El Matasantos
So Doctor, Doctor,
Won’t you please prescribe me something?
A day in a Ufe of someone else…
PINK, «Hazard to myself»
El teléfono sonó exactamente a las cuatro de la mañana. Por suerte, las ocho horas de sueño que nos recomiendan nuestros padres no se ajustan a Deutiers. Según ella es tiempo perdido, pero en el fondo de su cabeza sabe que una siesta sabatina se ha transformado, conscientemente, en otra más de sus añoranzas. Cerrar los ojos, relajar la mente, sentir que se pierde todo contacto con el espacio y el tiempo… Dormir. Sólo un minuto, una hora. Conocer la sensación de irse y regresar de un estado de inconsciencia voluntaria, sucumbir a un cansancio imbatible y desplomarse en los brazos de Morfeo. Dormir, como no lo ha hecho nunca. Como no ha podido hacerlo.
Chasqueó la lengua e inspiró, revolviendo, entre sus dientes, la segunda pastilla de la madrugada. No puede abusar de las dosis, Urrutia se lo recuerda de forma incansable, pero los endemoniados óvalos amarillos siempre terminan en su boca sin que sepa a ciencia cierta en qué minuto alcanzó el frasco. Su cuerpo lo pide, así funciona. Así sobrevive, y su eterno insomnio, más que un real obstáculo, ahora era sólo un detalle minúsculo con que lidiar.
Al momento del primer «ring, ring», volvía a cerrar con doble sello la puerta de su departamento. Había salido para darle de comer a Amalia, la gata del 403. Su dueña, una chica desaliñada de pelo morado, pasaba muy poco allí, y la felina, escuálida, arañaba todas las noches la puerta de Sophie suplicando glucosa. Se habían encariñado bastante, y no por nada; Urrutia jamás le dejó tener mascotas. Era una de sus tantas carencias infantiles, parchadas o liberadas ahora que la tercera década de existencia le pisaba los talones. Pero no tenía ropa para quejarse. Carlos había sido un excelente padre, cariñoso, preocupado y responsable. Sin importar todos los peros que ella pudiera encontrar en sus años juntos, lo bueno siempre superaba lo malo.
Sophie se detuvo en la puerta con la mirada sostenida en un punto borroso. Aún sujetaba la manija. Bueno, no iba a mentirse. Había cosas que no podía conciliar, y entre todas ellas, sólo una en especial: quién era, de dónde venía exactamente, qué pasó con sus padres biológicos…, qué hacía en este país tan lejos del viejo mundo en esencia y geografía. Era curioso cómo se empeñaba a diario por dar solución hasta a las más desbaratadas situaciones, pero no era capaz de concretar su propia vida con datos precisos. Era irónico, desagradable en realidad.
Giró el cuello y se observó detenidamente en el espejo del pasillo, analizando sus rasgos. De la poca información que había logrado sacar a su padrastro, obtuvo un dato importante: ella era el vivo reflejo de su madre. El mismo cabello color ceniza, los mismos ojos claros pero de matiz según el clima, Las mismas rodillas torcidas y las diminutas pecas en su nariz. Eran increíblemente parecidas, o al menos eso decía Carlos. Sin poder aguantar la curiosidad y las ansias, vació el ropero del prefecto en busca de algún indicio que la llevara hasta ella, tenía trece años, recordó, mientras las imágenes se agolpaban tan nítidas en su mente como si sus dedos aún estuvieran revolviendo papel. Ganó un regaño de proporciones, el primero y único que era capaz de recordar, pero significó la obtención de un material valioso. Era un viejo recorte de periódico, aparentemente sin sentido; sin embargo, se ha aferrado a él desde entonces, creyendo a ciegas que encierra una pista decisiva que se niega a manifestar.
Bajó la mirada, se puso en cuclillas y quitó con delicadeza una tabla suelta en el parqué. Introdujo una mano a tientas en la oscuridad, para luego sacar una carpeta plastificada. Sacudió el polvo acumulado en la portada, volvió la tabla a su sitio y caminó hasta su cama, cerca del ventanal. Apartó su cuaderno y las fotos turísticas de la región correspondiente al dichoso pueblo de destino, dejando un sitio en la colcha para admirar lo que llevaba.
Tanto las letras como la foto central estaban ajadas y amarillentas, mas aún conservaban algo de legibilidad. El artículo merecía la portada del Sun Times, uno de los diarios más conocidos e influyentes de Inglaterra, y, con fecha del 26 de septiembre de 1976, anunciaba la tragedia del momento: diecisiete de los cuarenta y dos bailarines de la mítica compañía de ballet ruso Bolshoi perdieron la vida en un horrible accidente ferroviario en la frontera francoalemana. La imagen ampliada daba un ángulo aéreo del choque frontal entre dos vagones, mientras que, al costado izquierdo del artículo, pequeños recuadros mostraban los rostros de los fallecidos. Debajo de cada uno estaba su nombre completo, además de una casilla de correo personal o paterna, adonde irían a parar las decenas de condolencias que ya se lloraban. Apenas una semana antes, habían hecho una hermosa presentación en París, todo en el marco de su bicentenario, y Berlín era la última parada.
Sophie detuvo el rozar de sus dedos en uno de esos infortunados rostros. Quebrando la homogeneidad, no había casillas ni números telefónicos de referencia. Era la única del grupo cuyo nombre tenía escritas sólo las iniciales, de quien no se conocían parientes o domicilio registrado, y cuyo cuerpo todavía no era rescatado de entre los escombros. Al parecer, no habían logrado dar con sus posibles papeles de identificación. Era una bailarina anónima, quizá no recordada ni llorada por nadie, pero debía de haber sido sensacional. Nadie entraba al Bolshoi por caridad.
«Esta compañía, que hoy sufre tan irremediables pérdidas humanas, es internacionalmente aclamada por su desbordada y vibrante pasión sobre cada escenario, el lujo decorado de todo su vestuario, sin mencionar su impresionante destreza y espectacular realismo», narraba el reportero de la tragedia al final de la columna. ¿Sería consciente aquella mujer de la magnificencia de su trabajo? Podía prescindir de su nombre, pero no de su orgullo: unas líneas bajo su foto indicaban que había muerto con la medalla del bicentenario aferrada a una mano.
El misterio que la envolvía era un imán constante para las esperanzas de Sophie. Pero no se equivoquen: la posibilidad de que ella fuera su madre era tan imposible como esquiva. No sólo lucía muy distinta a la imagen que había creado en su mente —y que alimentaba cada vez que se miraba al espejo—, sino que además las fechas eran suficientemente excluyentes. Sophie había nacido tres semanas antes del accidente, a cientos de kilómetros del escenario momentáneo del ballet; mientras ellos bailaban en su tierra natal, Moscú, Sophie llegaba al mundo en un empobrecido consultorio de Lyon. Por otro lado, una chica embarazada era un cuadro impensable en el Bolshoi.
No, ésa no era la conexión, pero debía de haber una. ¿Por qué Carlos guardaría aquel recorte, si no significaba nada? Una delgada línea a lápiz rodeaba el recuadro con su foto. ¿Por qué lo haría? ¿Quién era ella? La única vez que Sophie había mencionado el accidente de tren, el rostro del prefecto se desfiguró. No dijo nada, por supuesto, y no permitió que ella volviera a comentarlo jamás; podía ser otra más de sus alucinaciones, por lo que le sugirió ingerir una de sus pastillas. Ella había asentido, confundida.
Podía ser, sí. A veces olvidaba su dosis y las cosas comenzaban a dar vueltas. Oía voces, sentía una extraña ligereza corporal… Incluso alguna vez juró tener la habilidad de ver a través de las paredes. Pero nunca se lo mencionó a Carlos. Él había hecho un trabajo digno de beatificación al cuidarla en sus innumerables crisis e inestabilidades. No quería someterlo a más paranoia.
Más de una vez Sophie rezó por el alma de aquella chica, porque estuviera ahora deleitando a otros con su mejor muestra de ballet… dondequiera que se encontrara. Rezaba cuando podía recordar. Cada cierto tiempo la olvidaba, olvidaba por qué había una tabla suelta en el parqué, pero su curiosidad de poder ilimitado la llevaba siempre a la respuesta. Podía ir y volver de la atmósfera, salir y entrar al mundo con un par de sílabas, mas cuando decidía comenzar nuevamente una búsqueda frenética por sus raíces, la Xanazina relajaba su espíritu. Era mejor así. ¿Para qué salir a su encuentro, si ella la abandonó en un principio? El tema era doloroso para Carlos, no podía ahondar en la herida. Le debía más respeto que eso. Le debía una adopción sin demasiadas preguntas, acto que la sacó de los suburbios lioneses y le dio la oportunidad de ser alguien. Le debía una profesión y un nombre. No podía defraudarlo.
El maullido desesperado de Amalia la sacó de su nube especulativa. Guardó el recorte en la carpeta, volvió a esconderlo tras la tabla suelta en el piso y tomó una bolsa de comida de gato que tenía bajo el lavaplatos. Cuando salió al pasillo ni siquiera tuvo que buscarla; estaba esperando, estática en la alfombrilla de la entrada. Qué animales más astutos, pensó Sophie mientras se inclinaba.
Oh, casi lo olvidábamos. ¿Dónde nos quedamos? Claro, el teléfono. Sonó a las cuatro en punto, al tiempo que Sophie volvía a su habitación para admirar una de las postales que consiguió en una agencia de turismo online. Lo dejó sonar un par de veces antes de contestar, pero tan pronto lo hizo se arrepintió de no haber simulado ausencia. La voz al otro lado le revolvió el estómago.
—Deutiers… ¿estás ahí? ¿Aló?
Él. El indeseable, el innombrable… el Matasantos, como se usaba llamarlo en la Brigada de Homicidios. Era un estrecho colaborador de Urrutia, y ella lo conocía más de lo que hubiera querido. ¿Cuántas veces se cruzaron en un caso? ¿Diez, quince? Ya había perdido la cuenta. Había querido perderla.
Como a Sophie, le encantaba entrometerse en casos sin sentido aparente, pero lejos de pertenecer al mismo bando, él llevaba la hosquedad como una marca indeleble en la frente. Era un experto en malos tratos para cualquiera que manejara una respuesta «alternativa» a algo racional: Se obsesionaba por encontrar, por ejemplo, a supuestos secuestradores, aun cuando decenas de testigos aseguraran que vieron al plagiado salir levitando por la ventana. Pero debía aceptar, eso sí, que después de tanta maraña dichos secuestradores sí existían, y él terminaba saliéndose con la suya.
Eso sucedió con el caso J. M. Johns. Se barajaron cientos de teorías sobre la desaparición del adolescente; un conocido mentalista aseguró que estaba vivo y protegido por «seres de luz», pero todo desembocó en un crimen relativamente común: una pelea a las afueras de una discoteca, combinada con altas dosis de alcohol y las drogas de moda, sulfuraron los ánimos más de la cuenta, convirtiendo los golpes de puño en terribles armas homicidas. Percatándose de lo sucedido, el agresor subió el cuerpo inerte de Johns a su camioneta y lo lanzó a las aguas del río más cercano. Habían sido los cambios de caudal —«y no el resguardo de seres invisibles», como se encargó el Matasantos de recalcar sardónicamente en una entrevista— lo que impidió el hallazgo del cadáver con prontitud. Su teoría sobre un asesinato ejecutado por un primerizo resultó ser cierta, y sus burlas hacia el mentalista tuvieron bastante acogida entre los ciudadanos, pero, a juicio de Sophie, nada, nada lo excusaba de comportarse como un estúpido engreído. El vapuleado médium, al menos, había acertado en decir que el cuerpo estaba rodeado de agua, mucha agua…
Gracias a Dios, antes de salir de la universidad, Sophie dejó claro a su padrastro que no firmaría ningún contrato con su oficina. Sería independiente, iría a donde la llamaran, sin perjuicio de que, de vez en cuando, Urrutia pudiera solicitar sus servicios. Tipos como el que la esperaba en la línea telefónica le recordaban ese buen tino. Si siendo una extraña ya habían tenido que trabajar en varios casos, ¿cómo hubiera sido si ella colaborara con Investigaciones a tiempo completo?
Después de la última vez —él ganó otra portada de diario por repartir insultos a un policía psíquico que ofreció su ayuda para encontrar cuerpos en un derrumbe—, Sophie ya lo había asumido: no podía soportarlo ni aun con las cucharadas de azúcar que Mary Poppins tan amablemente sugería.
—¿Tú no estabas en un seminario en Quantico?
A decenas de cuadras de ahí, el inspector Marco Feliciano juntó los labios en un gesto indefinido.
—Hola, Deutiers, qué alegría volver a hablar contigo. ¿Yo? Muy bien, gracias por la preocupación. No, no te molestes, tomaremos un café en otro momento. ¿Podemos ir directamente a nuestro asunto?
Sophie apretó el puño; la ironía no le hacía gracia. Se acomodó en el respaldo de su cama y preparó el tono más molesto que conocía.
—¿«Nuestro»?
—Sí. Tengo un trabajo interesante para ti.
—¿No me digas? —Ni siquiera intentó reprimir su sonrisa de satisfacción—. Pues lo siento en el alma. Ya estoy en un caso.
Feliciano esperó un par de segundos antes de hablar.
—¿Qué caso?
—Es confidencial.
—Confidencial, ¿según quién?
—Pierdes el tiempo…
—¿Secreto de profesión?
—No te incumbe.
Feliciano dejó su respiración en pausa por la tensión, pero se abstuvo de rezongar. Tendrían muchos otros momentos para una lucha de personalidades.
—Está bien, tú te lo pierdes. Dicen que los bosques del sur en esta época son inigualables.
Con la rapidez de su movimiento, Sophie hizo rechinar varios resortes del colchón. Casi se le escapa el auricular de las manos.
—¿Sur? ¿Qué tan al sur? ¿Dónde exactamente?
Se oyó una risita forzada.
—¿Tan necesitada estás de vacaciones? —Como no recibió respuesta inmediata, supuso que su postura, nuevamente, no había sido del agrado de su oyente. Suspiró, aburrido—. Voy a un pueblo perdido, se llama Puerto Fake. Dudo que alguna vez lo hayas oído nombrar.
Tan estupefacta como alerta, Sophie demoró treinta segundos en darle las coordenadas exactas. Ahora el silencio se instaló al otro lado de la línea. Era imposible determinar cuál de los dos estaba más confundido.
—Por esas casualidades de la vida, ¿no habrás recibido un mensaje en un sobre pardo, sellado con lacre?
—Firmado por el doctor Miguel Hidalgo y pidiendo ayuda —se aventuró a decir Sophie, atando cabos a la velocidad de la luz. Pudo adivinar que él asentía.
—En realidad, por mí y alguien que lo ayudara con las muestras de las autopsias —acotó, agrio. No le gustó demasiado saber que alguien más estaba enterado del asunto—. Por eso te llamaba. ¿Solicitó Hidalgo expresamente tus servicios?
—No —contestó ella, deseando con todo su ser haber dicho lo contrario—. Sólo lo derivaron hacia mí.
¿Quién? —insistió él—. ¿Alguien de Homicidios?
Sophie se alegró de poder amargarle un poco la existencia, aunque fuera por unos segundos. Lo dejaría con la duda eternamente.
—No te importa; de todas maneras no va a involucrarse. ¿Por qué tanto hermetismo?
—Porque es mi caso, y punto. No hay necesidad de sumar a otros. Hidalgo pide discreción y eso le daré. ¿O pretendías vender la historia a algún noticiario?
Ella se tomó la cabeza con las dos manos, apretando el auricular contra la sien derecha. ¿Quién en su sano juicio los querría a ellos trabajando juntos?
—Ya estoy en esto, y es una estupidez que pregunte, pero… ¿por qué me llamaste? Hay decenas de peritos en este país.
—Tú misma lo dijiste: esto es confidencial. Necesito a alguien reservado, y eres el ejemplo del diccionario. —Sin esperar a que Sophie reaccionara con algún comentario desagradable, añadió—: Ya nos hemos topado antes en casos no resueltos. Conoces la rutina, sabes lo que tienes que hacer, quiénes son los malos de la historia. No me gustaría tener que perder el tiempo explicándoselo a alguien más.
«Tu tiempo es la última de mis preocupaciones», pensó Sophie. ¿Y quiénes eran «los malos», según él? Su visión sobre el terreno de lo insólito la asqueaba. Tanta seguridad en la «normalidad de la vida» lo convertía en un maniático insufrible.
—Espera un minuto. Si Hidalgo está pidiendo tu ayuda… y no directamente la mía… entonces…
—Estarás bajo mis órdenes, sí.
Tanto el auricular como su soporte rebotaron un par de veces en la alfombra. Feliciano debió alejarse de la fuente del sonido para no romperse un tímpano.
—Me encanta hacer de secretaria —susurró ella por fin, tan pronto se dignó a recoger el aparato.
—Oh, no te angusties. Sabes que te dejaré chasquear tus guantes de látex.
Sophie abrió la boca, indignada, pero no logró producir sonido. Tragó el resto de su ya desvanecida gragea de Xanazina y volvió a concentrarse.
—Aún tengo derecho a decir que no, supongo.
—Claro —dijo, flemático—, pero irás de todos modos. No aguantas la curiosidad.
Esta vez estranguló su frazada, imaginando el cuello del inspector con la mayor nitidez posible. Aquel maldito bastardo creía tener todas las respuestas.
Peor. Hasta el momento las tenía.
—¿Puedes decirme pronto cuándo viajamos? Estas no son horas para llamar a una casa decente.
—Tú y yo no dormimos, Deutiers. Tienes que pensar en una excusa mejor.
Sophie apretó los párpados con furia. Era la segunda vez que le lanzaban aquella frase.
Y él sí podía dormir, sólo «elegía» no hacerlo. Ella no tenía elección.
—Cuándo y dónde. Rápido.
—A las ocho en el aeropuerto. Y no olvides llevar ropa de abrigo. Si te resfrías vas a entorpecer toda mi operación. —Inspiró fuerte y continuó—. Resuelvo esto y mi camino hacia la prefectura tendrá alfombra roja.
Terminó la comunicación sin despedidas corteses. Sophie no podía creer su mala suerte. ¿Y Cal? ¿Qué diría Marco cuando supiera de su intempestivo acompañante? Había considerado a su amigo como una vil rémora, pero ahora se convertía en la única escapatoria a la insania segura. Más de dos días a solas con el Matasantos y perdería el control. Al menos Cal presentaba una locura más simpática.
Arrugó la frente y se tapó con las sábanas hasta cubrir su cabeza. Sus pies toparon con el cuaderno, amenazando con caer de la cama, pero no pareció importarle; estaba más preocupada en rumiar su nueva situación. El tipo aquel sí que lograba aguar su entusiasmo. Había descubierto el caso de su vida y quería volver a la capital a bombo y platillo… ¿Y si truncaba sus propósitos? Sophie dibujó en su rostro ensombrecido una sonrisa maquiavélica. Bastaba pulsar un par de teclas; una pequeña llamada anónima a cualquier detective de turno y las ansias de grandeza personal del Indeseable se iban por el desagüe.
Movió las rodillas con alteración, maldiciéndose. No, no podía hacerlo, no era su estilo. Marcaría el número y colgaría antes de que el encargado tuviera tiempo de decir «Investigaciones de Chile, buenas noches». Además, Carlos ya le había dicho que prefería no disgregar a su equipo. Ella trabajaba mejor sin tanta tribuna… Aunque, si lo pensaba bien, los ojos inquisidores de Feliciano eran peligrosamente semejantes a un estadio repleto. No la dejaría en paz.
Suspiró. Si hubiera viajado sola, posiblemente habría tenido más de una rareza para incluir en su historial. Dicen que el sur está lleno de jugosas leyendas. Pero todo quedaría en buenos deseos. Él lograría, como fuera, hacer y aparentar que un suicidio colectivo nada tiene de anormal. Y disfrutaría, el divulgarlo.
Estiró una mano y rozó el auricular. Sabía que, no muy lejos de ahí, un fotógrafo conocido tampoco lograba conciliar el sueño.
Un nuevo llamado ininteligible sonó por el altoparlante, al tiempo que Sophie terminaba de registrar su maleta. Cal llevaba veinte minutos peleando con la encargada de la aerolínea por el tamaño de la suya: era muy grande para pasar como bolso de mano, pero muy pequeña para soportar el forcejeo de la cabina de carga. Ya había sacado algunas cosas para liberar espacio —un juego de cartas, su desodorante, una bufanda—, pero no lograba convencer a los encargados. Lo peor de todo era que producía sonidos no muy fiables. Llevaba algo más que una chaqueta para el frío.
—Los artistas somos unos incomprendidos —refunfuñó finalmente, siguiendo su bolso por la huincha transportadora con la mirada fija. Estaba forrado con tres capas de plástico aislante, protección gratuita otorgada por el jefe de turno después de tanto alboroto. Suspiró y acarició la cámara fotográfica que colgaba de su cuello—. Mi computador personal cuesta lo que uno de sus boings.
—¿Tiene incrustaciones de diamantes? —preguntó ella mientras guardaba en su propia maleta las pertenencias recién aisladas de su amigo.
A Cal no le hizo gracia.
—Es de titanio. Indestructible, en pocas palabras. Sólo un par de productos químicos muy raros pueden hacerle rasguños.
—¿Y decidiste acarrear tu superpieza de tecnología a un pueblo donde no sabemos siquiera si hay electricidad?
—Traje baterías —respondió, simple, girando nuevamente hacia el mostrador de la aerolínea. Hizo chirriar sus dientes y agitó los puños al mismo tiempo—. Si no llega bien encajado en sus piezas respectivas, dejaré mis iniciales marcadas en el cuero cabelludo del gerente.
Sophie sonrió con ganas.
—Actualízate. Esos actos cavernícolas están pasados de moda. Lo in son los troyanos.
Cal volteó inmediatamente.
—¡Por supuesto! Un virus informático y los dejo en harapos en unas cuantas horas. Tendrían que venir de rodillas a pedirme asesoría computacional. —Ella le dirigió una mirada impaciente—. Bueno, unos pocos miles de dólares también servirían.
Sophie rió por lo bajo, y, aunque trató de mantener una conversación distendida con su amigo, no dejaba de observar las puertas de vidrio. Faltaban treinta minutos para abordar y Marco aún no aparecía.
—¿Crees que le dará un ataque de úlcera al verme? —preguntó él, notando la repentina distancia mental de su acompañante—. Podría hacer un buen cuadro con su rostro en tonos verdosos.
Sophie abrió la boca y dio un mordisco gigante a su galleta de avena. Tragó a medias.
—Inventaré cualquier excusa si es necesario. No voy sola con él ni a misa.
—Es ateo. Al menos ese flanco está cubierto —se rió—. Su madre le enseñó todo lo que debía saber sobre religiones, pero jamás rezó con él un padrenuestro.
Ella suspiró, contrariada. Había oído rumores, había atendido conversaciones ajenas y habladurías de pasillo, pero no conocía todos los detalles. Sentía un raro respeto por su vida privada, pero no podía negar que la infancia del inspector Feliciano era muy inusual; un trozo de vida novelesca por donde se mirara.
—¿Es verdad que nunca fue al colegio?
Cal movió la cabeza.
—Ése es un chisme al que hay que hacerle caso. Lo sé de buena fuente. Su madre era institutriz, y su padre, militar de bajo rango. Viajaban mucho, por lo que ella decidió que, en lugar de estresarlo con tantos cambios de establecimiento, lo mejor era mantener a su retoño en casa, educándolo en todas las materias posibles. Sobreprotegido y mimado, si me pides mi opinión. Cuando quiso entrar a la Academia de Investigaciones, su caso salió en todos los diarios. No cumplía con el reglamento de la escolaridad básica, requisito para acceder a cualquier carrera universitaria, pero sabía más que todos sus pares. Habla desde inglés hasta algo de árabe. Tuvo que rendir pruebas especiales, creo.
Sophie, por un segundo, sintió pena.
—Un sabelotodo antisocial por excelencia —pensó en voz alta.
—Pero el tipo conoce su terreno, y eso lo mantiene donde está. Es uno de los mejores en este momento; muchos dicen que es el sucesor natural de Urrutia. Si no fuera tan bueno, hace tiempo que lo habrían sacado a patadas. La mitad de la brigada de Homicidios ha tratado de envenenarlo sin resultados.
—Y eso que manejan todas las técnicas conocidas —continuó ella, siempre en un tono de broma, a ver si la tensión de su espalda disminuía levemente—. No importa, me las ingeniaré para cruzar con él la menor cantidad de palabras posibles.
Ése es el espíritu —agregó él, sonriente—. Para habladores sin remedio ya me tienes a mí.
Sophie le pellizcó las mejillas como a un niño pequeño, mientras Cal se quejaba de dolor. Solía hacer eso en sus días de escolares y sabía cuánto lo irritaba. Pero él, a cambio, escondía ratas muertas entre sus útiles o se dedicaba a mirar bajo las faldas de sus amigas. Dulces tiempos aquellos.
—Andando —dijo una voz tras ella.
Volteó, pero no había nadie; la silueta ya había pasado a su lado con rapidez. Era un hombre alto y de cabello castaño muy corto, como salido de un recinto militar. De hecho, el bolso que llevaba al hombro se asemejaba mucho a aquellos sacos para reclutas. Después de lo dicho, había caminado dos, tres pasos, pero se detuvo bruscamente. Sin estar muy seguro, giró sobre sus pies.
Ella desplegó una sonrisa tonta, sintiéndose incapacitada para pensar con claridad en un próximo movimiento. Luego arrugó la nariz; Cal, a su lado, saludaba a Marco con un gesto de mano y éste todavía no generaba respuesta, ni verbal ni de otra especie. Sophie supuso que él aún se debatía entre creer en su presencia o considerarlo un espejismo.
—Todo un honor, Matasantos. Ya era hora de que alguien nos presentara —habló Cal, extendiendo su brazo. Marco no pestañeó.
—Puedo explicarlo —se apresuró a decir Sophie, algo asustada.
—¿Qué haces aquí? —pronunció por fin el inspector, en un tono tan grave que confirmó el miedo de la perito. Avanzó decidido hacia el fotógrafo.
Cal dio un pequeño paso hacia atrás.
—Dijo que podía explicártelo —repitió, apuntando hacia su amiga con un nerviosismo sutil.
Sophie se interpuso raudamente entre los dos hombres.
—¿Vas a escucharme? —espetó ella, poniendo cara de circunstancias. Él apretó los dientes.
—Esto… es… confidencial.
—Soy un tipo discreto, por eso no te preocupes —intervino Cal, levantando las manos a la altura del pecho.
Feliciano hizo un amago de golpearlo.
—Tranquilicémonos, ¿está bien? —rogó Sophie, logrando que sus dos acompañantes se separaran por unos metros, al menos por ahora—. Cal sólo quiere ayudar.
—¿No escuchaste nada de lo que dije anoche? ¡No necesitamos más gente en esto! Y menos a este… este… —Apretó el puño al no lograr dar con el calificativo correcto—. Conocemos su trabajo, sabes a qué se dedica. ¿Olvidaste que robó algunas fotos del cadáver de Johns?
—Las tomé prestadas —contestó el aludido con enfado, pero pronto bajó la guardia. Marco le devolvió una mirada de odio.
—De eso se trata todo esto. De fotos —explicó Sophie, lo más clara que fue capaz—. De fotos y de datos. No tenemos muchos antecedentes sobre este caso, pero Cal consiguió algunos que pueden sernos útiles. A cambio de la información, quiere que lo llevemos hasta Puerto Fake.
Feliciano hizo una mueca despectiva.
—¿De verdad crees que este sujeto maneja «información» que ni siquiera conoce la brigada de Homicidios?
El silencio de Sophie y la sonrisa triunfante de Cal le dio una pista. Su desprecio se transformó en curiosidad apenas t‘I fotógrafo alzó sobre su cabeza un disquete negro sin rotular.
—Sólo tenemos una foto del primer suicida… Cal tiene ocho, en distintos ángulos. El tipo de la agencia Silver que las tomó alcanzó a obtener impresiones importantes y otros detalles. No es demasiado, pero es algo por donde empezar.
El aludido asintió con desesperación.
—Además, ya pagué mi pasaje. No querrás que pierda el dinero, ¿o sí?
El inspector Marco Feliciano elevó los ojos al cielo y murmuró «paciencia» en un gesto abatido. Luego subió el mentón e irguió su espalda demostrando poderío. Sobre qué, imposible saberlo. Lo pensó unos segundos y suspiró. Aún mantenía la mirada de desconfianza posada en el paparazzi. Estiró el brazo para tomar el disquete, pero Cal lo apartó en el instante.
—Oh, no, lo siento. Es mi garantía. Necesito el viaje, ida y vuelta. —Feliciano hizo un nuevo amago de violencia. El otro saltó hacia atrás—. Okay, okay, de ida. Pero me colgaré de sus influencias para acceder a los cuerpos.
—¿Cuerpos? —repitió él, alzando una ceja—. Ahora entiendo. ¿Quieres material para la basura virtual en la que trabajas?
Pasando la ofensa por alto, Cal asintió con vehemencia otra vez, mientras Marco agitaba la cabeza como si no pudiera creer tanta barbaridad. ¿De dónde sacaba Deutiers tal calaña de amigos? Buscó su mirada, y ella volvió a maquinar una sonrisa diplomática.
Incapaz de encontrar una razón suficientemente válida para poder estrangularlo ahí mismo, cerró los ojos y les dio la espalda. Sus zancadas dejaban un eco vacío en el piso de cerámica del aeropuerto.
—¡¿Eso fue un sí?! —gritó Cal al verlo alejarse.
El inspector no volteó.
—Mueve las piernas, Deutiers —exclamó en cambio, acomodando su bolso de guerra sobre el hombro.
Ella reaccionó al instante. Dio un pequeño salto, tomó su maletín con ruedecillas y echó a correr tras él, no sin antes golpear a Cal en la nuca, quien seguía estático frente a la imagen cada vez más lejana de Feliciano.
—¿Qué esperas? Toma tus cosas, ¡nos vamos!
—¿Va a llevarme? —dijo, abriendo los ojos al máximo y sonriendo con entusiasmo. Sophie lo tomó de la camisa y lo obligó a andar.
—Podríamos averiguarlo, ¿te parece?
No hizo más preguntas. Como no tenía más peso de mano que a su fiel y moderno daguerrotipo, avanzó con ligereza y dejó a Sophie prácticamente atrás. No se arriesgaría a desperdiciar su buen karma.