9

La luz

Cicatriz,

después la luz,

y quema,

y habla de ti…

TIZIANO FERRO, «Perverso»

Sophie debió correr para igualar las zancadas furiosas del inspector.

—Voy a matarlo, voy a matarlo…

—Te teme más a ti que a los vetustos de este pueblo, seguro —dijo ella, histérica por no perder el paso. En ese lugar del mundo, la luz natural duraba apenas unas horas, y aunque tan sólo era media tarde, al cabo de pocos minutos la oscuridad no dejaría que pudieran ver siquiera sus caras—. ¿Y desde cuándo tanto interés? No creí que te afectara…

—Su vida me importa un bledo —aclaró—, pero ellos creen que anda conmigo, y si lo descubren espiando de nuevo, va a arruinarlo todo.

Ella suspiró. Lógico.

—Piensa que si logra tomar fotos… es decir, si los cuerpos realmente están ahí, en ese búnker, sería muy bueno para la investigación —opinó, tratando de encontrar el lado bueno—. Podríamos comprobar si todos los cuerpos llevan el mismo tatuaje.

—A él sólo le interesa el dinero que pueda recaudar con fo tos morbosas o una historia amarillista, y lo sabes —la encaró, Ve únicamente su beneficio, aunque pase por encima de ti.

—Probablemente —compartió, sin discutir. Sabía que seria un esfuerzo vano—. Pero esto también te beneficiará. Él sabía que te opondrías a visitar ese lugar nuevamente, que no le dejarías sacar más fotos para no empeorar las cosas… pero si realmente las consigue…

Marco no tenía ánimo de seguir escuchando una defensa que jamás lograría ablandarlo. Ni menos convencerlo. Retro cediendo sobre los pasos antes dados, siempre cercando el perímetro urbano para no ser vistos fácilmente, pronto dieron con el sendero naturalmente demarcado. Mascullando un sin fin de insultos hacia el paparazzi, el inspector encabezó la empinada cuesta, pero no avanzó mucho más. Otro ruido de pasos lo alertó.

Sophie no alcanzó a enterarse de nada. Sus pensamientos estaban en otro lugar, no lejos de ahí… En esa zanja que se convertía en río, en esa cascada que sólo el sonido le permitía imaginar…

Con fuerza y precisión, quizá demasiadas, el inspector la tomó del rostro, le tapó la boca y la arrastró de la cintura con el brazo libre. Logró acallar su grito de sorpresa, pero eso supuso botar buena parte de los frutos del árbol que acababan de azotar con aquel brusco movimiento.

Antes de que ella le pidiera una explicación, él, en un solo gesto, la obligó a mantenerse quieta. Ella movió la cabeza. Sólo entonces la dejó asomarse para reconocer la causa de tanto alboroto. Ahí, a varios metros de ellos, pero claramente visible, la anciana del hotel medía sus pasos en dirección desconocida, acarreando un bulto subrepticio apretado al pecho. El murmullo del río llegaba en pinceladas.

Esperaron un minuto eterno. La conocida octogenaria, concentrada en su propia marcha, no dio señales de advertir presencia extraña. Sophie bajó sus hombros, aliviada, para luego lograr que Marco la soltara. Su mano alcanzaba a cubrirle prácticamente toda la cara, cortándole la respiración.

—¿Adonde irá tan misteriosa? —verbalizó, tan pronto como llenó sus pulmones con una buena bocanada de aire.

—Averigüémoslo —dijo, y echó a correr acto seguido. Cruzaron gran parte del sendero para poder ir justo tras ella, pero a una distancia prudente, suficiente para poder hacer breves comentarios o pisar algún conejo sin despertar demasiadas sospechas.

—¿Qué crees que…?

—Espera. —Feliciano la tomó del brazo, obligándola a detenerse otra vez—. Hay alguien más.

Sophie agudizó el oído, sin despegar la espalda del tronco áspero. Pero pronto Marco la obligó a andar. Cautelosa, alerta, de puntillas. Rápidamente aunque con sigilo, rodearon al tipo en cuestión. Feliciano claramente quería sorprenderlo por detrás. Iban de árbol en árbol, utilizando, lo más posible, aquellos provisorios escondites naturales… hasta que la distancia con el perseguido se hizo mínima.

Ella relajó los hombros. Ya hubiera sido un metro o diez, habría reconocido esa chaqueta verde en cualquier lado. Esa chaqueta, esos lentes oscuros en su cabello revuelto, esa contextura desgarbada de paparazzi aguerrido.

Pero, y debió haberlo previsto, el inspector no perdería una ocasión como aquella para darle el susto de su vida. Sophie pensó en impedirlo; sin embargo, no emitió ni una sola sílaba para detener la acción. Quizá sí lo merecía.

Anschlagl —exclamó Feliciano, si bien en un tono y volumen para que sólo él pudiera oírlo. Lo tomó por la espalda, y lo aplastó contra el árbol más cercano, de modo que no pudiera voltear para ver el rostro de su atacante.

—¡No tengo nada, no tengo nada, lo juro! —lloró, aturdiéndose con las palabras—. No robé nada, dejé todo como estaba… ¡No le contaré nada a nadie, soy un tipo discreto!

Sophie puso una mano en el hombro del inspector. Él parecía estar disfrutando del ataque fulminante, pero, pasados un par de segundos, suspiró profundo, aflojando sus brazos para dejarlo caer. El fotógrafo se arrastró como pudo y se escondió tras unos raulíes.

—Creí que tu aberración sólo estaba en las fotos. Ahora resulta que eres cleptómano. ¿Trajiste algún souvenir interesante?

Primero asomó un ojo; luego una mano, por el espacio inmediatamente contrario. Sus cejas, curvas y temblorosas un segundo antes, ahora eran rectas y ceñudas, furiosas. Su corazón latía a cien por hora.

—¡Psicópata, desquiciado! —escupió, intentando controlar su taquicardia—. Voy a… voy a…

—¿Vas a qué? —lo desafió Marco, mirándolo hacia abajo—. No te atrevas, escoria. Te lo merecías por traidor.

—¡Traidor! —se escandalizó él, reincorporándose en el acto—. ¿Qué fue lo que hice? ¡Soph, defiéndeme!

Ella no se acercó.

—¿Por qué nos mentiste?

Él la miró fijamente, abrazando su cámara.

—No sé de qué estás hablando… ¡No he hecho nada más que ayudarles!

—Sabías que no había cuerpos en el cementerio. Fui allí en vano, perdí mi tiempo… ¿Qué querías? ¿Ganar tiempo para volver a solas al túnel y obtener fotos escabrosas?

—¿Cómo lo sabes?

Sophie buscó en su bolsillo. Utilizó dos dedos para levantar a vista de todos una delgada cáscara de memory stick.

Él bajó la mirada. No había dónde esconderse.

—El gorila con el que trabajas me hubiera mandado al hospital si les contaba que volvería al búnker —fue su excusa, mirando a Marco con odio—. Es mi trabajo, ¿sabes? Necesito esas fotos.

—¡Pudiste decirlo! Hemos perdido minutos valiosos…

—¿Alguien te vio? —preguntó Marco, agresivo—. Porque si es así, te juro que…

—Relájate —moduló Cal de inmediato, en un tono de malas pulgas—. No estaban ahí.

—¿Los nazis?

—Los cuerpos.

Sophie abrió los ojos al máximo.

—Ah, ¿no?

Él negó.

—Revolví cada estantería en ese cuchitril —aseguró, más decepcionado que entusiasta—, y no encontré nada interesante. ¡Nada! Pensé en cabezas embutidas en jarrones con alcohol, dagas ensangrentadas con inscripciones en latín, estrellas de cinco puntas… pero no. Ni siquiera fotos autografiadas por el Führer.

Ya no sabían qué pensar.

—Estoy varada. No están el cementerio, ni en el consultorio, ni en esa extraña sala de reuniones. ¿Dónde, entonces?

—Tampoco en la morgue de Puerto Montt —informó él, antes de que le recriminaran algo al respecto—. No les mentí sobre eso, sí hice la llamada. Tenía que asegurarme yo también, ¿no?

—Como sea, te arriesgaste y no ganaste nada…

—Ninguna foto, pero sólo por ahora, porque… Eh, ¿adonde se fue?

Volvió a su posición de fotógrafo de guerra, alterado, mirando en todas direcciones. Avanzó sin pedir que lo siguieran.

—¿Adonde fue quién? ¿La anciana del hotel?

Cal se detuvo tras la voz de Marco.

—Entonces también la vieron…

—Íbamos tras ella —dijo.

—Y yo, desde ese lado —apuntó Cal—. Cuando terminaba de husmear sentí a alguien en el túnel. Me escondí tras unos muebles y la vi entrar, silenciosa. Llevaba una llave plateada muy grande, prendida de una cadena en el cuello. Abrió uno de los cajones que yo mismo revolví, pero ella accedió a un doble fondo sellado… No se me ocurrió forzarlo, ésa es la verdad. Sacó ese paquete que ahora lleva entre sus brazos, y se retiró tan silenciosa como llegó. —Inspiró profundamente—. ¿Alcanzaron a ver qué era?

—No —contestó Sophie, al tiempo que comenzaban nueva mente a esquivar árboles y arbustos—. ¿Qué crees que es?

—Quizá lo único interesante de todo ese lugar —pronuncio, ahora sin voltear. Si no apuraban el paso, la perderían. O la oscuridad la ayudaría a escapar.

Marco olvidó mirar su reloj. No sabía cuánto tiempo habían caminado tras la alemana, pero para cuando tuvieron que detenerse, la noche ya era inminente. Si no hubiera sido por una pequeña fuente de luz, naranja y cálida a unos metros, bien podrían haberse visto en un hoyo negro de Stephen Hawking.

Sophie sintió su pecho contraerse. No estaba segura de dar crédito a sus ojos. La anciana abrió el paquete y exhibió su contenido. Velas. Inclinada delicadamente sobre una roca de gran tamaño, tomó la más pequeña y robó la llama de una de tantas ya encendidas. Dejó gotear buena parte de la espelma en un rincón libre, apretó el cirio contra ella, y dejó que aportara con su granito de luz. Apenas retrocedió unos pasos, los tres observadores silenciosos pudieron apreciar aquello con más detalle. Más velas, muchas de ellas. Cruces pequeñas, arreglos florales. Y fotos, muchas fotos.

La extranjera, con la dificultad comprensible para alguien de sus años, se arrodilló junto a una de las fotografías. Cerró los ojos, juntó las manos a la altura del pecho e inició una plegaria. Una lágrima cruzó su mejilla.

—¿Qué reza? —preguntó Sophie al inspector, en un hilo de voz.

—Avemaria.

Era impresionante cómo una visión impertérrita sobre ciertas cosas podía cambiar del cielo a la tierra con una simple muestra de humanidad, tal como la que ahora observaban. El recogimiento con el que esa anciana rezaba por los suyos era, por demás enternecedor. No habría creído jamás que esa comunidad estrecha, tanto de lazos sociales como de mentes, fuera capaz de un acto tan conmovedor de luto interno.

Ni ella ni ninguno de sus acompañantes. Marco estaba tan sorprendido como la científica, ahora más pendiente de la imagen general que de la visitante. Los retratos, algunos enmarcados, otros sujetados entre flores, tanto sepias como en colores, mostraban niños y jóvenes sonrientes, llenos de esperanza y futuro. En un susurro, pidió a Cal que certificara una de sus dudas. Él enfocó su daguerrotipo, hizo el zoom necesario y volteó hacia su amiga. Ella tenía razón; bajo cada foto, estaban las fechas de nacimiento y defunción de los aludidos.

Todos muertos. ¿Por qué no realizar aquello en el cementerio, como lo hacen muchas culturas? ¿Qué tenía ese lugar de especial?

Entonces se dejó envolver por el sonido nítido que comenzaba no lejos de sus pies. Subió la mirada, pestañeó… y sonrió. Una imponente caída de agua, de alrededor de cuarenta pies de altura, embellecía con su presencia aún más el humilde altar de animitas que sus gotas intentaban consolar. Era el escenario perfecto, el contexto perfecto.

Regresó a tiempo real únicamente cuando Cal tiró de su chaqueta. La anciana se marchaba en la dirección contraria a donde ellos se situaban. Eso les permitiría quedarse un poco más.

Esperaron uno o dos minutos a que el ruido de sus pasos en la hierba se perdiera definitivamente. Sólo entonces Marco salió de su escondite; los otros, inmediatamente tras él.

—Tanatóloga, explícate.

Sophie suspiró. Sintió deseos de haber traído su propia vela.

—Es un mural de remembranza, también llamado «memorial» —explicó, tranquila—. Es muy común en dos instancias específicas: uno, en círculos sociales muy cerrados que intentan trascender su impronta de grupo incluso a sus muertos, y dos, en situaciones de muerte violenta o desconocida, para perpetuar el dolor de los que se quedaron y, de alguna manera, rendir tributo a los fallecidos.

Cal se agitó por un escalofrío.

—Y esto, ¿dónde encaja?

—En un poco de las dos —pronunció Sophie—. Son un grupo delimitado al extremo: alemanes, exiliados, olvidados por los suyos, decepcionados de la vida. Y al mismo tiempo, comparten una circunstancia fundamental. —Levantó un brazo y apuntó hacia delante—. Suicidas.

Marco y Cal miraron al mismo tiempo. Ahí, sobre la cascada que por fin Sophie tenía el placer de presenciar, un largo puente colgante sentaba la única conexión entre los dos cerros escarpados que tenían frente a ellos. Justo debajo de él, un sinfín de rocas filudas era el destino ineludible para todos los lanzados. Un destino radical.

—Se suponía que éste era el primero, pero hay retratos más antiguos aquí —señaló Cal con premura, atrayendo la atención de su amiga, y luego de Marco. Era una de las fotos más recientes—. ¿Lo reconocen?

—Acabamos de verlo esta mañana —dijo Feliciano, si bien la diferencia entre ésa y la fotografía que ya manejaban era abismal. En una, era un joven sonriente, de ojos brillantes, tez rosada y cabello ondulado. En la otra, alojada en el computador de Cal, no era más que una mancha irreconocible entre las rocas de un acantilado.

—Por las fechas, ellos deben de ser los otros seis que buscamos —apuntó, rozando luego uno de los retratos con los dedos. Buscó la mirada del inspector—. Lucía Marcus. La única mujer de este ciclo.

Él asintió, pero, en lugar de interesarse en las fotografías, se inclinó directamente sobre varios escritos, también pegados a la roca. Los describió como poemas, despedidas, largas declaraciones de aprecio y aflicción. En definitiva, los obituarios que jamás aparecían en ningún diario.

—Ah… ¿Sophie? —balbuceó el fotógrafo. Ella hizo un sonido gutural de atención—. Aquí hay más… M.

Detective y perito forense saltaron en sus sitios, moviéndose con rapidez hasta el paparazzi. Él, asombrado, posaba una mano en una hilera de rostros en blanco y negro. Y era cierto. De acuerdo con sus posturas cuales fotos de anuario, en sus perfiles izquierdos, gran parte del cuello, tanto de hombres como mujeres, quedaba al descubierto, y con ello, la marca fatal de los elegidos. Sophie pasó de una a otra, y a otra… comprobando en cada caso. La impiedad de la lluvia y el frío, de los animales y el viento, había deteriorado muchas de ellas, impidiéndoles a los santiaguinos reconocer con certeza la mencionada cicatriz en todos los recordados. Pero el censo era claro: la regla corría para la mayoría.

—Ya no necesitamos esos cadáveres —selló Cal, aún anonadado.

Sophie asintió.

—¿Los marcarán al momento de nacer? —preguntó Marco.

Sí. Hablaba consigo mismo.

—No —respondió Sophie, muy segura—. Mira aquí. En esta foto puede verse muy claro. Si realizaran esa marca en recién nacidos, para cuando cumplieran esta edad, la M ya no se percibiría; serían líneas incoherentes. Esa región de piel en parti cular, ya sea el rostro, el cuello o la nuca, se estira con mucha facilidad. Una cicatriz tras la oreja de un bebé, es una cicatriz en el cuero cabelludo de un adolescente.

—¿Se mueve?

—Podría decirse así.

Cal llevó una mano a su cuello instintivamente. Comenzó a rascarse.

—Hipocondríaco —se rió Sophie. Él le mostró la lengua.

El inspector hizo crujir sus nudillos.

—Lamento interrumpir su juego, niños, pero ya se les pasó la hora de dormir.

El paparazzi le sonrió.

—Me arroparás, supongo.

—Estoy hablando en serio. —Abotonó su chaqueta hasta el último broche—. ¿Ya vieron a su alrededor? Estamos en mitad de la nada, sin mapa, sin linternas. Tenemos que volver de inmediato —sentenció Marco.

Sophie se preocupó. No había reparado en aquello.

—¿Y cómo encontraremos el camino de regreso?

Tras un segundo de cavilación, ambos voltearon hacia Cal casi por inercia, mirando desde su cámara hasta su bolso, y regresando luego a la primera. Él levantó el rectángulo blanco del flash.

—Ahora sí traje baterías —sonrió.

Por razones obvias, Cal fue el encargado de ser la cabecera en los pocos minutos que demoraron en regresar. Sophie no podía negar que esa oscuridad precisa, esa noche en particular, podía ponerle la piel de gallina al menor aviso. Jamás había sido asustadiza, ni fácilmente vulnerable, pero la carga en el aire era otra, más espesa, como la que Carlos siempre mencionaba cada vez que debía recorrer, por obligación, los pasillos de la Morgue Central…

La subida hacia el hotel estaba a pocos metros, pero una chispa se coló por el rabillo de su ojo. Giró, sobresaltada, congelada de pronto en el paisaje que dejaban atrás.

—Esperen un momento —los detuvo, nerviosa—. ¿Qué… qué es eso?

Apuntó hacia arriba con el pulso acelerado. Era una noche sin estrellas, como suelen ser las invernales en ese rincón de mundo, pero sólo entonces se percataron de la novedad. Semejantes a las luces de un teatro, fuertes y direccionales, un solo foco de enormes dimensiones apuntaba hacia ellos, para luego oscilar entre varios puntos, siempre colindantes. El movimiento era lento, arrastrado, como si quisiera abarcarlo todo con su destello.

—No me había fijado —reconoció Marco, sin darle importancia—. Creí que ya no existían.

—Parecen luces de discoteca —aportó Cal.

El inspector tenía mucho frío para sacar la mano de su bolsillo y golpear al paparazzi. En lugar de eso, entornó los ojos.

—Es un faro, zopenco.

Él se extrañó.

—¿Un faro? Pero ¿no están sólo en islas, para ubicar los barcos en alta mar?

—No lo insultes, yo también pensaba lo mismo —se apresuró a decir Sophie, algo ruborizada.

Feliciano se abstuvo de hacer más gestos.

—Hace mucho tiempo, el Estado dispuso una medida de protección para deportistas de distintas disciplinas que utilizaban el cerro, desde velocistas hasta alpinistas —explicó él—. Muchos comenzaban el descenso de noche, perdiéndose, saliendo malheridos e incluso muriendo en el trayecto. El faro los ayudaba, literalmente, a «aclarar» el panorama.

—Nunca había oído sobre un procedimiento parecido —confesó Cal.

—Está obsoleto —aseguró Marco—. Para eso existen hoy las parkas refulgentes o los letreros de pintura fosforescente, como las marcas que vimos en la carretera. Sirve tanto para nevazones como para escaladas.

—Pero ¿por qué no lo vimos antes? —insistió Cal, con la ceja en el visor de su cámara.

La perito tuvo el extraño impulso de echarse a reír.

—Porque no nos dejaron.

Así era. Sophie sonreía. Confusa y ampliamente, sonreía, absorta en el lento vaivén del faro y los retazos de bosque lejano que su foco hacía brillar.

—Creo que me perdí del chiste —habló Marco, algo molesto—. ¿Qué es tan gracioso?

Ella, sin despegar la vista de su objeto de atención, tomó a Feliciano del brazo y lo arrastró hasta ella.

—Mira —lo instó, y él se movió a voluntad sólo porque no estaba acostumbrado a forcejear con mujeres. Se irguió de mala gana y observó hacia el frente, como ella le decía.

Entonces fue claro. Más nítido y certero como en ningún otro momento. El cerro, el faro casi estático… el pueblo en su falda, su extraña disposición… las ventanas tapiadas…

—La luz… —balbuceó el inspector, como si no pudiera articular bien las sílabas a causa de su movimiento cerebral. El Darth Vader que buscaban—. ¿Esa luz?

—O quienes la controlan —concluyó Sophie.

Cal demoró en entender la exactitud de lo que acababan de decir, pero cuando lo hizo, abrió lo boca de asombro. ¿Quién en su sano juicio le temería a un foco gigante?

Si quería reflexionar en profundidad, y sobre todo si deseaba hacerlo con ellos, era mejor que se apresurara. Marco y Sophie ya iban varios pasos más adelante. De hecho, se encargaron de abrirle la reja, juntar la puerta de entrada y amoldar una conversación para que él sólo pudiera entrometerse en la mitad.

Excelentes amigos.

—Su auto estará listo pronto —habló el dueño de la casa apenas Cal pudo adherirse a la charla. Apoyado en un canasto alto con muchos paraguas, había detenido al inspector en su marcha hacia las habitaciones. Su esposa, quien había llegado no hacía mucho, sostenía con finura una bella taza artesanal de flores azules. El vapor delicioso de un té hirviente era todo lo que Sophie podía apreciar desde su sitio—. Y así podrán irse.

Marco actuó con naturalidad.

—Fantástico —respondió—. No queremos causar más molestias. Pero dígame, sólo una pregunta… —El viejo desvió la mirada, dando signos obvios de no querer dar ningún tipo de información—. El faro.

La taza pintada a mano se resbaló de los dedos de la anciana como jabón, pulverizándose en su violento contacto con el piso. Sophie reaccionó inmediatamente, corriendo hasta ella para ayudarla a recoger las piezas que no habría forma de unir, pero sólo consiguió rechazo. No la apartó con su cuerpo ni le gritó algo ininteligible; simplemente la miró, fría, inconmovible, casi desafiándola a hacer un movimiento. Sophie le devolvió un gesto sumiso, retirándose en el acto. No la involucraba directamente, pero no podía evitar que un poco de tristeza aflorara después de cada resistencia, prejuicio o amenaza de esa gente. Y pensar que sólo vino a ayudar…

—No tenemos nada que ver con él —respondió.

El inspector no se turbó.

—Nunca dije que así fuera —advirtió, sereno—. Quiero saber por qué está ahí, quién lo maneja.

Mientras la anciana barría los restos de porcelana con una escoba de paja, su marido respiraba profundamente para comenzar a hablar. No había que ser un gran investigador para entender que el tema lo había tomado por sorpresa.

—Alpinistas —dijo por fin—. Hay una reserva ecológica del otro lado del cerro… otro pueblo. Les señala el camino de noche. Pero es muy antiguo, ya no se usa.

—Yo lo veo muy activo —intervino Cal, apuntando hacia fuera.

Ninguno de los viejos perdió el tiempo en voltear.

—A veces, a veces no —señaló el alemán.

Sophie hizo un ademán de retirada.

—Alpinistas, sí… eso creíamos —habló, distante—. Ya es muy tarde. Buenas noches.

No recibió otro «Buenas noches» en respuesta, pero tampoco lo esperaba. Sorprendente dado su precario estado físico, subió los peldaños de la escalera de caracol de dos en dos. Fotógrafo y detective no demoraron en seguirla, intercambiando nada más que sus respiraciones.

Entraron en la habitación de Cal, quien cerró la puerta tras de sí, agitado.

—Los tenemos. El faro ese los asusta.

—No es una mala teoría —aseguró Marco, pensando—. Los pueblerinos nos amenazan a nosotros, pero porque alguien más los amenaza a ellos.

—Vigilarlos desde allá arriba es muy astuto —comenzó Sophie—, pero estos viejos fueron más inteligentes aún. Construyeron sus casas de manera tal que todas dieran la espalda al faro, clausurando las ventanas en esa dirección. Por eso jamás nos percatamos de su existencia. Y no contentos con eso, crearon un sistema de comunicación subterráneo.

—Pero no sólo es entre las casas —recordó Cal—. Seguía y seguía, nunca alcanzamos el final del túnel…

—Eso es porque, además de ser un paso entre ellas, los comunica con el yacimiento que explotan impunemente —agregó Marco.

—Puede ser —reflexionó Sophie.

—Y si quieren vigilarlos, ¿no sería más fácil venir hasta acá, situar matones en las entradas y salidas…?

Ella suspiró.

—Al final se vigilan ellos mismos. El faro puede ser tan sólo una pantalla, el símbolo de algo más grande, más inaccesible. La muerte de unos pocos basta para paralizar de miedo a una comunidad completa. Nadie quiere morir aplastado contra las rocas.

Cal imaginó un faro blanco con pies y manos humanas. Y unos salivosos dientes de cocodrilo.

—Alguien debe de manejarlo de todos modos. ¿Quién será? ¿Algo así como «el Gran Nazi»?

—Mañana lo sabremos —dijo el inspector—. Iremos de excursión al cerro.

—¡Excelente!

—Mientras, podríamos monitorear sus movimientos desde la azotea… —sugirió Sophie—. Cal, mencionaste algo sobre una escalera de emergencia.

El asintió.

—Justo ahí afuera, al fondo del pasillo. Anoche subí para lograr una mejor conexión.

—¿Y la obtuviste?

—¿Más velocidad de red? No, pero quizá un resfriado.

No se habló más. Cada uno con sus respectivos abrigos, se las arreglaron para escalar unos cuantos barrotes y caminar, tambaleantes, entre tejas enmohecidas, hasta llegar a un sitio cuadrado similar a un balcón. Cal fue el primero en llegar, y dejó su bolso en el suelo. Con una habilidad impresionante, incluso para Feliciano, armó en un dos por tres un trípode firme con unos cuantos tubos sueltos. Tomó la cámara que colgaba de su cuello, agregó un lente extenso y más delgado llamado «teleobjetivo», e insertó luego la base en el soporte recién construido. Entonces enfocó hacia el cerro.

—Serías un buen recluta para construir armas de destrucción masiva.

Cal agradeció el chiste de Marco.

—No es para tanto. ¿Crees que es la primera vez que estoy en un tejado?

Marcó lo consideró mejor.

—Supongo que no.

—Es una habilidad preconcebida, radar de escándalo —respondió, resignado—. Estoy entrenado.

—Lo olvidaba. No sólo te gusta retratar disecciones, sino también actrices en polémica. ¿Ser paparazzi no es más rentable que las obscenidades?

Cal sonrió, alejando su ceja del visor.

—Sólo si vives en Estados Unidos o en los alrededores del palacio de Windsor. Allá te encuentras con escenas jugosas en cualquier esquina… Aquí casi no hay a quién perseguir que realmente valga la pena. Las modelos despechadas no cuentan. América Latina no se caracteriza precisamente por el glamour reñido, sufrido o rimbombante. Sin estruendo no hay noticia.

—Ciertamente —respondió el inspector, en un tono despectivo que parecía no perturbar al fotógrafo. Insultar su trabajo, en su extraña dimensión trastocada, era más bien un elogio.

Unos pasos más atrás, Sophie chasqueó los dedos para conseguir su atención.

—Cal, la luz.

—Ah, sí —balbuceó, girando inmediatamente hasta acomodar el lente en su ojo derecho.

—Sí, mamá —se mofó Feliciano, sorprendido por la escena—. Me gusta. Sometido, pero útil. Pensé que sería más difícil que siguieras mis órdenes.

—¿Perdón? —dijo, indignado, tan rápido que casi deja caer todo su aparataje—. ¿Tus órdenes?

Sophie le golpeó el hombro.

—Cal, la luz.

—Pe-pero este tip…

—No pierdas tu tiempo.

—Una más y te juro que…

—¡La luz! —exclamó, enfática, apuntando hacia el cerro. Luego miró al inspector—. Y tú, te callas.

En aquel momento, la noche hizo invisible la gélida brisa que golpeó sus espaldas.

—Sí, mamá —murmuró Feliciano, mientras subía las solapas de su chaqueta y se cubría el cuello entumecido.

Sophie sonrió, sin que ninguno alcanzara a notarlo.