El banquete ya había empezado cuando llegaron, pero estaba previsto que durase hasta bien entrada la noche. El sirviente le pidió que esperara en el vestíbulo, mientras él iba a avisar a su señor.
Luis apenas pudo echarle un vistazo a la gran sala de banquetes a través de una puerta entreabierta. Sus paredes estaban cubiertas de hermosos tapices de oro, plata y seda, que representaban la historia del Toisón y las hazañas del gran Alejandro de Macedonia. Habían sido engalanadas tres mesas; la que estaba junto a la chimenea, elevada sobre un estrado y cercada por una celosía de madera adornada con flores, era la grande table, reservada para los caballeros principales (encabezados por el señor de Chièvres), y para su jefe y soberano, el cual se sentaba en el centro bajo un dosel. A mano izquierda, y sin estrado, estaba la mesa para los cuatro oficiales de la orden: canciller, tesorero, grefier y el maestre, también llamado Toisón. Y, frente a ésta, otra mesa mucho más larga, donde se sentaban los caballeros a ambos lados. Sólo caballeros, porque ni siquiera las damas de los señores allí presentes podían ocupar estas mesas magníficamente atendidas, por lo que se veían obligadas a comer detrás de una tribuna oculta por una tupida celosía.
Todo esto lo pudo ver Luis a retazos, mientras los sirvientes iban y venían abriendo y cerrando puertas. Y, a pesar de que llevaba ya un año en el país, aún se asombraba por aquel gusto por lo estrafalario y lo espectacular que constituía parte inseparable de la cultura borgoñona. Así como por la desvergonzada exhibición de riqueza que era allí tan habitual, por aquellas fiestas suntuosas, por los banquetes un día sí y el otro también… En general, la turbadora opulencia del norte de Europa, tan densamente poblada, y tan diferente en fin de la austera España, lo desconcertaba y fascinaba a un tiempo.
En ayunas como estaba, Luis se sentía desfallecer mientras asistía a aquella interminable procesión de manjares cruzando frente a sus narices hacia la sala del banquete. Presentados en fuentes de plata por los maestresalas, acompañados de toques de trompeta, iban transitando pavos reales, cisnes, faisanes y perdices asadas, adornado todo con sus propias plumas, además de castillos, caballeros y sirenas de mar hechos con gelatina, mermeladas y pasta. Los intensos aromas de todas aquellas deliciosas viandas se convirtieron en una verdadera tortura.
También veía desfilar con paso apresurado a los caballeros convidados, a los que la abundante cerveza roja del país y los vinos servidos durante el banquete encaminaba inevitablemente hacia las letrinas. Uno de ellos, de largos bigotes blancos, de unos cincuenta y tantos años de edad, se acercó a él en la segunda ocasión que cruzó.
—Disculpadme, joven sacerdote… —le dijo mirando fijamente la loba negra de su colegio de Lovaina—. ¿Necesitáis alguna cosa?
—Nada, señor. Gracias por vuestro interés. Y no soy…
«No soy sacerdote», iba a decirle, pero el caballero se acercó más, un poco tambaleante, y le llegó el fuerte olor a vino de su aliento.
—Pero os veo aquí, de plantón todo el rato, y me pregunto si estáis bien.
—Sois muy amable, señor —respondió Luis, algo turbado por la atención del noble—, pero no quiero ser causa de vuestra preocupación, en absoluto, pues os aseguro que me encuentro perfectamente.
—¿Habéis comido algo? —insistió—. No, ya veo que no. Acompañadme entonces a la mesa, por favor, y tomad algo que parece casi un pecado que tanta comida se desperdicie mientras estáis aquí aguantando sin probar bocado.
Luis no conocía en detalle la etiqueta de un capítulo del Toisón de Oro, pero sí sabía lo suficiente como para tener la seguridad de que sólo los caballeros de la orden podían sentarse en las mesas del banquete oficial.
—Vuestra amabilidad me abruma —dijo rápidamente—, pero os aseguro que estoy bien aquí.
—No tenéis que preocuparos por nada. La divisa de nuestra orden es el comportamiento caballeroso. Y no tendría nada de caballeroso atiborrarse de comida mientras un joven al servicio de Dios desfallece a nuestras puertas…
Luis intentó rehusar de nuevo, pero el noble insistió con tozudez, e incluso lo tomó del brazo para conducirlo hasta su sitio en la larga mesa de caballeros.
—Mi nombre es Vauldre y simplemente así debéis llamarme —era alto, fuerte, de huesos grandes y un torso voluminoso que le daba el aspecto de un viejo oso. Calvo, con un rostro tallado en ángulos y alargado por una canosa perilla de chivo. Sus ojos grises parecían sonreír constantemente. Vestía el hábito de terciopelo carmesí de los caballeros del Toisón, con cenefas doradas a la antigua usanza y con una borla a la espalda. El emblema de su casa bordado con oro en su pecho era un pez armado con el cuerno de un unicornio—. Decidme vuestro nombre ahora, para que pueda presentaros a mis compañeros de mesa.
—Luis Vives, de Valencia.
—Pues andáis lejos de vuestra tierra, padre Vives.
—Veréis, en realidad no soy sacerdote.
—¿Ah no? ¿No habéis sido ordenado todavía?
—Soy profesor en la Universidad de Lovaina…
El noble asintió con indiferencia, como si aquel detalle careciera de importancia, y tomando un cubierto de la mesa, golpeó insistentemente una copa hasta que varios comensales se volvieron.
—Caballeros —dijo—, éste es mi buen amigo Luis Vives, de Valencia, profesor sapientísimo en Lovaina, y que ahora va a acompañarnos.
Nadie dijo nada. Todos eran caballeros de edad avanzada que se limitaron a mirar al valenciano con frialdad. Algunos cruzaron miradas significativas entre sí, como si Vauldre ya los tuviera acostumbrados a ese tipo de extravagancias. Otros, en cambio, entrecerraron sus ojos con una mirada de clara hostilidad. Consciente de que su llegada no había hecho precisamente felices a los otros comensales, Luis inclinó la cabeza con la mayor humildad posible, en parte para ocultar que las mejillas se le encendían de vergüenza. Algunos le respondieron con secos cabezazos.
En la gallée de la salle se sentaban dos huissiers d'armes con sus bastones. Estaban encargados de reprender y apresar a cualquiera de los presentes que hiciese algo molesto a los ojos del rey. Pero si éste, o el señor de Chièvres, habían notado la llegada del español, y ésta les había incomodado de algún modo, no dieron señal de ello pues ambos siguieron comiendo con total indiferencia.
Ajeno a todo, Vauldre llamaba a gritos a un sirviente, al que pidió un asiento para su acompañante. Trajeron un taburete que era demasiado bajo y el caballero pretendió que lo cambiaran por uno mayor. Pero Luis ya se sentía bastante violento con la situación, de modo que dijo que así estaba bien y se sentó en él. Además, su estómago había empezado a gruñir ante la cercana presencia de tanta comida como había expuesta sobre la mesa. Sin más cortesías, se sirvió de una bandeja unos buenos trozos de carne de jabalí guisada, que colocó sobre una rebanada de pan del tamaño de un plato.
Mientras masticaba, satisfecho, Luis alzó la vista hacia los impresionantes tapices que rodeaban la sala. Vauldre vio su mirada y sonrió ampliamente, mostrando que a pesar de su edad aún conservaba todas las piezas dentales.
—Los caballeros del Toisón de Oro nos consideramos los auténticos herederos de los Argonautas, a la búsqueda del Vellocino. Fijaos allí… —Vauldre señaló uno de los grandes tapices que cubrían las paredes—. Ése es Frixo, sacrificando el carnero para ofrecer el Vellocino al rey… Ahí ves como Eetes lo consagra a Ares y lo cuelga de una encina del bosque dedicado a ese dios pagano. Día y noche lo guardaba un enorme dragón; vedlo ahí representado con todo realismo. Decidme, ¿qué opináis de su aspecto?
Luis conocía perfectamente la historia, y siempre le había parecido injusto el final que tuvo el pobre carnero después de su denodado esfuerzo por salvar a los dos hermanos, pero se abstuvo de hacer ningún comentario sobre esto y dijo:
—Bueno, no sabría deciros porque nunca he visto a ningún dragón.
—¿Habéis oído hablar de esos huesos gigantes que se han encontrado en Sicilia? Aquéllos que los han visto dicen que no pueden ser otra cosa que huesos de dragón.
Luis se sirvió otra generosa ración de carne y una tórtola asada mientras pensaba en qué responderle a Vauldre. Iba a abrir la boca cuando, en ese momento, se oyó un largo grito, casi un aullido, proveniente de la grande table.
Se volvió y quedó horrorizado al ver que era el propio rey quien había gritado tan estertóreamente. Se había puesto en pie mientras todo el cuerpo se veía afectado por espásticas contracciones musculares, tenía la cara lívida y espuma en la boca.
Lo primero que le vino a la cabeza fue que el pobre muchacho había sido envenenado, pero la actitud de los que tenía alrededor era de una sorprendente tranquilidad, como si ya estuvieran habituados a este tipo de espectáculos. En el rostro de los nobles que intentaban sujetar al rey podía leerse vergüenza y también piedad, pero ni miedo ni sorpresa. El muchacho volvió a gritar y su espalda se arqueó hacia atrás de un modo tan violento que se liberó de los que le sujetaban y cayó hacia atrás, para dar contra la celosía de madera adornada con flores, que destrozó. Así quedó en el suelo, inconsciente, con su cuerpo recorrido por contracciones y relajaciones de los músculos. Alguien se arrodilló junto a él y le introdujo entre los dientes el mango de un cubierto.
—Dicen que le pasa eso desde que era un bebé —le susurró Vauldre—. Al parecer nació de mala manera. Juana tuvo que dar a luz sola, en un retrete, mientras se celebraba una fiesta en palacio, y cuando nadie se lo esperaba. Por lo que no fue asistida en el parto y el bebé no tuvo los cuidados necesarios. Dicen que su mente resultó dañada…
Luis observó que el privado no se había movido de su sitio y que asistía impasible, casi con expresión de aburrimiento, al desarrollo de aquel drama. De repente se levantó y le hizo una señal a un sirviente, que se acercó de inmediato a la grande table. Habló brevemente con él y luego bajó de la tarima para abandonar la sala por una de las puertas laterales. El sirviente se demoró un momento, recogiendo algunos alimentos en un gran plato, y fue tras su señor.
Mientras tanto, las convulsiones del rey se habían detenido y ya parecía respirar con normalidad, aunque seguía inconsciente. En toda la estancia se había producido un silencio tan denso que se diría que hasta el propio aire se podía untar en una rebanada de pan.