23 de septiembre de 1517
—Todo el que quiera desembarcar tendrá que hacerlo ahora —advirtió Jannet de Taremonde a los hombres y mujeres congregados en la cubierta de la Nao Real.
El capitán alzó la mano para calmar el aluvión de preguntas y siguió hablando:
—La flota se dirigirá de inmediato hacia el puerto de Santander —explicó mientras señalaba hacia el Este, donde el sol apenas despuntaba—. Los que quieran hacer el trayecto por tierra, en compañía de su majestad, tendrán que desembarcar ahora.
Cèleste hubiera querido bajar a tierra cuatro días antes, pero no se lo permitieron. Esta vez estaba decidida a hacerlo y no consintió que la dejasen atrás. Se coló a codazos entre las damas nobles y bajó junto con ellas a la primera lancha. Cuando ocupó su puesto en la embarcación, su mirada se cruzó con la de Jean Cornille, que estaba al mando de la misma.
El piloto le sonrió y le guiñó un ojo con picardía.
«Todos creen que soy una puta», consideró mientras le devolvía la sonrisa acompañada de un gesto lascivo, «y eso me conviene».
Los remeros impulsaron la lancha hacia la costa mientras los nobles y las damas que la ocupaban lanzaban risitas nerviosas cada vez que una ola chocaba con ellos. Cèleste se volvió y vio que otra embarcación se había acoplado al costado de la Nao Real y se estaba llenando rápidamente.
«Casi todos los que iban en compañía del rey quieren seguir con él. Aunque eso represente un viaje más incómodo y peligroso, seguro que tiene una recompensa final».
Distinguió a los tres vizcaínos entre los que se estaban acomodado en esa segunda lancha. Se sintió nerviosa y se volvió para mirar hacia la costa que, a pesar de los esfuerzos de los remeros, parecía permanecer siempre a k misma distancia.
Miró las altas cumbres envueltas en la pálida neblina del amanecer que parecía fluir de un modo ominoso alrededor de los picos más altos; en algunos puntos se distinguían espirales de una sustancia más oscura, que fluían y se dividían como ríos de humo. Se decía que los picos de aquellas montañas era lo único que sobresalía de Europa en los tiempos en los que todo el continente aún estaba sumergido bajo el mar. Aquellas tierras formaban una pequeña península que se unía al gran continente de la Atlántida por un estrecho istmo. En aquel entonces, las cumbres aún eran más altas que ahora, pero el tiempo y los elementos las habían ido desgastando. Aun así eran impresionantes.
«¿Por qué nos han traído hasta aquí?».
No había conseguido averiguar sus motivos. Sabía que los vizcaínos tenían un plan, pero no habían querido compartirlo con ella. No parecían dispuestos a confiar en una extranjera, una desconocida, que no sabían de qué parte estaba.
Las casas de piedra de Villaviciosa rodeaban el vértice de la ría, cada edificación se apoyaba en la contigua hasta formar una única pared carcomida por el salitre. Una decena de viejos barcos pesqueros estaban amarrados a lo largo del fondeadero situado frente a las casas. Las lanchas atracaron entre ellos y sus pasajeros saltaron a tierra. Algunas damas se fueron al suelo con un revuelo de faldas mientras las demás reían. Acostumbradas al constante bamboleo del mar, eran incapaces de mantenerse en pie ahora que estaban sobre suelo firme. Muchos hombres también parecían confundidos por ese efecto, pero intentaban disimularlo permaneciendo lo más quietos posible.
Cèleste no tenía tiempo para juegos. Decidió que debía perderse lo más rápido posible en la villa, antes de que alguien se interesase por lo que hacía allí. Vio que Cornille caminaba hacia ella con el paso firme de quien está acostumbrado a esos tránsitos entre la cubierta de un barco y la tierra firme. Ella no se sentía tan segura, pero se dio la vuelta y se dirigió hacia una callejuela serpenteante, tan estrecha que un hombre no la podría recorrer a caballo. El piloto la alcanzó antes de que lograra alejarse mucho.
—¿Vais en busca de vuestro amado? —le preguntó con descaro.
—¿Y eso por qué preocupa a vuestra merced? —replicó Cèleste sin reducir el paso.
—Porque creo que él ya no está interesado en vos.
—¿Acaso sois su confidente en temas de amoríos?
—No diría tanto, pero he tenido la oportunidad de ver cómo os evita, y aun así seguís insistiendo e insistiendo… Eso no está bien para una dama tan hermosa… Deberíais buscaros un novio más complaciente.
—¿Cómo vuestra merced? —Soltó una risita burlona.
—¿Y qué hay de malo en mí? —le preguntó el piloto algo amoscado.
—Que sois un viejo, y que no me gusta tragarme las babas de un viejo.
—¡Pues sí que me habéis salido melindre para ser tan puta!
Cèleste se detuvo y se volvió para enfrentarse a Cornille. Era casi una cabeza más alta que él.
—¿Es que no tenéis que regresar a bordo? Sois piloto de la Nao Real.
—Tan sólo he bajado a tierra para despedirme de mis amigos. Esta noche partiremos con la marea y debo dirigir la nave hacia Santander…
—¿Entonces?
El piloto hizo tintinear una bolsa de monedas frente al rostro de Cèleste y dijo:
—Venga, uno rapidito ocultos en uno de esos portales… No os llevará más de un momento satisfacerme. Como bien decís, soy un viejo y no aguanto mucho.
—De acuerdo —dijo Cèleste mientras le tendía la mano—. Si a vuestra merced no le importa…
—¿No me importa, qué? —preguntó Cornille con una sonrisa mientras rebuscaba en la bolsa.
—Contagiaros de las fiebres que me han salido en esa zona… Por eso me dejó vuestro amigo, pero me alegro de que vuestra merced no sea tan melindre como él.
El piloto tardó menos de un segundo en volver a cerrar la bolsa y alejarse en silencio calle arriba. Cèleste sonrió y siguió su camino.
Poco después lo volvió a ver en la plazoleta situada detrás de la iglesia, donde estaban todos los viajeros congregados. Lo vio al lado de Luis y de Laurent, despidiéndose de ellos tal y como le había dicho. Al pasar, sus ojos se cruzaron con los del valenciano y éste rehuyó su mirada con una expresión de tristeza.
Los furrieles de la guardia real habían pasado esos cuatro días visitando los alrededores para contratar carretas y mulos con los que llevar las valijas del rey y su gente. En ese momento los estaban cargando con la ayuda de algunos campesinos.
Los vizcaínos llegaron a la plazuela y se acercaron a un grupo que charlaba junto a los restos de una hoguera. Los que más le llamaron la atención fueron un anciano montañés de larga barba canosa y un muchacho. El viejo era tan alto que el jefe de los vizcaínos apenas le llegaba a la barbilla. Pero era muy delgado. Llevaba una zamarra de piel de cabra y un sombrero negro de ala ancha. Sus movimientos eran lentos, suaves; su único ojo era de color gris pálido. El joven, por el contrario, era bajo y fornido, medio calvo, con unos ojos negros tan vivos como brasas. Mientras hablaba se llevaba la mano a la cintura como si buscara apoyarla en el pomo de una espada que no estaba allí. Fingía ser un campesino pero para Cèleste era evidente que era un guerrero.
«¿Quiénes son esos hombres?».
Se acercó a ellos y su conversación paró al instante.
—¿Qué buscas aquí, sorguiña? —dijo el jefe de los vizcaínos.
—¿Quién es esta mujer, Agote? —preguntó el montañés tuerto.
«¿Agote, así es como lo llaman?».
En la nao se había negado a darle su nombre, pero esa palabra quizás era sólo un mote.
—Quiero que contéis conmigo —dijo Cèleste—. No soy vuestra enemiga.
—Debería cortarte la garganta aquí mismo —dijo Agote entre dientes.
—Ya basta —susurró el montañés—. Vayamos a hablar a un sitio más tranquilo.
La tomó del brazo y caminaron unos pasos por una callejuela oscura.
—Dime, muchacha —le pidió el anciano mientras andaban. Su voz era suave y templada como el buen acero—: ¿Quién te manda?
—¿Conocéis a Armand de Meyrueis?
—He oído hablar de él —dijo con el ceño fruncido. Su ojo derecho estaba clavado en ella, como si calibrara sus intenciones. El párpado cerrado del izquierdo se combaba hacia dentro, revelando que aquella cuenca estaba vacía—. Siempre se ha ocupado de su región y yo de la mía. Jamás se ha inmiscuido en mis planes.
—¿También sois un Principal, señor? —le preguntó Cèleste.
—Soy Xoan Cabritu —dijo el anciano con calma, como si con esto quedase todo explicado—. Dinos qué es lo que buscas.
Cèleste le habló de su visión en las Gargantas del Tarn, de su viaje hasta Brabante y el encuentro con los flagelantes, de la muerte de Hieronimus Bosch a manos de los mismos enmascarados que luego intentaron asesinarla a ella, del incendio de la nao caballeriza, y del vulto que encontrara en la cámara del Rey.
Xoan Cabritu parecía admirado; se acarició pensativo la barba blanca y dijo:
—Ha sido una gran aventura, hija mía. Todo lo que cuentas es impresionante. Pero, tal y como yo lo veo, la misión que te encomendó tu Principal terminó cuando Hieronimus fue asesinado. Entonces deberías haber regresado a tu tierra.
Cèleste sacudió la cabeza. No era tan sencillo.
—Los asesinos conocían mis movimientos con precisión. Esto me llevó a pensar que alguien me había traicionado. Por ello me escondí y decidí continuar sola. Quería encontrar el rastro de ese lienzo mágico que Hieronimus pintó para Felipe el Hermoso.
El Nuberu se volvió un momento hacia los otros hombres y luego se dirigió a la bruja en voz muy baja:
—Nuestro adversario quiere mantener ocultas sus intenciones. Por eso quisieron acabar también con tu vida, muchacha. Pero, por lo que sabemos, ese lienzo mágico aún no ha sido utilizado. Aunque es muy preocupante saber que existe.
—Siempre hemos sabido que nos enfrentábamos a un gran poder —dijo Agote con obstinación—, pero no por ello voy a apartarme ni una pizca del plan trazado.
—¿Y quién puede ser más poderoso en esas montañas que el Nuberu? —dijo el muchacho disfrazado de campesino.
—Eres joven e impulsivo, como debe ser —dijo Xoan—. Pero yo soy más viejo de lo que imaginas y debo escuchar la voz de mi experiencia. Por encima de todo, no quiero que ese muchacho sufra daño por causa de nuestra intervención…
—Si no hacemos algo inmediatamente —dijo Cèleste—, podéis tener la seguridad de que Carlos está condenado.
—¡Ya basta! —exclamó Agote—. La sorguiña no puede estar aquí, escuchando todo lo que decimos.
—¿Por qué no podéis confiar en mí? —les dijo Cèleste—. Os he ayudado. He viajado desde muy lejos para que ahora me echéis a un lado.
—Pues jódete, mujer —dijo Agote—. Que nadie te ha dado vela en este entierro.
—No podemos confiar en ti —le explicó el anciano—. Aunque queramos, no podemos. Lo único que sabemos de nuestros enemigos es que vienen del otro lado de los Pirineos; de modo que tú y tu señor Armand de Meyrueis podríais muy bien trabajar para ellos.
—No es así.
—En ese caso no estamos siendo justos contigo. Pero no podemos arriesgarnos.
El joven la sujetó por la muñeca. A pesar de su escasa estatura, era fuerte como un toro. Cèleste sintió su mano como una tenaza.
—Será mejor que te vuelvas por donde viniste —dijo con una sonrisa desdeñosa.
La bruja retiró la mano y se frotó la muñeca. Sintió deseos de clavar su rodilla en la entrepierna de aquel animal, pero se contuvo. Ya había demasiada tensión allí.
Él echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Muchacha, no me mires con tanto odio en esos ojos tan hermosos —le dijo.
Se mantenía muy erguido, como si pretendiera ganarle unas pulgadas más a su estatura. Ella imaginó que era ese tipo de hombre que, sin tener ningún motivo, se considera irresistible para las mujeres.
—Regresa a tu tierra y dile a tu señor de Meyrueis que nos has ayudado bien. Dile que yo, Xoan Cabritu, le agradezco personalmente su interés —la voz del anciano era agradable, decía cosas razonables, pero su ojo era como una lasca de pedernal enterrada en hielo—, pero que a partir de ahora ya nos ocupamos nosotros.
—Pero yo…
—Por favor, te ruego que nos dejes solos. Tenemos asuntos que tratar.
Pero Cèleste no se movió. Siguió allí sin saber qué hacer, con un silencio hosco. ¿Había recorrido un camino tan largo y había pasado tantos peligros y penalidades para ahora dar media vuelta y regresar a casa? Pero ¿qué podía hacer?
Xoan Cabritu se inclinó hacia ella y observó su rostro desde un palmo de distancia. El aliento del anciano le llegó, pero no era desagradable. Olía a hierba verde.
—Tu ojo izquierdo es fascinante —dijo—. ¿Tienes visiones con él?
—A veces, sí.
—Mi ojo izquierdo era igual que el tuyo… Cuando aun lo tenía…
—¿Cómo lo perdiste?
—Dicen que Dios hizo a los hombres para poder ver el mundo que había creado a través de los ojos de éstos. Con mi ojo podía ver a las criaturas que habitan el Annwn cuando éstas se aproximaban a la retícula. Pero, como todas las ventanas, funcionaba en las dos direcciones, y también permitía que los espíritus malvados me espiaran a través de él… Por eso tuve que arrancármelo. Te aconsejo que hagas lo mismo.
A su pesar, Cèleste se estremeció. Xoan siguió hablando:
—¿Lo ves? Aunque ésa no sea tu intención, puedes igualmente traicionarnos. Dime una cosa, hija mía, ¿cómo te explicas que tus enemigos te localizaran una y otra vez? ¿Cómo te siguieron hasta la casa del artista? ¿Cómo sabían los que mandaron a los espíritus incendiarios que tú estabas es la nao caballeriza? ¿Ves a lo que me refiero? No sabemos nada de ti, ni tampoco con quién has estado en contacto, que pueda haberte infectado con hechizos que desconocemos. Tu misión ha terminado, muchacha; regresa a tu tierra e informa a Armand de que otros se ocupan del asunto. Aquí ya no te queda nada que hacer.
El anciano se dio media vuelta y se encaminó hacia la plazoleta seguido por Agote y sus hombres. El joven bravucón se detuvo ante ella para dirigirle una última y larga mirada. Cèleste le iba a preguntar que a qué se debía aquel escrutinio, pero él ya se había dado la vuelta y caminaba en pos de sus camaradas.
De repente, en los ojos del joven vizcaíno había aparecido un extraño desconcierto; como alguien que hubiera visto un antiguo conocido, pero no recordase exactamente quién era, e intentara sin éxito buscarlo en su memoria.
La bruja pasó mucho rato meditando sobre aquella mirada.
Recordó que Hieronimus Bosch también creyó haberla reconocido.