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Esa misma noche, de regreso en la habitación alquilada, Luis sacó las dos cartas del bolsillo interior de su loba. Las desplegó frente a él, sobre la mesa, y acercó la luz de una vela. Una de ellas llevaba el encabezamiento:

«In Camera Sancti Officii Inquisitionis».

Y decía en uno de sus párrafos:

«… sentenciavit et declaravit Blanquinam Vives uxorem Ludovici Vives quondam mercatoris civitatis Valenciae comissise et perpetrase crimine heresis et apostatie propter quod memoria ejus fuit dapnata et estatua ejusdem tradita brachio seculari…».

Es decir, su desdichada madre, muerta tantos años atrás, Blanca Vives, había sido condenada por hereje y apóstata. Y ni siquiera su fallecimiento iba a librarla del castigo. Su memoria sería mancillada y una imagen suya entregada al brazo secular para que fuese quemada en público. No siguió leyendo. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo mientras estrujaba entre sus manos aquel terrible papel. Lo acercó a la llama de la vela y lo dejó consumiéndose en cenizas sobre un plato.

Tomó la otra carta. Estaba firmada por el dominico Martín Ximenes, y fechada en Valencia, el trece de septiembre de mil quinientos dieciséis.

Empezaba así:

«Muy erudito y no menos atento varón, filósofo y dignísimo maestro Luis Vives, residente en la Corte Real y Cortesano de la misma. Hijo mío, cuan grandes son los deberes para con la patria y los amigos que te quieren, gracias a Dios, tú que juzgas rectamente, como hombre de bien y honrado ciudadano de tu ciudad…».

Pasó por encima de varias líneas más de lisonjas y al fin logró averiguar lo que el dominico quería de él. En resumen, le pedía que intercediese a su favor en la Corte Real, para resolverle un pleito con un miembro de la curia romana que había llegado a la ciudad de Valencia con privilegios otorgados por el propio papa Borja, para ocupar el mismo puesto de relevancia en el Santo Oficio al que Martín Ximenes optaba desde hacía años.

Observó las cenizas de la carta del Santo Oficio y se permitió una sonrisa llena de amargura. No le sorprendería en absoluto que esa carta hubiera sido dictada por el mismo Martín Ximenes que solicitaba humildemente su ayuda en la otra, y que se permitía llamarlo «hijo mío». Como tampoco le extrañaba que su presencia en la Corte, y el entrar al servicio de Guillermo de Croÿ (algo que hasta esa misma tarde sólo había sido una posibilidad sin confirmar), llegase tan pronto a oídos del dominico valenciano.

Buscó su cuaderno de notas, tintero y pluma, y escribió:

«Tenemos memoria, recuerdo y reminiscencia. La sede y laboratorio de la memoria fue colocada en la nuca con admirable sabiduría por la naturaleza, porque contempla lo pasado y lo dejado a nuestra espalda a manera de un ojo más avizor que si lo tuviéramos situado en la frente, como el que la fábula atribuye a Jano…».

Se sentía débil después de un día tan largo y lleno de emociones. Las líneas fluían perezosas y sus palabras nacían desganadas. Apartó el papel de un manotazo y el tintero derramó su contenido sobre la mesa. Presa de una fuerte emoción, apretó con fuerza los puños contra los párpados cerrados, hasta que vio imágenes de círculos centelleantes surgiendo de la oscuridad.

Cuando su madre murió, su padre quedó desamparado. Cuando él se marchó de Valencia ya había transcurrido un año de su muerte, y su padre actuaba como si aún siguiera a su lado. No hacía ni decía nada que no hubiera sido del agrado de ella. Seguía manteniendo aquella apasionada fidelidad a alguien que ya no existía, como si su alma se hubiese quedado perdida en un tiempo pasado.

—Memoria, olvido… —musitó como si pronunciara un exorcismo, con tanta amargura que le dolió el corazón—. Recuerdos…

Su padre estaba ahora gravemente enfermo, consumido en vida después de sufrir años de encierro y torturas en las mazmorras del Santo Oficio… El patrimonio de su familia había sido confiscado, y sus pobres hermanas pronto no tendrían dónde vivir…

«Y ahora me dicen que van a arrancar los restos de mi madre de su tumba…».

Se llevó la mano derecha a la nuca y clavó allí las uñas con fuerza.

El dolor era un verdadero alivio. Se preguntó en voz alta:

—¿Qué clase de adhesivo mantiene los recuerdos fijados a nuestra alma?

Tenía la boca seca. Se levantó y se sirvió un vaso de agua que bebió con avidez. Sabía que iba a pasarse toda la noche trabajando, porque si intentaba dormir, las pesadillas lo acosarían implacablemente. Nunca lograba recordar ningún detalle al despertar empapado de sudor y con el corazón retumbando en su pecho, tan sólo el terror puro y crudo. Regresó a su escritorio y limpió la tinta con un paño húmedo. Volvió a llenar el tintero, mojó la pluma y escribió de nuevo:

«Tenemos memoria, recuerdo y reminiscencia…».