8

M

Truth is,

I thought it mattered.

Don’t cry for me

next door neighbour…

CHUMBAWAMBA, «Tub Thumping»

Cal caminó hasta la habitación de Sophie e hizo el amago de golpear su puerta varias veces en pocos minutos. Lo atacaba la idea de haber sido insensible con una de las pocas personas en este mundo que lograba aguantarlo. No esperó, de hecho, el chirrido desagradable de la alarma; estaba despierto antes de que comenzara a sonar. Estaba despierto hacía mucho, siendo estrictos. Dio vueltas en su cama hasta que se hartó. No soportaba pelear con la «francesita».

Casi diez horas habían transcurrido desde el incidente en el consultorio, y todavía no había logrado elucubrar un convincente discurso pacificador. Dijo que no había espiado, lo que técnicamente era cierto. Sin embargo, sí alcanzó a oír la última frase dicha, absolutamente sin querer. Algo de amor y locura.

Rechinó los dientes, molesto. No le gustaban que esas palabras involucraran al Matasantos y su mejor amiga. Era una violación de derechos adquiridos, por antigüedad de relación, por cariño compartido.

Volvió a caminar hasta la puerta de la perito, tomó aire y levantó un brazo… pero no golpeó. Tenía algo interesante para ella, algo importante… un detalle antes no percibido, pero que quizá se convertiría en una chispa decisiva en la investigación. Ella agradecería el descubrimiento, estaba seguro de eso. Pero no de mirarla a los ojos. No toleraría una mirada enojada, distante.

Giró sobre su eje y se perdió en el pasillo. Adelantaría la investigación con sus manos.

Lo que él no sabía era que Sophie escuchaba atenta cada paso dado entre su habitación y la de ella. La situación la divertía, en realidad. No estaba enojada; el tema era sensible, los datos escasos y las ansias eternas. Era muy complicado de explicar, y, aunque le tenía gran aprecio, nunca había sentido la confianza suficiente como para exteriorizarle sus dilemas y aprehensiones. Lo sorprendente, paradójico, era que, con el insoportable de Feliciano, había demorado apenas unos segundos en apartar la cobardía y resumir con destreza un misterio acumulado por años. Quería una visión externa, fría, de un investigador calificado. Pero ¿eso era todo? ¿Creía, en el fondo de su alma, que quizá el inspector Feliciano podía ayudarla a develar su pasado, asesoría que Cal nunca estuvo en condiciones de ofrecer?

Le apenaba la idea de haberse distanciado, no conscientemente, sino víctima de los hechos. Eran inseparables desde el colegio… lo abrazaría cuando tuviera oportunidad. Cuando lo viera. Cuando se armara de valor y golpeara su puerta dos veces.

Cuestión que no sucedió hasta la hora siguiente. Ella había perdido la concepción del tiempo, ensimismada en el dibujo de un pueblo en L, un cerro imponente y una cascada escondida. Ceñía y descartaba decenas de teorías distintas, pero, más que desorientarla, la impulsaba a continuar. Era un caso muy interesante, después de todo. Prácticamente cualquier idea, incluso las improbables, podían tener cabida. Lo importante era saber desde qué ángulo tomarlas…

Mientras dibujaba una esvástica en la esquina de uno de tantos papeles desparramados frente a ella, oyó el sonido reiterativo de pasos. Sonrió, se levantó de un salto y esperó tras la puerta a que se acercara lo suficiente. Esta vez no esperaría a que se decidiera a golpear.

—Está bien, no tienes que disculparte por…

—¿Por?

Marco Feliciano, apoyado en el umbral, mantenía su puño en alto, congelado en el movimiento que segundos antes pensaba realizar. No alcanzó a tocar.

—Pensé que eras Cal —habló Sophie, con una pizca de decepción.

—Es muy temprano para insultarme, Deutiers.

—Lo sé —dijo, indiferente.

—¿Lo buscabas?

Ella se alejó de la entrada y regresó sus pasos hacia la maleta abierta sobre su cama.

—Sí. No vino a despertarme.

—No necesitas que te despierten —acotó Marco, sin mirarla. Ella tragó saliva, pensando en la cruda realidad que, sin que él lo supiera, presentaban esas palabras—. ¿Y dónde está? Su habitación está vacía.

—Ah, ¿sí? —Ella alzó una ceja—. Él no madruga.

—Hoy lo hizo.

Hubo varios segundos de silencio compartido. Ella dudó.

—¿Estás seguro de que no está?

—Soy terco, no ciego.

Ella asintió. Coincidía plenamente.

—¿Tú también lo buscabas?

El inspector se rascó la cabeza con las dos manos.

—Lo oí moverse toda la noche. Me urge saber qué tanto hacía —confesó.

—Ese computador puede ofrecerle muchas distracciones…

—Sólo quiero cerciorarme que sean las distracciones correctas.

Sophie no dijo nada sobre eso. Tenía sus razones para ser tan receloso.

—Volveré al consultorio para recoger algunas muestras, si no te importa. Puede parecer abandonado, pero si alguien lo ha usado recientemente, lo sabré. El cementerio es mi última parada.

—Yo regresaré con nuestros amigos carabineros —dijo, sardónico—. Necesito que me expliquen muchas cosas.

—¿Esperarían a ver la exclusiva que les tengo?

Cal asomó su cabello castaño por la puerta entreabierta. Sophie lo miró con afecto, y él se ruborizó.

—¿Dónde estabas?

Marco alzó una ceja.

—¿Exclusiva?

Cal movió la cabeza. Respondería las dos preguntas a la vez.

—Síganme.

Sophie tomó sus zapatos con apuro, los alojó bajo el brazo y caminó descalza por el pasillo. Cuando entró en la habitación de su amigo, Feliciano ya ocupaba un lugar privilegiado junto a Torr. Ella se acercó lo suficiente y puso una mano sobre el hombro de Cal.

—Supuse que querrías ver esto —le dijo él, apuntando a la pantalla—, aunque puede no ser nada.

—Ésas son las cosas interesantes —respondió ella, sonriéndole a medias—. ¿Qué es?

Tecleó algo con suma rapidez y una ventana se maximizó al instante, exhibiendo la foto de un cadáver desfigurado.

—Las fotos tecnicolor del primer suicida, como prometí —anunció, más sereno que entusiasta—. Anoche estuve mucho tiempo observándolas. Parecían no aportar demasiado, pero opté por desconfiar de lo evidente, como dice la regla treinta y uno.

Marcó estiró el cuello y carraspeó. La nueva alusión a su error lo incomodó un instante.

—Las enseñanzas de la Academia de Investigaciones sirven hasta a los que nunca pasamos por ahí —sonrió Sophie—. Dinos qué encontraste.

—El zoom pixelará la imagen, pero es necesario… Olviden el contexto. —La foto desplegada mostraba el cuerpo curvado de un joven, de alrededor de veinte años, con el cráneo deformado junto a una roca. Poco quedaba de su antiguo rostro, pero el resto era perfectamente identificable. De hecho, el primer plano forzado que Cal intentaba conseguir iba directo al sector de la nuca—. Puedo estar desvariando… pero me parece un tatuaje. Un dibujo… una M.

Marco y Sophie inclinaron las cabezas al mismo tiempo, buscando lo que Cal asumía con tanta fuerza. Y no necesitaron usar su imaginación. El veredicto fue unánime: sin temor a equivocaciones, tras la oreja izquierda del fallecido se asomaba una perfecta M, aún rosácea.

—No es un tatuaje común —concluyó Feliciano antes de que cualquiera de sus intempestivos detectives ad honorem hiciera algún comentario—. Es una práctica usual en adolescentes, suficiente como para que cualquiera pasara el detalle por alto, pero aquí no hay centros comerciales. Los jóvenes no van a ningún lado. En esta comunidad puritana, tatuajes o piercings deben de considerarse traición a la patria.

—Desacato —agregó Sophie, echando la cabeza hacia atrás.

—¿Estuve bien al pensar que no era un signo típico de rebeldía adolescente?

Hasta Marco asintió.

—Hace toda la diferencia del mundo —confesó Sophie, con la mirada perdida—. De hecho, resuelve en gran parte todo esto.

Cal y Marco la miraron con un gran signo de interrogación en sus frentes.

—¿A qué te refieres?

Ella tomó aire.

—Sectas del Juicio Final —dijo, y el inspector no se movió, atento. Cal olvidó la pantalla y la miró sentarse en la cama, agitar las manos en un signo de función cerebral activa y morder sus labios para elegir por dónde empezar—. ¿Se acuerdan de lo que les dije? Se reúnen en espacios secretos y cerrados, pero más importante que eso, marcan a los suyos. A los elegidos.

Cal saltó en su silla.

—Como los fanáticos arios, ¿no? Se debía separar a los puros de raza de los otros, con tal de saber quiénes tendrían el deber de asegurar la continuidad de la sociedad… Lo vi en un documental de National Geographic. Nada más nazi que eso.

Feliciano abrió la boca, encajando piezas a gran velocidad.

—¿Podemos, realmente, relacionar nazis con sectarios fotofóbicos?

—Oh, la luz, cierto —recordó Sophie con desgano.

—Resolvamos una cosa a la vez —pidió Cal. Pronto se movió en su silla, recordando algo importante—. ¡Ah, por cierto! El Matasantos tenía razón —lo apuntó, aunque no precisamente feliz—. Puerto Fake no existe en el mapa de Chile. Entré al directorio del Servicio Nacional de Turismo, donde cada pedazo de tierra está registrado y documentado, pero este lugar no aparece. Según ellos, deberíamos estar durmiendo a la intemperie, en bosques vírgenes.

Marco resopló.

—Terreno soberano alemán, no hay duda —confirmó, satisfecho—. Como lo asentaron en tiempos de guerra, nadie les pidió papeles de residencia, y como nunca se fueron… Aun así, no termino de trazar el camino lógico. Falta una pieza —dijo entre dientes, molesto consigo mismo.

—Tal vez no exista —murmuró ella. Sólo Cal pudo oírla.

—Al menos una esquina está bastante cubierta —opinó él, simple—. ¿Recuerdan la lista de pasajeros del Aida? Comparé cada nombre con la lista que la Organización Mundial de Derechos Humanos publicó en su portal de Internet, y hay al menos doce personas de este pueblo relacionadas directa o indirectamente con militares alemanes en ejercicio en la década de los cuarenta, entre ellas, nuestra misteriosa Meyer. Son como una nueva generación de nazis o algo por el estilo.

—Por supuesto, neonazis, ya lo dijimos —lanzó el inspector, chasqueando sus dedos en una repentina exaltación—. Los que se asentaron en Argentina tras la muerte de Hitler tenían órdenes estrictas de buscar la mejor manera de «rehacer el patrimonio ario», y no se referían sólo a rubios de ojos azules.

—Sus reservas de oro eran tan grandes que el tema se convirtió en leyenda urbana —intervino Sophie—. ¿Eso piensas? ¿Que vinieron a buscar riquezas para llenar las arcas en Alemania?

—Acabamos de estar en túneles mineros, Deutiers. Oro, plata, carbón, manganeso… hasta petróleo, da igual. Algo están explotando y reteniendo. Y si es así, apostaría a que no está regulado, a que viven en la ilegalidad. En esas condiciones, yo también me escondería.

El hecho de haber encontrado una teoría de «fechoría programable, cuantificable, palpable» en este caso sin pies ni cabeza, había iluminado en parte el rostro de Feliciano. Cal, hasta cierto punto, lo secundaba.

—Por eso están tan consternados con nuestra presencia. Son un pueblo perdido, nadie vendría a regular nada a este confín… Si descubrimos el engaño, atentamos contra años de lucro con recursos ajenos.

—¡Años y años de evasión tributaria! —exclamó el inspector, indignado—. Lo primero que haré al salir de aquí será pedir un sumario administrativo a la embajada. Las irregularidades serán evidentes… Será el caso de mi vida.

—Primero asegurémonos de salir vivos —aconsejó Sophie, preocupada.

Cal se mostró de acuerdo. Agitó sus pies insistentemente, nervioso.

—«M»… ¿Qué significará? ¿«Militar», «Mensajero»… «Mesías»?

—«Muerto» —habló Marco, serio. Apuntó a la pantalla que habían olvidado momentáneamente—. Sin importar qué signifique, el supuesto «elegido» está muerto.

Diablos. Ése era un detalle crucial.

—Pero, si nuestra teoría es cierta… Entonces…

—… los responsables de mantener la estirpe de esta colonia de locos son, justamente, los que han terminado con el cráneo despedazado —terminó Sophie, bajando los hombros con desconcierto—. Es totalmente incongruente.

—Ahora entiendo por qué están tan estresados… Se mueren los que más necesitan, ¿no? —dilucidó Cal.

Ella no se atrevió a asentir.

—No se puede andar en el mal camino para siempre —aseguró Marco—. «El que habla es traidor. Traidor que muere»… Eso dijo Asmusen en la reunión. Los que se han suicidado pueden ser perfectamente aquellos que querían terminar con el fraude. Los delatores.

—Y al mismo tiempo, eran sus pares más valiosos. ¿Cómo puede ser?

—Sólo estamos especulando, Cal —le recordó Sophie.

—Esperarán que nosotros también intentemos delatarlos, seguro —enjuició él—. Esperarán confirmar que llegamos a alguna conclusión peligrosa y nos asfixiarán con nuestras propias almohadas.

—No quiero correr la suerte nefasta del tipo de la foto —afirmó Sophie.

Marco perdió la mirada en sus zapatos.

—Si están perdiendo a sus elegidos, eso nos diría que el asesino no está en sus filas… Si son realmente arios, no se atreverían a matar a los eslabones cruciales de su cadena.

—¿No eran suicidios?

Feliciano negó.

—Aparentes, claro. La señora Meyer nos lo confirmó.

lo concluiste entre líneas —corrigió Sophie, agria—. Ella jamás dijo que eran asesinatos.

—Es lo mismo —dijo, quitándole toda importancia—. Con los datos recabados, una muerte por terceros es mucho más probable que un suicidio. Ese camino nos llevará a una solución.

—A la solución que tú quieres —le recriminó, pero él siguió hablando, fingiendo no haber oído su acotación.

—Necesitamos esos cuerpos —dijo Marco en voz alta, comenzando a dar vueltas por la habitación—. Es la única manera de asegurarnos. Hay que encontrar una M en otro par de orejas.

—El cementerio será mi primera parada, entonces —moduló ella, suspirando—, pero es imposible exhumar sin ser vistos. ¿Cómo lo haremos?

—Con una pala y bolsas de basura —aportó Cal.

Sophie entornó los ojos.

—Dije «sin ser vistos».

—Entonces, con una pala, bolsas de basura y un pasamontañas.

Ella no estaba para bromas.

—Cal, no es momento para risitas. Hablo en serio.

—Yo también… Escúchame —rogó, con un brillo suspicaz en sus ojos—. Puede que los cuerpos… No sé, puede que no estén en el cementerio.

Marco lo miró, receloso.

—¿Qué no nos has contado?

—Nada, nada… —se defendió, nervioso—. Sólo es una posibilidad. Pueden estar perfectamente resguardados en un par de cámaras frías en Puerto Montt.

—Es cierto —avaló ella, apretando los labios—. Es una importante posibilidad, en efecto. No podemos desecharla.

—Basta una llamada a su Morgue Central —dijo Feliciano.

—Yo la haré —ofreció el fotógrafo, sin pensarlo—. De todas maneras, me quedaré aquí. Quiero revisar las fotos un poco más, además de conseguir el resto de los datos que necesitamos.

—Bien —el inspector ya había direccionado su andar frenético hacia la salida—. Yo volveré con los carabineros. En pocos minutos sabré si están coludidos con los alemanes en este fraude.

Sophie asintió.

—Y yo voy al cementerio. Chequearé los nombres que encuentre y esperaré tus noticias, ¿ok, Cal?

—Entendido —contestó, haciendo un gesto con la mano para regresar la vista a su computador.

Así los tres dividieron sus fuerzas. Sophie se despidió de sus acompañantes con la mirada y se perdió en el pasillo. Marco haría lo mismo segundos después, pero quiso mantenerse quieto, de pie en el umbral. Volteó lentamente, observando al paparazzi introducirse en el ciberespacio, abstrayéndose de todo lo demás. Respiró hondo, incómodo. Por primera vez, deseaba no escuchar una de sus corazonadas.

Sophie cruzó las piernas y tomó posición entre las tumbas de dos suicidas. Cerró los ojos e inspiró… Quería conectarse con ellos. No, nadie ha hablado de espiritismo. Simplemente quería… escucharlos. Aprovechar la paz de un campo santo para pensar y entender, entrar en sus cabezas. Tragó con fuerza una de sus pastillas. Esperaba algo de claridad.

Vio, del otro lado del río, vacas, ovejas y caballos salvajes. Estuvo ahí hasta que su sombra ya no se distinguía del resto del ambiente. Si no se levantaba pronto, no encontraría el camino de regreso.

Un montón de hojas secas crujieron bajo una pisada.

—… Entonces me dije a mí mismo. ¿Estará mi perito favorita escarbando la tierra con las uñas? Claro que no —moduló Feliciano, innecesariamente irónico. Apoyado en una vieja cerca de madera, observaba a Sophie desde la entrada—. ¿Por qué esa cara, Deutiers? ¿Extrañas tu morgue?

—Chisssst… —lo hizo callar.

Él hizo un gesto de pocos amigos.

—Insisto. ¿Qué haces?

Ella demoró unos segundos en contestar.

—Pienso…

—¿Piensas?

—Sí, pienso. Tengo un par de neuronas que aún trabajan.

Feliciano no sabía qué tan astuto sería seguir preguntando.

—No me dirás que los muertos te hablan…

Alzó una ceja, quizá molesta, pero no subió la mirada.

—Me confortan, en realidad.

—¿Cualquier muerto, o éstos en particular?

Avanzó un par de metros y se detuvo frente a una gruesa cruz de madera. Si bien parecía de reciente data, la rusticidad de su tallado apenas hacía legible el nombre y la fecha respectiva. Se puso en cuclillas y leyó. Por las datas era evidente. Todos los suicidados conformaban una perfecta hilera.

—Un buen lugar para pensar —murmuró, y Sophie no supo si era víctima de una ataque de sinceridad o debía tomarlo como un cumplido—. ¿Y ya sabes cómo desenterrarlos sin que destaquemos con fuegos artificiales?

Ella negó y exhaló un gran suspiro.

—Al menos descubrí un par de cosas.

—Ya me fijé que son seis, y no cinco, las víctimas recientes —se apuró a comentar, presumido—. Lucía Marcus… la capa externa de tierra está recién removida. Todavía hay astillas en el lugar donde tallaron su nombre.

—En tal caso, sólo falta uno… la séptima M —pronunció ella, en un tono de resignación que intentó ocultar—. Uno más y volverán a años de silencio. A esperar otro ciclo.

—Todavía tenemos tiempo —dijo él, con la impavidez de siempre. Se incorporó lentamente y sacudió sus pantalones. Luego se cruzó de brazos—. Dos cosas hacen un par, Deutiers.

Ella estiró el brazo y apuntó a otra de las cruces.

—Meyer.

Feliciano volteó, observó un segundo y movió la cabeza. Entendió de inmediato.

—Entonces era cierto. La señora esa… Su hijo, sobrino u otro pariente es efectivamente una de las víctimas, y por eso se arriesgó a hablar con nosotros. Sería importante hacerle una visita.

—Ya le hemos dado suficientes problemas… Podemos solucionar esto solos.

—Puedo, sí —se respondió a sí mismo.

Sophie no perdió saliva en roces desgastantes.

—He pensado que incluso sería mejor que los cuerpos estuvieran en Puerto Montt… así sería más fácil acceder a sus autopsias. Despejaríamos el misterio de la M con rapidez.

—En Puerto Montt, ¿eh? —volvió a hablar para sus adentros, al tiempo que se inclinaba nuevamente junto a la tumba reciente, absorto en su imagen. La miró fijamente, cinco, diez segundos, esperando decidirse—. Yo diría que no.

Sophie, congelada en su sitio, lo vio tomar la cruz de madera, moviéndola en zigzag para aflojar su estocada. Miró en todas direcciones, se cercioró de que no hubieran curiosos, y el movimiento a continuación fue realizado con más violencia. La sacó de cuajo, la apoyó en la tumba continua y se arremangó la camisa.

Ella se paró de un salto.

—No… no lo hagas. Podemos tener problemas graves. No podemos exhumar sin una orden judicial y…

—A veces debemos hacer oídos sordos a los canales formales, Deutiers —comentó, increíblemente sereno—. Lo que sea en pos de la verdad.

—No puedo creer que oí eso.

Marco subió la mirada.

—Créelo. Y ayúdame, o no podremos esquivar esos problemas.

No pudo pensarlo mucho tiempo, sobre todo porque el inspector ya había comenzado la excavación improvisada. No había vuelta atrás. Si no lo ayudaba, demorarían mucho en observar el cadáver y algún lugareño podría aparecer, y descubrirlos. En cambio, si removía la tierra con él, probablemente los descubrirían de igual manera, pero alcanzarían a resolver su duda principal.

De rodillas en el suelo, tomó la cruz y la usó de retroexcavadora.

—Esto es muy fácil —balbuceó Marco, contrariado, llenando de barro sus pantalones grises—. Alguien ya sacó este ataúd…

—¿Qué dices?

Su respuesta apareció por sí sola. Apenas un par de barridas bastaron para que la caja mortuoria se dejara apreciar. Su postura era demasiado superflua como para pensar en un entierro de tintes normales. O jamás la sepultaron, o el féretro había sido levantando no hacía mucho.

—Parece que no quieren que veamos esas orejas —caviló Marco, si bien Sophie no supo distinguir si bromeaba o hablaba en serio—. Diez a uno a que no hay nada ahí dentro.

Tomando la tapa de madera con la yema de los dedos, balanceó su peso hacia delante, actuando como palanca. Pero no necesitó mucha fuerza. La cubierta ya estaba aflojada, y el contenido, nulo. Ni arena para simular el peso de un cuerpo, ni siquiera un maniquí o una muñeca inflable. Simplemente vacío.

—Malditos… Pagarán cada obstáculo que han puesto en mi camino —gruñó, deteniéndose luego en sus manos sucias. Hizo un gesto de asco.

—Si sacaron los cuerpos, ¿adonde se los pueden haber llevado?

—No lo has entendido, ¿verdad, Deutiers? —Sophie intentó obviar ese habitual tono condescendiente. Si se molestaba, no escucharía con real atención. Él movió la cabeza—. Nadie ha sacado los cuerpos… Nunca han estado aquí.

Ella arrugó la nariz.

—¿Y acabas de deliberar esa conclusión tan evidente por…?

—Mira a tu alrededor, tanatóloga. Éstos son tus barrios —señaló, haciendo un recorrido imaginario por todo el perímetro con un dedo—. Sólo hay una tumba exhumada. Si el objetivo fuera alejarnos de los cuerpos, todos los sepulcros estarían removidos. Pero sólo es uno, como si quien cavó lo hubiera hecho únicamente para cerciorarse de…

De pronto se calló, oyendo quizá su inquieta voz interior. Una idea merecía su completa atención.

Sophie regresó las manos a la tierra revuelta.

—Sé quién es —afirmó él.

—Cal —dijo ella inmediatamente. Marco se extrañó.

—¿Cómo lo sabes?

Al reincorporarse, abrió la palma de la mano, extendiendo su contenido hacia el inspector. Era una delgada lámina de plástico verde.

—No encuentras uno de éstos en un sitio como Puerto Fake. Es una cáscara de memory stick, como las que Cal utiliza para almacenar las imágenes de su cámara.

Feliciano hizo un gesto brusco, simulando apretar el cuello de alguien.

—El bastardo ya sabía que no había cuerpos en el cementerio… ¡Eso es lo que nos ocultaba! Todo ese tiempo que lo perdimos de vista esta mañana… claro, vino aquí y desenterró.

—Pero ¿por qué lo haría solo? ¿Por qué mentir? —Tratando de ponerse en los zapatos de Cal para comprender sus actos, apretó con fuerza aquel resto de plástico entre sus nudillos. De pronto, vio la salida—. Oh, Dios.

Él abrió los ojos al máximo.

—¿Qué?

—No está en el hotel —aseguró Sophie, transmitiendo indicios de temor—. No está revisando fotos, no está recolectando datos… claramente no está haciendo ninguna llamada a Puerto Montt. Está…

—… en el búnker —terminó Marco. Ella asintió—. Cree que los cuerpos están ahí.

Si hubiera podido, y si la imperiosa necesidad de pasar inadvertidos no fuera tan prioritaria, Feliciano habría gritado con todas sus fuerzas, descargando la energía pútrida acumulada. Volvió a apretar el cuello del fotógrafo en su imaginación. Si lo encontraban espiando, hasta ahí llegarían todas sus posibilidades de acceder a la verdad de los suicidas…

Sin aviso del paso siguiente, el inspector giró rápidamente en dirección a las casas. Sophie se debatió entre perseguirlo o arreglar el desastre que habían provocado en ese metro cuadrado.

—¿Devuelvo la tierra a su lugar? ¿Cierro el ataúd vacío?

Él no volteó.

—Déjalo. Ya conseguí su relleno.

Ella prefirió no tomarlo en serio. No le agradaba la visión del apellido Andrade en una cruz de madera.