Errores de fe
There’s no regard for life,
How do they sleep at night?
How can we make things right?
GOOD CHARLOTTE, «We Believe»
El día estaba oscuro, y el viento le congelaba la nariz y los dedos. Parecía un día típico de invierno, con una gran nube gris sobre sus cabezas. Debió resguardar su cuerpo estrechamente bajo la chaqueta, dejando apenas espacio para sostener un lápiz y una libreta; la sensación térmica le adormecía las orejas. Pero estaba alerta, despierta. Sin importar el frío, la hipnotizó el entorno natural.
A pesar de ser un pueblo escondido en una geografía abrupta, al alero de una encrucijada de montañas grises, muy rectas, uno de los cerros se convertía inmediatamente en el principal. Cual gigante que rige lo que es suyo, no había lugar en todo d caserío donde éste no se apreciara en magnitud. Su vegetación y quebradas daban muestra de sus años, del tiempo que había presenciado y alimentado, aunque, según Sophie, no se quejaba. El viento lo golpeaba y él sonreía; los hombres lo dividían para hacer túneles y caminos, y él se alegraba de ser útil. Había presenciado muertes enterradas en la impunidad.
No era fácil observar sin actuar, beber y no sentir el sabor. El cerro era partícipe, pero sólo esperaba. No podía involucrarse. Gozaba con cada huella en sus senderos, con cada gota de nueva lluvia, y, aunque anhelaba una complicidad que dolía, no cuestionaba. Y sonreía. Le parecía que sonreía.
—Acantilados y rocas filudas… ideal para morir —murmuró Cal, recorriendo el ecosistema inmediato a través del lente de su cámara.
Sophie prefirió no contestarle. Tanto ella como el inspector seguían observando lo que les parecía un escenario imposible. Y no se referían a la vegetación o los cerros imponentes. El pequeño caserío de Puerto Fake tenía la disposición más extraña con la que se habían topado jamás.
Sólo la luz del día les dio la posibilidad de notarlo. El hotel donde se encontraban —o, bueno, «una casa muy muy grande», eufemismo barato según Marco— les permitía una vista cercana hacia el pueblo, ya que éste se emplazaba en un lugar semihundido y ellos se encontraban a mitad de una colina. «Terreno pantanoso», opinó el inspector rápidamente, aunque, como Sophie pudo cerciorarse después, hablaba consigo mismo y no con ella. Dejó de preocuparse por su tozuda indiferencia y sonrió a medias; tarde o temprano necesitaría su ayuda, su visión experta, su opinión profesional. Estaba dentro de la investigación lo quisiera o no. Lo dejaría fluir.
Volvió a su punto inicial de interés y enfocó de nuevo. Tomó nota mentalmente y revisó en silencio cada detalle que podía recordar sobre sus clases escolares de Historia. ¿Qué estaba viendo? Sabía que, por las accidentales condiciones del paisaje, muchos pueblecillos debían construir sus casas en las laderas de los cerros, cerca de los ríos o donde la naturaleza se lo permitiera, quedando, a simple vista, organizaciones más bien desordenadas… pero esto era un extremo, el otro extremo, risible. Incluso dudó de si lo que veía era objetivamente posible.
Todas las casas —a ras de piso, y no palafitos, como era usual en la zona sur— estaban ubicadas en dos líneas perpendiculares. El pueblo era una verdadera L… o una V, si se miraba desde otro ángulo. El terreno parecía dibujado con escuadra, establecido y calculado al milímetro. ¿Qué urbanista cometería la locura de aconsejar esa disposición en un terreno tan desigual?
—Es como estar en otro país, ¿no? —habló Cal otra vez, aún sin despegar su ceja del visor.
Ella asintió, mirándolo. Prefería decir incoherencias a esperar que otro iniciara la conversación. Conocía cuánto detestaba los silencios. Marco hizo un sonido de displicencia.
—¿Qué payaso obligaría a la gente a montar un pueblo en una posición tan ridícula?
Sophie sonrió de nuevo. Su misma idea… distintas palabras.
—Si es que hay gente ahí… —desconfió, sacando a relucir sus limitadas dotes artísticas para hacer, en su libreta, un dibujo de lo que presenciaba—. No se ve a nadie.
El que bufó ahora fue Cal.
—Son las seis y media de la mañana. ¿Qué esperabas?
Ella no se movió.
—Algunos estamos habituados a madrugar —espetó, sin despegar los ojos de su pequeño mapa a escala—. Además, la vida fuera de la capital suele ser así, sobre todo en el extremo sur. Comienza más temprano y termina antes, pues las horas de luz natural son escasas. A las cinco parece que sean las diez.
El fotógrafo se encogió de hombros.
—Prefiero empezar tarde —contestó, en un tono levemente infantil. Pronto volvió a envolverlos el silencio; Marco y Sophie estaban muy concentrados en sus propios pensamientos. Cal tosió, determinado a continuar la charla—. Mientras dormía me sentí como en un refugio contra ataques nucleares…
Sophie subió la vista desde su libreta. El inspector volteó por primera vez.
—Las ventanas estaban bloqueadas —corroboró él, mientras Cal asentía. La perito también lo había notado.
—Pero no todas —puntualizó—. Había dos en mi habitación; una hacia el cerro y otra hacia el jardín. Sólo la primera estaba cerrada con postigos gruesos de cierres metálicos. Fue imposible abrirla.
—No fueron hechas para abrirse —dijo Marco—. No tienen bisagras.
—Ah, ¿no? —balbuceó Cal, rascándose la cabeza—. ¿Y para qué harían ventanas con postigos que no se pueden abrir?
—¿Será para que no se abran? —se burló Marco, ácido.
—Usa tu alemán, le preguntas a la dueña de casa y sales de dudas —opinó Sophie, encarando al inspector en defensa de su amigo.
—Natürlich —respondió él, aunque en voz baja y dirigiendo su mirada nuevamente al horizonte.
Ninguno de sus acompañantes se molestó en traducir sus palabras.
—Y entonces… —comenzó Cal, fingiendo un bostezo—. ¿Vas a contarnos qué te dijo Gutiérrez?
Marco refunfuñó.
—De nuevo con lo mismo. ¿Te enamoraste de él acaso?
—Es más atractivo que tú, eso seguro —le contestó, asqueado—. Sólo quiero saber, ¿está bien? Puede ser información importante.
—Y si así lo fuera, basta con que yo la maneje —pronunció, tratando de dar el tema por cerrado.
Sophie dio signos de estar de acuerdo, frente al asombro de Cal.
—Estás en tu derecho, tú eres el inspector —expresó, tranquila—. Tienes el poder de dejarnos con la duda eterna. Sin embargo, será únicamente en tu desmedro.
—Desmedro… —repitió él, apretando los labios. Deseaba escuchar el desvarío a continuación.
—Si no sabemos qué terreno estamos pisando, podemos dar un paso en falso y echarlo todo a perder. ¿Cómo saber qué es lo correcto, qué decir, cuándo? Si malogramos tu investigación será sólo culpa tuya. Tuya, tuya.
A Marco Feliciano le rechinaron los dientes. Era un buen punto, pero no le daría crédito público. Lo pensó varios segundos, hasta que se dejó oír.
—No te acostumbres.
Sophie sonrió, triunfante, pero apagó su ánimo por respeto al sacrificio que había significado, para él, ceder de esa manera. Aunque no mereciera ese respeto.
—Bueno… ¿qué dijo Gutiérrez?
Marco chasqueó su lengua un par de veces.
—Esos carabineros no sabían nada, pero los altera la ignorancia. Casi no se enteran de qué ocurre y qué no en Puerto Fake, pero me prohibieron terminantemente entrometerme en sus asuntos. Que lo pagaría, que está fuera de mis atribuciones. Y ese tipo de amenaza —enfatizó, ahora mirándolos de frente— sólo aparece cuando hay tráfico de drogas o armas de por medio. Así que ya saben qué hay que buscar.
Sophie suspiró.
—Ya resolviste el caso, ¿no? —le dijo, como si le tuviera lástima—. Todavía no sabemos lo que ocurre. Te caíste una vez por especular, no lo olvides. O puede que tu memoria no funcione a corto plazo.
Cal rió entre dientes. Por altanero, le restregarían el asunto de la regla treinta y uno de por vida.
—Lo que sí recuerdo —dijo Feliciano, acercándose ceñudamente a Cal, que cesó de reír— es que aún no accedo a esa información tan importante que sólo tú manejas.
Cal dio un paso hacia atrás. No quería empezar a sudar.
—Soph ya te habló de las fotos…
—Sí, sí… pero qué más…
—¿Te dijo que son en color, desde ocho ángulos distintos…?
Marco dejó de pestañear.
—¿Estás burlándote de mí? —preguntó, ahora más amenazante que antes—, Deutiers, dime que tiene algo más que eso.
—Tiene más que eso —moduló, autómata. Así no convencía a nadie.
—O lo verás rodar por ese barranco.
El paparazzi volteó, fugaz. No era un barranco muy amigable.
—Tengo un nombre… no, no. Un apellido. Meyer. Un carabinero se lo dijo off the record… que había sido el primero.
—Gutiérrez comunicativo… No me convence la imagen.
Sophie se abstuvo de resoplar. Marco se cruzó de brazos, esperando. Para presionarlo, movió de nuevo la cabeza hacia la caída de tierra. Cal asintió frenéticamente acto seguido, levantando las manos.
—Está bien, está bien. Sólo tengo un dato más. —Tragó saliva—, Paco, el que sacó las fotos, dijo que vio nazis.
El inspector permaneció quieto.
—¿Nazis?
—Cuando no entendí nada de lo que la anciana nos dijo, me acordé de ello y supuse que era alemán. Ellos pueden ser nazis también —insinuó, pero ante la mirada odiosa del inspector, prefirió proseguir—. Bueno, en realidad sólo vio a un viejo con un desgastado traje de guerra… y que tenía una esvástica en el brazo —especificó, para luego subir la mirada. Feliciano estaba pensando—. Lo vio, según él, emerger del suelo, como los topos… y que iba con otros dos. Me lo juró de rodillas.
—¿Emerger del suelo? —repitió el inspector, en un grave tono de burla—. Ahora sí me estás tomando el pelo.
—¡Claro que no! —negó, algo histérico por creer que lo había ofendido—. Lo juro… Paco no me mentiría, lo conozco desde hace mucho tiempo. Tampoco entiendo a qué se refería exactamente, pero ¿no vinimos a eso? ¿A investigar?
—Yo vine a eso —corrigió Marco, seco—. Y ya veremos qué tanto te quedarás. Si descubro que es una patraña, te devolveré a tu madre en una lata de conservas.
—Es justo —balbuceó, aterrado, moviendo la cabeza aún en un gesto afirmativo.
Sophie no atinó a más que ofrecerle una semisonrisa. Cerró su cuadernillo con forzado estruendo y suspiró.
—Muy bien, ya estamos al día. No sé ustedes, pero yo no vine a perder el tiempo. Voy al consultorio, policlínico o lo que sea. ¿Alguien más?
Cal levantó la mano que sujetaba su daguerrotipo.
—No me lo pierdo. Todavía puede haber manchas en las paredes.
El inspector respondió dándoles la espalda. Ya había comenzado a andar.
—Haz lo que mejor te parezca; de todas maneras debes darme un informe de tus avances al final del día. Yo voy a explorar el resto del pueblo, a ver si encuentro un par de topos.
Sophie no dijo nada en retorno. Lamentablemente, debía informarle sí o sí sobre su trabajo. Y Cal, indefenso, tampoco alegó. No podía pedir que el Matasantos creyera en su historia sin discutir.
Desde donde estaban, un sendero natural los llevaba hacia la orilla de la zanja que se convertía en río, y a partir de ahí, bastaba bordearlo para llegar hasta las decenas de casas dispuestas en L. Diez minutos a pie, como máximo. Sophie hubiera deseado seguir recorriendo… podía oír la cascada a unos pocos metros. Pero debió conformarse con el sonido. No era el momento para hacer turismo.
Se detuvieron más de lo necesario al comienzo del camino. Era una calle larga, angosta, de tierra húmeda y maleza sin recortar. Un cerco rudimentario señalaba uno de sus costados, hecho de leña de alerce. Cierto terreno en pendiente comenzaba justo unos centímetros después, por lo que la verja actuaba, más que como límite, como salvaguarda de despistados y recién llegados. Al menos Cal entendió al instante que no debía saltarla.
Lo realmente curioso radicaba en el otro costado del sendero. Construidas en serie —tal como se podía especular vistas desde lo alto—, una hilera de casas, todas muy juntas unas de otras, simples, de un piso, mostraban lo que intentaba semejar un patio trasero. Pero no había límites entre ellas. Marco se puso de puntillas y movió la cabeza; desde ese punto del camino, podía apreciarse buena parte de la otra hilera de casas, la que se unía a la primera en forma perpendicular. Y no había mayores discrepancias. Un poco más abajo, siguiendo por el sendero natural, podían verse pequeños terrenos cultivados, otras construcciones dispersas entre los árboles frondosos y unos cuantos animales pastando a la orilla del río, que se perdía tras un pequeño cerro. Ahí debía de abrirse y desembocar en una suerte de lago, donde estaba la cascada. Y no había nada más. Eso era Puerto Fake.
Al igual que la estrecha morada de los carabineros, aquí tampoco había color. Las fachadas de madera, clonadas sin más, no se distinguían una de otra por distintos tipos de plantas en maceteros, cortinas atonales, veletas originales o buzones extravagantes… incluso no eran capaces de diferenciarlas siquiera por la numeración. Pues no había. Cada puerta era igual a la siguiente, cada tejado similar en caída y textura. Nada transmitía movimiento o calor. Olía a depresión estancada. Nada comunicaba que efectivamente alguien anidaba en esos metros cuadrados, que varias familias forjaban sus vidas ahí, en ese pueblo cuasi fantasma, en ese lugar eternamente nublado y triste. Triste en toda esquina.
—No sé por dónde partir —fue la primera frase que escapó de los labios de Sophie.
Cal se rascaba la cabeza.
—Tras esas casas de allá, hay más del pueblo… Detrás de esos árboles. Ahí debe de estar el consultorio.
Comenzó a caminar incluso antes de terminar la frase, mirando todo a través de su cámara, y Sophie iba tras él. El inspector no se despegó demasiado.
—Podríamos ir a una de las casas y preguntar, ¿no? —sugirió Sophie, ya a mitad de lo que arbitrariamente habían denominado «avenida central». Feliciano curvó una ceja.
—Veamos qué tan poco cooperativos son.
Adelantándose, apuró el paso y se detuvo frente a una de las puertas. Enderezó el cuello y tocó.
—Golpea un par de veces más. Ya viste que no están acostumbrados a las visitas —dijo Cal desde atrás.
Marco no se molestó en voltear, pero pasaron los segundos y no se oía movimiento. Tocó más fuerte esta vez, rebotando los nudillos en la madera nativa, y la puerta se abrió.
No había nadie detrás. Al parecer, quien fue el último en salir no se acordó de cerrarla. El inspector se inclinó un momento y justificó su sospecha: no había cerrojo. Si la sensación de arquitectura en serie era correcta, todas las casas estarían en las mismas condiciones. Sophie se acercó a ver, rozando la manija con los dedos. «Las sociedades seguras de sí mismas y con delincuencia cero no necesitan rejas ni aldabas», opinó ella, encogiéndose de hombros. Pero Feliciano no se quedaría con eso. Sin llamar o alzar la voz para denotar su presencia, empujó la puerta con un pie, receloso de lo que encontraría dentro. La perito observó primero desde la ventana: los sillones mullidos y los ovillos de lana junto a un tejido a medio terminar avivaron su confianza en un ambiente más acogedor del que creían. En lugar de chimenea, había un brasero a los pies de una cocinilla. Una tetera desgastada temblaba sutilmente sobre ella, lo que transmitía la existencia ineludible de alguien ahí, o que al menos estaría por regresar. Pero Marco tenía otra idea. Cal, entusiasmado por este simulacro de allanamiento ilegal, tomó varias fotos de la fachada, molestando al inspector con el flash. Se excusó con una sonrisa tonta y continuó, esta vez con un primer plano de la manija sin cerradura.
Sophie, dudosa sobre entrar o no a la propiedad de personas supuestamente hostiles, sí tuvo la intención de llamar. Pero no alcanzó a verbalizarlo. Antes de que pudiera asomarse en alguna de las habitaciones para gritar «¿Hay alguien aquí?», el inspector la hizo callar con un grito propio. Una silueta uniforme había pasado frente a ellos.
—¡Deténgase! —exclamó, empujando la puerta con violencia. Sophie corrió tras él, pero ya no pudo ver nada. Sólo sintió el golpe de un bulto al caer al suelo.
No era un bulto. Era Feliciano, al que encontró de bruces bajo una mesa familiar. Extrañada y preocupada, se puso en cuclillas.
—¿Estás bien? ¿Qué fue eso?
—Se me escapó —confesó, alterado. Pegó en el piso con el puño, y trató de asomarse más en lo que parecía una puerta secreta—. Debe de ser una bodega o algo así.
Cal había congelado los flashes para atender los movimientos de Marco. Al oír su grito casi soltó la cámara.
—¿Como una escotilla de resguardo nuclear? Increíble —fue la expresión del fotógrafo al arrodillarse junto a la mesa y espiar. Feliciano lo golpeó levemente en la nuca.
—Cállate —le ordenó, severo, con un hilo de voz—. Acaba de entrar por aquí, pero no alcancé a ver a su cara… Si fuera un subterráneo común, la entrada no estaría bajo una mesa, sino en un lugar mucho más visible o accesible.
El paparazzi sonrió de repente. Una puerta secreta, un lugar para esconderse…; le sonó al Diario de Ana Frank.
—¿Y si fuera un refugio para judíos en casa de un nazi? Puedo vender muy caro este titular.
Marco, aun en su incómoda posición bocabajo, se las arregló para golpear nuevamente a Cal, que dio un alarido.
—Venderé tus córneas si sigues diciendo estupideces —ladró. Luego se arremangó la camisa—, Deutiers, llévatelo. Busquen el consultorio. Recibiré tu informe en el hotel.
Sophie fijó su mirada en la escotilla.
—No iré a ningún lado.
Cal olvidó el dolor por un momento. Feliciano volteó, sin dar crédito a sus oídos.
—¿Vas a rehuir mis órdenes?
Ella hizo un gesto áspero.
—Es mejor que no nos separemos… Todo esto ya es muy raro. Sé que no quieres que nos involucremos más de la cuenta, pero si nos vamos y nos acorralan justo afuera, sabrán que otro de nosotros está aquí. Entonces sí nos convertiremos en un obstáculo real para tus propósitos.
Fotógrafo y científica apremiaron a Marco con la mirada, que no tuvo reparo en demostrar su encono.
—En la academia no me enseñaron los hábitos básicos de una niñera —gruñó, despectivo.
—Y yo tuve que aprender a usar el microscopio, no la máquina de escribir —se quejó ella, aludiendo al momento en que le restregó el hecho de tener que actuar de «secretaria».
Cal prefirió no opinar, pero fue el primero en ser designado como «voluntario» para introducirse en el nuevo mundo tras la escotilla. Claro que él no se había ofrecido. En ese punto recóndito del planeta, y teniendo a Feliciano como líder impuesto, había muerto todo indicio de democracia.
—No… n-no sé si d-debo ir yo prim-mero —tembló, observando ahora bajo la mesa como si el monstruo del lago Ness lo estuviera esperando para desayunar. El inspector se tomó la cabeza, contrariado.
—«Reserva nuclear, increíble», «Subterráneo secreto, genial»… ¿No eras tú el fanático de Expediente X? —lo encaró, incapaz de soportar su lloriqueo.
Cal suspiró entre saltos.
—Sí, pero no era necesario entrar al televisor.
Como pudo darse cuenta en el minuto siguiente, afortunadamente no tenía que lanzarse al vacío. Corrieron la mesa hacia una esquina, abrieron la puertecilla hasta su tope y la poca luz que los rodeaba descubrió una seguidilla de escalones hechizos. El paparazzi, abrazando su cámara e intentando no tropezar con nada desagradable, comenzó el descenso. Sophie lo seguiría de inmediato, pero antes tocó el hombro del inspector.
—Más ventanas tapiadas —señaló, moviendo un brazo.
Dos de las cinco ventanas estaban cerradas, ya no con postigos decorativos, sino en la más brutal de las formas. Con tablas y clavos.
Feliciano pensó un momento. Miró al suelo, luego al techo. Luego a Sophie.
—Son las del este —afirmó, apuntando con el dedo índice hacia dicho punto cardinal. Ella recordó la posición de sus habitaciones, pensó un momento, y asintió. Una conclusión sin mucha lógica se instaló en su cerebro.
—Parece que no les gusta el amanecer.
Él no dijo estar de acuerdo, pero tampoco desestimó la idea. Apremiándola para que siguiera los pasos de su amigo, hizo un gesto de continuar la reflexión más tarde. Quería bajar lo antes posible.
Varios metros más allá divisaron los primeros retazos de luz artificial. Cal intentaba dejar estática la ampolleta del flash.
—Esto no es una bodega —comentó Sophie sin esperar demasiado, y al girar hacia el detective, intuyó que esta vez sí compartía su enunciado.
Arrebatándole la cámara por un segundo —Cal se abalanzó sobre él con un «¡Devuélvemela, gorila!»—, Feliciano logró iluminar buena parte del camino que se abría ante ellos. Y no, no se parecía en nada a un subterráneo común. Éste en particular, no sólo no tenía un espacio visualmente delimitado, sino que además olía rarísimo, y la sensación térmica cambiaba bruscamente en relación a la superficie. Eso sin contar que el suelo se componía únicamente de tierra húmeda, y que las paredes, unidas al techo en una sola línea curva, eran de roca sólida, sostenidas por gruesas vigas de madera. Era un túnel, estaban erguidos en un trozo de él. Salvo los rieles metálicos, el carrito lleno de carbón y los obreros de piel ennegrecida, la imagen ante sus ojos bien podía caber en uno de los cuentos de Baldomero Lillo.
—¿Estamos en una especie de yacimiento minero? —preguntó Cal, congeniando con los pensamientos del inspector. Su cámara ya había retornado a sus manos.
—No puede ser… las casas están muy cerca. No podrían hacer explosiones de ningún tipo —afirmó Sophie.
—¿Y qué es esto, entonces?
—Todavía puede ser una mina —la contradijo Marco—. Hay productos que no necesitan dinamita.
Mientras construía mentalmente una lista de esos probables productos, Sophie echó a andar. Cal, algo reticente, iba a la cabeza por ser el portador de la poca luz que poseían. La batería se estaba agotando y el flash comenzaba a parpadear.
—¿Encendedores… alguien…? —preguntó.
No recibió respuesta. Ninguno de ellos había caído en el vicio de la nicotina.
—Espera, ahí se ve algo —advirtió ella, agarrándole del hombro para que se detuviera.
Se acercó por sus propios medios, a tientas en la más aterrante oscuridad. Y sí, era algo de luz. Primero creyó que era una rendija; luego, ya con los ojos a centímetros de la fuente, lo supo.
—Otra escotilla —adivinó Marco. Cal intentó dirigir el ahora tenue fulgor de su cámara hacia donde estaba su amiga—. Otra casa. Esto no es una mina… son pasadizos comunicantes.
Ella asintió. No oía ningún movimiento del otro lado, pero ahí estaba, la misma escalera hecha a mano, la misma puertecilla de madera sobre sus cabezas. No cabía duda. La apuesta era que encontrarían varias más en el camino, y así fue. Todas las casas estaban unidas, no sólo afuera, por la similitud de sus fachadas, sino también ahí, abajo, mediante ese pasillo frío que parecía no terminar nunca.
Hasta que el flash cedió. Los tres se estancaron con fuerza, decididos a no dar ni un solo paso más. Sophie, asustada, agudizó el oído y se aferró al brazo de Cal. El destino por delante no les ofrecía garantías.
—¿Y ahora? —preguntó el paparazzi, temiendo una respuesta ambigua o desalentadora. Recibió algo peor.
—Sobrevivir —contestó Marco, aunque, para variar, su tono manifestaba esa insoportable manía de hablar sólo con él mismo, como si fuera el único con la facultad de escucharlo debidamente.
Un escalofrío sacudió la espalda de Sophie. A falta del sentido de la vista, los otros se intensificaron levemente. Podía oír, nítida, la respiración de sus dos acompañantes.
—Lo más seguro es volver por donde vinimos…
Cal hizo un sonido gutural de aceptación, mientras desarticulaba, a pulso, parte de su daguerrotipo. Intentaría estrujar la vida útil de la batería.
—No me iré sin saber adonde conduce esto —aseguró el inspector, en el mismo instante en que un débil flash lanzaba un poco de luz a ras de suelo. Logró estabilizarse, pero no aportaba más que un débil resplandor. Para las circunstancias, era tan bienvenida como las luces de Navidad.
—No sabemos a qué atenernos… podríamos pasar días caminando. ¿Quieres arriesgarnos de nuevo?
—¿De nuevo? Si hubieras estudiado en la Academia de Investigaciones, Deutiers, sabrías que se debe hacer todo en pos de… ¡Eh! ¡Fíjate por dónde caminas!
En un susurro más bien potente, Marco exclamó de dolor. Acababa de golpearse la cabeza con una viga, y todo por sortear el cuerpo de Cal, quien se había detenido en mitad del túnel.
—¿Qué encontraste? —preguntó Sophie, hablando a la oscuridad. Un paso más adelante topó con él, y atinó a acuclillarse. Con la cámara apoyada en el piso, hacía círculos por encima de una suerte de huella.
—Es una pisada, ¿ves? —le mostró—. Una suela de zapato, pero falta la punta, como si su dueño hubiera traspasado el muro. —Se incorporó de un salto y, a causa de la sorpresa, Marco por poco vuelve a golpearse—. Este montón de roca debe de ser otra puerta secreta.
Sophie y el inspector dirigieron sus miradas al punto que Cal señalaba con tantas ganas. Pero ambos curvaron las cejas. Sólo era eso; un montón de roca.
—Siento decepcionarte, pero olvidé mi equipo «Bob, el constructor» en mi departamento —se burló Feliciano—. A menos que materialices un chuzo o algo parecido, no puedo ayudarte.
—La fuerza bruta es innecesaria —aseguró él—. No es roca realmente… ¿te fijas?
Golpeó la más cercana con los nudillos, y el ruido indicó la presencia de latón. Era, efectivamente, una pared falsa.
—¿Cómo lo supiste? —preguntó Sophie. Cal llevó su dedo índice a sus labios partidos, rogándole silencio.
—Por los ruidos… escuchen. Hay algo al otro lado. Si esto fuera roca sólida, no oiríamos nada.
Sin acordar movimientos sincronizados, los tres pegaron una oreja en la pared de rocas falsas. Era cierto. Un murmullo se hacía cada vez más comprensible. Era gente… gente hablando…
—No entiendo nada… —pensó Sophie en voz alta.
—Claro que no. Hablan en alemán —explicó Marco.
Ella irguió la espalda.
—Tradúcenos, pues.
—Hablan muy bajo, más de uno a la vez… No domino tanto el idioma —se excusó, todavía con su mejilla en la pared.
Cal, por un momento ajeno a la conversación de sus acompañantes, desatornilló el repuesto del flash y lo guardó en su bolsillo. Luego, con las manos y rodillas en el suelo polvoroso, comenzó a gatear.
—¿Qué haces?
—Busco una rendija —respondió, palpando cada centímetro de roca—. Un montón de gente reunida bajo tierra. ¿Por qué? ¿De qué se esconden?
Sophie se adelantó unos pasos, también buscando alguna grieta que les permitiera ver hacia el interior. Golpeaba levemente, con la yema de los dedos, ciertos trozos de pared, asegurándose de que siguiera siendo roca falsa. Hasta que hizo un agudo sonido gutural, acallado casi inmediatamente por una de sus manos.
Trozos de piedra verdadera cayeron hasta sus zapatos y ensuciaron sus pantalones y la chaqueta. Pronto un minúsculo rayo de luz cruzó ese lado del túnel.
—Perfecto —sonrió Cal, reincorporándose. Con el puño de su camisa, limpió el lugar descubierto, dejando un espacio considerable para mirar. Para observar la cofradía.
Al compás de varios clics desprendidos por la cámara, plasmando cada esquina que le era posible abarcar, Sophie intentaba racionalizar la duda de Cal. Era cierto… nada les impedía reunirse, como si fueran una increíblemente unida junta de vecinos. ¿Por qué ahí?
Semejaba a los típicos refugios contra bombas, muy usuales en las casonas de Londres, trillada imagen de cientos de películas relacionadas. Con las mismas vigas de madera y metal que habían distinguido en gran parte del túnel, sostenían un sitio estrecho y sin salidas visibles de aire. Como un escenario de teatro itinerante, varias hileras de sillas obligaban a sus usuarios —hombres y mujeres, el grueso de avanzada edad, y entre ellos, contados como excepción, un par de jóvenes— a mirar hacia una larga tarima, ocupada mayormente por una mesa rústica de gran altura, varios armarios cerrados y un lienzo desgastado sobre las cabezas de tres ancianos de pelo blanquecino. Un símbolo vagamente conocido, pintado a mano, lo adornaba. Conocido, sí. Si quitaban las manchas verdes de moho, si limpiaban la tierra adherida… Quizá, sólo quizá, encontrarían una esvástica de color rojo…
De los tres ancianos, uno destacaba en presencia. Tanto por su gesto de dureza como por las numerosas condecoraciones que lucía en su desgastada chaqueta color caqui. Serio y tenso, a Cal no le hubiera sorprendido si en cualquier segundo levantaba su rifle mediante el saludo al Führer. Otro personaje de cine.
Un fuerte golpe de puño sacudió los pensamientos y conclusiones de quienes espiaban tras la grieta, sobre todo por el fuerte diálogo que siguió a continuación. Inclinado ante la gran mesa en el centro, aquel que rápidamente Marco asumió como el líder arrugaba sus cejas en un gesto odioso. Justo frente a él, un chico de no más de quince años se levantaba de su puesto.
—Nunca viene nadie. ¡Ellos podrían ayudarnos!
—Ruhe! —le ordenó el anciano que presidía.
Ni Cal ni Sophie conocían el idioma, pero el tono utilizado y el posterior gesto del chico bastaban para comprender la intención. Apretó los puños, impotente, y volvió a su asiento. La mujer que estaba a su lado trató de consolarlo, acariciándole el hombro, pero él la apartó de un manotazo.
El otro hombre levantó las dos manos para acallar el murmullo. Su castellano era pobre, pero se ajustaba a las necesidades.
—Conocen las reglas. El que habla es traidor… traidor que muere…
Sophie y Marco dejaron de respirar para escuchar con fidelidad la frase que seguiría. No obstante, y como suele pasar en este tipo de aventuras, justo en la parte más interesante del diálogo, un imprevisto lo echó todo a perder. ¿Quién fue el culpable? El inspector no, ciertamente. Tampoco la delicada perito forense.
El antes paparazzi, alias «Cal» descubrió, violenta e inoportunamente, qué era en realidad la grieta que les permitía observar hacia esa especie de búnker. Era una puerta… una escotilla como las que habilitaban el acceso desde cada casa hasta el túnel, sólo que un poco más grande, con capacidad para dejar pasar a alguien de pie… o a varios. Y no eran teorías; fue algo que pudieron comprobar en forma empírica.
Tratando de abarcar la mayor cantidad de centímetros posible, Cal apoyó su cámara con fuerza sobre la rendija, y así se mantuvo durante los incontables minutos que permanecieron ahí, ambicionando descifrar el contenido de la conversación a través de los gestos no verbales. Pero la pared iba cediendo de a poco, y no entendía por qué… Hasta que cayó, y con ella Cal, Sophie detrás y Marco en un torpe tambaleo, cuales fichas de dominó. No era un muro, como bien pudo darse cuenta.
El aporreo de bruces y los consiguientes aullidos lastimeros escarcharon la discusión en curso. El viejo se detuvo con el puño en alto, los otros dos se levantaron rápidamente, y el resto de la concurrencia volteó hacia la fuente del sonido con agitación. Tres personas acababan de derribar la puerta, que se había desplomado al fondo del tosco salón. Sophie, lista para recibir cientos de insultos extranjeros —o lo que sería más rápido y certero, una bala en la sien—, captó en los lugareños otro tipo de reacción. No los miraban espantados; era pura curiosidad. De pronto recordó a las anacondas que el Zoológico Metropolitano mantiene en inmensos acuarios oxigenados, especiales para su exhibición. En eso se habían convertido. En animales exóticos analizados por decenas de ojos fisgones. En una chinchilla, un marsupial de cuello pardo, un ornitorrinco.
Cal era el ornitorrinco.
—Perdón —emitió él, creando luego una amplia sonrisa de circunstancias, gesto que ninguno de los presentes percibió como buena señal. Marco se agarró la cabeza con las dos manos. Mal, muy mal.
En milésimas, con el peso absurdo de un par de horas, los tres recién «caídos» se reincorporaron como pudieron y corrieron a perderse, sin mirar atrás.
—Estamos muertos —gimió Cal, guiándose en el pasillo oscuro sólo por los golpes secos de las pisadas del inspector en la tierra.
Sophie iba tras él, aferrada a su camisa.
—¡No veo nada!
—¡Sigue corriendo!
Un alboroto de proporciones enormes llenó el vacío tras sus pasos. Unos pocos, o todos ellos, habían salido en su búsqueda. Sophie cerró los ojos y se movió por instinto, y cuando ya creía que chocaría de lleno con una viga metálica —desfallecer y quedar inconsciente se convertía en una perspectiva nada descartable, dada la situación— el cuerpo del fotógrafo la obligó a cambiar de dirección. Caminó dos pasos, topó con un escalón de cemento y casi empujó a Cal a lo mismo. Estaban subiendo. Habían alcanzado una escotilla.
Aunque no la misma, y lo supo apenas pusieron un pie en la superficie. Era otra casa, otra decoración, otra luz. De hecho, la mayor diferencia residía en la presencia humana: una señora de contextura mediana, de cabello enmarañado y ojos hinchados a causa de un largo llanto, los recibió, asustada, a mitad de la cocina. También su curiosidad superaba su miedo, pero se llevó las manos al pecho y pegó su espalda a la primera pared que la sostuvo. Tal vez creía que la matarían.
—Disculpe, señora —comenzó Marco, agitado por la carrera y ansioso por salir de ahí lo antes posible—. Estamos… Nos perdimos. Llegamos a este túnel y ésta fue la primera salida que encontramos… —Ella seguía quieta, temblando levemente, examinando el rostro impaciente del inspector—. Lamentamos molestarla, ya nos vamos.
Sophie cruzó la distancia entre ella y la dueña de casa en un par de zancadas insólitas. Su contemplación desolada era evidente.
—Señora… buscamos… buscamos el consultorio. ¿Sabe dónde está?
Ella pareció relajar en algo su mandíbula apretada al oír el tono consolador de la tanatóloga. La miró fijamente un momento, y luego levantó un brazo, apuntando hacia una de las ventanas. Allí, a lo lejos, podían apreciarse entre los árboles del bosque las siluetas de precarias edificaciones. Ya las habían visto antes.
Cal la tomó de la mano y la obligó a andar. Podían oír los pasos acercarse, arrastrar las suelas en el polvo, correr hacia sus propias escotillas…
Sophie no pudo despedirse. Tan pronto como volteó el rostro, la mujer ya había cerrado la puerta a sus espaldas, acompañada de un sonido metálico. Eso la obligó a fijarse en ella… había una cruz. Una cruz sostenida por un clavo oxidado. Pero era la única a la que le preocupaba dicho detalle.
«Ay» fue la tenue expresión de Cal al levantar la vista y entender lo que pasaba. Estaban en lo que por azar denominaron «avenida central»; habían vuelto al inicio de la travesía. Y entonces los sonidos se hicieron más cercanos, más nítidos. Eran manijas, topes de madera, pisos crujientes. Una a una, las entradas sombreadas del resto de las casas daban paso a hombres, mujeres y jóvenes, detenidos en los umbrales para admirarlos. Algunas caras transmitían sólo curiosidad, otros algo de temor, pero la mayoría, franca difidencia. «Si yo hubiera estado en una reunión secreta —pensaba Cal—, no me habría gustado que me descubrieran».
Incapaces de reaccionar ante el escrutinio visual de tantas personas —por no decir hostil—, retrocedieron por la avenida con la vista inamovible en el horizonte. Pero a poco andar, Cal se percató de que Sophie no iba con ellos. Tragando saliva, regresó a paso ligero y tiró de su chaqueta; sólo entonces ella atinó a correr con ellos.
Seguía abstraída en la cruz de estaño.