Bois le Duc, 8 de agosto de 1516
La música despertó a Cèleste y ella se mantuvo un buen rato suspendida entre el sueño y la vigilia. Dejó que el sonido la empapara. Se parecía un poco a la melodía que había oído en Auvernia, pero ésta no tenía nada de inquietante. Al contrario, era una música sugestiva y le entraron ganas de ir a escucharla desde más cerca.
Pero se encontraba muy a gusto allí. Estaba tendida sobre un tibio lecho de heno y un muchacho desnudo la abrazaba mientras roncaba suavemente.
Recordó que el día anterior había llegado a Bois le Duc, y había conocido a su joven acompañante en la taberna donde había entrado para refrescarse. De inmediato se sintió atraída por él. Quizá era su pelo largo y rizado, sus brazos musculosos, o el parecido que le encontró con el hermoso novicio de Armand de Meyrueis.
«Si te gusta un hombre te lo zampas, y no le des más vueltas al asunto». Ése fue uno de los consejos que Meg le había dado; y ella intentaba seguirlo siempre que podía.
—Te invito a una cerveza —le dijo al muchacho.
El muchacho la miraba perplejo, sin saber cómo reaccionar.
—¿Qué has dicho?… ¿Que tú me pagas una cerveza a mí?
—¿Qué pasa, es que nunca te ha convidado una mujer?
—La verdad es que no. Más bien suele ser al contrario…
—Siempre hay una primera vez para todo —le dijo ella con una sonrisa.
Para sorpresa del muchacho, Cèleste lo invitó a una cerveza tras otra, pagadas con la última moneda que le diera Armand y que aun no se había esfumado. Luego, aquel joven cuyo nombre no recordaba, la llevó al granero y le hizo el amor tres veces antes de caer sumido en un profundo sueño. Tenía que admitir que no había estado mal.
Le apartó el brazo que tenía sobre ella y rodó por la paja para dejarlo que siguiera durmiendo. Manteniendo los ojos cerrados, extendió los brazos y abrió las palmas de las manos, como si sobre ellas descansaran todos los planetas y todo el poder del universo. Durante un largo rato quedó sumida en su meditación, tal y como Meg le había enseñado a hacer, pues era en esos instantes durante los cuales los espíritus individuales se unían profundamente, se comunicaban y se integraban con el Gran Todo.
Su viaje desde las Gargantas del Tarn había sido una aventura interminable. Hubo momentos en los que llegó a pensar que toda su vida había transcurrido en solitario en aquel camino sin fin, y que el tiempo vivido con Meg había sido sólo un sueño, como una niebla descolorida y cambiante que se esfumaba si intentaba fijar los ojos en ella. A veces los demonios que había dejado atrás se le aparecían en sueños y despertaba aterrorizada, en mitad del campo, sin otra compañía que las estrellas.
Se incorporó, sacudió la paja que cubría sus ropas, y se abrochó el corpiño de cuero. La puerta del granero estaba hecha con tablones toscamente unidos, la empujó para salir en busca del lugar del que venía la música. La noche anterior aquélla le había parecido una ciudad tranquila, pero ahora las calles estaban rebosantes de gente, mucha de la cual conducía a animales de carne o leche por el centro de las calles empedradas. El bullicio era impresionante, las risas y los gritos se mezclaban con la música.
Calculó que todo aquel ajetreo provenía de la plaza situada frente a la gran iglesia dedicada a San Juan, cuya torre de ladrillo rojo se alzaba sobre las dunas de los tejados de las casas. Hacia allí se dirigió.
Parecía que había llegado en un día de fiesta. El olor a asado empapaba el aire, y las familias se habían puesto su ropa más bonita para salir a pasear. Las calles estaban llenas de padres con sus niños, y de todo tipo de gentes que charlaban y reían. También olía a mantequilla caliente y a masa frita, y a bollos recién horneados. Se oían los cascos de los caballos y sus relinchos por todo el pueblo. Los jinetes los hacían correr por las calles, ir al trote, parar en seco, dar vueltas… Era un espectáculo increíble. Todos parecían estar tan felices. Todo respiraba un ambiente de fiesta y alegría desbordante. De vez en cuando se detuvo para contemplar a grupos de amigos o familias enteras que, sentadas frente al portal de sus casas, saludaban a los conocidos que pasaban. Le gustaba ver esas muestras de cariño, la hacían sentirse menos sola. Se diría, incluso, que todas aquellas personas la miraban con simpatía, y pensó que si se dirigiera a alguna de ellas quizá podría hablarle como si fuesen viejos amigos.
La música se escuchaba cada vez más cerca, así como los gritos y las risas de la gente. Guiada por aquel bullicio, tomó un callejón que desembocaba en la plaza frente a la iglesia de San Juan.
Y una vez allí…
Cèleste se quedó sin respiración, como si una bola de hierro la hubiese golpeado en el centro del pecho. Durante mucho tiempo permanecería en su memoria aquel momento de puro horror, dolor, locura e inconsciencia.
La plaza estaba abarrotada y parecía que en ella ya no cabía ni un alfiler. Vio a los músicos tocando sobre un tablado que había sido construido frente a la fachada principal de la iglesia, y a la gente saltando, bailando y riendo a su alrededor…
Y, en el centro geométrico de la plaza…
Una gran pira ardía salvajemente lanzando lenguas llameantes hacia el cielo. En el corazón de la hoguera aún se distinguía un mástil con los restos de una figura humana encadenada a él. Apenas una sombra retorcida, consumida, calcinada hasta los huesos. Para llegar a aquel estado la «celebración» tenía que haber empezado poco después del amanecer. Algunos de los asistentes aún lanzaban objetos contra aquel despojo carbonizado, manzanas o coles podridas que hacían estallar una nube de chispas al golpearlo.
«El olor a asado…».
Cèleste se llevó la mano a la boca para contener la arcada. Dio media vuelta y regresó a toda prisa a la segura oscuridad del callejón. Vomitó. Su cuerpo temblaba sin poder contenerse. De repente todo había cambiado a su alrededor, como si la realidad misma, que un momento antes le había parecido tan alegre y acogedora, se hubiese transformado en algo insoportablemente horrendo.
No era la primera vez que se enfrentaba a tan espeluznante espectáculo, que se había convertido en algo habitual en los pueblos y ciudades de Europa, pero nunca antes le había afectado de aquel modo. Quizá porque el horror y la injusticia de aquel acto se superponía a la pena de su soledad. Comprendió que su espíritu estaba tan ansioso de calor humano que un momento antes había deseado unirse a la conversación de los lugareños, abrazarlos y bailar con ellos al son de aquella música que la había despertado y que ahora se había transformado en un sonido tan terrible.
«¡Calor humano!», pensó con un humor cruel. Como bruja, ése era todo el calor que podía esperar de sus semejantes.
Se acordó entonces del muchacho con el que había pasado la noche. Era evidente que le había sorprendido mucho su actitud desinhibida.
«Quizá pensó que era una puta y que le pediría dinero al despertar», se dijo. «En ese caso se habrá extrañado al ver que había desaparecido. ¿Me denunciará?».
Sabía que eso no era probable. La mayoría de las desdichadas que acababan en una hoguera no eran brujas auténticas, sino pobres viejas denunciadas por algún vecino supersticioso. Pero aun así, debía tomar nota y ser más cuidadosa en el futuro.
Mientras seguía pensando en todo aquello, acurrucada en aquella estrecha callejuela, le llegó la conversación alegre y ruidosa de un grupo de hombres. Tuvo un presentimiento y se apartó rápidamente para escuchar oculta entre las sombras de un portal.
Un hombre delgado, de edad avanzada, caminaba rodeado por varios muchachos que le escuchaban con respetuosa atención. El anciano iba vestido con una loba negra que se ajustaba a su magro cuerpo, lo que lo hacía parecer aún más delgado. Sus movimientos eran nerviosos, rápidos a pesar de su edad, y su cabeza tenía la delicada estructura ósea del cráneo de un pajarillo. Mientras lo miraba, Cèleste sintió que aquél era el hombre que había venido a buscar. Quién sería y cuál sería su ocupación.
Se preguntó quién sería y cual sería su ocupación. Se fijó en que los muchachos que lo acompañaban y que atendían reverentemente cada palabra, para luego entablar entre ellos una exaltada discusión sobre algún detalle de lo que el anciano había dicho, mientras éste simplemente asentía o sonreía.
«¿Un sacerdote?», pensó.
Su sobrio atuendo así parecía sugerirlo, pero ella estaba segura de que Armand no la enviaría a entrevistarse con un sacerdote sin antes avisarle de los peligros que esto podía conllevar… «Eh, muchachos, no apaguéis el fuego que tenemos a otra…».
No, eso no tendría sentido. Era más fácil suponer que aquel anciano era un brujo famoso en aquellas tierras, y esto también encajaba con su aspecto.
Al pasar frente al portal, el viejo de perfil de abubilla se detuvo y se giró hacia ella. Sus ojos también parecían pertenecer a una ave; pero a una rapaz en este caso. Eran penetrantes como los de la lechuza y, al parecer, perfectamente capaces de traspasar la penumbra en la que Cèleste se había resguardado.
—¿Os conozco? —preguntó el hombre. Su voz era suave y apacible.
La bruja dio un paso hacia la luz y su largo pelo negro, a pesar de estar sucio y salpicado de briznas de paja, brilló con reflejos casi metálicos. Los muchachos que acompañaban al anciano retrocedieron, intimidados por aquella mujer alta de aspecto extraño y penetrantes ojos azules, que parecía más fuerte que cualquiera de ellos.
—Quizá. ¿Sois el hombre que se hace llamar «Bosque»? —dijo ella.
—Mi nombre es Hieronimus van Aeken…
—Es ese caso ni me conocéis, ni yo tengo ningún interés en conoceros a vos.
—Pues yo creo que sí soy el hombre que andáis buscando.
—No si os llamáis van Aeken…
—Ése es mi nombre de pila. Pero también soy Bosch… «Bosque», como decís… ¿Cuál es vuestro nombre, señora?
—Cèleste.
Hieronimus van Aeken inclinó su cabeza de pájaro con una suave reverencia.
—Cèleste, ¿en qué puedo servir yo a una dama tan encantadora?
—No lo sé.
—¿No lo sabéis?
—No.
El anciano asintió como si aquello fuera lo más lógico del mundo.
—Entonces lo averiguaremos pronto —dijo—. ¿Queréis acompañarme ahora a mi estudio? Es jornada festiva, pero no puedo evitar ir allí cada día. Y no me siento bien si paso mucho tiempo alejado de mis óleos y mis pinceles.
—¿Sois… pintor?… —preguntó Cèleste algo decepcionada.
—Así es —extendió hacia ella sus viejas manos manchadas por los pigmentos—. Pensé que eso tendría algo que ver con vuestros motivos para desear conocerme… ¿No lo sabéis? Bueno, acompañadme y hablaremos de ello.