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Bruselas, 25 de Octubre de 1516

—Carlos, por la gracia de Dios, Rey de Castilla, Aragón, Sicilia, Cerdeña, Nápoles y todos los territorios del Nuevo Mundo, Duque de Borgoña, Brabante, Limburgo y Luxemburgo, Conde de Flandes, Artois, Hainaut, Holanda, Zelanda, Namur y Zupthen, señor de Frisia, jefe supremo de esta noble Orden del Toisón de Oro. Muy alto, muy poderoso y excelentísimo príncipe, mi rey y señor, venid ahora a ofrendar a Dios.

Desde el Altar Mayor de la iglesia de Santa Gúndula, el Maestro de Armas de la Orden del Toisón de Oro ejecutó una profunda reverencia ante el joven monarca.

El rey Carlos contaba tan sólo dieciséis años, pero era tan delgado que aparentaba incluso menos. Estaba sentado a la derecha del Altar Mayor, feo como él solo, la boca entreabierta por el acusado prognatismo tan característico de los Habsburgo; el rostro angosto, salpicado con los granos propios de la adolescencia, que apenas lograba asomar entre los pesados adornos y ropajes. A Luis, que seguía la ceremonia desde el fondo de la iglesia, aquel muchacho tan poco agraciado le pareció incómodo, triste, abrumado por todo aquel boato. Su cuerpo insignificante se perdía en un enorme trono dorado, sobre cuyo alto respaldo lucía la nueva divisa de las Columnas de Hércules, con su recién pintado lema:

«PLVS OVLTRE».

Carlos se puso en pie y, titubeante, arrastrando la larga cola blasonada de su capa, se acercó al altar para hacer la donación de treinta piezas de oro para la cruz de San Andrés. Alguien le había contado a Luis que un pintor italiano había creado aquel nuevo emblema para Carlos, y que ésta era la primera ocasión en la que aparecía en público como testimonio de que aquel muchacho flacucho e imberbe era en realidad el Nuevo Hércules, el hombre más poderoso que pisaba la Tierra.

Un niño de unos ocho años, sin duda para ver mejor lo que sucedía en el altar, intentó trepar por el brazo derecho de Luis y le desgarró la manga del jubón. Él soltó una exclamación a la vez que apartaba a un lado al pilluelo. El gentío que lo rodeaba hombro con hombro lo miró con hostilidad por haber gritado.

—Ten un poco más de respeto, extranjero —gruñó alguien entre dientes.

Luis alzó la vista y sus ojos se encontraron brevemente con los de una muchacha alta, de pelo negro e increíbles ojos azules, que parecía más pendiente de él y sus dificultades que de la ceremonia que se estaba celebrando en el Altar Mayor.

Ella sonrió mientras que Luis lograba a duras penas esquivar por segunda vez al mocoso, que no desistía en su propósito de agarrarse a él, como si fuera una especie de garrapata de miembros huesudos. Se vio obligado a empujarlo, suave pero firmemente, hacia un lado, para que se buscase a otro incauto por el que trepar.

Los oficiales y los caballeros de la Orden hicieron su entrada. Caminaban de dos en dos, luciendo sus hábitos de terciopelo carmesí largos hasta el suelo, y con las cabezas cubiertas con capuchas forradas de deslumbrante raso blanco. Sobre todos y cada uno de los ropajes centelleaban los collares de oro del Toisón. Tras hacerle reverencia al Rey, cumplieron también con sus ofrendas, mientras los chantres entonaban una hermosa misa en honor de Dios y de San Andrés, que resonó con vigor bajo la cúpula mayor, mientras las donaciones se sucedían hasta el final de la ceremonia.

Después de que el Rey y su séquito abandonaran la iglesia, Luis permaneció un rato en su interior, estudiando con desánimo el desgarrón en la manga, sin saber qué hacer con aquel problema que se le había presentado, especulando sobre si lo más conveniente en esos momentos sería buscar a una buena zurcidora.

«Pero eso va a ser difícil en este día festivo», pensó, «por no decir imposible. Además, aunque encuentre a alguien capaz de coserlo, siempre se va a notar el apaño… Y lo más lamentable es que se trata de mi mejor jubón, con el que tenía previsto presentarme ante el señor de Chièvres…».

Apartó la vista del roto y sus ojos se volvieron a encontrar con los de la muchacha alta de la túnica azul. Ajena al griterío de las que iban detrás del séquito real, ella caminaba despacio, con la cabeza erguida y una expresión de tranquilidad en sus ojos azules. Le sonrió y siguió deambulando por el interior de la iglesia. Su pelo largo y negro caía como una cascada hasta la mitad de su espalda; tenía la piel atezada y los rasgos marcados, sus ojos eran de un azul tan luminoso que resultaban desconcertantes en un rostro tan moreno. Había algo amenazador en el aspecto de aquella chica, pero le resultaba rabiosamente atractiva a pesar de ello. Fascinante.

Mientras la seguía con la mirada, un criado se acercó a él para informarle de que el señor de Chièvres lo recibiría en el Palacio Real esa misma tarde.

—Venid conmigo —añadió—, os acompañaré…

Luis le mostró la manga desgarrada.

—Como veis —dijo—, tengo un inconveniente.

—Disculpadme, pero no comprendo —parpadeó el criado.

—No puedo comparecer ante el Privado con este jubón roto.

—Oh —dijo el criado con indiferencia.

—Debo pasar primero por la posada en la que me alojo para cambiar de atuendo.

—Oh, vaya. Pero mi señor me indicó que debía llevaros a Palacio…

—Será cosa de un momento. No os preocupéis.

Salieron juntos de la iglesia. El sol de ese atardecer del mes de octubre se reflejaba en los cientos de charcos dejados por las últimas lluvias y arrancaba destellos de los tejados de pizarra. Desde lo alto de las escalinatas, Luis contempló cómo los nobles abordaban sus carruajes y cómo, sin muchos miramientos, la guardia real les abría un paso entre la muchedumbre que se agolpaba alrededor del templo.

Una mano le tocó suavemente en el brazo.

—Disculpadme, pero he visto lo que os ha pasado. Si lo deseáis yo podría arreglaros ese roto. Sé coser y llevo aguja e hilo en la talega.

Era la chica de la túnica y los ojos azules. Su mano seguía posada en su brazo y sus ojos intensos, de largas pestañas negras, lo miraban desde dos palmos de distancia.

—Gracias… os lo agradezco mucho, señora, pero…

—¿Qué hacéis? —dijo el criado—, no tenemos tiempo para eso.

Luis se volvió hacia él. Ahora fue su turno de poner cara de no entender nada.

—¿Qué?

—No tenemos tiempos para galanteos. Mi señor aguarda.

—Sí, eso ya lo habéis dicho antes.

—Pues no perdamos más tiempo, os lo ruego.

Luis le dio la espalda al criado y siguió mirando a la chica. Observó que era algo más alta que él, con el cuerpo esbelto pero recio, pero su rostro, en el que destacaban aquellos increíbles ojos azules, transmitía una sensación de fuerza y sabiduría.

—Os reitero mi gratitud por vuestro ofrecimiento, pero, como ya habéis oído, me espera una persona de importancia…

Ella sonrió y se le formaron dos graciosos hoyuelos en las mejillas.

—Que os vaya bien entonces —dijo.

Se dio media vuelta y se alejó con pasos cortos, mientras Luis la seguía durante un momento con la vista, admirado por la gracia de sus movimientos.

—Estas putas ya no respetan nada —gruñó el criado por lo bajo.

Luis se volvió hacia él y lo fulminó con la mirada.

—En mi presencia, no volváis a hablar así de una mujer.

El criado parecía desconcertado, como si supusiera que bromeaba pero no pillara el chiste. Luego, al comprender que no lo hacía, se encogió de hombros y dijo:

—Bueno, vayámonos ya.

Acompañado por el desagradable criado del señor de Chièvres, Luis regresó a la vieja casa en la que había alquilado una habitación. El vestíbulo y las escaleras eran oscuras y húmedas, y toda la vivienda exhalaba el hedor de mugrientas generaciones de viajeros. Frente al patio se amontonaban las sobras de comida podrida.

Cuando le anunciaron que debía acudir a la ceremonia del Toisón, había imaginado otra cosa. Quizá una invitación formal por parte del privado para ocupar uno de los codiciados bancos interiores de Santa Gúdula. Quizá. Por ello se había puesto sus mejores galas para la ocasión y había acudido con la cabeza llena de sueños. Ésta era su oportunidad de relacionarse con la nobleza y de andar por fin por la senda que tendría que recorrer si quería alcanzar la alta posición a la que aspiraba.

Pero su gozo en un pozo, como solía decirse. Todo había sido muy distinto a lo que había imaginado. Nadie había ido a recibirle a su llegada a Bruselas, y su nombre no aparecía en la larga lista de invitados a la ceremonia, por mucho que insistiera a un escribiente para que buscase, deletreándole su apellido de cinco letras una y otra vez. Al final, entre empujones y desgarrones, había logrado hacerse un hueco entre la multitud.

Incluso había tenido que alquilar por su cuenta aquel alojamiento infecto.

—Esperad aquí —le dijo al criado.

Subió las escaleras saltando de tres en tres los escalones y entró en su habitación. Su valija estaba en el rincón donde la había arrojado unas horas antes, apresurado por no llegar tarde a la ceremonia. Había hecho el camino desde Lovaina a pie, y la lluvia lo había empapado varias veces. Su equipaje se había secado cerrado, y desprendía un intenso y desagradable olor húmedo. No podía hacer nada al respecto. Las mudas que llevaba eran ropa de diario, remendada y desgastada. Lo único presentable era la loba con la que impartía clase en su colegio de Lovaina, y era una suerte que se le hubiera ocurrido cogerla.

Entonces, mientras rebuscaba en la valija, dio con algo que casi había olvidado. Le hubiese gustado poder hacerlo, o que desapareciese de su vista en ese mismo instante, pero allí estaban las dos cartas llegadas desde Valencia unos días antes.

No las había abierto porque ya intuía su contenido. Y le aterrorizaba.

Y no iba a abrirlas ahora. Necesitaba pensar, y no podía hacerlo en ese momento, mientras el criado de Chièvres le esperaba abajo. Si le daba tiempo, el torbellino que era su mente se calmaría y quizá lograse enfocar todo el asunto desde una perspectiva racional, pero necesitaba ese tiempo del que ahora no disponía en absoluto. Así que se cambió rápidamente y guardó las cartas en uno de los bolsillos interiores de la loba.

Envuelto en unos trapos también llevaba un poco de queso y pan que le habían sobrado del viaje. De plantón durante toda la ceremonia no había tenido oportunidad de tomar ningún alimento y tenía hambre, por lo que consideró que aquélla sería una buena ocasión para comerlos, pero al abrirlo descubrió que estaban enmohecidos.

Resignado, arrojó la comida por la ventana y terminó de vestirse.