La fachada principal del estudio daba a la iglesia de San Juan. En el portal se despidieron la mayoría de los muchachos que los acompañaban y sólo dos entraron con ellos. La planta baja de la casa era una gran nave dedicada a taller de pintura. Los frascos de pigmentos se alineaban cuidadosamente en estantes fijados a las paredes, etiquetados como «cochinilla», «palo rojo», o «lapislázuli». Los bancos de trabajo y los caballetes se superponían hasta desaparecer en la penumbra que ocultaba el fondo de la sala. Algunos retablos estaban a medio montar sobre una mesa de carpintero.
—Este taller ha pertenecido a la familia van Aeken durante generaciones —le explicó el artista—. Mi abuelo, mi padre, mi tío, mis hermanos, y ahora también mi hijo, todos nos hemos dedicado a la pintura. El taller familiar lo heredé de mi hermano mayor, Goosen, que trabajó aquí antes que yo. Mi hermano poseía la exclusiva para usar el apellido familiar, Van Aeken. Por ello tuve que buscar un nuevo nombre con el que organizar mi propio taller y diferenciarme de mi hermano. Así cambié mi apellido por el nombre de mi ciudad: S'Hertogenbosch. Bosch para abreviar…
La pared de la derecha estaba compuesta por una línea de amplios ventanales que iban del suelo al techo. Los jóvenes que acompañaban a Hieronimus descorrieron las cortinas que los cubrían y el lugar se inundó de luz. A unos cien pasos se elevaba la torre de la iglesia, de ladrillo rojo y piedra blanca en los campanarios, en la que aún se reflejaban los tonos anaranjados de la hoguera. El crepitar de las llamas se escuchaba con toda claridad, superponiéndose incluso a las voces de la gente y a la música.
—Os estáis perdiendo el espectáculo —dijo ella apartando la vista de la ventana.
—Soy un buen miembro de esta comunidad, pero eso no significa que participe de todos sus actos. Algunos me parecen ciertamente lamentables.
Les ordenó a los jóvenes que preparasen los pigmentos del día siguiente y les dio una lista detallada de lo que iba a necesitar. Luego, mientras sus aprendices se dedicaban a buscar los frascos y a ajustar la balanza para obtener las proporciones indicadas, Hieronimus pidió a la joven bruja que lo acompañara al piso superior.
—Creo que arriba tendremos un poco más de tranquilidad para hablar —dijo.
Por una escalera de caracol llegaron hasta la entrada a la torre.
Hieronimus empujó la puerta. No tenía cerradura, tan sólo un pestillo de madera que permitía atrancarla desde dentro. El techo cónico de aquella amplia habitación circular descansaba sobre una enorme viga de roble que ascendía desde el suelo como un eje central. Un anillo de divanes de madera circundaban la habitación y, desde las ventanas que cubrían las tres cuartas partes de las paredes, se dominaba toda la ciudad.
La mañana era gris, con sólo un retazo del sol asomando entre las nubes, pero aquel lugar parecía haber sido concebido para recoger hasta el menor rayo luminoso emitido por el cielo. El griterío de la plaza de la iglesia seguía escuchándose allí; pero, ciertamente, más amortiguado.
—Éste es mi santuario —dijo señalando a su alrededor con un gesto amplio—, el lugar donde trabajo.
Junto a la viga central descansaba una robusta mesa de madera cubierta de papeles que eran iluminados por la luz de la mañana. Sobre caballetes, colgando de las paredes curvas, o simplemente apoyados contra ellas, había docenas de retablos y pinturas en distintas fase de acabado.
La bruja recorrió la estancia, aturdida por las imágenes terribles y fascinantes que allí se le ofrecían. Todos los personajes que Hieronimus Bosch había representado en sus pinturas parecían afectados por la locura, la necedad, el frenesí o la más pura crueldad. Ambiciosos, intemperantes, ávidos de riquezas y placeres infinitos, esclavos de la codicia…
—Se diría que no os gusta demasiado el ser humano —musitó.
Se detuvo frente a un grupo de pinturas que representaban a una turba de seres contrahechos, mendigos cojos o amputados, que se apoyaban en muletas o reptaban por el suelo, exhibiendo con indecencia sus deformidades ante la multitud a fin de obtener alguna limosna. No había ni rastro de piedad en aquellas imágenes truculentas, tan sólo un humor brutal para representar sus miserias y lo mezquino de su existencia.
Cèleste se apartó de aquella feria de los horrores con un estremecimiento recorriéndole la espina dorsal al recordar su encuentro con los flagelantes. Se paró ante un caballete situado en el centro de la sala. Sujetaba tres paneles montados y pintados con escenas llenas de colorido. Tenían el aspecto de estar casi terminados, pero también apreció que el artista había trabajado en ellos hasta unas pocas horas antes, porque en algunas zonas, el óleo brillaba fresco.
—¿Habéis comido algo? —le preguntó Hieronimus—. Porque yo voy a pedir ahora mi desayuno.
Cèleste tuvo que reconocer que estaba en ayunas, mientras recordaba que había vomitado lo poco que tenía en el estómago.
Hieronimus llamó a uno de los aprendices y le ordenó que trajese comida para los dos.
La muchacha se acercó a uno de los divanes de madera situados frente al tríptico, y se sentó en él depositando las manos sobre las rodillas. Lo observó.
Desplegado mediría cuatro codos de anchura. Mostraba la Creación de las bestias y del Hombre en la puerta izquierda, el Infierno en la derecha. Y, en el centro, las más variadas formas de la sensualidad que conforman la vida terrenal. Paisajes oníricos, monstruos, plantas antropomorfas, objetos imposibles… No podía apartar la mirada de las diminutas criaturas y los asombrosos artefactos de vivos colores que danzaban por las tres tablas ensambladas: lechuzas, petirrojos gigantes, redomas de cristal, un hombre en posición invertida que sujetaba un huevo rojo entre sus piernas abiertas, cigüeñas naciendo, decenas de mujeres y hombres desnudos, blancos y negros, practicando el sexo apasionadamente…
Todo exactamente igual que en el sueño que había tenido en Auvernia.
Durante un momento pareció sumirse en sus pensamientos, mientras el anciano permanecía en silencio, a la espera de sus palabras. Lo miró de frente y le preguntó señalando el retablo:
—¿Cuál es su significado?
—¿Os parece interesante? —dijo Hieronimus mientras se frotaba la barbilla—. El huevo simboliza el atanor; es decir, el recipiente donde se produce la cocción de los elementos destinados a obtener la Piedra Filosofal. Mirad esta multitud de seres absortos en los placeres del amor… Fijaos en cómo evolucionan en el interior de esas esferas de cristal, evocando la unión del azufre y el mercurio, el oro de los filósofos engendrado en el interior del huevo hermético…
—¿Entonces sois alquimista además de pintor? ¿Buscáis una sustancia que convierta el plomo en oro?
—¡Sopladores! —bufó el anciano con sarcasmo—. Los que se limitan a buscar oro en su vulgar materialidad no son más que quemadores de hollín. Eso y nada más. Los alquimistas verdaderos prefieren ser conocidos como «filósofos», y desdeñan profundamente a esos ignorantes del verdadero significado de sus experiencias y su dimensión espiritual.
Cèleste estudió con detenimiento la expresión de Bosch.
—¿Eso es lo que sois? ¿Un filósofo?
Hieronimus sonrió como un niño travieso. Se encogió de hombros y luego extendió los brazos para volver a mostrarle los dedos moteados de pintura.
—Ya os lo he dicho. Sólo soy un artesano que se gana el sustento con sus manos y el talento que Dios tuvo a bien darle.
El aprendiz regresó con una bandeja en la que llevaba dos tazones de gachas de cebada, queso caliente aliñado con hojas de borraja y un platillo repleto de cerezas.
Cèleste aun sentía el estómago revuelto y el espectáculo de la plaza le había hecho perder por completo el apetito, pero comprendió que tenía que tomar algo. Dejó la talega a un lado y tomó un puñado de cerezas. Mientras las iba comiendo, señaló la primera tabla del tríptico que mostraba una fascinante imagen del Edén habitado por todo tipo de criaturas: alimañas, sapos y figuras de aspecto demoníaco convivían con unicornios, lechuzas, ciervos, garzas, una jirafa y un elefante.
—¿Habéis visto alguna vez esos animales tan extraños?
—Jamás. Pero los he soñado con todos sus detalles.
—¿Los habéis… soñado?
El artista se acercó al caballete y cerró los batientes del tríptico. Cerrado mostraba el instante de la creación del mundo pintado en grisalla. En la parte superior aparecía el Creador y una cita bíblica extraída de los Salmos: «Él lo dijo y todo fue hecho. Él lo ordenó y todo fue creado». Cèleste apenas pudo verlo durante un instante, pues Hieronimus se colocó entre ella y la pintura, ocultándosela por completo con su cuerpo.
Su sonrisa amable se transformó en una mueca extraña cuando dijo:
—¿Me dejaríais ver vuestros ojos desde más cerca?
—¿Señor, os estáis insinuando? —Lo absurdo de la idea le hizo soltar una risita.
—Os lo ruego. Mi vista ya no es lo buena que era antes.
Cèleste dejó en el suelo el plato de cerezas, se puso en pie y acercó su rostro al del anciano. Éste la examinó con detenimiento, especialmente su ojo izquierdo, y dio un respingo al distinguir la silueta de una rana dibujada en las manchas oscuras de su iris.
—¿Satisfecho? —dijo la chica al cabo de un instante, mientras se retiraba hacia atrás—. ¿Habéis encontrado lo que buscabais?
Durante un largo rato, el artista observó a Cèleste en silencio, con los ojos un poco entrecerrados, como si estuviera calculando sus intenciones.
—Sois una bruja —concluyó, con el tono de voz de quien ve confirmados sus peores temores—. Una de verdad, y no como esa pobre desdichada que se consume ahí fuera. Sabía que tarde o temprano enviarían a una de vosotras para acabar conmigo, pero no imaginé que fuera una muchacha tan joven…
—¿Para acabar con vos? —repitió ella, desconcertada por completo.
Hieronimus sacudió la cabeza y sonrió con un gesto de amargura en los labios.
—Es asombroso.
—¿De qué os asombráis?
—De que tengo la sensación de que os conozco y eso es imposible…
—Ahora me parecéis un pozo oscuro. ¿De qué estáis hablando?
—Es una buena imagen —admitió él—, porque así siento que mi alma se hunde en un abismo sin fondo. Decidme, os lo ruego, ¿cómo pensáis matarme?
—¿Qué? ¿Mataros? ¿Yo? —exclamó Cèleste, cada vez más asombrada por las palabras del anciano—. ¿Por qué pensáis algo así de mí? ¿Quién creéis que soy?
—No habéis llegado aquí por casualidad. Algo os ha conducido hasta mí…
—Así es, pero… —Cèleste intentó ordenar su mente, que estaba cada vez más confusa—. Desde luego no es la intención de causaros ningún mal.
—¿Entonces?
La bruja le narró con detalle la ceremonia de la noche de San Juan y lo que un espíritu le había comunicado tras adoptar su aspecto.
—Un hombre llamado «Bosque»… —concluyó—, y Armand de Meyrueis os conocía. Fue él quien interpretó el oráculo y me puso sobre vuestra pista.
—Creo que sé por qué esas visiones os han conducido hasta mí —dijo Hieronimus con la voz ronca. Una gota de sudor recorrió su frente.
Cèleste lo miró interesada.
—¿Qué es lo que sabéis? —le preguntó.
—En el año mil quinientos cuatro recibí un importante encargo del archiduque de Borgoña —tragó saliva—, Felipe de Habsburgo. Fijaos bien en la fecha; porque fue justamente en el año en el que Isabel la Católica nombró regente de Castilla a su esposo Fernando, truncando con ello las aspiraciones de Don Felipe de llegar al trono que le correspondía por derecho de matrimonio… Pero las cosas cambiaron muy rápidamente.
—¿Qué encargo era ése? —preguntó Cèleste.
—El archiduque me encomendó que pintase un lienzo del Juicio Final, semejante a otros que ya había realizado, pero sobre lienzo y con un tema aun más oscuro. Sin Paraíso, sin espacio para el Hombre, tan sólo una puerta abierta a la oscuridad, a través de la cual los demonios podían penetrar en nuestro mundo…
Como Cèleste permanecía en silencio, asombrada por lo que el artista acababa de revelarle, éste siguió hablando:
—¿Os extrañáis? El Arte o es mágico o no es nada. —Sonrió amargamente—. La inteligencia utiliza el cuerpo como instrumento, y el cuerpo se encarga de crear sus propias herramientas para alcanzar sus fines. Los primitivos ya representaban en piedra a las bestias que querían abatir. Y, desde la noche de los tiempos, los artistas hemos colaborado con los brujos en sus rituales de dominación mágica.
La bruja intentó mantener la calma, pero sentía cada vez con mayor certeza de que todo aquel asunto empezaba a ser demasiado grande, y que se le escapaba de las manos.
—¿Cómo pensáis que funcionará ese lienzo mágico?
—Para empezar, se necesitaría a un brujo para activarlo… Luego podría usarse para atraer a los espíritus del Anntvn y obtener su obediencia… bueno, seguro que sabéis mucho mejor que yo todo lo que se puede conseguir con la ayuda de un demonio.
—Las alianzas con los demonios suelen ser inestables.
—Es posible —dijo Hieronimus—, porque Felipe el Hermoso se convirtió en rey de Castilla, tal y como era su deseo. Pero su reinado duró menos de tres meses y murió apenas dos años después de que yo pintase ese Juicio Final por encargo suyo…
—Dos años en los que se convirtió en rey, aunque no le correspondía serlo…
—Y murió. O al menos eso dicen. Tengo entendido que su cuerpo sigue sin enterrar, en una ciudad de Castilla llamada Tordesillas, pero que su corazón fue arrancado de su pecho y enviado a Bruselas en una caja forrada de oro. Pensé que con eso había terminado todo, pero las pesadillas no desaparecieron de mis sueños, y vuestra presencia aquí me ha confirmado que el problema sigue existiendo.
Cèleste respiró hondo. ¿Qué haría Meg en una situación así? Se sentía sola y pequeña ante la gravedad de lo que estaba descubriendo. Quizá lo mejor sería regresar para informar a Armand y dejar que otros con más experiencia se ocupasen del asunto.
—¿Cómo era ese lienzo? ¿Qué clase de criaturas estaban representadas en él? ¿Tenéis bocetos, dibujos?
—Por supuesto —dijo Hieronimus, ansioso por ayudar—. Os lo mostraré todo.