Hieronimus aguardaba en silencio, mirando sin atención hacia la ventana, su apariencia era distraída, como si estuviera pensando en algo. Tras los cristales con forma de rombo de las ventanas apenas se distinguía la línea rota de los tejados reflejando los últimos vestigios de claridad. Hacía horas que la gran hoguera de la plaza se había consumido y sólo era ya un montón de cenizas humeantes. La multitud se había dispersado y la ciudad de Bois le Duc regresaba a la tranquilidad.
Cèleste estaba sentaba en el recio escritorio de roble donde el artista realizaba sus estudios y bosquejos, rodeada por una hojarasca de inquietantes dibujos trazados con pluma y bistre sobre un papel grueso y amarillento. Levantó una de aquellas imágenes a la altura de los ojos para observarla con más detenimiento. En ella estaba representado un caballero demoníaco de fantástico yelmo, que parecía vomitar fuego por las rendijas de la celada. La dejó y tomó otra: un banquete en el que los asistentes parecían monjas y frailes a mitad de transformarse en horrendos animales, con extraños objetos sobre las cabezas. Otro dibujo: un bosque de árboles muertos anidado de lechuzas, el símbolo de la herejía, que parecían haberse asentado en un árbol después de expulsar a otros tres pájaros que piaban y aleteaban con furia. A los pies del árbol se agazapaban un zorro y una serpiente, símbolos del Mal, esperando la solución de la contienda. Unas grandes orejas escuchaban entre los árboles, y los ojos que sustituían a las flores miraban fijamente desde el suelo…
—¿Y todo eso lo soñáis sin ayuda de ninguna sustancia? —preguntó ella.
Hieronimus estaba sentado en uno de los divanes, con las manos cruzadas sobre el vientre.
—Jamás las he tomado, aunque conozco la composición de algún que otro brebaje —dijo—. Pero no lo necesito. Hay un instante en el que puedo abandonar mi cuerpo físico a voluntad. Es el momento de transición entre la vigilia y el sueño; entonces puedo emigrar conscientemente para desplazarme entre los Mundos Inferiores. Cuando deseo hacerlo, suelo acostarme boca arriba, con las plantas de los pies apoyadas sobre el lecho y las rodillas levantadas. Me adormezco y mi conciencia se despierta en el Annwn, sutil, como un leve vapor, capaz de moverse deliciosamente por esos planos…
—¿Son éstos los bocetos del Juicio Final?
—Sí, ésos son.
Cèleste fue pasando las hojas de papel, admirada por el extraordinario talento de Hieronimus. Dibujos magníficamente trazados de unas criaturas horripilantes, monstruosas, que parecían la mezcla perversa de hombres y bestias. Hocicos enormes, colmillos, cuernos retorcidos, ojos hinchados como los de los sapos.
—¿Sabéis? —dijo Hieronimus como si hablara consigo mismo—. A veces me pregunto si éste será de verdad su aspecto. Así es como los vemos, desde luego, pero es posible que sus formas sean tan extrañas en la realidad que, para visualizarlos, nuestra mente tenga que acudir a detalles sacados del mundo animal, como todas esas pezuñas y cuernos, alas membranosas y colas.
Cèleste no dijo nada. El último espíritu que había visto tenía exactamente su aspecto, y sólo de recordarlo la cabeza le daba vueltas y volvía a sentir deseos de vomitar. Pero no podía tener mucho en el estómago. En el suelo, a un lado de la mesa, había una bandeja de madera negra con los platos del almuerzo. Los aprendices la habían traído al mediodía, verduras y pollo cocido que ella apenas había probado.
Apartó la vista de los dibujos. Sentía la mente tan confusa, los ojos tan cansados, que éstos parecían querer cobrar vida para escapar del papel y corretear por la mesa.
—¿Cuánto hace que conocéis a Armand de Meyrueis?
—Hace muchos años que sé de él, pero lo cierto es que apenas lo conozco. Él es un brujo y yo jamás sentí interés por la brujería. Al igual que los sopladores, los brujos habéis perdido la perspectiva real del Mundo. Usáis la magia como si de recetas de cocina se tratase, pero su funcionamiento es algo que estáis muy lejos de comprender.
Algo molesta por las palabras del anciano, Cèleste replicó:
—¿Y los filósofos tenéis una idea más clara?
—Os repito que sólo soy un artesano —se apresuró a decir Hieronimus—. Pero no voy a negaros que conozco el trabajo de los filósofos y de los Homines Intelligentiae… No quería contrariaros, tan sólo intentaba haceros ver que no soy un experto en magia, y que por ello, cuando en mala hora pinté ese lienzo, no conocía aún el uso que un brujo podría hacer de él.
—¿Os enterasteis del nombre del brujo que iba a realizar el hechizo?
—No.
Cèleste miró de reojo los estudios en papel y los bocetos para el Juicio Final que el artista había pintado por encargo de Felipe el Hermoso. Una caterva de monstruos asombrosos, híbridos de bestias y humanos, realizados con nerviosos trazos de tinta y sombreados con rojo bistre, le devolvieron una mueca burlona.
—Veamos —dijo Cèleste mientras seguía mirando los dibujos uno a uno—, recibisteis el encargo de pintar este Juicio Final en el año mil quinientos cuatro, y Don Felipe murió apenas dos años después de… ¿En qué fecha lo entregasteis?
—En los últimos días del mes de abril de mil quinientos cuatro. Tuve que viajar a Venecia[4] para aprender la técnica de pintar sobre tela de sus maestros… Luego trabajé día y noche, como si yo mismo me hubiera visto poseído por un poder mágico, y…
Cèleste tomó otro dibujo, y el artista enmudeció de repente.
—¿Y…? —dijo Cèleste.
—No, nada más.
«¿Me está ocultando algo?», se preguntó ella.
Bajó la vista hacia el dibujo que acababa de coger. En su margen inferior estaban escritas cinco letras: «A, E, I, O, U», y contenía dos ilustraciones de un monstruo que tenía cuerpo de sapo; pero invertido y erguido, como si caminase sobre las patas delanteras y le hubiesen sido mutiladas las ancas. El primero era un bosquejo general y el segundo dibujo era un detalle de la misma criatura en el que el torso del monstruo se había humanizado hasta formar un rostro que provocaba repulsión.
Era evidente que Bosch se había servido de un modelo humano para inspirarse, unas facciones que había exagerado hasta obtener la más cruel de las caricaturas. Tenía una barbilla huidiza, unos ojos abultados, viciosos, y una piel salpicada de verrugas. Llevaba colgando un medallón que, como era imposible colocárselo alrededor de un cuello que no tenía, se lo ataba a los brazos.
Había algo escrito dentro del medallón. Se inclinó sobre el dibujo para leerlo.
Decía: Stupor Mundi.
Alzó los ojos hacia Hieronimus que, a su vez, la miraba fijamente a ella. El artista se mordió el labio inferior. Por un momento pareció que iba a decir algo.
«Sí, me está ocultando algo que teme revelar…», comprendió.
Iba a preguntarle directamente por el significado de aquel dibujo, cuando se oyó un fuerte ruido en la planta baja. El estruendo de algo pesado al caer y el sonido de varios frascos de cerámica al romperse. Hieronimus se giró hacia la puerta y ella intentó incorporarse, pero un pinchazo en el centro del vientre la hizo doblarse de dolor.
—¿Qué os sucede? —el anciano se acercó a ella—. ¿Os sentís enferma?
—Estoy bien… —dijo logrando ponerse al fin de pie.
—Pero vuestro gesto…
—Estoy bien… ¿habéis oído eso?
Hieronimus se volvió hacia la escalera.
—Lo he oído, y me pregunto qué habrá pasado ahí abajo. Iré a ver.
—No. —Cèleste lo sujetó por el brazo—. Esperad. Esperad un momento…
—¿Qué…? ¿Qué sucede?
—No lo sé. Pero creo que es mejor actuar con cuidado.
—Mis aprendices están abajo… —exclamó el anciano alarmado por el repentino silencio. ¿Por qué no oía ahora el inevitable ruido que harían sus muchachos al recoger y limpiar lo que se había caído?—. Si hay algún peligro debo ir a advertirlos…
—Bajaremos juntos. Os ruego que no os separéis de mí.
El artista asintió con un gesto y le cedió el paso a la bruja.
—Sois joven y parecéis fuerte para ser mujer —dijo—. Id delante si os place.