Cèleste pasó junto al anciano y bajó por las escaleras despacio y vigilando dónde ponía los pies Hieronimus la seguía en silencio, un par de escalones detrás de ella.
Al cubrir los seis últimos peldaños que conducían a la planta baja, la bruja se detuvo. La oscuridad era casi total; las cortinas habían sido echadas y casi toda la luz llegaba del piso de arriba a través del hueco de la escalera. Todo parecía tranquilo.
Demasiado tranquilo en realidad.
—¿Es posible que vuestros aprendices se hayan marchado?
—No tienen costumbre de hacerlo sin avisarme —dijo Hieronimus.
La bruja asintió y se adentró con decisión entre las sombras. El aire estaba saturado por el olor acre de los pigmentos vegetales y el vapor de los disolventes. Miró hacia las estanterías donde se apilaban los tarros identificados con etiquetas. Una de ellas había sido derribada y lo que almacenaba estaba esparcido por el suelo. Pisó un fragmento de cerámica que chirrió como cuchillo contra un plato. Levantó el pie asustada, a la vez que sentía un vértigo extraño, como si estuviese suspendida sobre la nada. Se oían a lo lejos las roncas voces de los comerciantes que recogían ya los tenderetes del mercado; afuera la tarde se iba poco a poco. A Cèleste le pareció que todo aquello sucedía en otro mundo.
—¡Pieter… Jean! —gritó Hieronimus—. ¿Dónde os habéis metido, muchachos?
La bruja se detuvo en seco, con sus sentidos alerta. El dolor en el vientre seguía, pero ya no le molestaba. Ahora sabía que era una señal de peligro y no iba a ignorarla.
—Quedaos quieto —susurró—. No deis un paso más.
Pero el anciano no le hizo caso. A tientas, se dirigió hacia las ventanas, y agarró una de las pesadas cortinas con ambas manos.
—Esto es muy extraño —dijo él con voz rápida y nerviosa, como si hablara consigo mismo—. Muy extraño… ¿Por qué está todo cerrado?
—Hieronimus… —quiso advertirle ella—, deteneos…
Él se dispuso a descorrer la cortina y, en ese mismo instante…
Hieronimus intuyó más que vio el siseante acero que buscaba su cuello. Dio un paso atrás para evitarlo pero ya era demasiado tarde.
Cèleste sí vio el trazo luminoso en medio de la oscuridad, como un relámpago sobre una nube negra. Ante los ojos atónitos de la bruja, el anciano artista se derrumbó con las manos en la garganta, sin emitir un quejido. Quedó tendido y agonizante en el suelo, con la sangre borbotándole en el cuello. En su sorpresa, ella sólo tuvo un instante para percatarse de la forma que apareció apenas contorneada por la claridad del exterior, que penetraba en la estancia gracias a la rendija de ventana que Hieronimus había conseguido descubrir antes de ser degollado. Era como una sombra sin dimensión, tan plana como una mancha de tinta sobre un papel. Le costó ver en aquella silueta la figura de un hombre embozado con una capa de un tejido tan negro y opaco que, al no reflejar apenas la luz, parecía carecer de relieve.
Un segundo embozado se materializó también entre las sombras de la cortina. Dos manchas de negrura que cambiaban de forma mientras avanzaban hacia ella. Parecían dos demonios, y el débil contraluz apenas revelaba su naturaleza humana.
Uno la atacó de inmediato con su espada en alto. El acero tenía un diseño parecido al de las roperas toledanas, pero era mucho más delgado, casi una fina aguja de un metal tan brillante que lanzaba destellos por todo la habitación.
En un instante estaba junto a ella, y Cèleste lanzó una débil exclamación de sorpresa. Aquel tejido era tan oscuro que también hacía difícil calcular la distancia. El embozado le lanzó una cuchillada a la altura del abdomen. Justo allí donde le había estado doliendo durante todo el día. Logró esquivarla por poco, como en una pesadilla en la que todo sucediese a un ritmo más lento. Su atacante llevaba un sombrero de ala ancha que arrojaba profundas sombras sobre el rostro. Sus ojos le parecieron unos pozos de negrura aun más intensa, pero reflejaban el diabólico trazo de luz de la espada y eso le permitió distinguirlos. Oyó a ese brillo y descargó contra él un puñetazo con todas sus fuerzas. Oyó crujir sus nudillos, pero no le importó el dolor cuando vio que su atacante se derrumbaba ante la fuerza de su impacto.
No se quedó a celebrarlo; dio media vuelta y corrió hacia la escalera, pues había visto que el otro embozado se dirigía hacia la puerta de entrada para cerrarle el paso.
Así que la única vía de escape tenía que ser por arriba.
Tropezó con algo y cayó de bruces tan larga como era. Se trataba del cuerpo de uno de los aprendices, tendido boca arriba, con los ojos abiertos y una expresión de sorpresa en el rostro inerte. El otro estaba un poco más allá, junto a la estantería rota, tan inmóvil como el primero, rodeados de frascos rotos y manchados por los pigmentos. Apenas vio un poco de sangre en el cuello del que estaba más cerca; como ya había observado, aquellas delgadísimas espadas no necesitaban abrir grandes heridas para matar.
El primer embozado ya se había puesto de nuevo en pie y corría en pos de ella. Se lamentó de haber errado el golpe como consecuencia de los nervios, si le hubiera dado una pulgada más abajo, en el punto situado justo entre el párpado inferior y el pómulo, ahora estaría inconsciente y sólo tendría que preocuparse de uno.
Medio gateando, medio corriendo, Cèleste logró llegar a la escalera antes de que aquellas dos sombras la alcanzasen. Trepó a cuatro patas por los escalones de madera, jadeando como un animal acorralado. Ahora tenía la oscuridad a su favor; corría hacia la luz cuando sus ojos aún no se habían acostumbrado del todo a las sombras, y conocía el terreno que pisaba. Supo aprovechar esa pequeña ventaja para llegar arriba mientras los dos embozados perdían un instante precioso dudando ante el primer escalón. Cerró la puerta tras ella y trabó el pestillo de madera. Casi a la vez, un tremendo golpe combó la puerta hacia dentro. Pero ésta resistió, y también al siguiente embate.
No se paró a mirar. Recogió el dibujo del sapo humanizado y lo metió dentro de la talega. Luego se anudó los extremos de ésta alrededor de la cintura, para que no le estorbase los movimientos que pensaba hacer.
Sus perseguidores habían dejado de aporrear la puerta. Una de aquellas largas agujas de acero se coló por el espacio entre dos tablones, justo bajo el pestillo.
El tríptico en el que Hieronimus estaba trabajando se estrelló contra el suelo, mientras la bruja agarraba el caballete y lo arrastraba hasta una de las grandes ventanas. Golpeó con él los vidrios romboidales sujetos por tiras de plomo. Pero el impacto rebotó sin causarle ningún daño a la ventana.
La delgadísima espada empujó hacia arriba el pestillo y lo levantó. La puerta se abrió y los dos embozados irrumpieron en la habitación. El primero se dirigió en línea recta hacia la bruja. Su brazo derecho estaba extendido y el largo aguijón de acero le apuntaba directamente. El otro lo seguía unos pasos más atrás, con su arma terciada.
Cèleste golpeó una vez más la ventana con todas sus fuerzas. El caballete rebotó de nuevo, pero ella pudo ver al fin una grieta que había aparecido en el cristal.
El embozado atravesó a la carrera el centro de la habitación. De repente, sus pies parecieron cobrar voluntad propia y saltaron adelantando a su cuerpo. Ejecutó una cómica voltereta en el aire y cayó de espaldas, aparatosamente, con gran estruendo, mientras la espada se desprendía de su mano y rebotaba varias veces contra las losas del suelo, emitiendo un vibrante sonido metálico. El otro se paró en seco y se tomó el tiempo de mirar a un lado y a otro, como si intentase comprender qué era lo que le había pasado realmente a su compañero. Estaban persiguiendo a una bruja y eso siempre era peligroso. Pero no tardó en ver que lo que lo había hecho resbalar era un simple plato con verdura y pollo cocido. El mismo que Cèleste apenas había probado y que había dejado olvidado en el suelo, horas antes, mientras hablaba con Hieronimus.
La bruja estrelló de nuevo el caballete contra la ventana, a la vez que lanzaba un grito. Y, ahora sí, los cristales con forma de rombo saltaron en mil pedazos.
Salió por la abertura irregular con mucho cuidado, evitando las afiladas astillas de vidrio, y saltó sobre el alféizar que, apoyado sobre jambas de roble, recorría todo el perímetro de la torre. Recobró poco a poco el aliento mientras avanzaba a tientas por aquel estrecho saliente, paso sobre paso, con la talega golpeándole la cadera y los frascos de pócimas tintineando suavemente dentro de ella.
Miró hacia atrás, temiendo ver a los embozados pisándole los talones. Y allí estaban. Uno de ellos asomó por la ventana rota y se volvió en su dirección. Ahora Cèleste sabía leer los detalles en su silueta recortada sobre el cielo azul oscuro; podía ver el perfil del sombrero de ala ancha y el abultamiento del brazo que sujetaba la espada bajo la capa. Su perseguidor pareció dudar entre seguirla o no; pero esto fue sólo durante un instante, porque acto seguido limpió las astillas de cristal golpeándolas con la espada y saltó al alero. Mientras avanzaba hacia ella, el otro embozado emergió también y se colocó un paso por detrás de su compañero.
Cèleste llegó al final del alféizar, donde éste terminaba contra el remate de piedra blanca que ascendía por el costado de la torre hasta la base del tejado cónico. Sus ojos se volvieron hacia sus perseguidores con una expresión alerta, calculando la distancia que los separaba mientras se quitaba la talega de la cintura y la cargaba sobre el hombro. Descalzó los pies, dejando caer al vacío sus desgastados escarpines de cuero, y empezó a trepar por el remate. No miró más hacia atrás. A cada momento temía ser apresada por el tobillo por uno de sus perseguidores, a los que escuchaba trepar tras ella, cada vez más cerca. Pero no podía apresurarse, los agarres que iba encontrando en la piedra eran muy estrechos y apenas lograba asirse a ellos.
Cuando llegó al punto en el que el tejado confluía con el remate, tuvo que pasar una mano sobre el resbaladizo canalón de plomo para impulsarse hacia arriba. Aterrizó sobre una quebradiza superficie de pizarra y gateó para alejarse rápidamente del borde del tejado. Las delgadas láminas de esquisto sujetas por un clavo, se partían con un chasquido cuando apoyaba las manos o las rodillas en ellas.
Algunas se desprendieron y resbalaron pendiente abajo para desaparecer por el borde del tejado; con el deseo de Cèleste de que fueran a darle en mitad de la cara a uno de los embozados que venían tras ella.
Logró ponerse en pie, pero con un equilibrio bastante precario. Se le hundían y deslizaban los pies desnudos sobre las láminas de tejas sueltas. Oyó un chasquido a su espalda, seguido por el repiqueteo de más tejas al romperse, y comprendió que sus perseguidores habían llegado por fin al gran cono que era el tejado de la torre. Sus botas de punta afilada tenían que ser tan buenas como sus dedos para sujetarse a los resquicios de la pared, o nunca lo hubieran logrado.
Ella siguió trepando, lentamente, hacia el vértice. A su espalda oyó el siseo de algo que se acercaba a toda velocidad, y sus brazos se levantaron instintivamente para contener el golpe de una teja lanzada por sus perseguidores. La desvió con el antebrazo, pero su movimiento fue demasiado brusco y no logró mantener el equilibrio. Trastabilló y cayó de bruces destrozando más tejas al hacerlo. La insegura superficie bajo ella se deslizó, y empezó a caer por el plano inclinado, justo hacia sus perseguidores. Intentó salir de aquella pequeña avalancha de lajas de pizarra, pero éstas la arrastraron inexorablemente. Todo fue inútil y sólo logró detenerse cuando su cuerpo chocó contra las piernas del embozado que iba delante.
El hombre de negro le lanzó una cuchillada apenas la tuvo a su alcance. Pero, afortunadamente para ella, él tampoco tenía los pies firmemente asentados. La suela de cuero de sus botas debían resultar muy resbaladiza, porque el asesino arqueaba su cuerpo hacia un lado mientras intentaba mantener el equilibrio. De modo que la estocada falló por un poco, y el acero atravesó limpiamente una de las tejas de pizarra situada junto a la cabeza de Cèleste.
El embozado tiró con fuerza de la espada para desclavarla. Y la bruja le propinó un patadón en la rodilla izquierda. Tumbada como estaba había recuperado la suficiente estabilidad para aplicar en aquel golpe una buena cantidad de fuerza.
Él gritó de dolor mientras la rodilla se le doblaba en un ángulo imposible y caía hacia atrás. Resbalando sobre una rampa de tejas sueltas, intentó detenerse clavando desesperadamente las palmas de las manos y los tacones de sus botas, pero sólo logró girar sobre sí mismo y rodar pesadamente hasta el borde. Se precipitó hacia la calle en medio de la lluvia de negros fragmentos de pizarra que había arrastrado con él.
Cèleste permaneció muy quieta, mirando fijamente al otro embozado, desafiante y sin remordimientos. Habían venido a matarla y uno de ellos había perecido en el intento, ni más ni menos. Todo estaba silencioso, ahora, como si la ciudad estuviera conteniendo el aliento.
El segundo hombre de negro no se había movido. Estaba vuelto aún hacia el borde por el que había desaparecido su compañero, como si aún no se lo pudiera creer. En su caída había destrozado una franja del tejado y ahora él estaba en medio de un tramo lleno de pizarra suelta y cortante. Debía caminar sobre aquella quebradiza superficie para alcanzarla. Era más pesado que ella y no había tenido la prudencia de descalzarse; estaba en clara desventaja en aquel terreno inseguro y, aparentemente, intentaba decidir si su presa justificaba el riesgo. Se volvió hacia ella, pero no dijo una palabra.
—Estáis acostumbrados al dolor, ¿verdad? —dijo Cèleste mientras, con mucho cuidado, desclavaba la espada que seguía oscilando allí donde el primer embozado la había dejado—. Pero no a tanto dolor como una rodilla rota, por lo que veo…
Entonces el embozado sonrió y una destellante hilera de dientes dorados afloró en medio de las sombras de su rostro.
—Vaya —dijo con una voz que Cèleste recordaba perfectamente—, parece que me has descubierto, bruja.
Cèleste empuñó la delgadísima espada y apuntó con ella a Bocadorada. No tenía ni idea de cómo manejarla, pero sí la esperanza de que, al menos, su presencia contribuyese a que aquel mal nacido siguiera manteniendo la distancia.
—¿Me habéis seguido hasta aquí? —le gritó la bruja con todas sus fuerzas—. ¿Por qué habéis asesinado a ese buen hombre y a esos muchachos? ¿Por qué? ¡Habla!
Pero Bocadorada no dijo nada más. Una ráfaga de viento agitó su capa negra, y tan sólo este movimiento le demostró a Cèleste que no estaba hablando con una estatua.
—Muy bien —añadió la bruja al cabo de un rato—. Sigue mirándome si así lo quieres, pero no te atrevas a dar un solo paso más detrás de mí o juro que te arrepentirás.
Aún no había terminado de hablar y su baladronada sonaba ridícula incluso a sus propios oídos. Pero tuvo efecto, porque Bocadorada permaneció inmóvil, de pie en medio del tejado, con su capa flameando cada vez más intensamente, los dientes de oro reluciendo en medio de su rostro perdido en las sombras, y sus ojos invisibles (imaginó) clavados en ella.
—Así me gusta —dijo la muchacha mientras deseaba con todas sus fuerzas que una ráfaga de viento le arrancase el sombrero y pusiera fin a aquella pose de fantasmón.
Se puso en pie y con mucho cuidado empezó a caminar. Los afilados bordes de pizarra le habían llenado los pies de cortes, y resbalaba sobre su propia sangre, por lo que tardó mucho tiempo en rodear el tejado y llegar al otro lado. De vez en cuando se volvía hacia Bocadorada. Seguía allí plantado, inmóvil, pendiente de sus movimientos.
«Quiere ver por dónde bajo a la calle para luego atraparme allí», comprendió.
En aquella vertiente del cono, la torre del desdichado artista asomaba sobre otra gran casona. Había un desnivel entre los dos tejados y Cèleste tuvo que sujetarse con las dos manos al canalón de plomo, descolgarse, y luego saltar. Gimió cuando sus pies heridos golpearon y rompieron algunas tejas más, cuyas aristas le hicieron nuevos cortes sobre los cortes anteriores. Ahora que había perdido de vista al embozado, lo imaginó descendiendo a toda prisa del tejado para entrar de nuevo en el estudio de los Van Aeken y correr escaleras abajo hasta la calle, donde la esperaría.
Tenía que darse prisa.
Trepó hasta la cima de tejas y bajó por el otro lado, desde donde pudo saltar a un balcón que recorría toda la fachada. De éste a un balcón inferior, y luego a la calle.
Cèleste buscó una zona en sombras junto al portal y allí se agazapó contra la pared, como un gato acosado, sujetando la espada frente a sí con ambas manos.
Estaba agotada. ¿Alguna vez se había sentido tan exhausta? Le dolían los nudillos de la mano con la que había golpeado el rostro del asesino de Hieronimus, y sus pies eran como dos masas de palpitante dolor. Pero aún no era el momento de preocuparse por las heridas. Respiró hondo y esperó a su cazador.