No era posible observar el sutil espasmo de su cuerpo desde tan lejos. Lucía se erguía a medio kilómetro del testigo, justo al otro lado del barranco, lo que imposibilitaría a un humano común la idea de sentir su dolor, de seguir su agonía. Pero no para él. Arrugó los párpados y enfocó, si bien los últimos retazos de sol no lo ayudaban. Aunque no era necesario. Verla ahí bastaba para confirmar que todo se cumpliría, tal como se había planeado. Ya se lo habían dicho: actuar y no pensar.
De pronto cambió la brisa, fuerte, furiosa, enredando su largo pelo castaño. La cascada caía con magnificencia, el lejano murmullo del agua parecía suplicarle, pero ella se mantenía ausente, absorta en algún rincón de su cabeza donde sólo había silencio y luz. La cegó un momento, pero la instó a seguir. El zumbido en sus oídos no la torturaría más. Nada podía salir mal.
Él permanecía quieto, vigilante, aguardando el segundo preciso. Tenía ganas de vomitar. Dos gotas de sangre cayeron desde su nariz y mancharon su camisa de franela, pero no pareció importarle. No se movió ni un centímetro, observando con ojos duros, vacíos, cómo el vestido de Lucía se levantaba constantemente por el viento. Tenía que dejarla ir, ayudarla a saltar… Alguien se lo había ordenado. O al menos aquella idea, con hedor a recuerdo, se instaló pronto en su cerebro. Tenía que dejarla.
A sus ojos, Lucía no era más que una silueta uniforme del tamaño de uno de sus dedos. Sin que pudiera advertirlo con exactitud, ella se balanceó un par de veces, divertida, sobre el borde de aquel viejo puente pueblerino. Admiraba la belleza del acantilado frente a sí. Luego sonrió; el paso que iba dar sería fulminante. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió plenamente feliz.
Cruzó los brazos sobre su pecho, lentamente, cerrando los puños con tal fuerza que las yemas de sus dedos amenazaban con reventar. El, pese a la distancia, hizo lo mismo. Cerraron los ojos e inspiraron profundamente, como si fueran dos cuerpos íntimamente conectados. Sintiendo el ardor de las lágrimas en sus labios, Lucía pronunció un par de palabras indescifrables y despegó los talones de la tierra húmeda. Seguía sonriendo.
Un cosquilleo en el estómago le indicó que el descenso había comenzado. Más atrás, él se desplomaba en el suelo, aturdido.
La luz espera.