Cèleste había pasado el día en su pequeña habitación de la posada, concentrada en la preparación de más filtros y bebedizos con los que satisfacer la demanda de sus dientas. Sobre la mesilla arrimada a la ventana estaban esparcidas varias piedras mágicas de reconocida efectividad contra el aojamiento, como el azabache, el jaspe o la roca de san Pedro, y también frascos llenos de sangre menstrual seca y en polvo para fabricar filtros de amor, o hierbas desecadas como la cicutaria y el perifollo silvestre, con las que luego prepararía infusiones para interrumpir los embarazos no deseados. En ese momento juntaba un ramo de verbena, lavanda, valeriana, menta, hinojo, artemisa, romero, hisopo y albahaca (recogidas en el día y la hora de Mercurio, estando la Luna en creciente), y lo ataba con un cordel de hilo tejido por una niña. Más tarde lo llevaría a secar en al aire caliente del horno de la posada. Le pagaba unas monedas de más al posadero para que le permitiese colgar aquellas hierbas de un clavo en el muro situado junto al horno.
Aunque seguía lloviznando intermitentemente, las nubes del último aguacero estaban despejándose y el sol de aquella hora de la tarde empezaba a abrirse paso tímidamente. Una brisa húmeda se colaba por la ventana entreabierta y las deshilachadas cortinas de lana negra ondeaban sobre la mesa. Cèleste vio una mancha sobre la madera allí donde habían salpicado algunas gotas de lluvia, y pasó un paño sobre ella para secarla. Se detuvo a mitad del movimiento porque el amuleto que le había dado Meg empezó a vibrar sobre su pecho.
Oyó como un grupo subía por las escaleras y se detenía frente a la puerta de su habitación. Calculó que eran cuatro. El picaporte giró un cuarto de vuelta, pero al comprobar el que quería entrar que la puerta estaba cerrada con llave, se detuvo.
El posadero dijo:
—Señora, haced el favor de… abrir la puerta… —Era su voz sin duda, pero tenía una entonación extraña—. Aquí hay unos hombres que… quieren revisar la habitación.
—¿Unos hombres? —preguntó Cèleste con su tono más inocente mientras recogía a toda prisa los frascos—. ¿Acaso los conozco o ellos me conocen a mí?
La bruja metió los frascos dentro de la talega, pero dejó uno de ellos fuera. Éste lo envolvió con el trapo con el que había secado la humedad de la mesa.
—Son… alguaciles del ayuntamiento… Ya os advertí que esto podía pasar.
—Vamos, abrid de una vez —dijo otra voz, desconocida, desde detrás de la puerta.
—Aguardad un momento. Me estaba aseando y ahora mismo estoy desnuda.
—¡Apresuraos! —dijo la segunda voz en tono apremiante.
Cèleste cerró el fardo y anudó sus cuatro extremos. Se lo echó a la espalda y lo ató alrededor de la cintura como solía hacer. Se subió a la mesilla y atisbo con cuidado por la ventana. Por ella se veía la tranquila y estrecha calle sin salida que terminaba en la orilla oeste del canal de Charleroi. El edificio de enfrente era una especie de almacén de la guilda que estaba cerrado en ese momento. No se veía una alma en la calle, y eso era sospechoso.
Muy sospechoso.
—Pero ¿qué hacéis? ¡Abrid de una vez!
—Abrid, señora, que estos hombres amenazan con tirar la puerta abajo, y si se ven obligados a hacerlo… juro que os haré pagar una nueva…
—Sí, sí, ya estoy. Un momento… Es sólo un momento…
La puerta sonó con el estrépito de un golpe fortísimo. Imaginó que uno de los que estaban fuera se había lanzado contra ella en un intento de derribarla. La puerta aguantó aquel primer embate, pero se combó un poco hacia dentro.
Percibió un movimiento con el rabillo del ojo y volvió a mirar hacia la calle. A ambos lados, aplastados contra las paredes, agachados detrás de las balas de lana cruda apiladas frente al almacén, distinguió una buena docena de sombras que blandían largos tubos de brillante metal negro, esperando a que ella se lanzase ciegamente a sus brazos.
Se dio la vuelta y examinó la habitación en la que se encontraba. Sólo ofrecía dos salidas: una era la escalera que estaba bloqueada, la otra era la ventana que los de fuera vigilaban perfectamente. Y esos tubos no podían ser otra cosa que arcabuces… Aunque estaba lloviznando y se preguntó cómo lograrían mantener las mechas secas.
Quizá no eran armas de fuego después de todo.
Tuvo la respuesta de inmediato. Un estampido salvaje abrió un enorme boquete en el centro de la puerta, a la vez que lanzaba astillas de madera por toda la habitación.
Entre el humo y la lluvia de fragmentos que se iba posando aparecieron dos hombres vestidos por completo de negro, con amplios sombreros cuyas alas estaban echadas sobre el rostro. Le apuntaron con unos extraños arcabuces en los que no se veía humear ninguna mecha. En vez de ésta, el mecanismo de disparo estaba formado por un artilugio con forma de rueda. Cèleste los miró fascinada durante un instante, antes de que entrase en la habitación el tercer embozado, que empujaba frente a él al desdichado posadero, al que mantenía amenazado con un cuchillo apoyado sobre una de sus temblorosas papadas. Llevaba el mandil de cocinar, como si lo hubieran sorprendido a mitad de preparar su famoso estofado. Su ancho rostro de luna estaba pálido, cubierto de sudor, y miraba a Cèleste con una mezcla de ira y de súplica en sus ojos diminutos. No dijo nada, pero el hombre que lo amenazaba sí habló:
—¿De nuevo pretendíais escapar por la ventana? —le preguntó con tono burlón—. Pero ya veis que esta vez estamos preparados.
Cèleste seguía sobre la mesilla, y desde allí no podía ver el rostro de aquel hombre porque estaba oculto por el ala del sombrero, pero había reconocido su voz.
Inesperadamente, y con un preciso movimiento de su brazo, clavó profundamente el cuchillo entre los pliegues de grasa y degolló al posadero. Luego empujó su cuerpo a un lado. Cèleste dio un respingo y se quedó paralizada por la sorpresa mientras aquel desdichado se estremecía en el suelo con violentas convulsiones y su sangre salpicaba las paredes. Entonces, el asesino alzó el rostro y la miró. En su boca había una inquietante mueca parecida a una sonrisa que mostraba una hilera de dientes dorados.
—Matadla —ordenó a sus esbirros.
Cèleste recuperó de inmediato la compostura. Reaccionó lanzando contra el suelo, con todas sus fuerzas, el frasco de barro envuelto en el paño húmedo. Hubo un estallido y un fogonazo que dejó a los embozados deslumbrados. Pero la bruja había tenido la precaución de cerrar los ojos, pues lo que contenía aquel frasco eran sales de sodio.
Saltó de la mesa y arremetió contra el más cercano de los hombres que le apuntaba, mientras un humo acre llenaba la estancia y el trapo chisporroteaba en el suelo. Lo empujó, haciéndole perder el equilibrio, a la vez que el hombre accionaba el mecanismo de disparo de su arcabuz. Un muelle hizo girar la rueda frotándola contra un pedazo de pirita del que saltaron las chispas que prendieron la pólvora. Sonó otro estampido y la bala salió del arma para ir a incrustarse en algún lugar del techo.
Cèleste nunca había visto una arma así, ni imaginaba que existiesen, pero no se detuvo para contemplarla, pues sabía que el próximo disparo iba a ser más certero. Se abrió paso hasta la escalera, mientras el de los dientes de oro le lanzaba una cuchillada que resbaló por un lado de la talega y le hizo un corte no demasiado profundo en el hombro. Saltó por encima de los escalones de madera, bajándolos de tres en tres con una notable agilidad. Una pálida lengua de fuego estalló sobre su cabeza; la bala pasó muy cerca y sintió su cálido aliento en la oreja izquierda. Voces autoritarias resonaron en el aire detrás de ella, mientras llegaba al piso de abajo y saltaba sobre unas cajas amontonadas al pie de la escalera, que sin duda habían sido cuidadosamente dispuestas allí por los embozados con la mala intención de hacerle tropezar si intentaba huir.
Sabía que no podía salir por la puerta principal, pues allí la esperaban aquellos embozados con sus arcabuces inmunes a la humedad listos para ser descargados contra ella, así que echó a correr frenéticamente hacia el fondo de la cocina. Junto al horno había una trampilla de madera que el posadero usaba para arrojar las basuras a un estrecho callejón a espaldas de la casa. Mientras escuchaba los pasos y las voces dirigirse hacia allí, tiró de la cuerda que sujetaba la trampilla y saltó por ella al callejón. Escudriñó el camino estrecho lleno de basuras y ratas antes de cruzarlo, y comprobó que ambos lados estaban tapados por una valla de tablones clavados entre sí. La pared de enfrente era lisa y sólo tenía una puerta situada a la altura de un primer piso, a la que se podía llegar gracias a una vieja escalera de madera que terminaban en una plataforma carcomida. Las ratas huían delante de ella mientras trepaba a toda velocidad por la escalera.
Un ancho cerrojo de metal cerraba firmemente la puerta.
—¡Se ha metido por aquí! —oyó decir desde el otro lado, a la vez que la trampilla de la basura empezaba a levantarse.
El cerrojo estaba echado y bien echado, pero la madera estaba podrida. Empujó con fuerza uno de los tablones, lo suficiente para permitirle pasar, y se deslizó por él.
—¡Allí está!
Volvió a escuchar los estampidos de los arcabuces a su espalda y los impactos de las balas rebotando contra el muro. Ninguno la alcanzó pero no perdió el tiempo maravillándose por su buena suerte. Estaba dentro de un almacén que debía pertenecer también a la guilda. Las voces de sus perseguidores siguieron resonando tras ella mientras corría para alejarse de la puerta.
—¡Vamos, vamos! Rápido, subid de una vez por la escalera…
—Parece insegura…
—¡Deja de quejarte y tira la puerta abajo!
Cèleste se dijo que ahora parecían ser más de tres, quizá algunos de los que estaban apostados fuera se habían unido a la persecución. En ese momento se oyó un estrépito formidable, acompañado del crujido de la madera al astillarse y hacerse pedazos, y un coro de gritos y lamentos de dolor. Comprendió que aquella carcomida escalera no había podido aguantar el peso de todos aquellos hombres y se había derrumbado.
—¡Joderos! —les gritó con una salvaje alegría.
Pero no podía quedarse a celebrarlo. Pasó por entre unas pilas de paquetes, atravesó una puerta y entró en una planta destinada a almacén. Con su aguzado sentido del peligro guiándola, tomó una escalera que la condujo hasta la planta baja. Al fondo, casi oculta por los montones de balas de lana, vio una puerta que si su orientación no le fallaba daba a una calle paralela a aquella donde estaban apostados sus enemigos. No le resultó difícil abrirla, pues en lugar de cerrojo tenía un simple pestillo que se accionaba desde dentro.
Salió a la humedad del exterior, se apoyó contra la pared y respiró jadeante. Verificó que la talega estuviese bien sujeta a su espalda, y empezó a correr como alma que huye del diablo. Dobló dos esquinas, cruzó tres calles y llegó al margen del canal. Tropezó dos veces en el adoquinado desparejo, pero siguió corriendo. Ningún embozado surgiendo de repente a su espalda, ningún estallido de arcabuz, ninguna voz conminándole a que se detuviera. Sólo el velo gris del atardecer que caía cada vez con mayor intensidad sobre las cordilleras de tejados, envolviendo los colores con una mortaja, haciendo más profundo el silencio.
Sus piernas empezaban a temblarle agotadas por la desesperada carrera, cuando un tipo vestido de negro se interpuso en su camino. Resbaló sobre el húmedo adoquinado al detenerse, a la vez que una bala se estrellaba sobre el suelo frente sus pies y arrancaba esquirlas de piedra que golpearon dolorosamente contra sus tobillos.
El embozado arrojó a un lado el arcabuz y desenvainó una espada ropera que parecía una larga y estrecha aguja de acero. Blandiéndola frente a sí, avanzó hacia ella.
—Lo siento —dijo Cèleste—, pero ya estoy demasiado cansada para pelear.
Dio media vuelta y se lanzó de cabeza al canal, su cuerpo chocó contra el agua y desapareció de inmediato con un espectacular chapoteo.
El embozado recogió su arcabuz y, situándose en la orilla del canal, lo preparó a toda prisa para realizar otro disparo. Esperó, pero la mujer no volvió a aparecer.
Cèleste emergió de las oscuras aguas del canal unas calles más abajo. Se agarró al muro de piedra y tosió con fuerza, escupiendo el agua infecta que se le había metido en los pulmones. Era una nadadora estupenda, Meg se había ocupado de enseñarle bien para que lo fuera. «Hay quien piensa que las brujas no podemos flotar en el agua, le dijo en una ocasión, pero eso no es más que otro mito estúpido sobre nosotras».
Cèleste había expulsado todo el aire de sus pulmones y, para que su enemigo no pudiera apuntar contra ella, se había dejado arrastrar por la corriente del fondo del canal. Había aguantado la respiración más de lo que nunca creyó que fuera posible. Se había obligado a permanecer sumergida, con la boca apretada, mientras sus pulmones clamaban dolorosamente por una bocanada de aire, hasta que consideró que estaba lo bastante lejos. Al final, mientras nadaba frenéticamente hacia la superficie, no había podido aguantar más y había tomado un buen trago de aquella agua apestosa.
Salió del canal en medio de una calle bastante concurrida. Iba cubierta de tarquín de los pies a la cabeza y dejaba sobre los adoquines charcos lodosos a cada paso. Muy pocas personas se acercaron a ella para preguntarle qué le había pasado, y a éstas las alejó rápidamente respondiéndoles con mal humor y una voz cortante:
—Me he caído al canal. Es bastante evidente, ¿no?
En una fuente se limpió lo mejor que pudo aquélla porquería. Luego abrió la talega y buscó el frasco que contenía hojas de agrimonia; quitó el sello de cera y se metió en la boca un puñado que empezó a masticar. No tenía tiempo de preparar infusiones, pero era necesario evitar que el agua sucia que había ingerido le envenenase la sangre.
Espolvoreó un poco de hierba sobre la herida de su hombro.
Mientras se lavaba, su mano tropezó con el amuleto compuesto que Meg le había entregado. Recordó cómo había vibrado advirtiéndole de la llegada de los embozados, y una sonrisa se le dibujó en la cara. Pero al pensar en cómo podían haberla localizado, aquella sonrisa se le heló. Alzó el amuleto y lo contempló con detenimiento.
«¿Es posible que?». No, eso era absurdo, se avergonzaba sólo de haberlo considerado por un instante. Era imposible que su maestra pudiera haberle dado algo que atrajera a sus enemigos hacia ella.
La gente ya estaba hablando de esa muchacha que había salido del canal, y eso no tardaría en atraer a aquellos malditos embozados.
«Bueno, no me volverán a sorprender, lo juro», pensó. «A partir de ahora no permaneceré mucho tiempo en el mismo sitio».
Volvió a guardar el frasco dentro de la talega y se la anudó de nuevo alrededor de la cintura. Tenía que buscar otro alojamiento, pero lo primero de todo era dar con Annia y las otras putas y advertirles para que no acudieran a su antigua posada.
Con la falda mojada pegándosele a las piernas, se alejó a toda prisa de allí.