15

Cuando al fin llegaron a Ribadesella, la cena había terminado. Un grupo de lugareños estaban asando unos nabos en las brasas sobrantes de donde se había preparado la carne, y eso fue lo único que pudieron tomar antes de ir a ocupar el humilde jergón en el alojamiento que les habían asignado a Laurent y a él. Pero a Luis no le importó, porque se sentía tan agotado que muy bien podría haberse dormido sobre el palo de las gallinas.

A día siguiente le esperaba un delicioso y abundante desayuno preparado por la dueña de la casa, que consistía en picatostes, leche cuajada, almidón[9] y miel. Se enteró de que, para que ellos pudieran dormir en esos jergones, toda la familia había pasado la noche sobre las frías losas del suelo. Pero si esto les importunó de algún modo, la dueña no lo demostró en absoluto. Estuvo atendiéndoles con dedicación, casi obligándoles a que dieran buena cuenta de todo, pues se había enterado de que la noche anterior había llegado tan tarde que apenas habían cenado.

Esa mañana la emplearon entera en curarse el agotamiento de los días anteriores, y por la tarde se dirigieron a la plaza de la villa para presenciar el espectáculo taurino que se había organizado en honor del rey y sus cortesanos. Encontraron las calles llenas de soldados alemanes que iban en su misma dirección. Serían unos trescientos lansquenetes, jóvenes y fuertes, que desfilaban con las banderas desplegadas al son de las flautas y los tamboriles, con sus vistosas armaduras y el acero de sus picas reluciendo al sol.

Cuando Laurent le preguntó en alemán a uno de los doppelsöldner[10], éste le informó de que habían llegado esa misma mañana y que su barco estaba fondeado en el puerto. Al parecer, era el propio emperador quien los había enviado con la misión de reforzar la escolta real. Los habían estado esperando en Santander durante varios días y al final su comandante, preocupado por la tardanza, había decidido salir en busca de noticias sobre su paradero, con la buena fortuna de que los habían encontrado allí.

Mientras Laurent le traducía la conversación a Luis, el doppelsöldner se alejó con paso firme en compañía de su tropa, haciendo repicar los tacones de sus polvorientas botas militares contra las piedras de la calle.

«Qué asombrosa casualidad», se dijo Luis. «Después de tantos días y tantas vicisitudes llegan aquí casi a la vez que nosotros…».

Laurent, sin embargo, se alegró de la seguridad que aquellos hombres representarían cuando se adentrasen en los oscuros caminos entre las montañas. Pero Luis miró con preocupación la expresión de los lugareños y no estuvo tan seguro de celebrar la presencia de las tropas imperiales. Al verlos desfilar por aquellas estrechas calles, profusamente armados y protegidos por el hierro de sus armaduras, se diría que se trataba de una invasión en toda regla. Pero la preocupación que había visto asomar en los rostros de los vecinos de aquel pueblo era por la certeza de que aquellas tierras eran demasiado humildes para sostener el paso de una tropa así y no verse perjudicados en sus reservas para el invierno.

Uno de los soldados alemanes sonrió al pasar y Luis se quedó mirándolo sorprendido de que todos sus dientes estuviesen enfundados de oro.

En la plaza mayor de la villa, el rey y su hermana Leonor esperaban a las tropas alemanas sentados en un palco engalanado para la ocasión, con Chièvres y su esposa sentados tras ellos. Los lansquenetes desfilaron por la plaza, con las banderas desplegadas, para hacerle reverencia al rey, que presenció impasible los honores, como un muñeco de cera, pálido y tembloroso, su rostro afilado apenas asomaba por encima del cuello de piel de su capa.

Luis llegó junto con Laurent poco después. Alrededor de la plaza se habían dispuesto unos entablados y la muchedumbre que se amontonaba tras ellos estalló en alabanzas y aplausos cuando el Rey alzó una mano temblorosa para saludarlos.

«Cada vez tiene peor aspecto», pensó Luis, «con sólo diecisiete años casi parece un anciano. Se diría que el agotamiento le está afectando a él más que al resto».

Distinguió a Cèleste entre varias damas de la corte, no muy lejos del balcón real, y sintió un fuerte deseo de acercarse a ella para saludarla después de tantos días. Se preguntó si el dominico andaría por allí. Lo buscó entre la gente, pero no lo distinguió. Sí vio, en cambio, a los vizcaínos y al montañés tuerto apostados al otro lado de la plaza.

—¿Por qué crees que ésos siguen en nuestra compañía? —le preguntó Luis a Laurent señalándolos—. ¿No lo encuentras extraño?

—Vienen por si aún consiguen algo —le dijo Chièvres sin darle ninguna importancia—. Dejaron sus barcos, se pusieron al servicio de su majestad… y fallaron miserablemente. Seguro que se las prometían muy felices cuando nos hallaron en alta mar.

Luis comprendió que el privado podía ser muchas cosas, pero desde luego no era un hombre confiado o ingenuo. Y la presencia de aquellas tropas alemanas en la escolta real desbarataría cualquier plan contra el monarca.

Los alguaciles despejaron la plaza de toda la gente que no estaba designada para intervenir en el festejo y, poco después, el sonido de una trompeta anunció que iba a empezar la corrida de toros. Laurent, que jamás había visto este espectáculo, se sintió fascinado.

Varios hombres jóvenes y fuertes, vestidos sólo con calzas y jubón para que nada entorpeciera sus movimientos, salieron al centro de la plaza, entre los vítores de los espectadores. Todos llevaban una espada desenvainada en la mano, y saludaron con ella hacia el palco de Su Majestad. Sonó otra vez la trompeta y se retiró una de las barreras que había sido colocada para cerrar una calle. Y una bestia enorme y negra irrumpió en el recinto.

El toro corrió de un lado a otro, confundido por toda aquella muchedumbre que le rodeaba, aturdido por sus gritos y sus movimientos. Rodeó la plaza como si buscara salir por donde había entrado. Pero la barrera había sido colocada de nuevo, y al animal no le quedó más remedio que enfrentarse a su destino. Un mozo se había subido en la fuente que estaba en el centro de la plaza, y sujetaba entre sus manos una lanza bastante larga con un rejón de hierro en la punta adornado con cintas de colores. Cuando el toro lo embistió, el mozo dio un espectacular salto y clavó con destreza la puya en la cerviz del animal. La bestia bramó y se lanzó enfurecida de un lado a otro, alrededor de la plaza, intentando acorralar a sus atacantes. Pero los mozos esquivaban al toro con elegantes quiebros, mientras le iban clavando más y más lanzadas, hasta que pronto tuvo una docena de banderillas multicolores colgando de sus costados.

Al cabo de un buen rato de realizar este ejercicio, el animal parecía agotado y con las fuerzas mermadas. Con la lengua fuera esperaba casi inmóvil a que fuesen sus enemigos quienes se pusieran al alcance de sus astas. En ese momento, otro de los mozos se acercó a pecho descubierto para enfrentarse al animal sin otra arma que una espada delgada. Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, la bestia embistió. El mozo se hizo a un lado y le clavó profundamente su acero en la cerviz.

Todos estallaron en vítores mientras unos caballos arrastraban al toro fuera de la plaza. Y Laurent era de los que más aplaudía.

—Parece que te estás divirtiendo —le dijo Luis con una sonrisa.

—Puedes jurarlo amigo mío. Además, intento guardar cada detalle en la memoria.

—¿Y eso?

—Estoy tomando notas de este viaje, y cuando regrese a Flandes pienso escribir el relato de esta fabulosa aventura que estamos viviendo.

Luis le dijo que le parecía una idea magnífica, y luego se disculpó para ir en busca de Cèleste. Se abrió paso hasta ella y la saludó agitando tímidamente la mano. Ella contestó con una leve inclinación de cabeza.

—Siento haberte evitado, Cèleste —murmuró él—. No fue ésa mi intención.

—Lo sé. Ya he visto que el dominico siempre anda rondándote.

Parecía cansada y estaba algo más delgada.

—¿Dónde te has alojado desde que bajaste a tierra?

—Por ahí… No te preocupes por mí, no tengo ningún problema para dormir en cualquier rincón. Siempre lo he hecho, desde que era muy pequeña.

De repente Luis se sintió embargado por la sensación de abatimiento e impotencia. Miró a su alrededor apretando los dientes, conteniendo un fuerte deseo de gritar.

—Pues se acabó —dijo al fin—. A partir de ahora vas a venir conmigo, te alojarás donde yo me aloje, y comerás de lo que yo coma.

—El dominico ya sabe que soy una bruja, ¿no?

—Sí, pero no me importa. Ahora ya no puede hacerte nada.

—Pero a ti sí, mi querido amigo converso.

—Que lo intente. Estoy bajo la protección del señor de Chièvres.

—¡Menuda garantía! —Sonrió con tristeza—. Acepta que estás solo, que sólo dependes de ti, y te irá bien. Creo que lo mejor es que sigamos así, cada uno por su lado.

—¿Qué sabes de esos hombres? —Luis señaló con la barbilla en dirección a los vizcaínos y el anciano tuerto—. Ya sé que me mentiste, te escuché hablando con los vizcaínos cuando estábamos en la Nao Real y te llamaron sorguiña.

—Así es como llaman a las brujas en su lengua. No te mentí, Luis, ya te dije que eran brujos, pero desconocía sus intenciones.

—Cuando hablabas con su líder parecías saber lo que pretendían hacer.

—Intentaba averiguarlo haciéndole creer que sabía más de lo que realmente sabía. Pero no sirvió de nada. No confían en mí.

—¿Y ahora sabes lo que va a pasar?

—No del todo. Pero, sea lo que sea, ya es inminente, como demuestra la presencia de esos lansquenetes enviados por el emperador.

—¿Crees que la vida de Carlos corre peligro?

—No. De lo único que estoy completamente segura es de que a nadie le interesa que el rey sufra daño alguno.

La corrida se desarrolló sin incidentes importantes hasta que el último toro salió a la plaza. Era una bestia descomunal. Apenas pisó la arena, embistió a uno de los lanceros y le desgarró el vientre con los cuernos. Sus compañeros intentaron socorrerlo, se lanzaron contra el animal, dándole de puyazos y cuchilladas en los costados para intentar apartarlo de su víctima; pero el toro no atendía a nada excepto al cuerpo que empujaba de un lado a otro con sus cuernos. Sólo cuando el toro se cansó de cornearlo y se revolvió en busca de nuevos enemigos, lograron retirar el cadáver del desdichado mozo.

La bestia daba vueltas y vueltas por la plaza como si estuviera ansiosa de encontrar otra víctima. Pero para los lanceros era casi imposible acercársele, porque el animal atacaba directamente al que tenía enfrente, sin atender a los de alrededor, y apenas había recibido dos puyas, por lo que estaba con todas sus fuerzas. Derribó una de las barreras y arremetió contra los espectadores, hiriendo a algunos y lanzándolos por los aires.

—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Cèleste aturdida por todo el griterío que se había levantado en torno a ellos—. ¿Cómo van a sacar a ese monstruo de la plaza?

—Mira allí —dijo Luis señalando hacia una de las callejuelas.

En ese momento entraba por ella uno de los oficiales alemanes montado a caballo. Se echó contra el toro y le clavó varias veces su espada en la grupa. La bestia se revolvió, ensartó al caballo y lo levantó por encima su cabeza. El alemán se estrelló contra el suelo y gritó. Se había oído con claridad el chasquido de uno de sus huesos al romperse. Lo que lo salvó fue que el toro, mientras tanto, seguía ensañándose con su montura, que pataleaba indefensa mientras era corneada una y otra vez en el vientre.

Dos lansquenetes irrumpieron entonces en la plaza con sus arcabuces preparados. Apuntaron con ellos a la bestia.

—Están locos —dijo Luis—, en el estado de frenesí en que está el animal, esos disparos no van a hacer otra cosa que enfurecerlo aún más.

Otra persona saltó a la plaza. Luis reconoció al joven vizcaíno de los pómulos grandes. Con su espada ropera desenvainada se dirigió directamente hacia el toro. Éste se había cansado al fin del caballo y lo había dejado agonizante patas arriba. Parecía decidido a ir contra el jinete, que intentaba desesperadamente arrastrarse fuera de su alcance.

El vizcaíno se interpuso y les hizo una señal a los arcabuceros para que no disparasen. Como una enorme y negra bala de cañón, el toro cargó contra él. El muchacho aguantó la embestida sin moverse un palmo de donde estaba y, en el último momento, hizo un quiebro, saltó y clavó profundamente su espada en la cerviz del animal. Medio muerto ya, pero arrastrado por el ímpetu de su carrera, el toro hincó profundamente las astas en el suelo de la plaza, y aquella montaña de carne efectuó una espectacular voltereta para acabar patas arriba, agonizante, sobre la arena.

Todo el mundo en la plaza estalló en aplausos. Hasta el rey, que había asistido indolente y ajeno a la corrida, se puso en pie entusiasmado. Luis miraba a aquel joven, asombrado por el valor y la fuerza que había demostrado al enfrentarse así a la bestia.

Aquello le confirmó lo que ya había supuesto; que aquel pequeño vizcaíno era un hombre de armas. Y que, sin duda alguna, se trataba de un guerrero muy peligroso.