Sin obituario
Y no fue tan verdad,
porque esos juegos al final
terminaron para otros con laureles y futuro,
dejando a mis amigos pateando piedras…
LOS PRISIONEROS,
«El baile de los que sobran»
—Van a asesinarnos a escopetazos y será sólo tu culpa —dijo Cal al cerrar la puerta y apoyarse en ella, increpando al inspector. Luego ayudó a Sophie a recostarse.
—Si les damos tu equipo como muestra de buena voluntad, quizá sean más amigables —comentó el aludido, mirándolo fijamente. Cal no se atrevería a desafiarlo, por lo que no respondió nada más. Atinó únicamente a sentarse junto a su amiga y resguardar su cámara bajo la chaqueta.
Caminando a una velocidad inusitada, los tres habían regresado al hotel sin cruzar palabras con nadie. Aquel recibimiento era suficientemente elocuente sobre sus intenciones. ¿Un pueblo perdido con pasadizos subterráneos? Más que King, eso parecía una novela de Julio Verne. A Cal no le sorprendería si, adentrándose en una de las desviaciones, llegaran al centro de la Tierra.
Pero no contentos con los nervios ya adquiridos, otro acto amedrentador se sumó a la lista. Tan pronto como Sophie cruzó el umbral de su habitación, llamó a gritos a sus dos acompañantes. Su maleta, en el centro, desplegaba su contenido en todas dilecciones. Revuelto, ajado, destruido. Alguien la había saqueado.
Cal fue el primero en entrar, demorando unos segundos en ofrecer una reacción útil. No entendía nada. Feliciano le siguió, pero tampoco aportó mucho; giró sus talones y revisó cada habitación vacía en ese piso, buscando al posible agresor.
Y ella, por su parte, comenzaba a marearse.
Ay, no, ahora no. No podía caer… tenía que controlarse. Las encontraría. Oh, Dios, calma. Calma necesitaba. De todo, todo lo que contenía su equipaje, sólo una cosa era insustituible: sus píldoras. Debían estar, tenía que buscarlas. Tenía que encontrarlas. Las encontraría, sí. Las encontraría.
Cayó de rodillas sin ser completamente consciente de que alguien estaba ahí con ella. Un espasmo ligero la tomó desde los pies hasta la nuca, y como pudo, se puso a gatas y movió, jadeante, los retazos de blusa que estaban a su alcance. «Bajo la ropa estarán —se decía—. Bajo la tela, escondidas. Estarán, ahí estarán».
—Estás tiritando —se preocupó Cal, acercándose, pero oía su voz tan lejos, a kilómetros… ¿Y si se habían llevado la Xanazina? ¿Y si se la habían llevado?
Después de infinitos minutos de búsqueda, en los que Sophie se desvanecía más y más, un sonido característico la volvió a la vida. Cal había levantado la maleta para observar los rasguños en el cuero, cayendo desde el forro un frasco amarillento, alargado, con una etiqueta blanca de instrucciones en francés. Rebotó un par de veces en la madera, agitando los pequeños óvalos en su interior, y rodó hasta los pies de Sophie. Sus ojos grises se llenaron de lágrimas.
—¿Eso buscabas? ¿Tus aspirinas? —Le preguntó el inspector, entre extrañado e irritado.
Cal también hizo un gesto de interrogación, pero ella no había respondido; tomó el frasco con sus manos gélidas, se lo llevó al pecho y susurró, apretando los párpados:
—Estoy bien, estoy bien, estoy bien…
Minutos después, y con la habitación ya algo más ordenada, Cal ayudó a su amiga a recostarse.
—Okay, éste es el recuento: sólo faltan tus galletas de avena, tu libreta… y mi bufanda —le anunció Cal, tomando su mano. No parecía lamentar demasiado su pérdida.
Deseando no haber representado jamás el papel de víctima frente a Feliciano, Sophie se reincorporó sobre la colcha.
—El móvil no era el robo, eso está claro —dijo el inspector, revisando el equipaje—. Usaron armas punzantes, dejaron un caos… es amenaza visual. Alguien quiere que nos vayamos.
—¿No me digas? —ironizó Cal, molesto—. Este sitio de locos intimidaría a cualquiera. Mira cómo está Soph.
Ella tosió, puso los pies en el suelo y caminó hasta la pared.
—Los ancianos no están en la casa… ¿lo notaron? —advirtió, intentando cambiar de tema. Su pulso continuaba acelerado, sus rodillas temblaban y la pastosidad de su boca comenzaba de a poco a ceder—. Apuesto que asistían a la reunión esa. A esta hora ya deben de saber mucho sobre nosotros.
—¿Qué tanto? —respondió Marco, indiferente—. No les hemos contado nada.
—Revolvieron mis pertenencias y desapareció mi libreta de apuntes. ¿Necesitas más indicios?
Por un momento, él descubrió entre líneas algo que no había advertido antes. Odiaba pasar cosas por alto.
—Se supone que eran hojas inofensivas. Sólo te vi hacer… «dibujitos» —indicó, moviendo sus manos en gestos totalmente innecesarios—. ¿Qué más había ahí?
Ella tragó saliva. No tenía ánimos de decir: «Supusiste mal, pues».
—Tengo dos libretas… En una dibujo, y en la otra… apunto —respondió, precavida—. La de dibujos la llevaba conmigo, la otra estaba en mi maleta. Si se la llevaron, sospecharán de todos modos. Ningún turista toma tantas notas sobre el pueblo que visita.
Feliciano levantó la mano unos centímetros, pero no demoró en devolverla a su lugar.
—Si escribiste algo que nos comprometa… Si entorpeces mi operación…
Cal se reincorporó en el acto.
—Eh, descuádrate, sheriff, no es tan difícil. Esa libreta es un detalle en el conjunto. Encontrarnos espiando es bastante para echarnos el ojo, ¿no?
Sophie se abstrajo un momento, y se sentó nuevamente en el colchón.
—Cal, cállate.
El aludido fijó sus ojos en ella, incrédulo.
—¡Te estoy defendiendo! ¿No es eso lo que querías?
—¡Chissst! —susurró, llevándose el dedo índice a la boca—. ¿Escuchan? Son pasos.
Fotógrafo y detective aguantaron sus respiraciones para oír lo que sea que Sophie había notado. Efectivamente. Alguien subía por la escalera de caracol.
—Ahora sí vienen a matarnos —sufrió Cal, volviendo a su sitio junto a Sophie, prácticamente aferrado al respaldo de la cama. Ella también hizo un gesto de pánico.
Marco gruñó entre dientes.
—¿Acaso le temen a dos viejos que apenas caminan?
Cal consideraba prudente dejar ese margen.
—Suelen ser los más tenebrosos en las películas gore.
Antes de que Sophie lo obligara a mostrar cordura y alejarse del dato trivial, Marco habló, caminando hasta la puerta.
—No estamos en un guión de cine B.
Cal abrió la boca, impactado de que su irritable acompañante tuviera conocimientos cinéfilos, pero no era el momento para conversar sobre aficiones. La puerta ya estaba abierta, dejando ver a quienes llamaban. No eran los supuestos, pero la suma de edades se mantenía.
Sophie tuvo algo así como un déjà vu. Acompañando al enjuto dueño del hotel, un hombre alto y grande dio un paso al frente sin pedir permiso. Marco lo reconoció inmediatamente como uno de los hombres que presidían esa extravagante reunión. Su contextura era especial, por no decir infrecuente; no era musculoso, ni tampoco grueso, pero sin duda era un humano que ocupaba mucho espacio útil. Simplemente, tenía mucha… masa. Su imagen general evocó en Sophie a un mítico alemán avecindado en el país: Paul Scháfer, mandamás de un lugar llamado «Colonia Dignidad», también al sur de Chile, y que escapó de la policía cuando se destaparon los abusos y crueldades dentro del predio. Esa misma mirada, tratando de ser encantadora, pero tan ajustada a las circunstancias que no alcanzaba a transmitir felicidad, era lo que estaba presenciando. Una cara vista tantas veces en el noticiario, en los boletines de Investigaciones, en la lista de los más buscados. Ahora estaba frente a ella, en el cuerpo de otro, en una situación distinta.
Eso esperaba.
—Necesito hablar con ustedes.
Su castellano no era tan bueno como el del anciano anterior, pero seguía siendo entendible. Los retazos de cabello blanco que caían sobre su frente lo acompasaron mientras desviaba la vista desde Sophie, pasando por Cal, hasta Marco, quien todavía sostenía la manija de la puerta. Este último echó el cuerpo hacia atrás y dejó el camino libre hasta la única silla de la habitación. El dueño de la casa no esperó a que lo obligaran a retirarse; estiró su brazo y cerró la puerta con un golpe seco.
—¿Usted sí puede decirnos su nombre?
Se sentó justo frente a él, sobre la cama, y abriéndose paso entre Cal y Sophie. El hombre no pareció entender a qué se refería Marco, pero movió la cabeza.
—Hermann Asmusen —respondió.
—Señor Asmusen…
—Tienen que irse —dijo él, tan seco y directo como si no hubiera notado que Marco había comenzado a hablarle. Éste ni se inmutó.
—¿Por qué? Sólo somos tres amigos disfrutando del aire limpio del sur.
Cal infló sus mejillas, simulando náuseas. No podía imaginar en qué dimensión desconocida él y Marco Feliciano podrían ser «amigos» e ir de vacaciones juntos. Sophie revolvía la misma idea en su cabeza.
—¿Qué hacen aquí? No son bienvenidos —lanzó el alemán, reiterando una frase cien veces dicha.
Ella estaba cansada de oírla.
—Nos mandaron llamar. ¿Los Carabineros no les han dicho nada?
—¿Quiénes?
—Los Carab…
El inspector tomó la mano de Sophie y la apretó fuertemente, logrando que no terminara la frase. No quería que lo hiciera.
—Supimos sobre los jóvenes que se han suicidado aquí —contó él, como si la noticia fuera la comidilla de la temporada en todos los rincones del país. Provocó una mirada de espanto en el extranjero—. Queremos ayudarlos.
—¿Supieron? No, no… nadie sabe. Nadie se preocupa.
—Pues por eso vinimos. Son muchos muertos en muy poco tiempo. —El hombre seguía negando con la cabeza—. Es algo que se debe investigar, ¿no cree?
—No, nada que envestigar —contestó, reutilizando la palabra recién emitida por Marco y que, al parecer, acababa de conocer—. Nosotros arreglamos todo. Se tienen que ir.
—¿Lo «arreglan»? ¿Cómo? Sólo queremos tratar de…
—Chile no ayuda, nunca ayuda —espetó, endureciendo aún más su voz—. Nos han olvidado. Todos nos han olvidado.
Por primera vez en la conversación, Marco pareció realmente interesado. Creía prever el rumbo que tomaría.
—Sabemos de la pobreza, las drogas y todo eso. Jóvenes en todo el mundo se suicidan por los mismos motivos, ¿sabe? No es tan malo reconocerlo —explicó Sophie, en el tono más moderado que pudo adoptar—. Busquen ayuda. Esto no tiene por qué seguir pasando.
—Queremos que termine —confesó, con cierta pena camuflada—, pero es problema nuestro. No necesitamos a otros.
—Entonces convénzame —le pidió el inspector, algo brusco, dada las circunstancias—. Convénzame de que no habrá más muertos y nos iremos de aquí. Si no, puedo llenar este lugar de policías.
—¡No! —exclamó, levantando los brazos, batiéndolos en el aire—. Policías no. No les incumbe… No se atreva —finalizó, grave, dando a entender que no estaba para juegos.
La terquedad del alemán comenzaba a exasperar a Marco, pero Sophie volvió a hablar antes de que él se lanzara en un ataque de contrapreguntas asfixiantes.
—Entendemos que estén resentidos por la poca ayuda que reciben. Le asombraría saber cuántas regiones del país están en la misma situación, igual de olvidados…
—Pero nosotros, dos veces —dijo, más triste que molesto—. Dos veces olvidados.
Feliciano entrecruzó los dedos de las manos.
—¿Olvidados por Alemania?
Hermann Asmusen irguió la espalda y arrugó la frente.
—Antes no tanto, ahora más. Traen provisiones cada mes, apenas alcanza. —Quiso suspirar, abatido, pero algo lo obligó a no evidenciarse. Carraspeó y volvió a su postura de «aquí, yo doy las órdenes»—. La patria es una sola, única. Ya vendrán a buscarnos —aseveró.
—¿Y cuándo los «dejaron»? —preguntó Cal, si bien no estaba muy seguro de poder entrometerse. De hecho, apenas articuló la primera sílaba, Marco ya lo estaba vetando con la mirada. El fotógrafo le hizo un gesto de inocencia y no dijo nada más.
—El tipo de construcciones en las que viven y la disposición de éstas no son de antigua data —explicó Marco, adelantándose—. Esta zona fue poblada por colonos europeos, por mandato del gobierno, entre mil ochocientos treinta y nueve y mil ochocientos cincuenta y dos, pero ustedes no son de ese grupo, ¿o sí?
El hombre negó.
—Marzo, mil novecientos cuarenta y seis primera piedra de Puerto Fake —dijo, haciendo memoria—. Barco Aida, del muelle a acá llegamos en carreta.
—¿Judíos buscando territorio neutral… o militares escapando de sus responsabilidades?
Cal iba a hacer un comentario frente a lo dicho, pero Sophie no lo dejó. Sabían que no eran judíos… Habían catalogado cada detalle de lo poco que alcanzaron a observar del extraño búnker que visitaron, así como la casa de aquella mujer, y no habían simbolismos concluyentes. Los judíos son grupos muy apegados a su creencia, lo evidencian en todo lo que hacen o dicen. No, éste no era el caso. Feliciano lo sabía. Sólo buscaba provocar a su interlocutor.
Y lo había logrado. Con una careta de falsa ofensa, el alemán irguió su espalda contra el respaldo de su silla.
—No estamos aquí por voluntad. Sólo nos quedaríamos un tiempo, hasta que las cosas se calmaran. No mucho, pocos meses. Pero han sido años. Y nos darían trabajo, pero no hay oportunidades. Nos avisarían cuando pudiéramos regresar, cuando la frontera fuera segura para partir…
Cal apretó los labios en un gesto de interrogación.
—La guerra terminó hace cincuenta años, señor Asmusen.
El viejo suspiró.
—No para nosotros.
Lentamente, detective, fotógrafo y perito voltearon para mirarse el uno al otro. Cal había oído sobre un estadounidense encontrado recientemente en ciénagas vietnamitas por un par de turistas; construyó una pequeña choza y vivía de la caridad de los lugareños. Aún vestido con su roído traje de batalla, lo primero que preguntó a sus connacionales fue: «¿Ya terminó la guerra? ¿Quién ganó?». Puerto Fake, tal vez, presentaba la misma burbuja: alejados de la fuente del conflicto, e ignorados por los foráneos que los recibieron, se enteraron del cese de las armas, pero no si las odiosidades habían finalizado de verdad. Entonces lo paralizó un retorcijón de estómago. En el fondo, sentía lástima por ellos.
La confianza difuminada en una ingenuidad ciega para con su patria conmovió a Sophie profundamente. Dejó los párpados a media asta.
—¿Y si no vienen a buscarlos? Otros más pueden morir mientras esperan…
Por la forma en que se levantó de su asiento, Marco supuso que el viejo daba la conversación por finalizada. Sacudió sus pantalones, estiró su camisa azul claro y ensayó un tono fúnebre.
—A veces pasa. Algunos deben morir para que otros vivan. —Les dio la espalda unos segundos, mientras caminaba hasta la salida—. Váyanse.
—No tenemos transporte —atinó a decir Cal.
Hermann Asmusen asintió.
—Eso no es problema.
Cerró la puerta suavemente. Sophie intentaba adivinar la expresión de su rostro mientras se alejaba por el pasillo.
—¿Van a arreglar nuestro auto? —desconfió Cal.
Sophie arrugó la frente.
—Parece que sí.
—De todas maneras no me iré —expresó Marco, relajando los hombros.
—Tampoco nosotros —dijeron los otros dos al unísono.
—Oh, es un alivio —ironizó. Luego volvió a su proceso mental—. Les interesa un carajo si alguien muere. No se molestan siquiera en hacer un obituario.
Sophie no lograba conciliarlo.
—Son muy recelosos. Las colonias extranjeras suelen ser así… apáticas, aglutinadas. Pero les está pasando algo grave. Deberíamos haberles dicho que somos de la Brigada de Investigaciones.
—¿Somos?
Ella evitó la mirada de Feliciano.
—Es un decir —corrigió, cansada de la dicotomía «Yo allá, tú acá»—. Se aíslan de todo y amenazan a cualquier extraño para que no piense en quedarse. Es algo así como un filtro de personas, para evitar una contaminación en su sociedad.
—Un Ku Klux Klan del nuevo siglo… Apasionante —murmuró Cal, casi escupiendo.
—¿Y los cuerpos? No tuve oportunidad de preguntarle sobre ellos…
—Si no les preocupan las causas de deceso, y no hay médico en la zona, pues irán directos al cementerio, ¿no? —opinó Cal. Sophie susurró un «posiblemente»—. Entonces vamos allá. Inhumemos.
La idea de armarse con palas y sacos para remover cuerpos de ataúdes podridos, en clandestinidad y sin tener un lugar donde examinarlos, no presentaba atracción alguna para ella.
—Primero encontremos el cementerio, si es que hay uno. Aquí no hay estándares… no me extrañaría que los enterraran en el patio de sus casas —continuó ella, subiendo la voz—. Pero el paradero de los cuerpos no es lo más sospechoso. No tienen trabajo estable, se mueren sus hijos, son ignorados por el país al que emigraron, añoran su patria… ¿por qué no se han ido? No sé qué pensarán ustedes, pero algo muy importante los ata aquí.
—Droga —afirmó Marco, sin reflexionarlo demasiado—. Por eso quieren que nos vayamos, temen que lo descubramos. Con eso se mantendrían en pie a pesar de su nula fuerza laboral. La cocaína no refinada puede suministrarles, por lo bajo, diez millones de pesos en un par de meses.
Sophie movió la cabeza.
—No lo creo. El narcotráfico funciona desde cualquier lado… ¿por qué aquí? ¿Por qué no hacerlo desde un lugar más hospitalario, que les ofrezca más comodidad? Es más importante… más grande que kilos de estupefacientes.
Una chispa en el cerebro de Cal pareció entusiasmarlo.
—¿Petróleo? ¿Minas de oro, de piedras, de minerales?
Marco lo pensó un segundo. Luego lo miró como si recién reparara en su presencia.
—Puerto Fake fue fundado por nazis… No sería raro —compartió, y Cal sonrió para sí, sorprendido de que el inspector coincidiera, por primera vez, con alguna de sus reflexiones—. En realidad, cualquier cosa que pueda venderse en ilegalidad.
—No nos consta que sean nazis —intervino Sophie, aguando la fiesta—. El símbolo en el lienzo «parecía» una esvástica, no era exactamente una…
—Yo creo que está claro —la contradijo Cal, cruzándose de brazos.
—Nadie ha preguntado lo que crees o no —lanzó el inspector, declinando el repentino buen ánimo de Cal.
—¡Es mi idea! —alegó el fotógrafo—. Bueno, de Paco, pero yo se las comuniqué a ustedes.
—Qué generoso. Sin embargo, ahora es mi teoría, y tengo razones para sustentarla.
—Compártela —pidió Sophie, sincera.
Marco la miró con desprecio.
—Por supuesto que no.
—Todos oímos al viejo…; no tuvo el valor para negarse. Y, aunque no estamos seguros, supongo que es importante abrirse a otras respuestas. Tal vez esconden a un militar que nunca se presentó al juicio de Nuremberg —especuló Sophie, ahora más interesada—. Es una posibilidad. Tú, por otro lado, lo dices como si fuera una certeza. ¿Qué pasamos por alto? Dinos tu teoría, nadie va a pelear tu crédito.
—Si lo haces, puedo ayudarte a corroborarlo —ofreció Cal, caminando hasta su maleta—. Puedo rastrear la lista de pasajeros de ese barco. Incluso, si la fecha que nos dio es correcta, te diré qué desayunaron esa mañana.
La risa forzada del detective sonó grotesca.
—¿Usarás tu bola de cristal?
—No —respondió él, tranquilo—. Google DemandNet.
En menos de un minuto, salió de la habitación y regresó con su preciado equipaje a cuestas. Arrodillándose junto a la cama, lo dejó sobre el colchón y los otros se acercaron a mirar.
Tomándose todo el tiempo necesario, introdujo una contraseña de cinco dígitos en unas ranuras al costado. Lo abrió con delicadeza, sacó un par de delgados guantes de cuero desde un bolsillo escondido, e hizo crujir sus dedos. Como si manejara material nuclear, sacó del interior un portátil gris sin marcas. Con una agilidad digna del personal de la NASA, comenzó a teclear sin que Sophie descubriera cómo lo había encendido ni de dónde había adquirido señal.
—Google… es un buscador de páginas web no muy sofisticado. Y necesitas conexión a Internet, ¿no? Dudo que aquí la haya —desconfió ella, suspicaz.
Sin alejar la vista de la pantalla, Cal levantó una mano para disuadir.
—Primero: no necesito la presencia de una compañía de cable para acceder a Internet. Incorporé una tarjeta inalámbrica que me permite comunicación fluida con el satélite más cercano, que está, en este momento, a quinientos doce kilómetros de distancia de la Tierra, orbitando a una velocidad de unos veintisiete mil kilómetros por hora, aproximadamente… y acercándose. En todo caso, veré si puedo llegar al tejado. Ahí tendría una conexión óptima. —Marco abrió sus ojos oscuros al máximo, igual de escéptico, pero como demoraba en hacer uno de sus típicos comentarios, Cal se apuró en proseguir—. Y segundo, no, no hablaba de ese Google, pero lo administran los mismos creadores. DemandNet es una red de asociación particular entre computadores de alta potencia. Sólo una elite accedemos a ella… y a su contenido. Desde recetas de cocina hasta información clasificada de la CIA.
El inspector pudo, por fin, pestañear.
—Y con esa red tú puedes…
—… decirte muchas cosas —explicó Cal, sonriendo tontamente y desviando un ojo fugazmente hacia quien le hablaba. Pronto regresó al tecleo, y en apenas un par de minutos de búsqueda, creía haber dado con el cometido—. Decirte, por ejemplo, que el barco Aida desembarcó en puerto chileno el doce de marzo de mil novecientos cuarenta y seis a las quince y cuarenta. Asmusen no mintió… no en eso, al menos.
El espectacular manejo de su amigo en temas tecnológicos no era novedad para Sophie, pero nunca dejaba de sorprenderse. Solía oírlo balbucear sobre tal o cual nuevo aparatito de colección cada vez que hablaban, si bien ella intuía que su amigo no gozaba aturdiéndola con temas que no eran de gusto común. Sin embargo, ahora y ahí, nunca un computador le había parecido tan atractivo.
—¿Lista de inmigrantes? —preguntó ella, acercándose a la pantalla.
—Completa. Cincuenta y una personas, incluidos los niños. Nombres, apellidos, ciudad de procedencia, estado civil, situación política a la fecha…
—Dámelos —exigió Feliciano, también acercándose. Cal sonrió más ampliamente.
—Sobre mi cadáver —respondió, cerrando su computador a paso veloz—. No los tendrás si no me dejas participar.
—¡Extorsión! —reclamó el inspector, iracundo—. «Sobre mi cadáver», ¿no? Es fácil. Te asesino, te entierro, y como aquí nunca viene nadie, pues nadie te llorará. Y de paso, utilizo tu computador para mis fines.
—Inténtalo, Matasantos —pronunció Cal, si bien temblaba de miedo—. Torr funciona con sensor de tacto. Acabo de cerrarlo, y cuando trates de entrar al sistema, te pedirá una contraseña de quince dígitos. Necesitarás dos siglos para descifrarla.
El aspecto del inspector, cada vez más hinchado y jadeante, podía confundirse con esos toros enfurecidos que debía sortear Bugs Bunny en sus memorables cartoons.
—¿Me estás provocando?
—¿Tu computador se llama Torr, como la unidad de presión? —habló Sophie al instante, intrigada y divertida a la vez.
Cal no sabía a quién responderle primero.
—No, como el héroe de cómic —confesó, algo ruborizado. Volteó en el acto hacia quien terminaba el trío—. Y no, no te estoy provocando. Te estoy ofreciendo mi ayuda. ¿Cómo eres tan obtuso para no entender algo tan simple?
—Pues aquí te va una simpleza: eres-un-recogido —le dijo, molesto—. Si no fuera por mi grandiosa generosidad, no habrías puesto un pie en este pueblucho. Piensa en eso antes de desafiarme.
Hubo un breve momento de silencio en el que sólo podían oírse sus respiraciones envueltas en expectación. Como era de esperar, fue Cal quien volvió a intervenir.
—Los datos están aquí. Son tuyos… si quieres. Tengo un amigo o colaborador en cada país del planeta —afirmó el paparazzi, muy confiado y orgulloso de su red filial. Dio un par de palmadas en su portátil, acariciándolo después—. No hay ningún lugar adonde este bebé no pueda llegar. Y aun si yo no encontrara lo que buscamos, otro me lo diría. En tiempo récord.
Feliciano se apoyó en el marco de la cama.
—Eso es ciencia ficción —juzgó él, tajante. No lo convencerían de lo contrario.
—Algunos lo llaman «tecnología del siglo globalizado» —se atrevió a corregir. Suspiró—. Pruébame.
Feliciano movió los labios en todas direcciones. Le parecía tan improbable como la existencia del Hombre de las Nieves, pero pronto aceptó el reto que la mirada convencida de Cal le estaba proponiendo. No perdería la posibilidad de humillarlo, aunque fuera en un jueguito sin importancia.
—Afganistán.
—Ufíf… muy de moda. Aref Mussadiq. Tiene en su habitación una foto de Bush como objetivo lanzadardos.
—Malta.
—Una república para conocer en dos días. Y dos días aburridos. Evarist Debono, júnior en una casa de aristócratas venidos a menos pero con sueldo suficiente para costear un notebook Acer Ferrari 4005. Lo esconde bajo su cama.
Marco tosió para que se callara. Los datos anexos eran completamente prescindibles.
—Georgia.
—Soy adicto al Khachapuri… plato típico. Unos tallarines rarísimos, pero saben muy bien. Eider Demetradze, diseñador de profesión y entusiasta amateur en saltos Benji. Una vez viajó hasta Galápagos y casi se mata cuando…
Ahora lo interrumpió con un bufido. El inspector claramente no tenía tiempo para ese tipo de anécdotas.
—Níger.
—Cuna del árbitro que nos echó a perder el partido Chile-Italia en el mundial de fútbol de mil novecientos noventa y ocho, ¿se acuerdan? Un tal Bouchardeau. Pero él no es mi contacto. Es Tadja Atariku. Trabaja artesanía en arcilla y chatea los sábados en grupos eróticos. Mezcla inglés con el zarina, su lengua natal, pero se hace entender.
Marco restregó su oído derecho con impaciencia, mirando hacia la pared. De seguro estaría estrujando su cerebro en busca de otro país, aún más recóndito o desconocido.
—Desiste, no vas a encontrar la grieta —le sugirió Sophie, con una sonrisa de triunfo que su amigo compartía. No obstante, Marco juntó sus manos en una especie de aplauso y movió las cejas.
—Cuba…
Sophie pestañeó. Diablos, eso es otro tema. Cuba es la complicación en temas cibernautas. Internet allá es tabú, la prohibición de prohibiciones. No hay accesos públicos, ni mucho menos está contemplada en programas educaciones. Si por alguna razón extrema alguien debe conectarse, primero hay que llenar un sinfín de papeleo. La autorización pasa por diez escrutadores distintos.
—Crees que me tienes, ¿no, superdetective? —pronunció Cal, sin perder la sonrisa. Había demorado más de la cuenta en contestar, lo que dio a Marco la opción de creer que había ganado el desafío—. Debo reconocer que fue un lugar particularmente difícil. Pero en fin, aun en esa isla, están ansiosos por conectarse. De ella, eso sí, me reservaré su identidad. No sería prudente divulgarla; arriesga mucho comunicándose conmigo. Sólo te diré que cena todos los días con nuestro amigo Fidel.
Marco forzó una carcajada hiriente, alargando el rostro.
—Es muy fácil inventar todos esos datos.
—Sólo está en ti comprobar si son ciertos —lo instó Sophie, cruzándose de brazos—. Nos necesitas de todos modos. Necesitas la información que Cal pueda recabar, necesitas mi experticia médica para lidiar con los cuerpos… si es que tenemos acceso a ellos. Quieres hacerlo solo, pero no puedes, así que procedo a detallarte las soluciones. Son dos. O te resignas a que colaboremos libremente…
—En antecedentes y teorías —se apresuró a agregar Cal.
—…en antecedentes y teorías —completó Sophie—, o te olvidas y te quedas solo aquí. En lo que a mi respecta, pelearme con un grupo de tercos colonos por una tragedia de la que no quieren ayuda es un desgaste sin sentido. Tengo mejores cosas que hacer. Cal, por su parte, sólo está en Puerto Fake por las fotos. Regresará conmigo a la capital así las tenga o no.
El aludido no pareció muy de acuerdo con la última parte, pero prefirió omitir la divergencia en pos de la tregua que intentaban alcanzar. Feliciano descansó los codos en las rodillas, usando una mano libre para rascarse el brazo. La herida que se provocó en el descontrolado viaje hasta ahí estaba cicatrizando.
—Te mueres por saber qué está pasando; no te irás sin los detalles —la desafió Marco, esta vez mirándola hacia arriba.
—Es cierto, pero no determina mi vida completa. Todos los días hay algún nuevo caso sin resolver en la puerta de mi oficina. Puedo irme de aquí, y no me detendrás.
—No, no lo haría —le confirmó, sin indicios de querer ablandar la conversación—. Pero dime, querida Deutiers… ¿En qué te irás? ¿Pedirás prestado el furgón de Carabineros?
Estaba sacándola de quicio.
—A pie, no importa. No me tientes.
Podía ser odiosamente terca, lo conocía como uno de sus peores defectos, pero no quería ablandarse. Él cerró los ojos, bajó la cabeza y revolvió su corto cabello. Aclaró la garganta con fuerza.
—Está bien, haremos esto —dijo, mostrando las palmas de las manos—. Sabes que necesito tu cerebro, por algo te recluté. No te hagas la víctima y todo irá mejor. —Volvió a toser—. Aunque tu amigo es un estorbo, su caja de metal puede serme útil, lo admito. Entonces, pensando en el buen desarrollo de mi caso y su pronto cierre para poder irme de aquí lo antes posible, quedaremos así: ok, pueden jugar a los detectives. Son ustedes los que hacen el ridículo. Sin embargo, todo lo que realicen, y me refiero a t-o-d-o, deberán consultarlo primero conmigo, comumeándome después, por supuesto, cualquier ilusoria conclusión que aventuren. Me informarán de cada movimiento neuronal, y yo determinaré si sirve para algo. Es mi última palabra.
Las mejillas ardientes de Sophie evidenciaban su furia contenida. Preparaba un discurso extenso sobre desdeñosos y cargantes, derechos civiles y estudios realizados, pero la voz de Cal lo redujo a nada. Ya había decidido por los dos.
—Trato hecho.
Sonrió a medias y estiró la mano hacia él, esperando, con absoluta esperanza fatua, que Feliciano la estrechara. Como era de esperar, no hizo siquiera el amago de acercarse, pero Sophie entendió pronto que no tenía que ver exclusivamente con sus aires de superioridad. Estiraba su cuello cada vez más sobre el hombro de Cal, tratando de ver tras él. Tratando de ver por la ventana.
—¿Qué sucede?
El se levantó, impulsándose con ambos pies. Caminó, se afirmó en la baranda y pestañeó. Algo lo había distraído.
—¡Eh! —gritó, y a juzgar por la forma, tanto Sophie como Cal se asomaron a ver.
Parecía importante, y lo era. Con cara de persecución, y semiescondida tras un árbol de tronco grueso, una conocida mujer de ojos tristes alzaba la vista hacia el piso superior.
Feliciano no lo pensó. Hizo a un lado a Cal con violencia, se esfumó tras la puerta y corrió escaleras abajo. El pasillo que bordeaba el salón conducía al jardín que Sophie podía apreciar desde su ventana. Los otros dos lo siguieron de cerca.
—¡Oiga, usted! —le gritó Marco nuevamente, logrando que aquella señora suspendiera su huida. Aminoró la marcha, se detuvo a unos pasos de ella y se apoyó en sus rodillas para recuperar el aliento—. Sólo queremos ayudarlos, ¿sabe? Resolver esto, apresar al culpable. Que no muera nadie más.
Sus ojos seguían acuosos, tal como la habían encontrado hacía una hora, cuando interrumpieron en su casa al salir del túnel. Esa mirada de tristeza era en ella, al parecer, un signo perpetuo, juzgó Marco en un sondeo fugaz.
—Ellos no quieren… su ayuda, no quieren —negó ella, moviendo la cabeza en pequeñas sacudidas mientras miraba las hojas del suelo.
Sophie trató de mirarla a los ojos.
—Señora… perdón, ¿cuál es su nombre?
—Meyer…
El gesto exagerado de Cal era absurdo a esas alturas. Familiar de una de las víctimas… sí. Marco había continuado la conversación aun cuando ya supiera que hablaba con una fuente directa del caso.
—Señora Meyer —la llamó él, sin esperar a oír su nombre de pila—, tienen que aceptar la ayuda de alguien.
—Puede que no de nosotros, pero quizá de autoridades de su país —intervino Sophie, dando un paso por sobre Feliciano. La mujer seguía negando—. ¿Tampoco eso?
—No, no… esperan el siete, el siete —dijo ahora, con un énfasis algo paranoico. Estiró las manos y escondió tres dedos en uno de los puños. Siete, siete…—. Se muere el siete, y nadie más. Hasta el otro ciclo. Varios años… no tantos. Sigue y sigue. Siete cada vez. Se mueren siete y ya no se mueren más.
Feliciano la tomó del brazo, pero ella saltó por el contacto y retrocedió un par de metros. Sophie lo regañó en voz baja por su brutalidad, y de un golpe en el pecho lo obligó a alejarse. Ella misma haría las preguntas.
—Entonces, ¿no es la primera vez que pasa? ¿Han muerto más de los suyos?
Cal sacaba sus propias cuentas.
—«Siete en cada ciclo»… ¿Qué ciclo? ¿Meses, estaciones, años…?
—¡No la agobies! —le gritó Marco, lanzándole una piedrecilla. En lugar de proteger su cabeza, el paparazzi prefirió proteger su cámara. El inspector entornó los ojos—. Reevalúa tus prioridades —añadió en un susurro, apuntando a su sien con el dedo anular. Cal le dio la espalda.
—Nunca viene nadie, echan a los forasteros… viven con miedo, vivimos —prosiguió, hablando en distorsiones de tono y volumen, lo que hacía muy difícil comprender su diálogo, sin contar el obstáculo que presenta la pronunciación del castellano en boca de una alemana—. Pero ustedes pueden, podrían… tú puedes —dijo de repente, caminando hacia Sophie. Se estremeció al contacto con ella; la mujer tomó la cara rosácea de la perito entre sus manos, inusualmente arrugadas para alguien de su edad—. Tú puedes… libra. Eres libra. Tú puedes ayudarlos.
Sophie lo pensó dos veces antes de contradecirla. Podían perder el resto de su declaración.
—En realidad, soy virgo —corrigió ella, sonriendo a medias.
La mujer esperó un segundo antes de alejar sus manos de las mejillas de Sophie. Pero no perdió el contacto visual, misteriosa.
—¿Estás segura?
Sophie no supo qué hacer o decir, salvo congelar todos sus movimientos, sin despegar los ojos del rostro triste pero transparente de quien estaba frente a ella. ¿Qué quería decir con eso?
Marco movió los pies sobre las hojas secas, provocando un ruido que las sacó de su ensimismamiento.
—Esta charla esotérica es realmente fascinante, pero creo que nuestro tema es otro —punzó, sardónico.
—Los ciclos son lunares, entonces —concluyó rápidamente Cal, al suponer que la señora Meyer estaba involucrada en esoterismo, tal como el detective había insinuado tan «amablemente»—. ¿Eso influye en los suicidios?
La mujer subió la mirada e hizo una mueca muy extraña al oír la palabra «suicidios». Marco entendió al instante.
—No es eso… Los asesinan, ¿verdad?
Sus ojos, esta vez, evidenciaron las decenas de lágrimas que se le agolpaban. Su mentón tembló.
—Ellos quieren… queremos… eliminarlo, pero le temen —confesó, ahora tiritando de pies a cabeza. Sophie estiró el brazo, queriendo confortarla, pero ella evadió el gesto.
—¿«Le temen»? ¿A quién?
Su boca, húmeda de gotas, se torció para decir algo, al parecer, elemental.
—La luz…
Los tres santiaguinos se miraron, absortos, y aunque Sophie pensó en un montón de respuestas posibles, no pudo corroborar ninguna. No muy lejos de ellos, se oyó el galope acelerado de un par de caballos. Ante eso, la mujer abrió los ojos al máximo, espantada. Miró en todas direcciones, luego a sus interlocutores, y corrió en dirección opuesta, como si recién se hubiera percatado de que estar ahí era una osadía que algunos no estaban dispuestos a tolerar.
Surcó árboles y enredaderas hasta que Sophie la perdió de vista. Esperaba volver a verla… Con vida.