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La puerta del estudio del artista estaba abierta de par en par. Extremando las precauciones por si el embozado se había ocultado en el oscuro interior, Cèleste se acercó a Hieronimus que seguía allí donde había caído, boca arriba y agonizante. Se inclinó sobre él y pasó la mano por su frente empapada de un sudor helado. Sabía que no había nada que hacer, que moriría en un instante, y se preguntó si debía evitarle más sufrimientos. Pero el artista no parecía sentir ningún dolor.

Abrió los ojos e intentó enfocarlos en ella.

La escasa luz penetraba por entre las cortinas medio abiertas e iluminaba sólo una estrecha franja en torno a los ojos de Cèleste. El resto de su rostro estaba en sombra.

—Sabía que volverías para acabar conmigo… —dijo mirándole a los ojos—. Lo sabía… ¿Cómo has tardado tanto?

Ella lo miró desconcertada. ¿De qué estaba hablando? ¿Acaso seguía pensando que ella había venido para asesinarlo?…

—Yo no tengo nada que ver con esos hombres. Te aseguro que…

Los labios de Hieronimus Bosch dibujaron su última sonrisa antes de quedar inmóviles por completo, y Cèleste no pudo hacer más que cerrar sus ojos. Se incorporó apesadumbrada, aturdida por todo lo que había pasado.

Es como si alguien quisiera borrar sus huellas —pensó.

Tal y como Meg le contó mientras se dirigían hacia las Gargantas del Tarn:

—El cuatro de octubre de mil cuatrocientos noventa y siete murió el príncipe Juan, el heredero de la corona española. Su esposa, Margarita de Austria, estaba embarazada, pero el niño murió al nacer. Isabel la primogénita de los Reyes Católicos, quedó encinta y murió en el parto. Pero su hijo, al que bautizaron con el nombre de Miguel, el príncipe de la paz, se convirtió en la esperanza para unificar las coronas de Portugal, Castilla y Aragón. Sus reales y católicos abuelos, Isabel y Fernando, lo llevaron consigo a todas partes, allí donde viajasen, sin separarse ni un instante de la criatura, como si temieran que fuera a sucederle algo malo…

—Y no andaban muy errados, imagino —le dijo Cèleste a su maestra.

—No. Por desgracia para el pequeño, no. Porque el niño falleció sin haber cumplido los dos años de edad, en el año mil quinientos, cuando la corte española se encontraba en Granada. Justo en el año en el que Carlos nació en Gante… ¿No te parece extraño que el rey de Portugal permitiese que su único heredero viviera con sus abuelos maternos, viajando de un lugar a otro sin descanso? ¿Qué crees que significa todo esto?

—Magia negra. Aojamientos.

—Y muy poderosos, porque las casas reales son quienes tienen las mejores defensas contra ellos. Pero hay algo aún más preocupante. La magia implica siempre una alteración de las leyes naturales, y esta alteración es más peligrosa cuanto a más gente afecta. La magia es como un desgarrón en el propio tejido de la realidad, y cuan mayor sea éste, peor. Un aojamiento a un humilde campesino lo afectará a él, a su esposa, y a sus hijos. Un aojamiento a un miembro de una familia real puede cambiar la vida de una nación entera. Millones de personas que verán su destino alterado por ese hechizo.

Ahora Cèleste comprendía que la consecuencia de todos aquellos sucesos no fue sólo que Carlos alcanzase el trono de España, pasando por encima de los que estaban antes que él, sino que ya se perfilaba como el futuro candidato para suceder a su abuelo, el Emperador Maximiliano I, como próximo César del Sacro Imperio Romano.

Y, entonces, toda Europa sería afectada por aquella alteración.