7

Sobre mi madre

A veces miro atrás,

y allí mismo estás,

hablándome…

BOYZ II MEN,

«Una canción para mamá»

Todavía concentrados en el roce de los cascos, Cal suspiró.

—Voto por un líder extraterrestre.

Feliciano giró lentamente sobre sus pies, tomó una nueva piedrecilla y la lanzó con fuerza hacia el fotógrafo, pasando a sólo un par de centímetros de su sien izquierda. Tenía ganas de ahorcarlo.

—Dudo que el objeto de temor aquí sea un Darth Vader —le respondió Sophie, debatiendo consigo misma sobre qué debía ser el centro de su atención ahora. Era una mujer marcada por el dolor… podría haber dicho cualquier cosa. Libra, virgo… daba igual. Tenía que olvidarlo. Tratando, entonces, de aterrizar la conversación antes de que Marco comenzara de verdad a enfadarse, expresó sus piezas del puzzle—. El día los aterra, como hemos visto. No salen de sus casas y usan pasadizos. Podemos persistir en la idea de temor al sol, pero no me convence eso de «eliminarlo»… ¿Cómo podrían?

—Ya lo eliminan bastante tapiando las ventanas de sus casas —aportó Cal.

Ella dudó, pero pronto recordó una conversación no concluida.

—¿Todavía crees en eso del amanecer?

Marco volteó hacia ella tras la alusión de su teoría sin pulir. Demoró en contestar.

—Todas las ventanas cerradas que vimos dan al este, pero no puedo concluirlo sin ver las demás.

—¿Y cuándo planeas volver? —preguntó el paparazzi.

—Lo antes posible —dijo, ordenando su suéter de cuello cerrado—. Quiéranlo o no estos vejestorios, voy a solucionar lo que sea que esté pasando. No puedo regresar a Santiago con las manos vacías.

—No creo que Urrutia te castigue sin recreo si no lo haces —se burló Cal, agriamente—. A lo mejor aquí no hay nada, salvo un montón de adolescentes depresivos, como siempre lo pensamos. Con esos ancianos desquiciados como padres o abuelos, no me sorprende que quieran matarse.

Sophie levantó una mano.

—Yo prefiero barajar todas las posibilidades —opinó—. Nos queda el cementerio y el consultorio por inspeccionar, pueden darnos buenas pistas.

—Pistas para mi investigación, sí, gracias —le habló Marco, irónico— pero no nos consta que esos lugares realmente existan.

—Vamos en su búsqueda —instó Cal, entusiasmado—. Si rodeamos el pueblo, podemos encontrarlos sin ser vistos. Necesito enviar unas panorámicas desoladoras a Ad Rottem lo antes posible.

Sophie y el inspector ya habían comenzado a caminar hacia sus habitaciones.

—Ahora sí quieres esa bala en tu pulmón, ¿no? —lo amenazó él.

El fotógrafo hizo una mueca de disgusto, apoyándose en el barandal de la escalera de caracol.

—Intento hacer mi trabajo, ¿está bien? Unas fotos dignas del Times no me vendrían mal —respondió.

Sophie sonrió a medias.

—Este pueblo ni siquiera se menciona en los semanarios regionales —alegó Marco.

—Es cierto, pero nosotros podemos cambiar eso. A mí no me interesa la fama, pero apuesto que a ti sí —lo molestó Sophie, sabiendo que era muy peligroso hacerlo—. Entonces… ¿por dónde empezamos?

—Deberíamos hacer como los típicos exploradores… como los españoles que colonizaron este continente —opinó Cal, pero la voz de Feliciano lo interrumpió.

—Los colonizadores tomaron esta zona por la fuerza, y como notaron que sus bosques frondosos e interminables no les permitían construir pueblos o sembrar hectáreas de trigo, lo quemaron todo. Todo. El incendio duró treinta años. Lo que vemos son las semillas que sobrevivieron. ¿Eso quieres hacer?

Cal inspiró profundamente.

—Deberían revisar tus fusibles —le dijo, haciendo una mueca tonta y apuntando a su cabeza—. No vine a quemar nada. Lo que quiero decir es que utilicemos sus cuadrículas. Empecemos por la plaza de armas. Tú sabes, donde está el correo, la iglesia, la sede de gobierno, el banco, etc. Todos los pueblos latinoamericanos están apostados de la misma manera.

—Pues aquí no hay más latinos que nosotros, si es que Deutiers puede considerarse chilena —rectificó el inspector, mirándola—. No sé qué dice tu pasaporte.

Sophie no estaba interesada en una conversación sobre sus datos personales.

—«Es como estar en otro país»… Tú lo dijiste, Cal —recordó ella—. Aquí no hay plaza de armas. Ni siquiera hay iglesias, ni cristiana ni de nada. En este caos no es raro que algunos quieran acabar con su vida.

Marco mantuvo su mirada en un punto fijo en la pared, junto a la puerta de su habitación cerrada. No pestañeó. Por el silencio —más que nada, por la ausencia de otro simpático comentario del inspector—, científica y fotógrafo voltearon hacia él. Pronto habló, sin moverse.

—Éste es otro país —aseguró en voz baja, como si hablara consigo mismo—. «La patria es una»… claro, más que claro. Los Ford que vimos… diplomáticos. De la embajada. Aquí no hay chilenos, porque esto no es parte de Chile. Esto es territorio alemán.

Cal alzó las dos cejas.

—Y tú eras el experto en geografía… —bufó—. Hasta donde yo sé, Alemania está en Europa, y…

—Se refiere a territorio soberano —especificó Sophie, en tono de impaciencia—. El lugar donde se emplazan los consulados extranjeros son considerados como una extensión de sus países respectivos. Sólo ellos tienen jurisdicción ahí. Entonces, él cree que este pueblo es propiedad de la embajada alemana.

—Gracias por el glosario —gruñó Marco, mordaz, sin dirigirle la mirada. Cal se alegró de aumentar la información en su mugriento cerebro.

—Pero ¿es posible? Si así fuera, la mitad de Santiago sería territorio soberano de Perú.

Sophie coartó su risa incluso antes de que su pecho comenzara a contraerse; a Feliciano no le había hecho gracia.

—No, no es posible, pero eso deben de querer. O creer. Existe variada evidencia sobre una red de protección neonazi en este país. Explicaría la vigilancia continua de este sector por personal de la embajada. No me sorprendería si vemos más Ford.

Ella asintió.

—Explicaría por qué los carabineros saben poco del pueblo y no se involucran en los sucesos locales. No pueden, no se les está permitido…

—… y explicaría la ignorancia sobre las muertes —agregó Cal, con una pizca de entusiasmo al poder colaborar—. Llevan años sucediendo y las autoridades nunca se han dado por enteradas… como si no fuera problema chileno. Apuesto a que ni siquiera saben que Puerto Fake existe. No llegamos acá por el boletín de Investigaciones.

Feliciano fijó la vista en Cal, luego en Sophie. No podía eludirlo: acababa de presenciar eso que llaman «trabajo en equipo». Tuvo una arcada.

—Pero no explica el temor a la luz —concluyó ella, acentuando esa importante salvedad—. Es una motivación crucial entre ellos. Demos con la causa y nos llevará a lo demás.

Marco llevó una mano a su mentón, asintiendo. Probablemente pensaba en lo mismo.

—No tiene que ser necesariamente temor al día… Puede ser veneración a la noche —soltó él de improviso.

Antes de que Sophie pronunciara un «improbable», Cal chasqueó la lengua y movió las manos.

—No, no… esos grupos son reconocibles. Hay detalles que los delatarían en un santiamén, como la ropa, por ejemplo. Sólo se visten de negro, y el clon de Schäfer usaba una camisa muy festiva para mi gusto —aseguró, en el tono confiado y propio de un parapsicólogo. Pensó un momento—. Sin embargo, creo haber visto en algún lugar un reportaje sobre las sectas del juicio final…

Sophie dio un salto. Era lo más lógico que había oído hasta ahora.

—Eso tiene sentido. Son grupos desligados de la Iglesia ortodoxa europea. Un día el Mesías volverá y los condenará por los horrores del mundo… eso es lo que creen. Por eso se reúnen en sitios cerrados e inubicables para los extraños. Puede calzar perfectamente con estos germanos. —Golpeó su boca con los dedos, reasentando datos en su cabeza—. Manejemos eso por ahora. La idea sobre el amanecer también es interesante. Cal, ¿puedes buscar datos sobre eso? Desde la enciclopedia británica hasta donde se te ocurra.

—A la orden —sonrió el referido, cuadrándose a lo militar con una mano tensa sobre la frente. Feliciano se cruzó de brazos, inmutable.

—¿Desde cuándo tomaste el mando de la situación?

Sophie tragó saliva. El entusiasmo la había hecho olvidar que no era el cabecilla ahí; que, como siempre, había alguien a quien debía respeto y acato, y que había traspasado un límite muy delicado en su relación con el inspector adjunto.

Bajó la mirada unos centímetros, arrugando la frente.

—Perdón… inspector —se disculpó, a regañadientes—. Es cierto. mandas. Dinos qué hacer.

Él movió su cuello en un lento círculo.

—Sólo te estoy poniendo en tu lugar… No he dicho que tu orden fuera errada —explicó, confundiendo a la tanatóloga. ¿Humillación o amabilidad?

No tuvo mucho tiempo para averiguarlo. Puso atención y creyó identificar un zumbido extraño y agudo proveniente de su habitación. Corrió hasta ella, sus compañeros detrás, y, tan pronto abrió la puerta, se llevó las manos a los oídos.

—¿Qué es eso? —preguntó Marco, moviendo el brazo hacia la pretina de su pantalón (donde alojaba su revólver) tan rápido como los movimientos de Sophie hacia sus pastillas. Cal se abrió paso entre ellos y caminó hasta su computador. Lo había dejado ahí la última vez.

—Alguien te está llamando —dijo él, dándoles la espalda para observar la pantalla. Tomó la almohada sobre la cama, y se sentó sobre ella en el piso no muy limpio.

Feliciano debió controlar muchos sensores asesinos para no abalanzarse sobre él. Gracias a Dios no estaban en su habitación.

—¿A mí o a ella? —habló él, parco. Cal volteó esta vez.

—A Soph… Redireccioné su número celular a mi satélite —explicó, como quien comenta las golondrinas en verano. Ella quedó de una pieza.

—¿Por qué hiciste eso? ¿Quién te dio permiso?

—No seas llorona —le replicó él, volviendo la mirada hacia Torr—. Ninguno de nuestros celulares funciona en este lugar, no captan señal. Apuesto a que lo tienes en tu maleta y ni siquiera te habías acordado de él. —Sophie no respondió, pero era cierto. Esperaba que no hubiera desaparecido después del acto vandálico que hizo añicos sus pertenencias—. Introduje tu número en mi sistema, directo al satélite. Podremos hacer y recibir llamadas sin problemas. Sólo podía usar un número, y el tuyo era el más útil. Yo casi no ocupo el teléfono (para eso está el Messenger y las cámaras web), y dudo que muchas personas tengan archivado el número del mister Popularidad aquí presente.

Marco no gastó odio en un gesto equis.

—Toda esta cháchara no ha hecho más que dilatar el asunto —se quejó él—. La persona que está llamando colgará en cualquier minuto.

—¡Oh, sí! —exclamó Cal, recordando de pronto cuál había sido el motivo de su explicación técnica. De su maletín plateado, extrajo un objeto rectangular resguardado por una bolsa de tela. Lo cogió con suavidad, lo desplegó en dos partes y lo conectó a la base de su portátil. Luego lo extendió hacia Sophie—. Tenga, madame. Pulse cero para hablar.

La cosa aquella realmente tenía teclas. Teclas con números. La pantalla del computador anunciaba «Roaming Succeeded» («Conexión realizada») en letras rojas parpadeantes, y el zumbido antes incomprensible, era ahora, para ella, un clarísimo «ring» telefónico.

Algo torpe, acercó el original aparato a su oído. Pulsó «0».

—¿Aló?

—¿Aló, Sophie?

El tono familiar la obligó a sonreír.

—Carlos… qué bueno oírte. ¿Cómo estás?

Marco Feliciano reaccionó con aprehensión apenas Sophie hizo audible el nombre de quien compartía la línea. La miró directamente a los ojos, como si se alistara para transmitirle todos los pasos que debía seguir.

—Eso iba a preguntarte yo —dijo el prefecto Urrutia, amable—. Quería asegurarme de que todo estuviera en orden. ¿Ya estás instalada? ¿No has tenido problemas?

Sophie calló unos segundos. El inspector esperaba que diera señales constantes del contenido de su conversación, pero ella disfrutaba, en parte, ese pequeño espacio inalcanzable para su momentáneo jefe dominador.

—Estamos bien, no te preocupes —respondió, y Marco hizo un movimiento brusco de alteración.

Los nervios de Sophie comenzaron súbitamente a aparecer. ¿Qué había hecho que era tan grave? Urrutia, por su lado, habló con apuro.

—¿Estamos? ¿Estás ahí con Hidalgo?

Vaya. Ésa era la metida de pata.

—No… estoy… estoy aquí con Cal. Quiso acompañarme —respondió, un poco trastabillada, pero airosa al salir del paso.

Ahora entendía la mirada de Marco. Carlos no sabía que él estaba ahí, lo había dicho la noche en que la reclutó. Nadie en Investigaciones sabía nada; él quería llegar con la sorpresa del caso resuelto para recibir admiración y elogios espontáneos. Miguel Hidalgo (quienquiera que sea, si es que existía) lo había mandado llamar, pero Feliciano no comunicó los detalles a ningún superior. Quiso ser su propio jefe. Pelear su propia batalla, ganar en el primer round.

Sophie lo pensó otra vez. Delatarlo sería muy sencillo.

—¿Andrade? ¿Y qué asuntos tiene él en Puerto Fake?

—Fotos para Ad Rottem —contestó ella, tensa.

—No me gusta mucho esa compañía… Sabes que venderá al mejor postor cualquier información que le facilites. Ten cautela, ¿sí?

La perito intentó relajarse.

—Cal ha sido un muy buen compañero de viaje.

Su amigo le sonrió, pero Marco seguía serio, en un gesto duro que compartía nervios y desaprobación. Ella no sabía bien cómo reaccionar.

—Tendré que creerte —se resignó Urrutia—. Pero dime. Ya debes de haber tenido acceso a los cuerpos. ¿Es tan grave como dice Hidalgo? ¿Tendré que involucrar a la Brigada?

—Tengo varias teorías sobre lo que está pasando, en realidad… —comenzó ella, subiendo un poco la voz. Intentó probar a Marco, entender qué quería. Y no demoró en obtener respuesta.

Él se acercó inmediatamente a ella, ahora visiblemente desfigurado, y movió la cabeza en un «no» certero, muy difícil de contradecir.

—Ah, ¿sí? Cuéntame.

Sophie sintió que perdía saliva.

—Recién comienzo a introducirme en la historia, ¿sabes? Prefiero contarte cuando maneje algo más concreto —se disculpó, tratando de sonar convincente.

—Como quieras, confío en tu prudencia. Si tuvieras algún problema o necesitaras asistencia, recuerda llamar directamente a mi anexo. La oficina de Investigaciones en esa región está siendo prácticamente desmantelada.

—¿De verdad? —dijo ella, fingiendo interés y sorpresa—. Está bien, te llamaré si surge algo importante.

—Eso espero.

Por las frases que había oído, Marco parecía más relajado. Sophie aún reflexionaba sobre qué tan inteligente sería omitir su situación actual, pero esa muestra de confianza y/o lealtad hacia el inspector podría darle cierto bonus. No podía echar las cosas a perder ahora que por fin tenía permiso para investigar.

Pero faltaba algo. Algo que importaba más que un montón de suicidas o una legión completa de neonazis. Algo que perturbaba su espíritu, abriendo rutas sospechosas sin tregua.

—¿Carlos? —lo llamó, con una pizca de temblor en su voz, un segundo antes de cortar la comunicación. Era consciente de lo que su siguiente pregunta podía provocar, pero se atrevió. Metió una mano en su bolsillo, acariciando el frasco de Xanazina—. ¿Cuándo es mi cumpleaños?

El prefecto no respondió de inmediato. Se oyeron murmullos de interferencia, y luego un suspiro. Un profundo suspiro.

—No de nuevo, Soph —le advirtió, aunque en un tono más bien paternal—. ¿Has tomado tus pastillas?

—Sí —contestó ella. Aquel tema sólo merecía monosilábicos.

El hizo un «Mmmm» al otro lado de la línea.

—No las olvides, ¿está bien? Ten cuidado, mantenme al tanto de todo.

Cortó. Sophie despegó el moderno auricular de su oído con lentitud, devolviéndolo a Cal con un gesto algo triste.

Feliciano movió las manos. No entendía nada.

—¿Y esa pregunta sirve para…?

—Torturarme —respondió ella, agitando su cabello como si quisiera liberarse de un insecto molestoso. En realidad, eran molestosas ideas—. Explícame por qué debí ocultarle información, partiendo del hecho de que estás aquí.

—¿No se te ocurre el motivo? —pronunció él, haciéndose el sorprendido—. Ya viste cómo reaccionó esta gente frente a nosotros tres. Imagina tres patrullas. Si Urrutia se entera de la hostilidad reinante, meterá a la mitad del ejército en este caserío. Ahuyentarlos más es lo último que queremos. —Estiró la espalda—. Sobre mi presencia, bueno, fui requerido en este caso, aunque no tengamos pruebas de que el testigo existe. Sin embargo, y aunque lo dudo muchísimo, daré las explicaciones necesarias a quienes sea necesario, en el momento que sea necesario. Lo decidiré cuando tenga que hacerlo.

Ella asintió levemente, pensando.

—¿Y si sucede algo más grave?

El inspector apuntó hacia delante con un movimiento de mentón.

—Tenemos teléfono e Internet por cualquier inconveniente… Ese pedazo de modernidad seguirá siendo útil.

Sophie volvió a asentir. Seguía entrampada en sus delirios personales… En un signo zodiacal y un carné de identidad.

—¿Y ahora?

—No voy a esperar más —respondió Feliciano—. Andrade, ¿dices que es mejor rodear el pueblo? Vamos. No perdamos tiempo.

Dio un par de pasos, arregló su chaqueta y caminó hasta la puerta. Sophie lo siguió de cerca, al tiempo que el fotógrafo subía la voz para acaparar su atención.

—Eh, no tan rápido. ¿Me dan un segundo? Envié un mail a mi webmaster sobre las fotos que le entregaré, y adjunté este número. Habilitaré tu contestador, ¿me dejas? —pidió a su amiga. Ella no vio por qué debía negarse—. Sólo por si llama cuando no estemos… y también por Urrutia. El viejo tiene ocho sentidos. Puede sospechar que algo anda mal. —Tomó el aparato recientemente estrenado, lo volteó para usarlo como un micrófono simple, y se aclaró la garganta. Incluso maquinó una sonrisa para la ocasión—: Hola, soy Calixto Andrade Lebet. Sí, el famoso fotógrafo. Ni mi amiga Sophie Deutiers ni yo podemos contestar en este momento, ya que estamos en un pueblo perdido al sur de Chile y hemos encontrado muchos lugares interesantes para explorar. Si tu llamada es urgente, no dudes en dejar el recado. Intentaremos responder en breve, ¿ok? Di no a las drogas, sí al rock and roll.

Científica e inspector se miraron, anonadados.

—Bastaba con un «No estamos ahora. Deja tu mensaje después del bip» —opinó ella.

Él no se dio por ofendido.

—Así es más personalizado.

Sophie no dijo nada más; cuestiones como ésa suponían su impronta. Lo dejaría ser.

Cal tecleó un par de cosas, se levantó de su improvisado asiento y cerró su portátil, no sin que éste emitiera antes, en un tono fuerte y claro, «Adiós, Cal. Vuelve pronto». Marco abrió los ojos al máximo.

—Es casi indestructible y se conecta con cualquiera en cualquier lado. ¿También te habla?

Cal se encogió de hombros, con una sonrisa tonta.

—Chip de fábrica.

«Fantástico», pensó el inspector, entornando los ojos. Ahora eran dos insufribles que callar.

A la fuerza, Marco siguió a Cal en una suerte de excursión scout después de comer. El fotógrafo alegaba que no podía pensar bien sin una ingesta prudente de proteínas y carbohidratos. «Pensar no es tu trabajo», le espetó el inspector, así que bajaron al primer piso y literalmente asaltaron la cocina. Encontraron pan recién horneado, manzanas cocidas y jamón acaramelado. Sophie extrañó sus galletas de avena, pero se conformó con un buen pote de fruta, mientras los dos hombres se atragantaban con la grasa animal. Esperaron varios minutos hasta asegurarse de que los ancianos no regresaran, y salieron por una puerta trasera. Feliciano dejó algunos billetes cerca del refrigerador, pero algo le decía que ya no aceptarían dinero, ni chileno ni de ningún otro lado.

Ya en camino, cercaron el perímetro del pueblo tal como lo habían hablado, intentando llegar al lugar que aquella señora les señaló con tan poca precisión. Pero no fue tan difícil; era «un pueblucho de tres palos parados», según la descripción científica del inspector, por lo que encontrar sus pocas edificaciones desbaratadas no era un desafío para nadie. No estaban rodeando Ciudad de México.

Tal como Sophie lo había predicho, el consultorio y el cementerio estaban apenas a unos metros de distancia. Mientras caminaban entre los árboles, dio a su par de acompañantes una clase magistral sobre el Cementerio General de Santiago.

—Las autoridades de aquel tiempo, y estamos hablando de mil ochocientos, ubicaron en el terreno aledaño al Hospital Psiquiátrico y al Servicio Médico Legal… Lógico, ¿no? Así no tenían que recorrer kilómetros trasladando a los muertos. Y no era un criterio muy original, pues es bastante normal en muchas civilizaciones. En las iglesias apestaban,… era mejor enterrarlos. Y cerca de donde se les daba el parte de defunción.

Feliciano quiso callarla un par de veces. Sabía que, como tanatóloga, su conocimiento sobre la muerte era inacabable, pero no necesitaba escuchar todos los pormenores. Además, ya manejaba los datos; era él quien podía dar clases sobre Historia de Chile. Sin embargo, el «bla, bla…» de Sophie no era tan importante como que el sendero que Cal dibujaba fuera realmente el correcto. Al final, todo salió bien. Llegaron a su destino, e incluso pudieron asomarse hacia las casas. Nadie daba señales de vida. Estarían bajo tierra, seguro.

—Está claramente abandonado… al menos en eso no nos mintió Gutiérrez —mencionó Cal, tomando algunas fotos de la entrada.

El letrero de «CONSULTORIO PUERTO FAKE» colgaba sólo de una de sus aristas, y ya casi era ilegible por sus marcas de óxido. Sophie empujó con los nudillos la puerta entreabierta.

Dio uno, dos pasos lentos en su interior, y el cuadro visible transmitía una empantanada soledad. Grandes estantes deteriorados, con sus puertas de vidrio rotas y sosteniendo aún algunos frascos de dudoso contenido. Un par de escritorios desparramados, cubiertos de una capa ya sólida de polvo y ácaros, y una camilla antes blanca tras un biombo ajado eran la sinfonía de objetos. Muchos pósters y cuadritos con explicaciones de ciertos miembros anatómicos, o explicaciones densas de algunas enfermedades, adornaban buena parte de las paredes. Muchas de esas explicaciones, como pudieron observar, estaban en alemán.

—Nadie ha entrado en años —confirmó Sophie, caminando entre los escombros. Pasó el dedo índice por la cubierta de una vieja lámpara de pie—. Debe de ser cierto que trasladan los muertos y heridos hasta Puerto Montt.

Marco asomaba la mitad de su cuerpo en una habitación contigua.

—Aquí hay más camillas… y más tierra… cof —tosió, arrugando el rostro y sacudiéndolo luego. La perito caminó hasta él.

—¿Y esa puerta? —apuntó ella, acercándose.

Tras el amplio escritorio del que debió de ser el médico de cabecera del lugar, un pequeño pasillo terminaba en una puerta gris de latón. Con fuerza, Sophie trató de abrirla. Le costó unos segundos, ya que la falta de uso había agrietado sus costados y apelmazado sus rendijas. Pronto sonó un chirrido característico.

—¿Qué es? —preguntó Marco.

—Una cámara frigorífica —respondió ella, mirando desde el umbral.

Cal saltó sobre el hombro del inspector.

—Excelente —exclamó, alegre—. Voy por mis manchas de sangre.

—Pronto serán las tuyas —susurró Marco, pero Cal no lo oyó.

Se perdió con su cámara y su flash recién cargado en la oscura habitación de la que Sophie prefirió salir. Había cambiado su atención hacia las ventanas con barrotes y un gorrillo de enfermera colgado en una manija, que bien podría considerarse una antigüedad.

Feliciano se apoyó con cuidado en uno de los escritorios y optó por realizar una panorámica más general. No era mucho lo que podían sacar en limpio de ese desastre.

—Fue muy prudente de tu parte hacerme caso, por el bien de la investigación. Lo tendré presente —moduló Feliciano de improviso, educado, aunque distante.

Sophie no supo si debía agradecer sus palabras.

—Hice lo que creí correcto por lo difícil de la situación, no por ninguno de nosotros en concreto —puntualizó ella, sin dejar de moverse. Se interesó por una gaveta abierta llena de matraces Erlenmeyer—. No quiero que Carlos se altere de más. Ya tiene suficiente trabajo.

—Por el tono que usaste, supongo que Urrutia debía de estar especialmente preocupado de tu bienestar. Si pudiera, vendría a mullir los cojines de tu cama.

Sophie hizo un gesto de desaprobación. No le gustaba que se burlara así de su relación con el prefecto.

—Le aterra que ande sola por ahí —lo defendió, tranquila—. Además, sólo conversa conmigo. Desde que murió Sara hasta que yo aprendí a hablar, acumuló mucho tiempo en silencio. Ahora se está descargando.

Por el gesto de sus ojos, Sophie creyó que Marco deseaba reír. Pero no lo hizo.

—Mucho después de conocerlo, supe de su viudez. Dicen que tu madre se parecía bastante a su esposa muerta, y que tú también heredaste los rasgos.

—Dicen, sí.

Marco se extrañó. No esperaba esa respuesta.

—¿Acaso no te consta?

Ella pensó en mil cosas antes de negar con la cabeza. El inspector acababa de dar un paso en un asunto, si no tabú, al menos sumamente delicado.

—No me consta ni mi nombre… Mi vida es uno de tus puzzles policíacos —se quejó, triste.

Él se encogió de hombros.

—Sé que eres adoptada. ¿Ése es el misterio?

A Sophie no le agradó el tono emitido.

—No sabes ni la mitad de la historia —le enrostró—. Déjalo. Nuestro tema es otro, ¿verdad? Concentrémonos en el caso.

Feliciano se cruzó de brazos. Mantuvo la seriedad.

—Me pediste que los involucrara en esta investigación, que tu cabeza me podía servir para algo más que disecciones. Alego lo mismo a mi favor —habló, aunque no intentaba ser amable. Parecía un fontanero ofreciendo sus servicios—. Recordando la extraña pregunta que hiciste a Urrutia en el hotel, presiento que necesitas una opinión de detective, no de psicólogo. Eso te lo puedo dar. Si quieres lo segundo, rézale a alguien o abraza a tu amigo el fotógrafo.

—No quieres enterarte de mis dilemas existenciales —le aseguró, haciendo un último intento por cambiar las atenciones. Él, sin embargo, seguía férreo.

—Perdí la capacidad de asombro. Si creo necesario que visites un asilo siquiátrico, te lo haré saber.

Sophie movió la mandíbula, contrariada. No sabía si contarle. Era un tema tan personal, tan doloroso, y por demás tan ambiguo… ¿Cómo explicarle la dificultad del caso? No obstante, y así como lo había dicho Cal antes del viaje, el tipo sabía lo que hacía. Era un investigador de primera, dejando de lado sandeces, altanerías y odiosidades. Si compartía con él sus sospechas, tal vez la tildaría de loca. No sería la primera vez. Pero quizá, sólo quizá, lo pensaría un momento y la instaría a continuar la ruta.

Suspiró profundamente y juntó las manos. Quedarse con la duda sería un error garrafal.

—Nací en Lyon, pero no hay registros acabados de mi nacimiento, sólo de mi trámite de tutoría. No podía acceder a una adopción común, pues según las leyes galas debían asegurarse de que no tenía parientes cercanos… Creo que nunca se supo. Carlos me trajo aquí y jamás se molestaron en pedir mi regreso, supongo que efectivamente nadie me reclamó. Rastreé a todos los «Deutiers» que pude, y ninguno reconoce la historia. Estoy varada. De mis padres no tengo ningún dato, ni siquiera estoy segura de que hayan sido franceses. Según lo poco que he podido averiguar, mi madre era adolescente, y dio a luz completamente sola… —Detuvo su mirada en la ventana con barrotes—. Murió durante el parto.

Feliciano miró hacia donde ella lo hacía. Dar condolencias no era de su estilo.

—Entonces era soltera, indigente quizá. Olvídate de buscar a un «padre» —informó, con mucha dureza para la sensibilidad de Sophie. No saber quiénes le otorgaron su carga genética ya era suficiente dolor. Él arqueó las cejas—. ¿Qué hacía Urrutia en Francia a los pocos días de la muerte de Sara?

—Llevaban mucho tiempo pensando en adoptar, incluso después de que Sara fue desahuciada. Supongo que él se decidió sólo cuando fue demasiado tarde —sugirió ella, comprendiendo en el instante que no era algo a lo que hubiera dedicado mucha reflexión. Sólo sabía que él había estado ahí, en Lyon, en el momento preciso…, que probablemente Dios lo había puesto ahí, para ella—. El punto es —recogió con apuro, antes de que perdiera el poco control que la sostenía y comenzara a llorar— que Carlos conservó las pocas pertenencias de esa… joven. Se las dieron en el departamento de Protección de la Infancia. Tengo su parte de fallecimiento, un reloj de cuero, un sujetador de cabello trabajado en nácar. —Levantó la mano y lo buscó en su nuca, encargándose de mantener su moño desaliñado. Tenía la forma de un hermoso par de alas—. Y un recorte de diario.

Salvo lo último que nombró, todas esas cosas estuvieron en poder de Sophie desde muy pequeña. Sin embargo, la caja que las contenía era celosamente resguardada por Carlos, y ella intuyó siempre que había algo más… algo que revelaría la identidad de su progenitora y que su padrastro se oponía terminantemente a exponer. Víctima de casi treinta horas sin dosis de Xanazina, revolvió su ropero y encontró el objeto de delirio. Ya conocemos el resto.

—De diario… —repitió él, tratando de entender adonde se dirigían—. No sabes cómo se llamaba, así que no puede ser su obituario.

—Es una noticia —explicó, lentamente. Sabía lo difícil que podría ser entender lo siguiente—. Un suceso que ocurrió unas semanas después de mi nacimiento.

Sophie demoró en continuar el relato, pero Marco no tenía paciencia.

—Cuenta ya qué noticia era ésa —la presionó.

—Hace mucho tiempo, el famoso ballet Bolshoi, originario de Moscú, sufrió un terrible accidente de tren. Se trasladaban desde París hasta…

—… Berlín, sí —completó él inmediatamente, moviendo la cabeza en un gesto de remembranza—, mil novecientos setenta y seis, cerca de las fiestas patrias. Agosto o septiembre. Murieron varios de ellos… Abarrotaron las rejas del Teatro Municipal de Santiago con velas y flores. Yo no tendría más de cuatro años, pero recuerdo la tristeza de mi madre. Era un golpe fuerte para el mundo de la cultura. La única vez que el grupo vino a Chile hizo una imponente presentación. Incluso en este rincón del planeta los lloraron.

Sophie asintió, silenciosa. Tenía la sensación de que su padrastro y jefe ocasional también había llorado.

Hubo varios segundos de silencio.

—¿Tu madre era cercana al arte?

Feliciano resopló.

—Debes de conocer mi vida al dedillo, no te gastes en fingimientos corteses —le reprochó, muy seguro de su acusación—. Era institutriz, muy reconocida, pero se retiró de la enseñanza ajena para abocarse a mí. El dinero que aportaba era importante para nosotros, pero mi padre supo sostenernos. Es un buen resumen, ¿no? —La manera en que saldó el tema y evitó una nueva pregunta implicaba visiblemente que no era nada grato para él. Ella respetó su reserva—. Entonces… ¿Eso guardaba Urrutia? —continuó él, como si jamás hubieran perdido el hilo. Eligió de entre sus pensamientos aquel que, según su juicio, se ajustara más con lo que usualmente maquinaría su acompañante. Pero luego lo pensó mejor—. Tu madre no perteneció al Bolshoi… ¿o sí?

Sophie negó, sorprendida, pero repentinamente despierta. No era tan desquiciado, después de todo.

—Lo dudo… pero es la única pista que tengo.

Se oyó el ruedo mostrenco de una camilla destartalada.

—Puede no ser nada —le advirtió él.

—Me lo repito todos los días.

Ese atisbo de cordura, al parecer, dejó tranquilo al inspector, pues no siguió preguntando. Supuso que ella sola se daría cuenta de que se aferraba a una idea absolutamente volátil. Que era sólo una sentimental.

Ya giraba hacia la vitrina de líquidos cuando un sonido lo detuvo. Una mano rozando un forro de Montgomery, un clic de sello abierto y un tintineo de pequeños objetos deslizándose.

—¿Puedo preguntar qué son esas pastillas?

Sophie tragó la gragea torpemente, víctima del sobresalto. Tosió un par de veces, tapando el frasco dentro de su bolsillo. Estiró el brazo y tomó una receta en blanco desde el primer estante, nerviosa. Juraba que Marco ya había optado por ignorarla.

—Ya estás preguntando —contestó. Sabía que ésa era claramente su intención. Ella suspiró, sin mirarlo—. Xanazina. Hay una enzima que mi cuerpo no produce… es falla de origen. Carlos consigue el medicamento para mí en clínicas extranjeras. Cuando olvido mi dosis puedo sufrir jaquecas muy dolorosas.

Sentía pena de sí misma. ¿Por qué mentir de esa manera? ¿Qué tenía que encubrir? Lo cierto es que, en teoría, no estaba mintiendo, sino sólo omitiendo, voluntariamente, datos muy importantes. Como que esa enzima controla gran parte de la actividad neuronal… que si no la toma comienza a tener alucinaciones, a oír voces… que se la administran desde que tiene uso de razón, y que es una droga tan rara que no se vende en ninguna farmacia de barrio. Llega hasta su departamento, en cajas de veinte pastillas y envueltas en papel café tapizado con sellos, directo desde Francia. Carlos había arreglado esa encomienda para ella, el destinatario fijo, pero que jamás contenía remitente. «Si te faltan, yo las pido por ti», le decía su padrastro, reticente a darle más datos. Pero los chequeos anuales con la doctora Maturana, del Hospital Central, siempre terminaban por dejarla tranquila. Que estaba bien, que no descontinuara el tratamiento. Que confiara. Que Carlos sólo quería su bienestar, que lo hacía por su devoción hacia ella.

—Muy dolorosas… —pronunció Feliciano, curioso—. Como para perturbarte de la manera en que te vi cuando personas que desconocemos revolvieron tu maleta. Si buscabas las dichosas cápsulas y no aparecían, sentías que morías en el intento.

—Es una droga muy específica… no es fácil conseguirla —se defendió ella, tratando de ser categórica—. La he tomado toda la vida, no puedo dejarla así sin más. Pero Cal no lo sabe… cree que son aspirinas. No lo divulgues, ¿quieres? No tolero muy bien las miradas lastimeras.

Marco asintió sin mucha convicción, aún con la vista en el bolsillo de Sophie. Reflexionó un segundo.

—Urrutia se desvive por ti… la hija que la biología le negó. Haría las pastillas con sus propias manos si fuera necesario.

Ella sonrió a medias.

—Tu madre perdió dinero y prestigio por privilegiar tu educación… Fue un sacrificio sorprendente que, estoy segura, hubiera vuelto a hacer a ciegas si tú se lo pedías —meditó, con algo de tristeza. Hubiera querido decir lo mismo de la suya—. Siempre hay un poco de locura en el amor…

—«… y un poco de razón en la locura» —terminó el inspector. Se miraron.

—¿Hannibal Lecter?

Cal, dando unos pasos fuera de la cámara fría, se percató de la charla y trató de tomar el hilo. Había encontrado esas manchas de sangre que tanto quería en una de las camillas. Incluso había un par de huellas.

Dejó su daguerrotipo en una mesa cercana, y volvió para cerrar adecuadamente el portillo metálico.

—Nietzsche —corrigió Marco, bajando la cabeza.

Sin saber muy bien por qué, el paparazzi se sintió incómodo. Pudo percibir una extraña conexión entre sus dos interlocutores… un lazo invisible que podía no entender, pero que, ciertamente, lo excluía.

—¿De qué hablaban?

Ninguno de los dos respondió de inmediato. Sólo compartieron una nueva mirada cómplice, enseriando sus rostros. Sophie arrugaba el papel en sus manos.

—No es nada —dijo ella por fin.

—… Una «nada» muy importante, parece —advirtió Cal, comenzando a denotar su fastidio.

—Es simplemente una «nada» que no te incumbe —habló Feliciano, esta vez volviendo a su genio de costumbre.

Frunció el entrecejo como si quisiera amurriarse.

—Pues disculpen por no tener una madre ausente o sobreprotectora. Quizá así me incluirían en sus conversaciones.

El movimiento fue tan rápido que Sophie sólo reaccionó cuando oyó el golpe. Marco, tomando a Cal del cuello y elevándolo algunos centímetros sobre el suelo, lo azotó contra la pared. Los rodeó una gruesa nube de polvo y veneno para ratones, al compás del ruido de varios tubos de ensayo al hacerse añicos. Su gesto era de desolación más que de furia.

—Nunca… nunca vuelvas a referirte a mi madre en ese tono… ¿he sido claro?

—Cristalino —respondió Cal apenas, tosiendo con exageración cuando Marco dejó de asfixiarlo. Sophie temblaba levemente.

El inspector fijó la vista en su puño, en los dedos que habían aprisionado la garganta de un tercero, y luego la cerró con fuerza. Ella creyó ver en su suspiro el arrepentimiento amargo de quien actúa sin mucho juicio. Pero no se quedó a dar explicaciones. Cruzó la habitación en dos zancadas y desapareció tras la puerta. Cal seguía tosiendo.

—Es un desquiciado… ¡deberían encerrarlo!

—Tú lo provocaste, Cal. ¿Estabas espiándonos?

—No —dijo, seco. Sophie escudriñó su mirada. Lo creyó.

—No le des razones para golpearte.

Él subió la mirada, indignado.

—¿Y desde cuándo lo defiendes?

—No estoy de parte de nadie. No… no debiste decir lo que dijiste.

Terminó de levantarse y se cruzó de brazos.

—Pero tú no te ofendiste por lo que dije de tu madre, ¿o sí?

Sophie mantuvo el contacto visual por un par de segundos, pero pronto volteó hacia la ventana, perdiéndose en el paisaje verde. La voz de su padrastro no demoró en atormentarla.

«—No voy a decírtelo, no insistas. No quiero darte más dolor.

»—Dolor es la ignorancia… ¡¿Qué es lo que escondes?!

»—Sophie… tu madre está muerta. Yo estoy aquí, y tú estás conmigo. ¿Acaso no es suficiente?

»—Nunca lo fue… Nunca lo es…».

Cal tragó saliva imperceptiblemente. Pedir perdón no era una de sus mejores habilidades.

—Te veré en una hora —dijo, tomando su cámara desde la mesa contigua y saliendo por la puerta sin dirigirle la mirada.

Sophie no volteó.