoasfixia, inanición… todo servía.
—¿No quisieron asesinarlo?
—Peor que eso —contestó, levantando los ojos para mirar hacia fuera a través de la única ventana de la cabaña—. Me condenaron a vivir.
El paparazzi llevó una mano al pecho y al cuello, como si tuviera que tragar algo gigante que comenzaba a ahogarlo.
—La vida no es una condena —contradijo Sophie inmediatamente, conmovida por la historia—. Debió de haber una buena razón para que Dios quisiera que usted…
—Dios no ha participado en esto, yo no estaba en sus planes —contestó Garbon, más serio esta vez—. Ni tampoco este pueblo. No estábamos en los planes de nadie.
Marco tomó aire. Subió el mentón.
—¿Y no le molesta vivir tan cerca de nazis? —indagó, perspicaz—. Porque sí sabe que son nazis, ¿verdad?
El polaco llamado Garbon juntó sus pies y tomó impulso para levantarse. Caminó entre Sophie y Cal, y se detuvo en la puerta.
—Debo aceitar unos engranajes, vinieron en un momento complicado —se excusó, mirando hacia el suelo—. Váyanse, por favor.
Ninguno se opuso. Salieron de la cabaña sin mucho apuro, cada uno pensando en sus propias divagaciones. Hitler los siguió hasta donde estaba su propia casa, y se devolvió con rapidez.
—Una última cosa —pidió Sophie, volteando a medias. Hitler ya estaba en la puerta del faro, ladrándole a su dueño para que se apresurara—. ¿Cuáles son sus galletas de avena favoritas?
Garbon esperaba algo más inteligente que eso. La consideró una periodista novata. Habló desde su distancia.
—No compro esas cosas. Saben a tiza.
Ella asintió, satisfecha, y le reiteró sus agradecimientos por haberlos recibido aun cuando llegaron de improviso. Él, en todo caso, no se quedó a escucharlos. A la mitad de la frase, ya había entrado por la puertecilla lateral del faro.
Ya suficientemente lejos, Sophie soltó una carcajada artificial, pero triunfante.
—Paranoica, ¿no?
Marco frunció el ceño.
—No cantes victoria. Tanta alegría me resulta muy sospechosa… ¿No me digas que ya resolviste esto?
Ella seguía sonriendo.
—Escúchame… hasta el final —pidió.
—Sólo si omites la parte de los fantasmas y los extraterrestres.
Cal rió, pero Sophie se enserió un poco.
—Nada de eso. Qué sectas ni que nada. Esto es clínico. Feliciano suspiró, interesado.
—Así me gusta.
Sophie se aclaró la garganta, lista para comenzar.
Atrás, muy atrás, Garbon suspiró hondo. Miró a Hitler a los ojos; éste ladeó la cabeza, y pareció entender. El amo quería despedirse.