El rey parecía haberse recuperado por completo de su ataque y, aunque pálido y apático, se sentaba de nuevo a la grande table. Poco a poco, todo había recuperado la tranquilidad y las conversaciones y el trasiego de sirvientes se reanudaron.
El criado de Chièvres regresó para anunciarle al valenciano que su señor se entrevistaría con él de inmediato. Luis se despidió de Vauldre, agradeciéndole de nuevo su hospitalidad, y abandonó la sala de banquetes caminando detrás de aquel hombre.
Salieron a un pasillo de servicio con las paredes de piedra desnuda y el suelo cubierto de serrín, por el que transitaban los sirvientes cargados con platos. Pasaron frente a una cocina en la que vio una gran olla sobre el fuego y a varios cocineros afanados a su alrededor. Siguieron por aquel oscuro corredor que, evidentemente, no debía conducir a los aposentos privados del señor de Chièvres, y llegaron frente a una tosca puerta de madera. Oyó ladridos al otro lado.
—Es aquí. Aguardad… —El criado entró y salió en un instante—. Mi señor os recibirá ahora. Podéis pasar.
Eran las perreras, claro. El privado se encontraba de espaldas, frente a una pared de piedra a la que estaban encadenados varios mastines de batalla. Los alimentaba tranquilamente con los suculentos trozos de carne que el criado había escogido un momento antes. Luis tuvo que esperar pacientemente hasta que todos los perros hubieron recibido su parte. Los animales parecían muy nerviosos; ladraban y saltaban para alcanzar las piezas que el señor de Chièvres sujetaba al extremo de su brazo. Más de una vez el valenciano temió que uno de ellos alcanzase el miembro de aquel poderoso señor y le arrancase de cuajo aquella mano derecha con la que tan bien se decía que servía al rey.
Cuando no quedaba más, el privado dejó sobre un poyo el plato vacío y se volvió hacia Luis. Era un hombre alto, de mirada esquiva y rostro salpicado de verrugas. Éstas le impedían afeitarse correctamente, lo que le obligaba a lucir una media barba que le daba a su rostro un tono azulado. Tenía verrugas incluso en los párpados.
De entre los pliegues del largo hábito rojo de la Orden sacó la carta de recomendación que iba firmada por Desiderius Erasmus Roterdamus. La sujetó con una mano en la que había restos de aceite y salsa de carne, y la leyó con parsimonia.
—Parece teneros en gran estima —dijo al fin—, incluso me hizo llegar el libro que publicasteis en París sobre Nuestro Señor Jesucristo. No pude leerlo porque me cansa el latín, pero Erasmo me dice que sois un hombre de gran talento, a pesar de vuestra juventud… Decidme, ¿es vuestro maestro?
—Así es, señor. Erasmo es mi maestro, pero también uno de los hombres más honestos y sabios que he tenido la fortuna de conocer. Es un hombre extraordinario, apasionado en su idealismo a la vez que cabal y moderado en sus acciones…
—Ya veo que el afecto es mutuo —dijo el señor de Chièvres con una mueca burlona—, pero lo que nos ocupa ahora son vuestras habilidades. ¿Es cierto que habéis estudiado en las universidades de Valencia y París?
Luis asintió con un gesto respetuoso.
—En París, en el prestigioso colegio de Montaigu, aunque también estuve en los de Beauvais y La Marche. Llegué a Lovaina a finales del pasado año, señor.
—¿Podéis darme alguna referencia de vuestra familia en Valencia y la causa por la que abandonasteis esta ciudad?
—Sí, señor… —Tragó saliva, sintiéndose de pronto muy nervioso. Un detalle que no pasó inadvertido para el privado—. Mi padre pertenece a la familia Vives, caballeros que acompañaron a don Jaime, el conquistador de Valencia. Y mi madre, doña Blanca March, pertenecía a una de las familias más distinguidas de la ciudad. De mi primera educación se ocupó mi tío, Enrique March, que era profesor de derecho en la Universidad de Valencia, de modo que llegué a pensar que mi futuro estaba precisamente allí, al lado de mi familia y mis maestros… Pero, en el año de Nuestro Señor de mil quinientos ocho, la peste asoló cruelmente la ciudad y…
Se interrumpió. Sentía un nudo en la garganta.
—Y vuestros padres murieron… —concluyó Chièvres con frialdad.
—Mi madre, señor. La peste causó tan seria perturbación en la vida de mi ciudad que me vi obligado a viajar a París para continuar con mis estudios.
Tras decir esto, cerró los ojos por un momento y frunció los labios. No deseaba tener que hablar más del asunto, pues sabía que cualquier cosa que añadiera iba a sonar a falsa. Siempre le había resultado difícil ocultar sus sentimientos.
—Veo que la muerte de vuestra madre os sigue causando un gran dolor —dijo el señor de Chièvres mirándolo fijamente.
—Disculpadme, señor. Es sólo que…
El Privado alzó una mano para pedirle silencio.
—No tenéis que disculparos por algo así, porque es de buena ley que un hijo llore a sus padres muertos. Cambiemos de tema entonces… La misión que quiero encomendaros es de gran importancia. ¿No adivináis de qué se trata?
Luis se sintió desconcertado, pero el señor de Chièvres seguía mirándolo como si esperara una respuesta.
—Queréis que me ocupe de la tutela de su eminencia, vuestro sobrino… —dijo—. Al menos ésa era la misión indicada en la carta que me mostró Erasmo…
—Oh, sí, mi querido Guillermo de Croÿ —sonrió—. A su debido tiempo ya os ocuparéis de él, pero de momento sigue en Roma… Así que antes hay otro asunto que quiero encomendaros. Pensé en ello cuando leí las referencias que Erasmo daba de vos.
Luis recordó algo entonces. Erasmo le había dicho que el joven rey sólo hablaba correctamente el francés. Que tenía un conocimiento muy deficiente del latín, y que, a pesar de haber nacido en Gante, era incapaz de mantener una conversación en flamenco. No hablaba una palabra de alemán, el idioma de su tío el Emperador. Ni, lo que era más grave, de castellano, el idioma del país que iba a gobernar.
—¿Queréis que me ocupe de la educación de su majestad? —aventuró.
El privado hizo una mueca sardónica.
—No, maese Vives. No seáis tan arrogante. El rey ya tiene un preceptor, que soy yo —cloqueó—. Y os aseguro que no se puede hallar uno mejor.
—Sin duda, señor —el valenciano bajó los ojos con humildad.
También le contó Erasmo que el privado había trasladado su lecho a la habitación del joven rey, para dormir junto a él y atenderlo en caso de que despertara en mitad de la noche. Sin duda era imposible mayor dedicación, aunque ésta no se hubiera visto reflejada en la erudición del monarca. Pero Luis se guardó mucho de decirlo.
El señor de Chièvres lo contempló en silencio durante un buen rato, manteniendo aquella mueca displicente en los labios. A diferencia del valenciano, él sí sabía ocultar perfectamente sus pensamientos y emociones. Sin embargo, cuando volvió a hablar lo hizo en un tono de mayor confianza, como si lo hiciera partícipe de una confidencia:
—Decidme una cosa, Vives, ¿creéis en la magia y en los seres sobrenaturales?
Luis frunció el ceño, extrañado por la pregunta.
—Sin duda hay cosas que… van más allá de nuestro entendimiento —dijo prudentemente—, pero…
—¿Pero?
—Señor, creo es necesaria cierta cautela a la hora de afrontar esos temas. El principio de economía debe regir la lógica, y como dijo el sabio de Ockham: «las entidades no tienen que ser multiplicadas sin necesidad y sin pruebas».
—Ciertamente nada es casual en este mundo de Dios —replicó el privado como si no hubiera oído una palabra de su respuesta—. Todo tiene un origen y un sentido, y la magia está detrás de muchas circunstancias que no sabemos explicar. Se trata de algo real. Me he encontrado infinidad de veces con ella. La magia blanca, natural y bondadosa; y la negra, que se obtiene gracias a la intervención de los demonios.
Luis parpadeó, incómodo por el curso que había tomado la conversación.
—Señor, una magia capaz de alterar la Voluntad de Dios… No sé, es…
—¿Sí? —preguntó Chièvres abriendo mucho los ojos. Una mirada que hizo sonar una señal de alarma en la mente del valenciano.
«Será mejor que no continúe por ese camino…», se dijo. Pero descubrió que empezaba a estar harto de todo aquello y que sentía la necesidad de hablar con sinceridad. Aunque ello significase tener que renunciar a los doscientos ducados.
—Me cuesta aceptarlo, señor —dijo—. Opino como san Bonifacio que no es digno de un cristiano creer que el poder de la magia sea capaz de suplantar la Voluntad Divina para dominar y controlar la naturaleza. El propio Canon Episcopi niega absolutamente la posibilidad de los vuelos nocturnos de las brujas para someterse a la diosa Diana, y afirma que todos esos acontecimientos fantásticos se producen realmente en sueños. In somnis, non realiter sed fantastice…
—Os ruego que os ahorréis el latín.
—Quiero decir… que son fruto de los humores de la imaginación y de los…
El privado soltó entonces una carcajada que interrumpió sus palabras.
—Maese Vives, la verdad es que a mí me importa una higa lo que diga el Canon Episcopi, san Bonifacio y quien se tercie… Pero vos ya habéis dejado bien clara vuestra postura, y sois exactamente la persona que andaba buscando.
Luis le devolvió una mirada de desconcierto.
—Mi señor de Chièvres, aún no sé qué es lo que esperáis de mí.
El privado lo miró con una sonrisa dura, tan afilada como una navaja de barbero.
—Leyendo la carta de recomendación que Erasmo me envió, encontré el dato de que estabais elaborando un ambicioso tratado sobre el alma humana… El alma, qué fascinante. ¿De verdad confiáis en desentrañar sus misterios?
—Señor, nada más lejos de mi intención que averiguar lo que es el alma. Las bagatelas metafísicas no me interesan. Tan sólo quiero observar y describir cómo funciona, para así entender el mecanismo de las emociones humanas.
—¿Y también sus enfermedades?
Luis asintió.
—Sin duda, señor, pues el alma puede enfermar al igual que el cuerpo, como un complejo mecanismo que se desajustara…
—En vuestra ciudad natal hay un establecimiento en el que se pretende tratar a los locos como a cualquier otro enfermo… ¿No es así?
—Estáis en lo cierto, señor.
—Asombroso. ¿Y cuál es su nombre?
—La Casa deis Fols[5].
En realidad, la visita a aquel centro en compañía de su padre, que solía beneficiarlo con sustanciosas donaciones, fue la inspiración de su trabajo sobre el alma.
—¿Sabéis que la madre de nuestro monarca, la reina doña Juana, está aquejada de una de esas enfermedades del alma? Y por ello ha tenido que ser recluida… Al parecer, se niega a cumplir con los preceptos religiosos, a escuchar misa, a confesarse y comulgar; dicen que no come, que duerme en el suelo, y que tiene frecuentes ataques de ira en los que arremete contra sus servidores… En pocas palabras, que está loca.
—Sí —dijo Luis prudentemente—, lamentablemente eso he oído, señor.
—Hay quien afirma que la buena madre de nuestro señor el rey está cautiva de hechizos en Tordesillas —dijo Chièvres con su habitual tono indolente y extraordinariamente lento—, pero yo os digo que simplemente está loca. Por eso quiero que nos acompañéis en el viaje que pronto vamos a emprender, para que podáis estudiar a Doña Juana y dictaminar si el mal que la aqueja responde o no a causas naturales.
—¿Queréis que… viaje a España? —el terror que Luis sintió de pronto le hizo temblar la voz.
—¿Acaso tenéis algún inconveniente?
—Yo no… —intentó controlarse—. No lo tenía previsto, señor. Tengo compromisos y… mis clases en Lovaina… Mi señor de Chièvres, me es imposible…
—No me vengáis con eso ahora —dijo el privado con desprecio—. Desde que habéis entrado por esa puerta os habéis puesto a mi servicio y al servicio del rey. Nada puede ser más importante que esto, así que ocupaos de despachar rápidamente esos asuntos. Cuando llegue el momento de partir lo haréis en la misma nave que ocupe yo.
—Pero yo… no soy un cirujano capaz de extraer la piedra de la locura, señor.
—No espero que curéis a la vieja loca, maestro Vives… Lo que deseo es que confirméis que su locura es algo que responde a causas naturales y no al concurso de la brujería. Teniendo en cuenta lo que me habéis dicho antes, no os resultará difícil.
—Señor, yo… —musitó Luis. Pero se había quedado sin palabras.
—Es suficiente, maestro Vives —dijo el Privado con ausente crudeza—. Ya está todo dicho y no tengo tiempo para seguir escuchándoos. Empezad a disponer vuestros asuntos para el viaje que tendréis que emprender en breve… Pero no regreséis ahora al salón de banquetes. Es sólo para caballeros del Toisón de Oro y supone una gran descortesía que os sentéis en su mesa. —Alzó una mano para hacerlo callar cuando iba a disculparse—. Ya sé que el señor de Vauldre os invitó, incluso insistió en que os sentarais. Como veis, no pasa nada en este palacio que yo no conozca con pelos y señales…
—Él fue muy amable, señor, y yo…
Chièvres se llevó la mano a los labios con un gesto imperioso, indicándole que se callara, y Luis obedeció de inmediato.
—No volváis a interrumpirme. Nunca. —Dijo con un relámpago de ira en los ojos—. Os decía que ya sé que el señor de Vauldre os invitó. Es un hombre muy sabio, pero tiene demasiados años y, a veces, sus ideas no son todo lo claras que deberían ser. La de los ancianos es otra forma de locura, ¿no? No hace falta que me respondáis, porque no quiero seguir hablando de este asunto. Simplemente os digo que no volváis al salón… Ahora id con Dios y regresad, de momento, a vuestra casa y a vuestros asuntos.
Y no hubo más. Confuso, con la sensación de que la reunión había ido mucho peor de lo que había previsto, Luis hizo una profunda reverencia y abandonó la perrera.