Regla 31
El tiempo agotado en compases de espera
dibuja un desierto por dentro y por fuera,
que tira p’atrás a quien logre acercarse
hasta aquí…
MIGUEL BOSÉ, «No hay un corazón»
La lluvia había comenzado hacía media hora, coincidiendo con el momento en el que el cuerpo de Lucía Marcus fue encontrado por unos campesinos. El río que bordeaba el límite este del pueblo se había encargado de arrastrarlo, y, aunque sólo alumbraban unos faroles bencineros a la distancia, dos hombres a caballo notaron el bulto. Carabineros no demoró en llegar al lugar, dejó el cadáver en tierra seca y lo tapó oportunamente con una bolsa azul. Más que cumplir con la rutina, lo hacían por sus propios estómagos: el cráneo había sido destrozado por el impacto con las rocas, lo que hacía de su rostro una mancha irreconocible.
Nadie se acercó a mirar. No hubo curiosos, ni señoras histéricas ni fotógrafos. No se oyeron niños esparciendo rumores fantasmagóricos ni madres obligándolos a entrar en sus casas. Nadie, literalmente nadie, se dio por enterado, o al menos eso demostraba el movimiento nulo de las calles polvorientas. Quienes dieron cuenta del hallazgo desaparecieron tan pronto llegó la policía, pero para los uniformados ya no era novedad. La gente del pueblo parecía no interesarse en las desgracias.
El cabo primero Luis Gutiérrez sacudió la cabeza y prefirió no hacer reflexiones. Se arrodilló junto al cuerpo, visiblemente abatido. Tomó la mano de la joven y rezó un padrenuestro, cerrando los ojos. Lucía era la sexta muerte, pero nadie hablaba de ello. Los velatorios se hacían en una estricta privacidad, sus familiares guardaban luto sólo unos días y jamás aparecía en el periódico regional el obituario correspondiente. Eran olvidados en un plazo asombroso, como si aquellas muertes llevaran consigo una carga que debía llevarse el río, lo más rápido y lejos posible. La vida en ese recodo cordillerano, tras cada deceso, recuperaba ansiosamente la tranquilidad… si es que podía llamarse así.
José Solano, cabo segundo, se detuvo unos metros tras el cadáver. Estaba perturbado, confundido; enojado, incluso. No toleraría cubrir un nuevo suicidio. Si volvía a suceder, pediría una reunión extraordinaria con la comunidad. Todo esto lo ponía de mal humor.
Sacó de su bolsillo una pequeña libreta amarilla y, entre garabatos, anotó algunos detalles que tal vez serían de utilidad… para alguien, algún día. No perdía la esperanza de que el caos se detuviera y no hubiese más muertes que lamentar.
Helado y autómata, Luis Gutiérrez selló el cuerpo con la misma bolsa azul, colocándolo en la camilla e introduciéndolo en el furgón. Cerró los portillos traseros con pesadumbre, caminando luego hasta la puerta entreabierta, sentándose frente al volante. Entonces fijó los ojos en la llave de contacto. La tomó entre los dedos y encendió el motor, sin ser lo suficientemente consciente de sus movimientos.
Con la mirada aún perdida, llamó a Solano, una, dos y tres veces, hasta que el aludido dio un salto, como si el contacto con la realidad se asimilara a una corriente eléctrica. Creyendo que, víctima de su ensimismamiento, había perdido más tiempo del permitido, guardó la libreta en el bolsillo de la chaqueta. Escapando del frío, ajustó los botones superiores y se sentó, rígido, en el asiento del copiloto.
—No quiero volver a hacer esto, ¿entiendes? —suplicó, mirando a través del vidrio nebuloso, salpicado de gruesas gotas.
El cabo primero ni siquiera volteó la cabeza.
—Sólo estamos aquí para cumplir órdenes. Toma la bolsa, cubre el cuerpo y no pienses. Deja que los otros carguen con el trabajo sucio.
Avanzando lenta y cautelosamente por un sendero olvidado, el ya destartalado Hyundai Accent hacía su último esfuerzo hasta el destino esquivo. Sus tres tripulantes, en tanto, digerían a medias su reciente odisea.
—Eres consciente de que acabas de hacer algo completa mente irracional, ¿no es cierto?
Marco no respondió. Peleaba con sus propios demonios.
—¿Estás bien? —preguntó hacia Sophie, aunque no le dirigió la mirada.
—Está sangrando. ¿Qué esperabas?
—Todos estamos sangrando, Cal —dijo ella, comprimiendo un pañuelo desechable contra su oreja.
Gracias a Dios, el departamento de Homicidios, quienes les facilitaron el sacudido transporte, equipaba la mayoría de sus vehículos con un pequeño botiquín.
El fotógrafo terminó de limpiarse la cara con su propio papel mentolado, lo arrugó en el puño y lo lanzó bajo el asiento de Sophie. Marco aún no había hecho nada por sanar el corte en su brazo.
—¿Quiénes eran? —se atrevió a preguntar, tímida. Sabía que aquello era el centro de las disputas internas.
Feliciano no dijo nada; tan sólo se acomodó tras el volante. No tenía la respuesta, y antes de evidenciar ignorancia o negligencia, escogía omitir.
—Quizá eran locos con camisetas de Alien —se burló Cal, pero no con su mejor humor.
El inspector lanzó un bufido.
—¿Desde cuándo tres Ford camuflados es una imagen natural en este país? —protestó, aunque hablaba hacia Sophie como si fuera la única alma presente.
Cal se cruzó se brazos y se apoyó en su asiento.
—Bueno, eso puede darte una respuesta de tantas posibles. No tenían que ser chilenos —comentó él, arrojando la idea como quien comenta el clima—. Por eso salieron corriendo cuando nos vieron con cara de persecución. Deben de haber dicho: «Estos indios no tienen nada mejor que hacer», después apretaron el acelerador y nos asustaron un rato.
Feliciano hizo una mueca de exasperación.
Puedo considerar la idea de la extranjería, pero todo el testo huele mal —concluyó, desconfiado—. Supongo que lo incluiré en la investigación.
—¿Supones? —repitió Cal, punzante—. Hiciste un escándalo al verlos, los perseguiste por un bosque sin rutas, nos expusiste a salir malheridos, ¿y sólo supones que vas a investigarlo?
Feliciano subió las cejas y las mantuvo así un par de largos segundos. No quiso perder el tiempo y gastar su odio en el espejo retrovisor.
—Pulmón… bala…
—Sí, sí, ya entendí.
La conversación no tuvo mayores cambios hasta que llegaron al final del sendero. Frente a ellos, y cruzando una acequia bastante profunda, había un débil puente de madera con otro desgastado letrero anunciando el pueblo. Sophie agradeció que, si bien seguía lloviendo, algunas nubes se dispersaran; la luz de la luna aclaró el entorno lo suficiente para percatarse de que el puente aquel jamás los sostendría. Le faltaban muchas de sus tablas, las otras parecían frágiles y las cuerdas en los extremos estaban deshilachadas y carcomidas. Además, corrían el riesgo de caer y no poder salir; abriéndose hacia su izquierda, el zanjón se convertía en río, y el río en una laguna que alojaba una cascada, volviendo a formar surcos hasta desembocar en el mar. Tenía que ser hermosa, pensó Sophie, aunque no podía verla. Sólo oía, no muy lejos de ahí, el sonido del agua al golpear con escándalo la superficie. Había visto varias a cada lado de la carretera, pequeñas, asomadas en las montañas acolchonadas de matices verdes, pero estar tan cerca de una era distinto. En la capital, las cascadas se consideran un milagro de la naturaleza.
—¿Qué hacemos con el auto? —preguntó Cal. No estaba muy feliz de tener que acarrear su pesada maleta.
—Dejarlo. Está fundido, de todas maneras no nos sirve. Tendremos que seguir a pie —sentenció Marco, bajando un pie a tierra firme. Apuntó fugazmente hacia delante—. Las luces comienzan a pocos metros de aquí.
Cal siguió con la mirada hacia donde Marco había señalado, quizá esperando ver un juego pirotécnico; si no, al menos un semáforo, letreros de neón o faroles demarcando la senda de un bulevar. Grande fue su sorpresa al notar que esas «luces» a las que el inspector se refería no eran más que un par de lámparas bencineras colgadas a la entrada de un oscuro cubículo de cemento. Al fondo de la calle, apenas se distinguían ciertas siluetas de construcción ligera, pero imposibles de describir con precisión.
Lo sacudió un escalofrío. A su juicio, habían terminado en un maldito pueblo fantasma. Se cubrió todo lo que pudo con su chaqueta de niño explorador y protegió la cámara fotográfica con las manos. El molestoso chubasco no era amigo de las piezas metálicas.
Sophie apareció tras un leve portazo.
—Deberíamos buscar la comisaría —opinó.
Marco asintió mientras se ponía su chaqueta, ocultando por ahora su brazo lastimado. Subió luego inútilmente las solapas de su cuello.
—Si es que hay carabineros en este lugar —comentó Cal, mirando en todas direcciones—. Ya sabes. Hay uno en cada esquina cuando tratas de evitarlos, y nunca están cuando los necesitas…
Feliciano no pareció tomarlo en cuenta.
—Ellos nos ubicarán. Nos pondrán al tanto de la investigación y nos dirán dónde hospedarnos.
El paparazzi consideró la posibilidad de tragarse su equipo 1011 tal de no reír tan abiertamente.
—¿También les pedirás un masaje? Para ser un cabezota eres muy ingenuo. Sophie ya te lo dijo: aquí nadie coopera, menos aún las autoridades. Tendremos suerte si encontramos un techo donde cobijarnos de la lluvia.
—No van a negarle nada a un inspector de la Brigada de Homicidios —alegó, soberbio.
—Eso quiero verlo —respondió Cal, mientras comenzaba a caminar.
Eludiendo raíces y arbustos, se irguió frente al puente y tomó aire. Fue el encargado de reinaugurarlo (según Marco, no se había usado en mucho tiempo) y sería el primero en sustentar la teoría de Sophie. Tan pronto la suela gastada de su zapatilla rozó la madera, todo a su alrededor crujió.
Dio un salto en su metro cuadrado y se llevó las manos al pecho por una taquicardia sostenida. Las cuerdas tiritaron, se liberó polvo y musgo, y cayeron, elocuentes y sonoras, dos de las tablas hasta el fondo de la zanja. En ese punto específico no era tan profunda; el inspector se acercó todo lo que pudo y observó, pero la noche no le dejaba ver el fondo, y eso era suficiente excusa.
—Las damas primero —balbuceó Cal, tragando saliva mientras se hacía a un lado, e invitando a Sophie a probar suerte. Ella arrugó la nariz.
—Tengo intenciones de seguir viviendo. Gracias —contestó, nerviosa.
Feliciano movió la cabeza.
—¿Acaso debo hacerlo todo yo? —rezongó, pasando entre Sophie y Cal con aire violento. Tomó una de las cuerdas.
—Tú eres el detective —le respondió el fotógrafo con odio contenido.
Marco no contestó. Su mirada se perdía en la constitución del delicado viaducto, frunciendo el entrecejo, doblando los labios y girando el cuello. Sophie y Cal, enmudecidos, compartieron gestos de desconcierto por varios minutos, hasta que lo vieron regresar. Rodeó el auto, abrió las puertas, sacó las maletas y las arrastró hasta el borde del canal. Sin dar explicaciones, las tomó una a una y las arrojó hasta el otro lado.
—¡Esa no! —gritaron Cal y Sophie, desesperados al imaginar el fuerte impacto de su computador contra el suelo. El paparazzi se tomó la cabeza, sintiendo ganas de llorar, pero Marco no gastó saliva en cruces de palabras.
La dejó a un lado, caminó unos pasos hacia la derecha y suspiró. Luego juntó los pies sobre el comienzo del puente, tomando impulso.
—¿No pretenderás…?
La misma Sophie interrumpió su acotación, concentrada, Feliciano saltó a la tabla siguiente con mucho equilibrio; luego a una clavada en la esquina, a la opuesta, a una varios centímetros más allá y a otra que funcionaba de pliegue entre la madera y tierra firme. En unos cuantos pasos y con una seguridad de hierro, el inspector había logrado el cometido. Ileso.
—Aléjense —les ordenó, mientras amarraba una de las cuerdas en su puño. Los dos amigos no perdieron tiempo en observaciones y retrocedieron unos metros. Entonces todo volvió a crujir.
Echando su cuerpo hacia atrás, tiró de la cuerda con todas sus fuerzas. Como un engranaje oxidado, todas las piezas del viejo puente comenzaron a moverse, temblando sincronizadas, restaurando al menos parcialmente lo que antes parecía un rompecabezas. Sophie estaba sorprendida; jamás hubiera deducido que una de las cuerdas era la responsable de toda la estructura central.
Ambos, estáticos, fijaban la vista en el acto heroico de su cuasi líder cuando éste gritó.
—¿Qué están esperando? ¡Corran!
Su rostro estaba enrojecido por el esfuerzo, y sus dedos, de igual color, apenas podían seguir sosteniendo la soga. Las tablas se quejaron con un chirrido, forzadas en su encasillamiento, y no resistirían mucho más.
Las manos de Sophie empujaron a Cal hacia delante, obligándolo a correr más por tecnicismo que por necesidad. Ella, en cambio, prefirió ir raudamente pero de salto en salto, preocupada por no enredarse con uno de sus tacones.
Un trueno extendido y furioso cruzó el cielo, y engrosó, acto seguido, las numerosas gotas que caían del cielo. Apenas fotógrafo y científica llegaron junto a Marco, éste soltó la cuerda, exclamando por el esfuerzo, dejándose caer en un charco de lodo. Y el resto fue derrumbe. Las sogas terminaron de deshilacharse, la madera dio su último suspiro y el viejo puente sucumbió, exhausto, a los embates del tiempo, atmosférico y de reloj.
Cal tragó saliva y se acercó a mirar. Todo el ensamblaje quedó bajo el agua de la zanja. La zanja que se convertía en río.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó Sophie, recuperando el aliento.
Marco hizo un gesto de dolor al contraer y estirar su mano derecha.
—Lógica —respondió, levantándose de un brinco, y ella, confundida, prefirió no decir nada más.
—Ahora sí que estamos incomunicados —comentó Cal, dando unos pasos hacia atrás por el vértigo—. ¿Cómo se supone que volveremos a la carretera?
—Lo resolveremos cuando tengamos que hacerlo —concluyó el inspector, limpiando sus pantalones sin más preocupación que un par de sacudidas.
Sophie levantó un brazo y apuntó.
—Ese lugar parece una oficina fronteriza. Es la única luz que puedo divisar, al menos… Seguro que podrán guiarnos hasta la comisaría, o lo que sea que haya en este pueblo.
Feliciano asintió. Su mirada daba cuenta de un gran movimiento sináptico, calzando y ajustando pistas que no estaba dispuesto a compartir. Sophie se mordió el labio superior, impaciente. Moría por saber qué teoría estaba maquinando.
Feliciano echó al hombro su bolso de recluta mientras comenzaba a caminar, al tiempo que Sophie intentaba arrastrar su maletín con ruedecillas por la ruta de barro. Cal, por su lado, abrazó su equipaje con retazos de plástico y lo llevó como pudo, alejándolo de la humedad. Se llenaba la boca de elogios sobre su pieza de titanio, pero no estaba dispuesto a correr riesgos.
Otro trueno los ensordeció, pero el relámpago correspondiente no aportó más luz que la de los dos precarios faroles, batiéndose ahora uno contra el otro a compás del viento. Sin temor a exagerar, Cal recordó la fachada de los escabrosos pueblos relatados en las novelas de Stephen King.
Marco subió los tres peldaños de una sola zancada, irguió la espalda y golpeó la puerta con los nudillos. Era de madera oscura, chorreada y desgastada, pero tenía revestimientos de latón. Los muros eran de concreto, grises intactos, como si jamás nadie hubiera tenido la intención de agregarles pintura.
«Detalle innecesario para un símbolo de la autoridad presente» fue el comentario del inspector. Cal y Sophie resoplaron al mismo tiempo.
Nada pasó. Nadie contestó ni se asomó por la pequeña rejilla en la parte superior. Volvió a golpear tres veces, con más fuerza que antes, pero no hubo respuesta, salvo el sonido agudo de las lámparas de vidrio resquebrajándose al chocar.
—¡¿Hay alguien ahí?! —gritó Sophie por encima del hombro de Feliciano, desafiando el volumen del viento, la lluvia y la cascada a varios metros. Él levantó un brazo, molesto.
—Eso no era necesario —dijo, volteando apenas.
Sophie ya preparaba un insulto que devolverle cuando se oyeron pasos. Los tres congelaron sus músculos. Al principio fueron un par, lejanos, como si no se decidieran a ir hasta la entrada, pero enseguida fueron cinco, siete, junto con el roce de unas botas de cuero.
El latón chirrió al liberar la escotilla, y un par de ojos negros escudriñaron a los recién llegados. Sus cejas, igual de negras y muy pobladas, se arquearon en un gesto de alivio.
—Le dije a Luis que no podía ser, que nadie viene por estos lados, pero ya los estoy viendo —comentó, en tono amable. Las pupilas pasaron de Marco a Cal, y se detuvieron en Sophie—. ¿Quiénes son?
—Le mostraré mi identificación. Soy el inspec…
Sophie tiró de su chaqueta y lo hizo a un lado.
—Hemos caminado bastante bajo la lluvia, estamos cansados y helados. ¿Cree que pueda dejarnos pasar? Responderemos todo lo que quiera.
Los ojos de aquel hombre se mantuvieron fijos unos segundos, secos, sin siquiera pestañear. Sophie entendió su problema: no se puede ser un buen anfitrión si nunca tienes invitados. Falta de entrenamiento.
Cerró la escotilla de golpe, movió una infinidad de cerrojos y cadenas, y abrió, no sin una cuota de esfuerzo, la pesada puerta de madera. El hombre, ya visualmente reconocido como un carabinero, les sonrió desde una esquina.
—Pasen. A Luis no le gustan los forasteros, pero no va a dejar que la señorita se resfríe.
Sophie agradeció la preocupación y le sonrió. Dio unos pasos dentro y arrastró su maleta, aunque luego la vio alejarse de sus manos. El tipo aquel no sólo no la dejaría morir de frío, sino que además la ayudaría con su carga. Maravilloso. Cal, quien entró inmediatamente tras Sophie, esperaba que el corpulento personaje lo ayudara también con su equipaje, pero, para su sorpresa, giró sobre su eje y entró a una oficina contigua, ignorándolo. Incluso se permitió el lujo de gritar a Feliciano para que cerrara la puerta.
Mientras Cal aún rumiaba el desaire, Sophie se sentó en una desvencijada silla de paja, para descansar un poco de sus tacones. Al apoyarse en una mesa vacía, un escalofrío la sacudió.
—Disculpe, ¿tendrá por casualidad alguna manta que…?
No terminó la frase. Regresó sin que lo llamaran y, con la sonrisa intacta, el hombre extendió hacia ella una frazada de lana gruesa y un tazón de café. De hecho, puso la frazada sobre sus hombros y depositó la taza en el escritorio, cerca de las pequeñas manos de la perito. Cal suspiró de envidia, pero no moduló ni una sílaba. El mensaje era claro: no perdería el tiempo pidiendo un café para él.
—Soy el inspector Marco Feliciano, Brigada de Homicidios, Investigaciones de Chile —lanzó el susodicho con toda solemnidad a quien quisiera escucharlo y con un tono fuerte y directo. El otro hombre perdió la sonrisa, mirándolo con indiferencia.
—José Solano, cabo segundo —respondió él—. Y no ponga esa cara, mire que su grado no le sirve de mucho aquí. Está en un pueblo aislado, perdido y olvidado. Puede guardarse la insignia en el bolsillo.
Cal sintió ganas de pararse sobre el escritorio y aplaudir como al término de un concierto. Que un soldado raso como él le bajara los humos a su odioso acompañante era un espectáculo digno de matiné.
Marco aclaró la garganta, evidentemente a la fuerza.
—Mi grado tiene preponderancia en cualquier rincón de este país, por más perdido u olvidado que se encuentre —acotó, más serio que de costumbre, y negándose a ser vilmente desplazado. Otro par de botas se oyeron desde la oficina lateral.
—Pues bienvenido a Puerto Fake, bello pueblo sureño donde usted no es nadie.
La voz era profunda y carrasposa, pensada para alguien de avanzada edad y no para aquel que el trío aventurero observaba con detenimiento. Portando un rifle de desconocido calibre —que gracias a Dios no estaba apuntando a ninguno en particular, sino que fue a residir en un estante en la pared— un hombre corpulento de cabello amarillo se asomó por el umbral de la segunda oficina. Hizo un repaso general de los recién llegados, armando instantáneamente cada perfil, pero la impronta de la frase anterior le hizo detenerse en Marco con algo más de atención que el cabo Solano.
Sophie quiso aliviar el ambiente.
—Sabemos que es muy tarde y que tal vez no están acostumbrados a…
—¿Usted también es de Investigaciones?
El tono amargo con el que recibió la pregunta no la alentaba precisamente a discutir. Negó, bajando la mirada, y apenas el carabinero fijó los ojos en Cal, éste levantó las manos, sacudiendo la cabeza.
—Sólo yo pertenezco a la institución —afirmó Marco, exhibiendo, por fin, su tan preciada placa numerada junto a su foto en blanco y negro.
Luis Gutiérrez dio un paso a la derecha y abrió el camino hacia su oficina. Luego hizo un gesto para que Feliciano lo siguiera, sin percatarse del profundo suspiro de Sophie; hubiera dado cualquier cosa por escuchar la conversación que se desarrollaría ahí dentro.
Cal tomó la única silla libre que quedaba y prácticamente se desplomó en ella, contrayendo su maleta contra el pecho. Compartió con su amiga un gesto de cansancio, y no tuvo intención de intercambiar ni una palabra hasta que su mal tercio se dignara a salir. La charla privada, en todo caso, no duró demasiado; Sophie, observando el vapor que emergía desde su taza, había perdido por completo la noción del tiempo.
—Hidalgo no existe —fue lo primero que Marco Feliciano pronunció tan pronto puso un pie fuera de la oficina.
Cal y Sophie se levantaron al mismo tiempo, pero ninguno dijo nada. Luego se miraron, esperando que fuera una broma pesada, pero en el silencio incómodo no cabían dudas.
—¿Qué quieres decir con «no existe»? —preguntó Cal.
—¿Hablo en otro idioma? —le contestó Marco, como si fuera a morderlo. Sophie se hizo notar.
—¿Cómo puede ser? Recibimos mensajes con su remitente, cartas de su puño y letra…
—Hace dos años que no tenemos doctor residente. Si hay alguna urgencia, movilizamos a la víctima hasta Coyhaique, la ciudad más cercana —explicó Gutiérrez, que apareció tras el inspector.
El cabo segundo arrugó la frente, tratando de entender cuál era el problema. Se tomó un segundo de reflexión, asomó sus cejas por encima del hombro de Cal y asintió con fuerza.
—Yo mismo cerré el policlínico. En el pueblo hay una curandera…; con eso se las arreglan. Los casos más graves los trasladamos en la patrulla.
—¿Y los cadáveres? —sonsacó Sophie rápidamente.
La mirada reticente entre los dos carabineros fue suficiente para concluir. Solano parecía claramente el más sorprendido de los dos.
—Alguien les ha tomado el pelo. Miguel Hidalgo no existe, y nosotros no podemos ayudarlos. Les sugiero que tomen sus cosas y se marchen lo antes posible. Aquí los afuerinos no son bienvenidos —pronunció Gutiérrez, árido.
Esta vez Solano no lo secundó.
—Algo grave puede estar pasando. ¡No pueden negarse a investigar! —rogó ella, pero Marco ya había comenzado a hablar.
—Le dije que nuestro auto no sirve —gruñó, agresivo—. Debemos quedarnos al menos esta noche.
Hubo un par de segundos de silencio, y entonces, quebrando la atmósfera, Cal comenzó a reír, aunque no soltó ninguna carcajada. Ahogó el impulso con la manga de su camisa.
—Primera caída en tu historial, ¿no?
Sophie reaccionó con desconcierto a la sorna de Cal.
—¿Qué caída?
Él habló sin quitar la vista del inspector.
—Violación de la regla número treinta y uno de la Academia de Investigaciones —respondió, y al notar que Sophie sufría por recordar qué decía aquel apartado, el fotógrafo la ayudó—. Regla treinta y uno: Escepticismo. Jamás creer en algo a ciegas, siempre desconfiar de todo, hasta de tu mejor fuente. Nunca correr hacia donde no hay pruebas. Pero nuestro amigo se tragó todo el cuento del tal Hidalgo, ¿no? Me encantaría ver la cara de Urrutia si te viera en éstas, Matasantos.
Probablemente aquel cuadro hubiera terminado en tragedia si el cabo Solano no se interpone en el momento justo.
—En el pueblo hay un hotel… bueno, iba a ser un hotel, pero la construcción nunca finalizó. Viven ahí una pareja de ancianos, y de seguro tienen alguna habitación disponible. Tal vez puedan quedarse allá… sólo por hoy.
Feliciano, más preocupado de forcejear con sus propios líos mentales, asintió en un gesto cuasi cortés y cruzó el lugar en el mínimo de pasos, sin detenerse en despedidas. Sophie dejó la manta sobre el escritorio y tomó la manija de su maleta con ruedecillas.
—Me aseguraré de que vayan directo hacia allá. No son horas para desviarse en tours —se ofreció Gutiérrez, en un acto de claro acorralamiento.
Ella agradeció sin chistar, y ni Cal ni Marco se atrevieron a ser la diferencia. Ambos se acomodaron como pudieron en la parte trasera del furgón, mientras Sophie tomaba el asiento copiloto. Los improperios en voz baja del inspector volvieron a causar risa en Cal, pero al estar encerrado ahí con él y sin ninguna arma de protección en la cercanía, optó por alejar su nariz de la vista general para mirar sus zapatos indefinidamente. La mencionada irritación alcanzó su punto álgido cuando nuestro detective se percató, atónito, del trayecto risible que acababan de recorrer: en llegar al hotel demoraron lo que a Sophie le tomó terminar de ajustar su cinturón de seguridad.
Bajaron, tomaron sus maletas y se alinearon frente al portón de fierro.
—Sólo esta noche —les gritó Gutiérrez desde su ventana, y apretó el acelerador.
Cal habló apenas la camioneta no fue más que una nube de polvo.
—Podríamos haber caminado.
—Al menos nos ahorramos unos pasos bajo la lluvia —se resignó Sophie.
Ninguno quería mirar a Feliciano directamente a los ojos, soportar cualquier manifestación que adquiriera su furia desbocada, pero él resolvió pronto el problema.
—Deutiers… prepárate para una estadía larga —pronunció, pausado y enfático. Ella pestañeó dos veces—. Vamos a entrar y no van a emitir ni una sola palabra. Yo seré el que hable. Estos huasos no saben con quién están tratando.
El fotógrafo sonrió, mirando a Feliciano con una repentina admiración.
—¿Qué te dijo Gutiérrez? Noté un cierto resentimiento… ¿puede ser?
—Así como vamos todo puede ser —opinó Sophie, moviendo los hombros—. ¿A qué te refieres?
—No sé… El incidente de «tu grado no vale nada» fue divertido, pero agrio, como si ellos mismos lo sufrieran…, como si estuvieran aquí sólo para representar la preocupación oficial, pero no para, efectivamente, serla. —Lo pensó otra vez y creyó encontrar palabras más certeras—. Apuesto a que no han resuelto nada, por eso el mal trato. Somos la amenaza que puede revelar su ineptitud.
Sophie volvió a pestañear, dando por sentado que había oído una nueva especulación.
—No tenemos ninguna prueba concluyente que…
—Saben lo que sucede, y lo están encubriendo… porque no pueden involucrarse —dijo Marco, de algún modo coincidiendo con Cal pero sin caer en el error de admitirlo. Empujó la reja frente a sí con la punta de los dedos, quizá esperando que un monstruo le saltara a la cara—. Las muertes han sido muy bien planeadas.
—Son suicidios, no asesinatos.
—Tal vez —respondió, pensando.
Ella intentó buscar su mirada.
—¿Qué no nos estás contando?
No volteó ni dijo nada, al menos no hasta que alcanzaron la puerta principal. Cal hizo un gesto a su amiga para que no siguiera insistiendo. El Matasantos adoraba guardar los detalles importantes sólo para él. Ya habría tiempo de presionarlo.
Esta vez no hubo necesidad de tocar. Una mujer de unos ochenta años, ocultando un floreado delantal de cocina bajo un gran chaleco de lana, giró la manija y los encaró con violencia. Sophie saltó hacia atrás: la bienvenida tenía forma de escopeta.
Apuntó, firme, a la cabeza de Feliciano. Éste levantó sus manos a la altura de la cabeza, muy serio e impasible, pero de seguro maquinando la manera de no terminar con una bala en la frente.
—Señora, cálmese. Sabemos que no son horas para…
—Es sind drei, und eine von Ihnen ist eine Frau… —gritó ella, al parecer hacia otra persona, apenas volteando hacia atrás. Ruidos de sillas y pasos sobre la madera fue la respuesta.
Mientras Cal intentaba adivinar qué tipo de lenguaje críptico había oído, el inspector bajó los brazos, visiblemente aliviado.
—Wir wollen Ihnen nichts antun. Bitte, legen Sie das Gewehr beiseite —le dijo, en un tono conciliador tal que el fotógrafo debió restregar su oído, creyendo que había oído mal. ¿Qué se estaba perdiendo?
Un anciano bajito, más bien enjuto, apareció por un costado y, sin mirar a quienes esperaban en la puerta, puso una mano sobre el hombro de la mujer. Con la otra, tornó suavemente el cañón de la escopeta, obligándola a dejar de apuntar.
—A mi esposa no le gustan las visitas —hablo él por fin, en un castellano gutural pero que se entendía sin problemas.
Sophie se llevó las manos al pecho.
—Sólo queríamos una habitación…
—Tres, si es posible —corrigió Feliciano rápidamente.
Compartir aposento con alguno de sus colindantes no era un tema discutible.
El viejo hizo un gesto de desconcierto, y, antes de que el inspector concluyera que la solución era hablar nuevamente en alemán, las tablas crujieron.
—¿Qué hacen aquí? ¿Quiénes son? —prorrumpió, abriendo la puerta en su totalidad y avanzando hacia los recién llegados con, según Sophie, más miedo que irritación.
—Potenciales clientes, ¿qué más? —participó Cal, haciendo una mueca ridícula—. Un carabinero nos trajo hasta acá para que pudiéramos pasar la noche.
—Nos dijeron que esto era un hotel —acotó la científica, y sólo entonces el viejo pareció bajar la guardia. Su mujer, todavía a la defensiva, también pareció relajarse cuando él le susurró algo ininteligible al oído.
—Se perdieron en el bosque, ¿no? —comenzó a decir mientras los instaba a entrar.
No distaba de una típica cabaña sureña. De madera casi en su totalidad, de techos altos, de muebles mullidos enfundados en colchas de colores. La única diferencia, quizá, estaba en la calidez; el aire ahí era denso y frío, aun con una gran chimenea encendida en mitad del salón.
La anciana caminó hasta un roído mostrador, dejó su arma en uno de los cajones y esperó instrucciones de su marido. Sobre su cabeza, un antiguo óleo de cazadores de patos amenazaba con desplomarse.
—La verdad es que…
Feliciano golpeó a Cal en el vientre, dejándolo sin aire y cortando su verborrea bruscamente. Simuló ayudarlo con su maleta.
—Exactamente, nos perdimos —mintió, tan convincente que cualquiera le habría creído. Cal deseó golpearlo, pero estaba más ocupado en recuperar el aliento—… y nuestro auto se averió. Sólo nos quedaremos un par de noches. Esperamos no molestarlos.
—Esto no es un hotel —se apresuró a decir el viejo. Estaba más tranquilo, pero no precisamente amistoso—. A veces damos techo a turistas. Es una casa grande, sólo eso, pero no son bienvenidos. Si prometen irse pronto, los dejaré quedarse.
—Tan pronto como consigamos transporte —le aseguró Marco.
—Eso puede arreglarse —respondió él, impávido. Les dio la espalda un momento, balbuceó algo a su esposa y luego giró.
Al tiempo que el inspector volvía a hablar, ella ya desaparecía tras una puerta lateral. Feliciano dejó sobre el mesón varios billetes.
—Esto cubrirá nuestras habitaciones, espero.
Como si hubiera hecho algo sumamente ofensivo, el anciano ni siquiera los miró.
—Le dije que esto no es un hotel. No recibo moneda chilena. —Los arrugó en su puño, dio un paso y se los devolvió a Feliciano a la altura del pecho—. Pero puede pagarnos con ella. Mi mujer necesita ayuda con las labores de la casa.
Sophie no lo tomó en serio. Sonrió ampliamente, incluso soltó una risita inocente, pero al fijarse en la mueca del resto de los presentes, perdió todo el ánimo. El viejo lo había dicho en serio, y, para colmo de males, el inspector Marco Feliciano estaba considerando la idea. Realmente considerándola.
Que aparezca Tinelli, por favor. Esto es digno de Video Match.
—Acepte el dinero… De todas maneras tiene que comprar víveres, ¿no? —le pidió Sophie, con un rabioso vibrato en su voz. Más que sugerencia, era una orden—. No estaremos mucho tiempo, no se preocupe.
El anciano extranjero apretó la mandíbula. Miró a la perito de arriba abajo, tratando de entender, quizá, por qué estaba algo irritada. Feliciano volvió a dejar los billetes en el mesón, retrocedió unos pasos y tomó su bolso de recluta.
—Primer pasillo, últimas tres puertas.
Cal y Sophie dijeron «gracias» al unísono, mientras Marco se limitó tan sólo a mover la cabeza. Claro que no alcanzó a andar demasiado. Súbitamente, volvió el rostro y elevó la voz.
—Disculpe, no me dijo su nombre.
El anciano apenas se movió.
—No, no se lo dije.
Clavaron la mirada el uno en el otro. El inspector asintió levemente. Los demás prefirieron no hablar. No había nada que discutir.
Ya algo lejos de los dueños de la casa, y a mitad de la escalera de caracol, Sophie no aguantó más.
—Gracias por la ayuda —moduló, enojada, tumbando su maleta en los escalones con innecesario estruendo—. ¡Ninguno me defendió! ¿Esperaban que aceptara el trato?
Los dos hombres se miraron, esquivos. La molestia de su acompañante comenzaba a bullir.
—Es un viejo prusiano —lo disculpó Cal, sin darle mayor importancia. Empujó con los nudillos la puerta contigua y esperó en el umbral.
Justo en frente, Feliciano ya había abierto la suya, dejado su bolso sobre la cama y examinado en un milisegundo su entorno inmediato. El cuarto de Sophie estaba al final del pasillo, pero no se dirigió hasta allá. Decidida a no olvidar el asunto, avanzó tras los pasos del inspector y volvió a hablar.
—Quería enviarme a la cocina sin titubeos… luego me pediría que les trajera el desayuno a la cama. Inconcebible, ¿no?
Cal, a su corta distancia, sonrió para sus adentros, pero no hizo más comentarios. Marco habló por él.
—Es lógico que pensara eso —dijo, impasible.
—¿Lógico? ¡¿Por qué?!
—¿Por qué? —repitió él, mientras regresaba lentamente sobre sus pasos—. Eres una… mujer.
Abriendo la boca, Sophie hizo un gesto de máxima indignación, y buscó apoyo inmediato en el rostro de Cal. Él se encogió de hombros; no le parecía tan mal la explicación de Feliciano. Ella suspiró y articuló su mandíbula, como si no lograra verbalizar todos los insultos que pasaban por su cabeza. «Olvídenlo, retrógrados» era el más suave de todos.
—Mañana estaré a primera hora en el policlínico. No me convence la inexistencia de Hidalgo… Veremos qué tan «cerrado» está —les comunicó, en tono golpeado. Luego levantó el mentón—. No esperaré a ninguno de los dos para ir hasta allá. Sin embargo, y ya que eres el único que trajo una herramienta tecnológica a este lugar, tendrás que teclear algunas cosas en tu mole de titanio, ingeniar un reloj despertador y golpear mi puerta —explicó, girando sobre su eje y apuntando tan parca a su antiguo compañero escolar que no dejaba espacio para objeciones— a las seis en punto.
Ahora él era el indignado.
—¡¿A las seis?!
Sophie asintió. Luego apretó los dientes, entre bloqueando su rabia y conteniendo un gruñido de guerra, tomando sus cosas con ahínco. Las píldoras de Xanazina tintinearon en algún lugar de su maleta.
—Sólo hazlo, Calixto.
Y salió, dando un portazo en las narices de Feliciano. Un segundo después, éste asomó sus cejas al pasillo, pensativo. Cal seguía ahí, observando el huir de su amiga.
—¿Se habrá enojado?
—Me llamó «Calixto». No puede ser buena señal.