Viejas rencillas, viejos amigos
Cuidado, amor;
la vida siempre es sólo una oportunidad,
y estando sola puede suceder
que alguien quiera estar en tu lugar.
JOAQUÍN SABINA, «Cuidado, amor»
El prefecto Carlos Urrutia llamó suavemente a la puerta, aun sabiendo que podía pasar sin ningún tipo de preámbulos. Lo que lo detenía era, en realidad, algo más fuerte que su poder autoritario: su repulsión a los muertos. Miró la manilla y, asqueado por su aspecto grasiento, ni siquiera la tocó.
Aguzó el oído e inclinó la cabeza. Oyó una voz femenina al final de la sala, pero fue incapaz de entender sus palabras. Suspiró. Sin esperar réplica, enfundó la mano derecha en uno de sus guantes de cuero. Tomó impulso y empujó la hoja de vidrio ahumado con los nudillos, rezando porque el aroma a bálsamo no lo noqueara. Y entonces la vio, solitaria, iluminada por un débil foco sobre su cabello. Estaba frente a la última camilla.
—Sophie —pronunció, y acto seguido dirigió su mirada hacia sus zapatos. No quería tropezar con algo desagradable.
La sala número cuatro de la Morgue Central siempre lograba intimidarlo. Era oscura y fría, abrumadoramente silenciosa, de baldosas en un principio celestes pero ya amarillas por el paso inacabado de la muerte y su podredumbre. No era la primera vez que entraba ahí, pero en cada visita sentía el peso lúgubre de las almas, errantes, siempre sufrientes. Evitaba la sangre mientras podía. En el fondo, admiraba que una mujer como ella tuviera los cojones para permanecer horas ahí, de pie, alerta.
—Monsieur Urrutia —saludó ella, curvando sus labios y arqueando las cejas. Su cabeza se alzó apenas por encima de la luz lateral—. No te angusties. Termino en un minuto.
A pesar de que Sophie Deutiers casi no tenía recuerdos de su infancia en tierras galas, los colegios privados bajo el alero del consulado francés y las interminables clases particulares hasta que cumplió la mayoría de edad la ayudaron a conservar un exquisito resquicio del acento respectivo. A Urrutia, oír de vez en cuando ese «monsieur» le hacía sentirse más respetado de lo habitual y, en estos casos, lo ayudaba a evadir el desagrado de su espacio inmediato. Aunque no por mucho tiempo.
Reaccionando al eco de sus palabras más tarde de lo que debería, el prefecto asintió, agradecido. Entre esas paredes, los segundos se hacían eternos; el silencio erizaba los vellos grises de su nuca y se transformaba en su conciencia, recordándole que sus persistentes nervios ya se habían derivado en una costosa cirugía de marcapasos hacía menos de un año. No podía permitirse el lujo de sudar. Cual caballo de plaza, imaginó unas firmes anteojeras adheridas a sus sienes, y esperó, quieto, a que ella diera muestras de generosidad y lo sacara de ahí.
—Déjame adivinar. ¿Tienes algo extra para mí? —preguntó Sophie de repente, sobresaltándolo. Había permanecido tan inmóvil que casi había olvidado respirar—. Este lugar nunca descansa.
Él carraspeó.
—Preferiría hablarlo fuera de aquí, si te parece bien.
Ella ahogó una carcajada. Divertida por la mueca de asco en el rostro de su padrastro —siempre olvidaba que, muchas veces, también era su jefe—, se encogió de hombros y asintió.
Cambió la posición de la luz, dirigiendo el foco hacia la pared contraria. Estiró entonces el cuello y enderezó la espalda, dejando crujir varias vértebras. El prefecto arrugó la nariz ante la escena, incómodo. Luego escribió un par de cosas en una carpeta de cubiertas negras en cuerina, suspiró algo cansada y tapó el cuerpo con la sábana blanca de rigor. Si estaba lo suficientemente concentrada, podía perdurar mucho tiempo en las más extrañas posiciones.
Se quitó sonoramente los guantes de látex, uno a uno, mientras intentaba hacerlos calzar en el basurero más cercano. Él observaba sus rápidos movimientos con los ojos abiertos al máximo, como si no pudiera creer tanta agilidad. Enseguida, y sin explicaciones, se acercó a la puerta y salió. Urrutia corrió tras ella.
Era de noche y gran parte de los funcionarios se había ido. De vez en cuando se oía alguna puerta cerrarse a lo lejos, o el sonido metálico de las ruedecillas de una camilla al abandonar un pabellón. Las luces del pasillo alargaban las sombras de quienes deambulaban, pero no exhibían el final del camino, acentuando el carácter siniestro del entorno. Sophie se desenvolvió con soltura hasta llegar a una de las oficinas, pero Urrutia apenas lograba sincronizar sus movimientos. Nunca se acostumbraría a la morgue.
—Veo que no han considerado mi iniciativa sobre una remodelación.
Deteniéndose un momento en los viejos guardapolvos del estrecho cubículo, Sophie sonrió para sus adentros. Le dio la espalda a su visitante unos segundos, mientras descolgaba su chaqueta y su bufanda del perchero.
—Hay personas que llevan casi treinta años trabajando aquí, Carlos. Las baldosas amarillas que tanto te repugnan para ellos es solidez, tradición. Que el tiempo pasa, pero que las cosas no cambian tanto después de todo. El aroma a éter aquí es sinónimo de familia. —Volvió a sonreír, quitando la credencial de su solapa—. Sé que te encantaría que esto luciera más como una maternidad, pero puedes esperar eternamente. Sea hoy o siglos atrás, la muerte sigue teniendo el mismo color.
—Pues qué bueno que mi oficina está en otro edificio.
—Ahora sí nos entendemos.
El prefecto intentó devolverle la sonrisa, pero algo se lo impedía. Palpó suavemente la carpeta que llevaba bajo el brazo y lo pensó una vez más.
—¿Terminaron el informe preliminar? El ministro está presionándome.
—Sí. Sólo estaba revisando que todo estuviera en su lugar. Hace rato pasé mi hora de salida.
—Bien… Recuerda enviárselo a Ramírez. Necesito los detalles cuanto antes.
Ella esperó un momento antes de moverse. Subió una ceja, curiosa, y luego puso el dorso de su mano contra la frente de Urrutia. Comenzaba a preocuparse.
El giró la cabeza y se alejó un centímetro. Intentando ganar tiempo, recorrió el lugar con la vista hasta que se detuvo en una desgastada pizarra de corcho. Un amago de complacencia se asomó entre sus arrugas prematuras. Aunque Sophie se había resistido con un sinfín de argumentos, él había logrado, hacía ya muchos meses, que aquel recorte de periódico que ahora observaba permaneciera a la vista del público. Según su parecer, vanagloriarse por logros alcanzados con esfuerzo era un ritual necesario de purificación, sobre todo en autoestimas que requieren de «empujoncitos» constantes. Ella odiaba oír ese tono de lástima disfrazado de paternalismo, pero casi nunca replicaba. Los antidepresivos en su bolsillo no eran un buen antecedente y la minimizaría, como siempre, a la hora de discutir.
El titular señalaba «Capturado secuestrador y asesino de J.M. Johns en espectacular operativo», y la foto central —a media página y en colores— la ocupaban Urrutia y otro detective en pleno arresto. Había sido nombrada sólo una vez en el dichoso reportaje, pero Sophie había hecho un gran trabajo en conjunto con los peritos químicos de Investigaciones, y el prefecto no dejaba de recordárselo. Tener ese recorte ahí, subrayaba él con ternura, la ayudaría a quererse un poco más. La labor tras bambalinas solía ser lo realmente detonante y crucial en casi todos los grandes casos.
Volviendo al presente, miró de reojo la silla frente al escritorio de Sophie, al mismo tiempo que ella lo invitaba a sentarse. Cambiando súbitamente de opinión, le ofreció salir de ahí lo más pronto posible y discutir el asunto en un café del centro. Finalmente él optó por negarse. Alegó premura.
—¿Estás bien? ¿Debo enterarme de algo?
Carlos asintió, tranquilo. Extendió frente a sí la carpeta marrón.
—Sé que es trabajo extra, pero pensé inmediatamente en ti. Te encantan estas cosas.
Como el timbre escolar que anuncia el recreo, un suave clic en la cabeza de Sophie desató su interés.
—No me digas. ¿Volvieron a encontrar extraños restos humanoides en Coquimbo? Pasé meses explicándoles la confusión, creí que se había resuelto. Además, necesitan a un veterinario o un paleontólogo, no a…
—No se trata de eso, Sophie —la interrumpió, apoyándose levemente en el umbral de la oficina—. Esto es diferente. Es más… complicado.
Lo primero que ella pensó decir fue: «Nada más complicado que un montón de tercos científicos-amantes-de-la-ciencia-ficción», pero comprendió en el acto que no era el mejor momento para desplegar hilaridad. Lo vio corregir la postura de sus lentes.
—¿Qué tan complicado?
—Lo suficiente como para que un pueblecillo aislado, a mil kilómetros de aquí, se convierta en la noticia del momento —aseguró, perturbado, como si escupiera las palabras de su boca—. Aunque, claro, es justamente lo que se trata de evitar.
Sophie, en un movimiento fugaz, retrocedió un par de pasos y tomó la silla que Urrutia había rechazado.
—Soy toda oídos.
El prefecto tosió a la fuerza e irguió la espalda. Estaba cansado; había sido un día agotador, lleno de papeleo, informes y citatorios, pero necesitaba hacer un último esfuerzo. Mañana sería un esperado sábado y la carga se aflojaría.
Un reflector del pasillo rozaba parte de su traje gris, dejando marcas brillantes en la tela. Comenzó a hablar sin muchos rodeos —tal como acostumbraba— mientras sacaba algunas hojas de la carpeta.
—El doctor de la zona es Miguel Hidalgo. Dice estar perdido, que necesita a alguien de mente abierta… —Sophie se abstuvo de levantar la mano como una quinceañera y apuntarse a sí misma con escándalo. Sólo apretó los labios y mantuvo la mirada de interés. Él le sonrió a medias—. Cinco jóvenes se han suicidado en los últimos dos meses y teme que puedan haber más. Dos de ellos juntos, todos sin testigos. Las familias no colaboran, no se habla del tema y Carabineros escogió no involucrarse. Hidalgo despotrica que ninguna persona ahí ha tomado cartas en el asunto, y, aunque tenía órdenes de no comentarlo con nadie, cree necesaria un poco de ayuda…
—¿Órdenes de quién?
—No estoy seguro, pero confirmé esta misma tarde que una comisión de gobierno visitó la región… del ministerio de Salud, me parece. Los de Defensa no se han dado por enterados.
Ella hizo un gesto entre suspicacia y desconcierto.
—¿Han tratado el caso como una emergencia «sanitaria»? ¿Creen que lidian con una epidemia o algo similar?
Urrutia se encogió de hombros, inocente.
—A juzgar por los hechos, yo diría que sí.
Sophie apoyó los codos en sus rodillas y se detuvo a pensar, mientras recibía una hoja brillante por parte de su interlocutor.
—De todos los fallecidos, sólo tengo registros del primero. —Desdobló la fotografía y se la mostró, desviando su propia vista oportunamente. Ella entendió el porqué: no era mucho lo que podía identificarse, salvo una masa amorfa de sangre y tripas—. La tomó alguien de la agencia Silver de reporteros gráficos. Sobre lo demás, estoy en un callejón. No tengo nombres, ni fechas de deceso, y menos sus causas. Es propiedad confidencial de la policía local.
—¿Pueden realmente retener ese material?
—Sólo si no se ha abierto una causa específica. En ese caso, el ministro de visita puede determinar si los archivos son de conocimiento público o pertenecen al sumario. Pero como nadie ha dado muestras de interés por lo que sucede…
Sophie arrugó la nariz.
—¿Y cuál es mi papel en todo esto? Dices que hay un doctor encargado. Debería estar capacitado para examinar los cuerpos, ¿no?
Urrutia suspiró profundamente y alzó el rostro por encima de la carpeta.
—Estoy tan extrañado como tú. Jamás nos hemos involucrado en casos de zonas tan alejadas… Para eso tenemos divisiones de las brigadas en todas las regiones del país. Pero no estamos hablando de un caso típico. Nadie nos lo ha asignado, ni siquiera apareció en el boletín semanal. Este tipo, Hidalgo… no sé, al parecer le urgía comunicarse directamente conmigo. El mensaje llegó a la conserjería de mi edificio; venía sellado y era intransferible, identificado con mi nombre pero no con mi cargo…
Extrajo nuevamente algo de la carpeta. Era un papel mediano, craquelado, doblado en tres. Tenía marcas de lacre en uno de los costados. Con letras de trazos disparejos, alargadas y confusas, como si la mano que las escribió no supiera bien qué hacía, Hidalgo relataba lo sucedido en pocas líneas. Las tildes eran líneas enormes, las comas apenas se distinguían de los puntos y las mayúsculas eran excesivamente grandes con respecto a las minúsculas. «Letra de doctor», moduló Sophie en su cabeza, aun consciente de que aquel cliché, al menos, no se amoldaba a ella. Y bueno, nunca terminó Medicina. Después de dos años de estudios en bata blanca, dejó todo por una carrera menos exhibicionista, más acorde con su sentido de la vida y la posteridad. Se graduó como tanatóloga y perito forense. Los hay en balística, huellología, documentología, dactiloscopia, accidentología, planimetría… Mordiéndose el labio inferior, deseó, por primera vez, haber elegido una especialidad distinta en la universidad. Para leer esa carta, necesitaba conocimientos grafológicos, y ella, por otro lado, era experta en violencia intrafamiliar.
¿Jamás oyó hablar sobre la tanatología? Ya se lo explico.
—Nadie más salvo tú y yo sabemos de esto —continuó Urrutia. Ella asintió, lo más quieta que pudo. Intentaba no demostrar el gran entusiasmo que la embargaba—. Ha realizado numerosas estimaciones, pero no ha podido llegar a ninguna conclusión satisfactoria. Me pide discreción y que por nada implique al resto del personal de Homicidios… que podría despertar una alarma infundada. Y eso me alivia, en realidad. Tengo mucho trabajo aquí y no quiero delegar a mis uniformados innecesariamente, sin mencionar que las oficinas de Investigaciones en esa región no están en condiciones de prestar ningún servicio amigable…
—¿Todavía no resuelven lo del tráfico de niños? Creí que con los tenientes procesados la semana pasada todos volverían a sus rutinas.
—Eso querían, pero uno de ellos involucró al prefecto Sargaz en su confesión, y el juez en garantía suspendió a todos los altos mandos mientras no se aclarara el asunto. Los pocos que se quedaron han dedicado las horas a velar por el cumplimiento de la restricción vehicular o a sacar borrachos de las calles… No pueden hacer más sin un superior a cargo.
Sophie golpeó la fotografía contra su mejilla un par de veces.
—El tema ha sido portada en varios diarios sureños. Hidalgo debió de saber que perdería su tiempo yendo hasta allá y por eso te escribió.
Carlos bajó los hombros y la miró con afecto.
—Quizá. Le dije en el telegrama que enviaría al profesional mejor calificado.
Ella sonrió ampliamente.
—Partiré mañana a primera hora.
Se levantó ágilmente de su asiento. Volvió a acomodar la silla en su lugar y se inclinó para presionar el interruptor de la luz. Quería irse a casa y darse un buen baño reparador.
—Sophie… —dijo él en un instante, girando sobre sí mismo. Llevaba varios pasos fuera de la oficina, pero prefirió regresar—. Decidí enviarte porque al parecer no es ningún asunto de cuidado. Presiento que únicamente tendrás que asesorar y guiar, en eso tienes experiencia. Pero… sólo haz tu trabajo, ¿está bien? —Ella congeló sus movimientos, cuestionándolo con la mirada. Antes de que pudiera preguntar qué significaba aquello, él habló—. Sueles involucrarte más de lo debido en estos casos… raros. No quiero que corras ningún riesgo que pueda evitarse. Esta vez… esta vez sólo haz lo que te pidan, y deja a los otros hacer lo demás.
Luego de procesar lo que acababa de oír, subió el mentón en señal de orgullo herido, pero su gesto no duró demasiado. Mantuvo la mirada, y su mano izquierda, temblorosa, inició un recorrido inconsciente hacia el frasco de Xanazina escondido en su chaqueta. No era el momento para volver a viejas rencillas.
—No te preocupes por nada —murmuró, escudándose en una sonrisa protocolar—. Gracias. Te debo una.
Trató de parecer relajado.
—Has ganado tu reputación con esfuerzo. No se me habría ocurrido enviar a nadie más. —Cerró la carpeta y tomó aire—. No me dejes plantado para la cena de Navidad y me daré por satisfecho.
Sophie no tuvo que decir nada. Se dirigieron un último gesto cortés, despidiéndose, y lo vio desaparecer tras la puerta. Siempre se autoconvencía de que ya tendrían tiempo para hablar de sus diferencias, pero ese tiempo jamás llegaba. ¿Explotaría algún día? Movió la cabeza, reticente.
Lo admitía. Cuando se trataba de casos que desafiaban a la lógica, usaba involucrarse en aspectos más allá de su campo profesional. Sin embargo, se preocupaba de prestar real utilidad en su participación. No sólo los detectives estaban facultados para investigar. Ella podía hacer mucho más que entregar evidencias en bolsitas de plástico…
Por eso, casi al término de sus estudios en peritaje forense, la sedujo una disciplina tan poco conocida como la tanatología, la ciencia de la muerte y el morir. Ésta gira alrededor del enfermo terminal y se basa en las descripciones y observaciones que se le realizan para ofrecer un diagnóstico; luego se determinan las acciones que deben seguirse. Implica, además, las dimensiones económicas, psicológicas, sociales, morales y espirituales tanto del aludido como de su entorno familiar, y cuantos aspectos directa o indirectamente se relacionen con el final de la vida. Pero, y lo que es más importante, el objetivo principal de la tanatología es ayudar al hombre en uno de sus derechos primarios y fundamentales: morir con dignidad, plena aceptación y total descanso. Eso es lo que Sophie hace, y que le otorga, a través de la paz del otro, la paz que busca para sí misma. Una liberación.
Cerró los ojos y movió el cuello en un lento círculo. Por ahora, el caso era tan seductor como para atraer y conservar todas sus energías. Se obligaría a concentrarse.
Apenas el eco de los pasos de Urrutia fue lo suficientemente débil, Sophie bajó la cabeza con desgano y suspiró, tragando con velocidad una de sus pastillas.
—Ni te atrevas a decirme que estás interesado.
Una fuerte carcajada se oyó a sus espaldas, pero la envolvía una extraña interferencia, como si viniera de una línea telefónica. El ruido de sus tacones la acompañó hasta que alcanzó su escritorio, pero tan pronto se sentó los expulsó de sus pies. Entonces fijó la vista en su computador. Sonrió forzadamente hacia la pantalla, lanzando en uno de los cajones la credencial que hacía rato estrujaba en su mano.
—Salude a la cámara, madame.
Un tipo de lentes verdes y cabello dócil movía las cejas en una apretada ventana, compartiendo conexión con la página virtual del diario matutino, lo último en ciencia, sin contar la del sitio oficial de los Tribunales de Familia. Sophie levantó una mano y volvió a suspirar. La luz de su webcam parpadeó lentamente.
—Hola, Cal —dijo y, sin dejar tiempo para respirar siquiera, añadió—: Mi respuesta es no.
—Oh, por favor… —Él hizo una mueca de incredulidad, acomodándose en su silla—. ¿Cómo supiste que estaba escuchando la conversación?
—Olvidé apagar la videoconferencia cuando salí de la oficina —se lamentó Sophie—. Traté de que conversáramos fuera de aquí, pero Carlos no se dio por aludido… —Unos segundos después, más bien parecía divertida—. Tienes un olfato infalible para estas cosas.
—Lo sé, soy un encanto —respondió, ampliando su sonrisa—. Un año más en Ad Rottem y me nombrarán hijo ilustre.
Sophie ni siquiera intentó esconder su tono de reproche. Cal ya estaba acostumbrado.
—No ayudaré a aumentar las arcas de tu podrido pasatiempo. Olvídalo. ¿Cómo puedes colaborar aún para ese sitio?
Él sonrió como si le hubieran dirigido un cumplido.
—Y a veces sin honorarios. Esta juventud de hoy…; ya sabes. Están sedientos de porquería y morbosidades. Yo sólo les hago el camino más fácil. —Desvió la mirada un segundo, se inclinó hacia su costado derecho y desapareció de la pantalla. Cuando regresó, aprovechó para pegar contra la cámara lo que parecía una revista de rock and roll—. ¿Ya lo leiste? Ad Rottem es el sitio virtual más visitado en los últimos tres años según la encuesta Centys. No me creas el único pervertido del planeta —se defendió, cambiando la imagen de la revista por su gesto de rídicula inocencia.
Ella apenas se movió mientras observaba. Con su aparato fotográfico en una mano —y la otra en el bolsillo—, Cal posaba para la portada de Splatter, la revista juvenil del momento. A la altura de sus rodillas, en letras blancas y rojas, rezaba: «Calixto Andrade Lebet. De la farándula a la acción». Además, anunciaba un CD adjunto de regalo con una compilación de sus trabajos más famosos. Todos, por supuesto, publicados alguna vez en Ad Rottem.
—No me juzgues, pero tengo mejores cosas que hacer con mi vida que navegar entre fotografías de descuartizamientos, suicidios a escopeta y orgías animales.
—Está bien, te perdono —bromeó—. No todos poseen mi privilegiado sentido de la estética.
Esta vez no pudo reprimir la carcajada.
—Debiste mantener tu puesto de paparazzi. Con esa cara de niño te combinan más las modelos sobreexpuestas que los estallidos viscerales.
—… Y a ti más las persecuciones de ovnis que un metro cuadrado frente a una camilla fría de latón. Qué puedo decirte. La vida nos depara caminos extraños.
Hubo un largo segundo de silencio en el que Sophie tomó aire para continuar. De vez en cuando, le proporcionaba datos curiosos, le avisaba de situaciones infrecuentes o inexplicables y ella corría a escena, pero era una afición, nada más. Que Cal, un antiguo compañero de colegio, dividiera su tiempo entre casos de la morgue y reportajes para el canal Enigmas y Misterios era un gran beneficio para ella, pero sólo alimentaba su curiosidad. Lo que realmente la impulsaba era la idea de ayudar, servir de algo… resolver y educar. Incluso saciar ansias internas de claridad. Más de alguna vez, tras el aviso de su amigo, colaboró con ciertas investigaciones paracientíficas, desmitificando huellas del Chupacabras o casos de «combustión humana espontánea».
—Insisto. Deberías hacer algo más productivo para la humanidad.
—¿Qué hay más productivo que alimentar el morbo y la locura de unos cuantos cientos de adolescentes? Puedo ser más famoso que Brad Pitt o David Beckham… —dijo, mirando hacia el cielo como si realmente se proyectara. Alzó las cejas, se echó el cabello hacia atrás y movió los hombros. Ella sonrió—. Lo que me recuerda que debo agradecer tu último aporte. El primer plano del tipo que se voló los sesos en la terminal de autobuses estuvo de lujo.
—Es muy generoso de tu parte, pero no quiero créditos. Considerando que robaste esa fotografía de mi carpeta personal…
—Sólo la tomé prestada —respondió, emulando la voz de un niño—. Seré pervertido pero no un delincuente. Y lo siento por tus delirios de anonimato: si revisas el sitio verás que bajo la foto dice «CORTESÍA DE SOPHIE DEUTIERS, MORGUE CENTRAL». Jamás me atribuyo trabajos ajenos.
—Tan noble como siempre.
Cal no respondió. Sólo se inclinó en su silla y observó fijamente la cámara. Esperó uno, tres minutos, a que uno de los dos emitiera algún sonido. Sintiendo que perdía su tiempo, y decidida a negarle todo tipo de material sobre la aventura que acababan de asignarle —siendo estricta no podía llamarlo un «caso»—, Sophie se acercó aún más a la pantalla. Pero él se adelantó.
—Y bien… ¿Quieres saber el nombre del primer suicida, sí o no?
Sus músculos se tensaron. Procesó lo suficiente para cerciorarse de que había oído bien, parpadeó y volvió a enfocar.
—¿El primero?
Cal sonrió de satisfacción.
—No, no, madame. Antes debo oír un «Sí, irás».
Ella bufó, impaciente.
—¿Esperas que crea que posees información que ni siquiera maneja el departamento de Homicidios?
Mantuvo la mirada sin pestañear, lo que produjo en Sophie un escalofrío. Diablos, quizá era cierto. El fingió un bostezo, y, acto seguido, giró la vista hacia su reloj. Hizo un ademán de apuro.
—El tiempo es oro, Deutiers…
—No puedes involucrarte, Cal. Esto es confidencial.
—… Así como muchos otros episodios de mi repertorio. Mala excusa, francesita —dijo, mostrando los dientes en un gesto festivo—. Tienes quince segundos para inventar algo mejor.
Sophie bufó de nuevo y le dirigió su peor mirada de odio. Aguardó otro eterno segundo, pero sabía que no podría resistirse por mucho tiempo. Pronto movió la cabeza, resignada.
—Carlos me matará.
—¿Nuestro flamante prefecto Urrutia? No, claro que no. Soy su pesadilla, pero en el fondo sé que me ama —acotó, desplegando con exageración sus incisivos blancos.
Ella se movió en su asiento, todavía conciliando sus posiciones personales. Escudriñó luego la puerta de su oficina, revisando que el pasillo estuviera desierto.
—No pagaré tu pieza de hotel.
Él levantó los brazos, tal como si celebrara un gol de la selección nacional.
—Pero yo te invitaré a un whisky cuando terminemos. Has ayudado a la preservación de mi valioso empleo.
La imagen proyectada en la pantalla emitió un siseo, como si la señal se debilitara. Sophie saltó.
—Eh, eh, ¿adonde vas? No tan rápido, casanova. Quiero saber qué es lo que tienes.
Puso las manos en sus caderas, haciéndose el ofendido.
—¿Ya no confías en mí?
—No confío en nadie.
Tuvo ganas de reír, pero prefirió aguantarse.
—Sí, sí, lo sé —respondió, volviendo a reclinarse en su silla—. Vimos la misma serie de televisión.
Apuntó con las cejas detrás de él, donde, bien adosado al muro, destacaba un póster de Expedientes X. Era la cara enorme de un alienígena, iluminado por lo que parecían dos linternas de mano, junto al lema «NO CONFÍES EN NADIE». Sophie respiró lo suficientemente cerca del micrófono como para que Cal hiciera una mueca de desagrado, obligándolo a alejarse del parlante por la vibración.
—No tengo tiempo para sentimentalismos, Cal. O me dices lo que sabes o te quedas sin tu paseíto dominical.
—Uy —se quejó él, abriendo los ojos como platos—. La violencia no es necesaria.
—¿Entonces?
Se acomodó una vez más, cruzó los brazos a la altura del pecho y sonrió, divertido.
—Ok. ¿Estás lista para esto? Te va a encantar. —Sophie se situó lo mejor que pudo frente a su webcam, chequeó el volumen del altavoz y volvió a mirar hacia el pasillo en busca de curiosos. Todo estaba tranquilo, pero su corazón latía con fuerza. El carraspeó—. Cuando el viejo Urrutia nombró a la agencia Silver terminé de asegurarme. ¡Estaba en mi día de suerte! Hace mucho que perseguimos la pista. Nunca creí que el caso llegaría hasta la capital.
—¿Cómo supiste de él?
—Tengo mis contactos. Varios fotógrafos de Silver son fervientes admiradores de Ad Rottem. Uno de ellos, Paco Terrans, pasaba sus vacaciones en la zona cuando envió una interesante pieza de colección. Ameritó el sitio destacado de la semana, imagínate.
Sophie debió luchar consigo misma para no entornar los ojos.
—¿La imagen del primer suicida?
El asintió.
—Desde varios ángulos y en tecnicolor. Se hizo pasar por fotógrafo de Carabineros y logró buenas tomas. Incluso cruzó algunas palabras con un par de aldeanos.
—Pero no lo entiendo… Carlos dijo que nadie quería dar información, que los parientes de las víctimas habían formado una especie de cofradía —pensó en voz alta, rascándose la cabeza.
Cal golpeó su micrófono con los nudillos, provocando un desagradable chirrido.
—La venganza es dulce —susurró.
Ella exclamó un «ay».
—Tierra llamando a Sophie Deutiers… ¿No escuchaste nada? Te digo que es el primer suicida. Supongo que después de él las cosas se complicaron. Como caso fresco, aún no se había dado prohibición de opinar.
A Sophie le pareció lógico.
—¿Y qué obtuvo? ¿Nombres, circunstancias… modus operandi?
Cal sonrió y se arregló el cabello, tomándose todo el tiempo del mundo.
—Un poco de todo, sí. Hasta entonces, el caso no distaba de las típicas tragedias que vemos día a día en cualquier parte del país. La mayoría no se manifestó sobre el tema, pero encontró a un par que dieron sus impresiones. Era otro desdichado adolescente depresivo para engrosar la lista negra. Claro que la cooperación duró sólo hasta la segunda víctima.
Ella abrió la boca en un gesto de actividad cerebral, disimulando la pesadez que significó para ella oír la frase anterior. No le era grato recordar que su propia existencia no era más que una de tantas en esa masa ambigua de perdedores farmacoadictos.
—¿No pudo tomar la foto?
—Ni acceder a los registros protocolares ni hablar con supuestos testigos. Mucho menos acercarse a los familiares. Cuando se enteró del segundo suicida y corrió a ver, ya habían limpiado el sitio del suceso. Lo trataron muy mal en la comisaría; lo echaron literalmente a patadas, al parecer. No logró enterarse de nada. Y para qué decir cuando murió el tercero. Prácticamente cercaron la entrada y dejaron el pueblo como una parada suprimida en la carretera… —Suspiró profundamente y continuó—. Según sus propias palabras, Paco cree que el gobierno declaró el lugar en cuarentena o algo así, por una suerte de virus. Si me preguntas a mí, yo barajaría otras posibilidades.
Sophie no pudo evitar sonreír de entusiasmo.
—¿Asesinatos por encargo? ¿Ajustes de cuentas entre mañosos?
Cal hizo eco del guiño que se dibujaba en la pantalla de su computador.
—No querrás arruinar la sorpresa, ¿verdad? Mañana te daré todos los detalles, mientras degusto, después de un vuelo en primera clase, un delicioso latte descafeinado en el asiento copiloto del auto. Porque tú manejarás, supongo.
Ella perdió la mirada en el tintineo de la luz de su cámara, pensando.
—Siempre lo hago.
—Así me gusta. —Levantó los brazos y esta vez bostezó de verdad. Restregó su ojo derecho frenéticamente—. Sólo quiero las fotos, Soph. Apenas las tenga saldré de tu camino. Una serie como ésta puede darme el dinero que necesito para un nuevo laboratorio de revelado… —dijo, vehemente. Luego intentó enseriarse—. Seré un compañero sumiso y agradable, lo prometo. Incluso, si nos alcanza el tiempo, te amenizaré el viaje con algunas historias sobre extraterrestres. Quizá envueltos en teorías conspiradoras.
—No me extrañaría —respondió ella, segundos antes de que la frecuencia se detuviera y Cal, al otro lado de la red, se despidiera con un gesto de mano y apagara el módem—. Vimos la misma serie de televisión.