3

Hombres de negro

Miracles will happen as we trip,

but we’re never gonna survive,

unless we get a little crazy…

SEAL, «Crazy»

Arribaron en un pequeño aeropuerto de poco tráfico, rentaron un auto «dentro de las posibilidades monetarias del sector público», y se lanzaron a la autopista. Sin embargo, ya llevaban casi una hora de camino y no habían cruzado palabra. De vez en cuando alguno dirigía una mirada furtiva en dirección al otro, pero nada más. Cansada de tanto silencio, e intentando poner en práctica el protocolo aprendido en las clases de etiqueta francesa, Sophie sonrió a medias. No sería fácil comenzar un diálogo.

Tosió.

—Entonces… ¿algún nuevo avistamiento del que deba enterarme? —pronunció, casi irónica. Ojeaba por primera vez la carpeta que Feliciano había traído, pero sin estudiarla realmente. Había permanecido a su lado durante todo el trayecto y sólo ahora se dignó a tomarla.

Cal sonrió, animado, agradeciéndole romper el hielo. El tipo al volante volvió la cabeza.

Inaudito. ¿Crees que esto se trata de extraterrestres?

—Jamás descarto nada —comenzó a decir, lo que provocó una exasperación inmediata por parte del conductor—. Intento mantenerme abierta.

—Todo un sacrificio, supongo —dijo él, sin despegar la vista del horizonte—. Los médicos creen que pueden explicarlo todo.

—Yo no soy médico —corrigió Sophie, algo molesta.

Al poseer una profesión de ribetes técnicos, pero muy ligada a los laboratorios, solían confundirla comúnmente con una internista. Sin embargo, él sabía perfectamente con quién hablaba. No era una confusión gratis, era humillación. Para él, dejar la carrera de Medicina simbolizaba un insulto, ya que el camino de la pericia sólo era tomado por los resignados que no alcanzaban el puntaje requerido y veían frustrado su futuro clínico. Que ella lo hubiera elegido por convicción era una vil mentira, una excusa para camuflar su mediocridad. Sin embargo, siempre daba el mismo paso, llamándola, requiriendo su ayuda, revelando en su petición lo bien que estaba considerado su trabajo dentro de su círculo profesional. Entonces sonrió para sí. No lo necesitaba para reafirmar su ego, pero ayudaba a construir orgullo.

—La habilidad para explicar lo inexplicable… ¿Ésa no es acaso tu propia descripción? —intervino Cal.

La mirada de Feliciano en el espejo retrovisor no fue de buenos amigos.

—No soy científico. —Miró a Sophie de reojo, quizá resarciéndose de sus palabras, pero pronto regresó la vista a la carretera—. Sólo me preocupo de que la gente conozca la verdad detrás de las patrañas con las que convive día a día —se defendió, aunque no había ni un indicio de debilidad en su voz—. El día que el tipo de la «Pulsera de los once poderes» esté preso, podré morirme tranquilo.

Cal se mordió la lengua hasta que sangró. No podía darse el lujo de reír, o terminaría el resto del camino amordazado de pies y manos en el maletero. Prefirió volver la mirada hacia su cámara, a la cual intentaba poner una tarjeta nueva. Como buen aparato digital, funcionaba sólo con memory sticks, pequeños rectángulos de plástico dispuestos en una ranura para almacenar información. Sacó una de su bolsillo, quitó el seguro de aluminio con los dientes y lo escupió en su asiento. Luego oyó a Feliciano hacer un gesto de asco. No lo pensó mucho y se lanzó de bruces a recoger el residuo.

Sophie no iba a dejar el tema en paz.

—Algún día deberás admitir que hay cosas que no tienen explicación —le habló, con una pizca de desafío. El ni se inmutó.

—Pues siento decepcionarte. Hasta hoy no ha habido ni un solo caso «extraño» que no haya podido resolver o explicar. Lo paranormal, si me permites la ofensa, es un chivo expiatorio barato y trillado, inventado por fanáticos religiosos o locos con camisetas de Alien.

—Hey —alegó Cal, casi indignado—. Esos locos con camisetas de Alien, como tú los llamas, son las mentes que están detrás de todos los avances en la carrera espacial, sin mencionar el desarrollo de las redes virtuales y muchísimas áreas de la ciencia…

—La gente seria siempre debe rodearse de uno u otro desquiciado. A veces tienen buenas ideas.

El tema quedó en nada. Como un niño al que lo han dejado sin postre, Cal se reclinó sobre el asiento y cruzó los brazos, frunciendo el ceño. Claro que, antes de eso, no perdió oportunidad para —sin que el inspector lo notara— colocar una mano en forma de revólver sobre su sien derecha, haciendo mueca de disparo. Prefería administrar un jardín de infantes antes que trabajar con semejante pelmazo.

Sophie intentó tomar el papel de árbitro.

—Vamos a respetarnos mientras estemos allá, ¿de acuerdo? Todas las perspectivas pueden servir para la investigación.

—La investigación en sí no es tu trabajo, Deutiers —especificó él, altivo—. Tu terreno se limita a las cuatro paredes del hospital, policlínico o lo que sea que exista en aquel lugar sin contar las visitas que quieras hacer al cementerio. Viniste aquí para seguir órdenes. Harás los informes correspondientes, me los entregarás en una fecha límite y tomarás el primer bus de regreso. Eres auxiliar de médico, no detective. —Sophie abrió parcialmente la boca mientras lo escuchaba. ¿Auxiliar médico? Cuando hizo una pausa, no fue capaz de contestarle. No sabía si encogerse de miedo o atacarlo con las uñas—. Y con respecto a ti, Andrade, ha sido una infortunada decisión lo que te trajo hasta aquí. Haz lo que tengas que hacer, no me interesa, pero si interfieres en mi trabajo, tu pulmón compartirá espació con una de mis balas.

Cal tampoco supo qué responder. Bueno, en realidad planeaba decir «Mira que eres amargado. ¿Cuándo fue la última vez que te acostaste con alguien?», pero eso sí que hubiera sido un pasaje directo a una lluvia de pólvora.

Feliciano no sonrió, no lo hacía nunca, pero en su respiración y movimientos de cuello Sophie pudo dilucidar el típico aire de suficiencia de los eternos ganadores. Le hubiera gustado callarlo de una bofetada, pero prefirió aguantarse. Por mucho que la enfadara, en el fondo, él tenía razón.

Mientras Sophie aún digería su sermón, el inspector dirigió la mirada hacia la carpeta, que sobresalía a un costado del asiento.

—¿Debo asumir que te enseñaron a leer o tendré que explicarte todos los detalles?

Ella no volteó.

—Oh, no, por favor, muchas gracias. Cuando me tope con algún término inusual te lo haré saber.

Sophie creyó que sería el punto final a la conversación, pero dos minutos más tarde —todavía con el orgullo herido— tuvo que alzar la voz.

—¿Cuántos años demoraste en hacer este estudio? —preguntó, entre burlesca y anonadada. Él bufó suavemente, como si le hubieran dicho un cumplido.

—Sólo me llevó una noche. Ya te dije, yo no duermo.

Cal, tras escudriñar las anotaciones de Feliciano por encima del hombro de Sophie, movió la cabeza con desgano. Se abstuvo de decir «Consigue una vida».

—Estoy sorprendida… no estaba al tanto de las cifras. ¿Cómo es posible que una región sobreviva con tal cantidad de desempleo?

—No sobreviven —respondió él al momento, acomodándose en su asiento para lanzar su teoría a quemarropa—. Se suicidan.

Sophie y Cal lo miraron atentamente un segundo. Era un tipo desagradable, alterado, pero podía aportar cierta inferencia.

—La cesantía es del cuarenta y tres por ciento, el nivel de alfabetismo es dos de cada siete habitantes… —leyó Sophie en el informe—. El tráfico de pasta base sigue en incremento y es un lugar netamente rural, de recursos poco explotados. Me pregunto cuántos casos de depresión recibirá Hidalgo al año.

—Es uno de los primeros datos que recogerás estando allí —volvió a intervenir Feliciano, provocando un gesto áspero en Sophie al recordar que debía «acatar órdenes»—. Es la solución más fácil a todo esto.

—Pero no precisamente la correcta —acotó Cal, seguro—. Es la salida más simple, sí, pero, si no hubiera misterio, Hidalgo no estaría desesperado por obtener ayuda. Claramente estamos frente a un c…

… caso mal investigado —se apresuró a finalizar el inspector, con tal de no oír algún sinónimo de la palabra «extraño»—. Pondré las cosas en orden y volveremos a nuestras vidas.

—«Pondremos» —corrigió Sophie, alzando las dos cejas—. Te recuerdo que tú mismo te referiste a «nuestro» asunto.

Feliciano estiró el cuello con fastidio, enseriándose tal como si estuvieran quebrantando un tratado salomónico.

—Lo diré por última vez. Yo, detective. Tú… «lo que sea» en términos clínicos. ¿Quieres que te lo dibuje? Puedo usar manzanas.

Sophie echó la cabeza hacia atrás en un suspiro exagerado.

—Eres imposible. Me rindo.

—Por fin —respondió él.

Cal no se atrevió a generar réplica, y, a falta de voluntarios, la comunicación estuvo interrumpida por casi dos horas más, sin que ninguna señalización los ayudara a ubicarse. La encargada de la aerolínea les había asegurado que, si tomaban la carretera principal, llegarían antes del atardecer a Puerto Fake. Pero, para desgracia de Sophie —diversión de Cal e irritación de Marco—, las luces naturales estaban a punto de abandonarlos por completo.

Exactamente. Del pueblo, ni pistas.

—Debimos haber tomado la primera ruta a la izquierda, como nos dijo el acomodador de autos —refunfuñó Sophie, levantando la nariz unos centímetros sobre un gigantesco mapa. Marco tuvo que hacerse a un lado para no perder la visibilidad.

—Puedo ubicarme solo a la perfección. No seas histérica.

—El acomodador es un lugareño…

—No me dio confianza —fue su respuesta.

—Entonces podríamos haber preguntado a alguien más.

—No había nadie de mi agrado.

Cal movió la cabeza.

—¿Hay algo que te agrade en este mundo?

Feliciano suspiró, imperceptible.

—La verdad.

Sophie alejó su atención del mapa por un segundo y clavó sus ojos grises en el inspector. ¿Era su idea o había sentido un dejo de melancolía? Pero de algo estaba segura: no iba a preguntárselo. Lo único que recibiría a cambio sería un berrinche esquivo.

Cal se cruzó de brazos.

—Pues he aquí un pedazo de verdad: estamos perdidos —acentuó con sorna, dejándose caer en el respaldo de su asiento.

—Hidalgo debería haber adjuntado instrucciones para principiantes —comentó Sophie, bajando su ventanilla. Afuera soplaba una brisa tibia, y las luces del auto apenas iluminaban unos metros hacia delante.

—Para mí que la señorita de la aerolínea no sabía su posición en el planeta —volvió a quejarse Cal, dando un vistazo instantáneo a su maleta, que estaba junto a él, todavía exageradamente forrada—. Menos iba a poder dárnosla a nosotros.

—Al menos tu indumentaria llegó a salvo —dijo Sophie, al tiempo que Cal intentaba quitar los refuerzos de plástico.

—Las entrenan como ayudantes de carga, no como guías turísticas —bufó Marco.

—Alguien debería darles algunas clases —espetó ella.

Cal volteó hacia el piloto.

—Con tu gran seguridad y experiencia en la geografía chilena, podrías hacerlo gratis…

—No me provoques, Andrade.

—Mi nombre es Cal.

—¿Van a calmarse los dos? —intervino Sophie, impaciente. Esto es serio. Realmente estamos perdidos.

Los rodeó unos segundos de la usual calma antes de una tormenta.

—No lo estaremos hasta que yo lo diga —concluyó Marco de pronto, y acto seguido hizo una brusca maniobra en mitad de la carretera.

Frenó tan rápido que por unos centímetros Sophie casi se estrella contra el vidrio delantero. La maleta de Cal golpeó la puerta contraria, el mapa se escapó de las manos de su dueña y voló por la ventana, las llantas rechinaron con escándalo y el eco se perdió en los árboles aledaños. La joven perito se aferró a la manija sobre su cabeza, temblando.

—¿Qué pretendes? —preguntó con un hilo de voz, al tiempo que cambiaban de pista y regresaban por donde venían No me digas que vas a hacerme caso y tomaremos el camino que señalé…

—No —contestó él—, pero ya que te importa tanto que preguntemos, eso es lo que haré. Quizá ellos tengan una brújula.

Sophie levantó una ceja, y pensó en volver a preguntar, mas su respuesta apareció sola. Ahí, frente a ellos, a una velocidad mínima y con esa típica aura enigmática, una caravana de tres Ford Expedition negros salía a la ruta desde un camino escondido entre los matorrales. Sin que intercambiaran más impresiones al respecto, Cal se abalanzó hacia delante, y en un movimiento sorprendentemente ágil, calzó en su cámara un lente teleobjetivo para utilizarlo como una suerte de binocular. Sophie, tratando de procesar la consecución de las acciones, lo golpeó en el hombro para que relatara todo lo que veía.

—Sólo vidrios polarizados —contestó, algo decepcionado. Luego apartó el ojo del visor—. ¿Por qué los perseguimos? ¿Quiénes son?

—No lo sé —dijo Feliciano, sin despegar la mirada de las furgonetas—. No salieron a la carretera hasta que se aseguraron que seguiríamos de largo. Mucho misterio para mí.

Sophie se tomó la frente.

—Yo no noté su presencia, menos con la poca luz que tenemos. ¿Nos habrán visto en realidad?

Feliciano apretó aún más sus manos al volante.

—Puede ser. Han mantenido la velocidad… tal vez quieren que los sigamos.

El paparazzi sonrió, divertido.

—Si no lo supiera, diría que ves mucha televisión.

Al parecer el inspector no se dio por ofendido.

—El periodismo exagera en intrigas y conspiraciones, pero entre líneas siempre hay algo de certeza.

Cal abrió la boca, impresionado.

—Oh, no me lo digas. Tampoco confías en nadie. —Feliciano no contestó, a lo que el otro soltó una carcajada—. Qué buen trío hacemos. Ahora sí que nos vendrían bien esas camisetas de Alien.

Marco tensó sus cejas, amenazante.

—Recuerdo haber mencionado algo sobre tu pulmón y una bala.

Cual acto reflejo, el fotógrafo levantó las manos en signo de inocencia y volvió a su asiento.

El velocímetro indicaba sesenta kilómetros por hora. La lentitud daba al aire un toque espeso, de duda. Ninguno de los tres podía decir qué hacían ahí o cuál era el motivo de tan extraño seguimiento. Sin embargo, Sophie intuía que Marco era muy fiel a sus corazonadas, y juzgando por su impecable historial, seguramente le daban buenos resultados. Su silencio era elocuente. Quienesquiera que fueran en esos autos —le recordaron de pronto a los conocidos «hombres de negro»—, algo intentaban decirles. O quizá, sólo quizá, su presencia no significaba nada en particular.

—Me siento como si estuviera en una mala película gringa —comentó Cal, cansado, como si adivinara los pensamientos de Sophie. Ella le hizo un gesto de complicidad.

—Si tienes algo mejor que hacer, tu puerta está sin llave. Sé libre de lanzarte —habló Feliciano, estático en su posición sobre el acelerador a medias. Cal se abstuvo de hacer un gesto obsceno hacia el espejo retrovisor.

—No podemos seguirlos toda la noche —discutió Sophie, ahora visiblemente preocupada—. Nuestro destino es otro.

—No necesariamente —se defendió él—. Eso estamos averiguando.

—Ahora es «estamos», ¿no?

—Silencio —exclamó Marco de pronto, levantando su mano derecha para apuntar hacia delante.

Se oyó un leve rugido desde el primer Ford. Comenzaban a apresurarse. Si pretendían correr en serio, el humilde Hyundai Accent en el que iban no sería competencia. Los tres aguantaron la respiración.

Un segundo sonido de aceleración terminó por quebrar la quietud de los alrededores. Ya estaban en setenta y cinco kilómetros por hora. La brisa sopló más fuerte, anunciando —como Sophie se encargó de explicar— una lluvia probablemente torrencial, tomando en cuenta la región donde se encontraban. A la oscuridad apenas franqueada por las luces altas del Hyundai, se sumarían los goterones como otro obstáculo de natura. Claro que, al parecer, sus acompañantes de travesía no estaban preocupados: ninguno de los tres furgones había encendido sus focos.

—Siguiendo con la línea del thriller que tanto les gusta, diría que están usando lentes infrarrojos —dijo Cal, intentando mantener el tono de distensión, pero evidenciando un nerviosismo en ascenso.

Sophie tragó saliva.

—Podemos tener problemas… Marc… inspector Feliciano, por favor, demos la vuelta…

Él suspiró hondo y fuerte, signo claro de preparación mental. Sophie comprendió en el acto. Con angustia, y sin atreverse a hacer más movimientos de los permitidos, aseguró a tientas su cinturón de seguridad.

El tercer rugido abombó sus oídos.

—¡Sujétense!

Cal reaccionó demasiado tarde. La fuerza del raudo avance lo lanzó con violencia hacia atrás, y rebotó dolorosamente en su asiento. Estiró los brazos, quejándose del impacto, y se sujetó en lo que pudo. Pensó en desplegar, por fin, toda serie de vulgaridades hacia su brillante conductor, pero en el segundo siguiente ya no tuvo tiempo. Ni ganas.

Sí estaba en una mala película hollywoodiense. Como una insaciable cacería, de la que ni siquiera tenían mayores motivaciones, la caravana de Ford se distanció con furia de sus per seguidores. Feliciano, sintiendo que comenzaba a acalambrarse, pisó el pedal a fondo. El grito de Sophie se confundió con el zumbido que los envolvía. Arrugando los párpados, reconoció frente a ellos una inmensa nube de polvo.

—¡¿Dónde… dónde están?!

El inspector suspiró de nuevo, alterado.

—¡Cabezas abajo… ahora!

La perito no tuvo tanta suerte esta vez. Con un golpe que la dejó mareada por varios segundos, su cabeza chocó con el borde de la ventanilla, y dejó un rastro de sangre desde su oreja hasta su mentón. Pero no se detuvo a lamentarse. Cal había aprendido la lección y, como si esperara la caída de una bomba nuclear, se refugió tras el asiento de Feliciano, con las manos aferradas a su propio cabello y su maleta actuando de escudo. Si llegaban a involucrarse en una balacera, él sería el último en morir; su vapuleado laptop de titanio le salvaría el pellejo.

Dejando los rastros de polvo atrás, y haciendo una mueca de dolor, Sophie trató de examinar su espacio inmediato. La maniobra anterior, como pudo darse cuenta, los había sacado de la carretera para adentrarse en una ruta de tierra poco circulada. Sólo había árboles. Las piedras y ramas hacían del viaje un tránsito al más puro estilo de cualquier rally. Un rumor de trueno se oyó por lo alto, pero Sophie no alzó la vista. Siguiendo el ejemplo de Cal, se tomó la cabeza con ambas manos y se encogió cerca de la palanca de cambios. Un tope en una de las ruedas delanteras los hizo elevarse unos centímetros del suelo. Marco ya había pasado a quinta velocidad.

Podía oírlo quejarse. Quejarse y maldecir con cada sacudida, apretar el volante contra su pecho por la mala visibilidad y aguantar el sufrimiento de sus músculos rígidos desde los muslos hasta la punta de los pies. Nadie lo obligaba a ponerse en peligro, a vulnerar a otros, a hacerle caso a un presentimiento que bien podría caber en los amplios rangos paranormales que tanto aborrecía. Podía intuir su conflicto al no entender por qué había terminado en esa situación, mezclado con las ganas internas de hacerlo simplemente. Hacerlo porque sí, porque presentía que era lo correcto. Ella prefería odiarlo y culpar a aquel conocido afán masculino por ir tras la constante adrenalina, pero algo la instaba a esperar. También era mucho misterio para su gusto.

En tan incómoda posición, acurrucada donde no hacía mucho sólo estaban sus zapatos, los minutos se hacían eternos. Su boca comenzaba a secarse por la angustia y la falta, pensaba, de una nueva pastilla.

—No… No tengo idea de… No puedo… ¡Mierda!

Marco Feliciano golpeó el volante con todas sus fuerzas. El sudor formaba pequeñas gotas en su frente y hacía del cuello de su camisa una prenda asfixiante. Se liberó de dos botones y aflojó el nudo de su corbata con diligencia. Su pie soltó un poco el acelerador.

—¿Los perdimos? —preguntó Cal en un tono apenas audible, saliendo a medias de su escondite. Feliciano casi da un segundo golpe.

—¡No puedo verlos! —gritó, moviendo su cabeza frenéticamente para abarcar todas las direcciones posibles. Por enojo o simple inercia, volvió a subir la velocidad.

—¡Te dije que era una estupidez! ¡¿Qué pretendes hacer con…?!

—¡Cal, no empieces, ya no importa! —exclamó Sophie, esta vez alterada. Elevó los ojos hacia el inspector—. ¿No están? ¿Estás seguro? Hace un minuto que ya no los oigo…

Marco congeló los músculos del cuello. Pensó y resolvió en tiempo récord.

—¿Oírlos?

Cruzó con Sophie una mirada fugaz, de entendimiento. Ella mantuvo el interés aún después de que él hubo regresado la vista hacia el bosque. Se quedó quieto otro segundo y asintió para sí. Ella arrugó la frente.

—¿Qué quieres que…?

—Levántate —ordenó bruscamente—. Levántense los dos…

Sophie y Cal se miraron fijamente un instante, aterrados. A sus propias respiraciones agitadas se sumó el aullido de un animal que no supieron identificar. Si no hubiese estado segura de que era completamente absurdo, ella habría creído que ahí, en ese punto perdido de Chile, la noche era más negra que en ningún otro lugar…

Feliciano volvió a gritarles, esa vez con una pizca de angustia en su voz, lo que los hizo reaccionar. Como si su maleta lanzara a gritos una advertencia de «Frágil», Cal la tomó con la mayor suavidad que le permitían las embestidas de velocidad y la dejó a un lado. Luego asomó su cabeza por sobre el respaldo de Marco. Sophie ya tenía su espalda pegada al suyo.

—¿Te cansaste de jugar a los vaqueritos? —le espetó Cal, alternando cada palabra con exhalaciones nerviosas.

Ignorándolo, Marco miró directamente a Sophie.

Bajen todas las ventanillas —moduló, grave, mientras intentaba controlar el tembloroso volante por lo irregular del camino—. Todas, ¡rápido! Pueden dejarnos ciegos, pero no sordos.

Sophie le devolvió la mirada fija.

—¿Oírlos?

Al tiempo que Marco asentía, reprimiendo algo de angustia, Cal ya había seguido las instrucciones. La temperatura del interior bajó rápidamente, pero la adrenalina del movimiento les impedía sentirlo. Por ahora.

Sophie movió la manecilla con las dos manos y bajó el cristal al máximo. Luego sacó su cabeza, agudizando, esa vez, su sentido auditivo. Cal la imitó desde el otro extremo.

—¡Los oigo! —gritó el paparazzi, repentinamente entusiasmado por la cacería. Marco gruñó.

—¡Claro que los oyes, imbécil! Pero no me sirve de nada… ¡Tienes que decirme hacia dónde van! —Giró hacia Sophie buscando algo de sensatez—. ¡Guíenme!

Ella cerró los ojos. La oscuridad de ese gesto no distaba demasiado de la noche que los rodeaba, pero obligaba a su cerebro a cambiar su objeto de atención. Hacía mucho tiempo que su correcto peinado estaba totalmente deshecho, abultando su melena en el cuello de su chaqueta y dejando que los mechones azotasen su rostro. Iba a quitarlos, pero prefirió no moverse.

Algo sonó. Era un trueno. Un trueno muy parecido al rugido de un motor en toda su potencia.

—¡Derecha! —gritaron Cal y Sophie al unísono, compartiendo el tono de ansiedad.

El inspector reaccionó incluso antes de que terminaran de pronunciar la palabra. Viró el volante con toda la fuerza que la tensión le permitía, y, tras un grito a medias de Sophie, oyó a Cal caer de bruces sobre su maleta. Ella esperaba que su aun go comenzara a maldecir a todas las criaturas vivientes; sin embargo, se reincorporó como pudo y volvió a su posición, prácticamente colgando de la ventanilla. Tenía las mejillas rasgadas por la cercanía de los árboles nativos. Feliciano, por su lado, tenía un feo corte en el brazo izquierdo. Sophie recordó entonces que no andaban en ningún camino demarcado; intentaban hacerse uno.

—No pueden estar muy lejos… ¡Los oigo directamente, no su eco!

Marco subió el mentón y estiró las manos. Al parecer, Cal por fin había dicho algo de su agrado. Esperaría un sitio un poco más despejado y aceleraría hasta las últimas consecuencias. Así lo entendieron sus acompañantes.

Aunque, repentinamente, Sophie cambió de opinión. Seguía con su cuerpo entre el auto y la noche helada, continuaba atenta a todo sonido que pudiera percibir, pero en un entreabrir de sus párpados la imagen se hizo nítida y su corazón se detuvo. Se restregó los ojos hasta que le ardieron; no quería equivocarse. Su boca expresaba la sorpresa y su mano izquierda intentaba, autónoma, dar una señal de alerta hacia el conductor. No recibió respuesta.

—Para… —intentó emitir, logrando tan sólo un volumen vago que se perdió en el roce de las esporádicas gotas de lluvia. Algo en el horizonte la había hipnotizado.

—¿Qué…? —exclamó Cal, entre despistado y esquivo.

Esta vez Sophie fue enfática.

—Detén el auto… ¡Detenlo! —gritó, saltando para volver a su asiento y tomando a Marco del hombro—. ¡Para, Marco, para!

Él la miró con incredulidad.

¡Por supuesto que no!

Sophie, enojada, se cansó de ser la sutil del grupo.

¡Dije que te detuvieras… ya!

No lo pensó. Cargó su cuerpo sobre él, perdiendo el equilibrio, mientras se las arreglaba para empujar el pedal del freno con su tacón izquierdo. La fuerza de la contención tiró a Cal hacia delante y cayó en la falda de la perito, no sin antes golpear su cabeza en el tablero. El eco del chirrido hizo que el oído lastimado de Deutiers diera una nueva punzada, pero obvió el dolor. Ayudó al fotógrafo a reponerse y elevó la mirada. Sintió su mano adherirse grasosamente al caucho del volante por el sudor.

—¡Los perdimos! —gritó Feliciano, empujando a Sophie de vuelta a su asiento sin mucha delicadeza. Uno de los focos del auto parpadeaba. El otro apenas alumbraba unos metros hacia delante—. ¡¿Estás loca?! ¡Nunca estuvimos tan cerca!

Ella, aún jadeante, clavó en él una mirada que intentaba alejar el miedo para dar paso a la determinación. Con el pulso impropio de una experta en análisis de autopsias —pero aceptable por no ser ni médico ni cirujano— levantó un brazo y apuntó hacia la noche a espaldas del inspector.

—Mira… —balbuceó.

Perturbado, prefería seguir insultándola que tomarla en cuenta, pero optó por no meditarlo demasiado y volteó con dificultad. Quitó el sudor de su frente, salió del auto a tropezones y pestañeó hasta ver con claridad.

Entonces lo vio. Era un rectángulo, de no más de un metro por lado, ajado por los años y la crudeza del clima. Colgaba de un injerto metálico sobre un magnífico y anciano roble, a la altura de dos hombres, y los arbustos aledaños lo camuflaban entre sus ramas, provocando un agudo sonido de latón en movimiento. Hubiera sido casi imposible de advertir, si no fuera por las letras pintadas de amarillo refulgente, detalle característico de las señalizaciones de tránsito en localidades con presencia de nevadas.

—«Bienvenidos a Puerto Fake, 1 km» —leyó Cal, atónito, asomando la mitad de su cuerpo tras el asiento del conductor.

Ninguno de los tres quiso decir nada más. La brisa helada indicaba el camino.