La ría discurría inmensa, plácida como un lago de aceite, mientras el sol del atardecer creaba cambiantes reflejos rojizos sobre la superficie gris azulada de sus aguas. Los graznidos de las gaviotas resonaban incansables; sobrevolaban una y otra vez las barcas que remontaban la ría, como niños pordioseros esperando una golosina.
Luis estudió la tierra que había más allá de los márgenes de la ría. Colinas que se elevaban y hundían suavemente, con riscos rocosos cuyas cimas estaban cubiertas de árboles, y angostos cultivos en las pendientes más bajas. Algunas toscas chozas de piedra con techo de paja, aquí y allá. La corriente había cavado playas arenosas en las márgenes bajas, limitando con ellas la exuberante vegetación del paisaje. A lo lejos, las montañas se levantaban sólidas, azules, como un interminable lienzo de muralla.
Tazones, que así se llamaba la aldea a la que arribaron, había resultado ser demasiado pequeña para alojar al monarca y a su comitiva. Siguiendo las indicaciones de los lugareños, remontaron la ría de Villaviciosa hasta llegar al pueblo del mismo nombre. Se aconsejó a una parte de la nobleza que permaneciese en las naos, donde estarían más cómodos, pues en Villaviciosa tampoco había suficientes alojamientos para todos, pero Luis y Laurent subieron a la siguiente embarcación, junto a otros servidores reales.
Villaviciosa era una población pequeña, apenas unas filas de casas grises y el campanario de una iglesia que destacaba entre ellas. Asomada entre brumas a las aguas de la ría, en las que se reflejaba como en un espejo deslucido.
Desembarcaron y Luis vio a Vauldre un poco más abajo, en la misma playa, supervisando la operación de descarga con ayuda de una robusta cabria de unos enormes cajones de madera que habían transportado en una barcaza. Se preguntó qué contendrían.
—Espérame un momento —le dijo Luis al camarero real—. Quiero saludar al señor de Vauldre.
El valenciano avanzó a grandes zancadas por la arena y se plantó junto a él.
—Un gran saludo, mi señor —dijo.
—Ah, hola, Luis. Me alegro de veros ya en tierra.
—Ahora mismo me dirigía en compañía de Laurent Vital al centro del pueblo, donde se dice que se ha preparado un gran banquete de bienvenida. ¿Queréis acompañarnos?
—Os lo agradezco de verdad, amigo mío, pero no puedo confiar en nadie para que trate con el debido cuidado y amor estos pesados cajones.
Luis alzó la vista hacia la cabria e hizo un gesto de asombro.
—De verdad que parecen pesados.
Una de aquellas cajas fue descargada de golpe sobre una carreta y las ruedas de ésta se hundieron un palmo en la arena. Las acémilas se espantaron y empezaron a dar coces y a rebuznar. De modo que la carreta se venció hacia atrás y el cajón se estrelló contra el suelo con el estrépito de la madera astillándose. La paja que lo llenaba para proteger lo que había en su interior se esparció por la arena.
Vauldre les gritó a los que operaban la cabria que tuvieran más cuidado, y corrió hasta el cajón para comprobar que su contenido no se había dañado.
Luis se quedó donde estaba, pero tuvo una fugaz visión de lo que había dentro de aquella gran caja de madera. Era una especie de sarcófago de bronce, de formas redondeadas y cuya tapa estaba cerrada con unos gruesos pernos. Le recordó a una «dama de hierro», aquel espantoso utensilio de tortura; pero pensó que tenía que ser más bien algún tipo de horno. Un atanor como el que usaban algunos alquimistas.
Ayudado por sus hombres, Vauldre se apresuró a cubrir el objeto con una lona.
—Ya veo que estáis muy atareado, señor —dijo Luis desviando la vista.
—Sí, eso me temo. Y ya os digo que no puedo delegar en nadie este cometido.
El caballero parecía nervioso e incómodo por su presencia.
—Entonces nos veremos más tarde en el centro del pueblo… —le dijo Luis.
—Sí, sí… Tened la seguridad de que allí estaré, amigo mío.
Luis y Laurent tomaron una calle principal que era más o menos paralela a la ría. Había comercios y viviendas en ambos lados, con arcadas y enredaderas tapizando los muros. La calle estaba llena de gente y la música de gaita les indicaba el camino. Siguiendo su sonido caminaron por un pasaje angosto y atravesaron un arco que conducía a una plazoleta. Estaba a espaldas de la iglesia, en el corazón de la villa. Los primeros pisos de las casas, estaban sustentados por rechonchos pilares de piedra y se proyectaban hacia delante como largos balcones, ocultando con su sombra los comercios y portales que se abrían bajo ellos.
Allí estaban todos reunidos, con un despliegue de bollos, queso, picatostes, pan y vino, cacerolas y delantales. En el centro mismo de la plaza se había encendido una gran hoguera y se estaban asando unos corderos. Jóvenes y viejos, hombres y mujeres se esforzaban para procurarles una cena improvisada a los recién llegados; y se diría que lo hacían con sinceridad y alegría, no como un trabajo inesperado que les había interrumpido el sueño.
El rey y su hermana habían sido alojados en una gran casa de piedra con balcones de gruesa y oscura madera de roble que daban a la plaza.
—Iré a ver si su majestad necesita algo —dijo Laurent mientras se dirigía presto hacia la entrada de aquella casa.
Luis paseó solo por la plaza, a la vez que observaba atentamente a los lugareños. Los hombres iban vestidos con humildes ropas de lana oscura, muy desgastadas por el trabajo. Pero ahora todos bebían alegres y algunos bailaban al son de las gaitas. Las mujeres iban sin calzas y con botas como los hombres. Las más jóvenes llevaban las orejas perforadas, y se colgaban de ellas cascabeles, crucecitas de azabache o abalorios de plata. Las de más edad lucían un adorno sorprendente sobre las cabezas: unos cilindros de algún material recubierto de tela blanca, que se elevaban a gran altura, y que parecían incómodos y difíciles de llevar. Una anciana con el pelo recogido bajo uno de esos adornos, se le acercó para ofrecerle una hogaza de pan y un grueso pedazo de queso. Luis los aceptó y siguió su camino mordiscando distraído.
—Disculpadnos —dijo alguien detrás de él—. Nos han dicho que sois español.
Al volverse vio a un hombre de edad avanzada, de hirsuta barba blanca, alto como un junco pero algo encorvado y cubierto con un sombrero negro. Tenía la cara quemada por el sol y era tuerto del ojo izquierdo. Iba ataviado con una zamarra de piel de cabra y tenía el aspecto de acabar de bajar de las montañas. Junto a él vio a varios campesinos con sus toscas ropas de lana, y, entre ellos, a un muchacho de veintipocos años, corto de estatura pero con buena planta y una mirada de extraordinaria fiereza.
—¿Qué se os ofrece? —preguntó Luis.
—Nosotros venimos de Tazones —dijo el montañés tuerto—. Fuimos los primeros que avistamos la flota del Rey…
—Cuando vimos esos cuarenta grandes navíos —dijo uno de los campesinos—, con sus velas hinchadas de viento… Verá, señor, aquí no tenemos costumbre de ver cosas así. Nos vinieron a la memoria los ataques que el Gran Turco se dice que hace en otras costas cristianas, y pensamos que habían llegado hasta aquí… Eso pensamos todos.
—Por eso reunimos a todos los hombres que pudimos, armados con lo que fuera, jabalinas, puñales, horcas, daba igual, la cuestión era plantarle cara al Turco… —añadió otro—. Pero nuestra intención no era desafiar u ofender al rey su majestad…
—Es lógico —dijo Luis—. Dadas las circunstancias, creo que el rey estará de acuerdo en que hicisteis lo correcto. Nadie es culpable de esta situación; fuimos desviados por una tormenta y así llegamos hasta vuestra playa…
—Os diré una cosa —dijo el joven, hablándole con un tono bravucón muy distinto al que habían empleado los mayores—. No importa que fueran mil guerreros magníficamente equipados para la guerra y nosotros sólo cien, jamás hubierais podido cruzar los desfiladeros de esas montañas en contra de nuestra voluntad. Ejércitos mayores se han detenido aquí. Cincuenta hombres pueden defender un paso entre las montañas contra diez mil.
—Estoy seguro de que así es —dijo Luis estudiando a aquel muchacho. Su acento no era asturiano, y su actitud no parecía la de un campesino. A pesar de su juventud, el pelo le empezaba a clarear en lo alto, tenía los pómulos grandes como dos muslos de pollo, y unos ojillos oscuros y vivaces—. ¿Y en qué momento salisteis de vuestro error?
—Cuando vuestras gentes desembarcaron —dijo el montañés tuerto— no vimos más que señores sin armas, con sus damas y doncellas. Al final, uno de nuestros exploradores se acercó encubierto entre setos y zarzas, y reconoció el blasón de Castilla y la insignia real.
Luis se volvió hacia el joven.
—¿Fuiste tú ese explorador?
—Así es, señor —respondió con una sonrisa lobuna.
Luis lo había deducido porque el joven no parecía pertenecer a su comunidad. Por lo tanto, si los acompañaba, tenía que ser por una razón especial.
—¿De dónde eres?
—De donde pueda servir mejor a mi rey —dijo con descaro.
—Lo has servido bien aquí —reconoció Luis—. Has evitado que se produjera un lamentable malentendido.
—Y de ello me felicito.
«Este joven pertenece a una familia noble. Y juraría que es vizcaíno también… En ese caso, ¿qué hace aquí? ¿Por qué se oculta detrás de esas ropas de campesino?».
—Le hablaré de ti al rey —le aseguró Luis—. Estoy seguro que deseará recompensarte por tu buena vista. ¿Cuál es tu…?
Iba a preguntarle su nombre, pero el joven se le adelantó diciendo:
—No es necesario, señor, porque no lo hice por ninguna recompensa.
—Eres vizcaíno ¿no? —le preguntó Luis.
Por toda respuesta, el joven sonrió enigmáticamente y, sin decir nada más, se dio media vuelta y desapareció entre la multitud.
Los otros se despidieron también con una respetuosa reverencia y Luis siguió su camino con la cabeza llena de dudas. Los pasos lo llevaron hasta el centro de la plaza. La hoguera se había reducido a una brasa en la que se asaban los corderos en espetones hincados en el suelo. Un par de hombres untaban los costados de la carne con manteca.
Alguien le tendió una jarra de vino. Cuando se volvió vio con un sobresalto que era el padre Bernardo quien se la ofrecía.
—No, gracias.
—¿No tenéis sed?
—Cada vez que se me ofrece algo de vuestra parte, junto con el ofrecimiento me llegan también algunos insultos de regalo. No, gracias. Prefiero procurarme yo mi propia bebida, si no os importa.
—Sois muy susceptible. No era mi intención molestaros de ese modo. Tan sólo quería establecer vuestra posición en este gran juego en el que andamos metidos.
Luis empezó a darse la vuelta.
—No sé a qué os referís, pero ya hablaremos de ello en otra ocasión. Ahora tengo que averiguar dónde van a alojarme…
El dominico lo sujetó por el brazo.
—¿Al final la bruja ha dejado de perseguiros? —le preguntó.
El valenciano se quedó paralizado y sin saber qué decir.
—¿Qué?
—La bruja que salvasteis de morir ahogada. Fue un gesto muy valeroso. ¿La conocíais de antes? Por favor, ahora decidme la verdad.
—¿Estoy bajo interrogatorio?
Bernardo sonrió:
—No quisiera tener que llegar a eso. Tan sólo sed sincero conmigo, os lo ruego.
—¿Cuál era la pregunta?
—La bruja que viajaba en la nao incendiada… ¿cuándo la conocisteis?
Luis se lamió los labios, de repente tenía la boca seca, y el ajetreo, la música, las voces y las risas que llenaban la plaza parecían amortiguados por una sordina. Miró a su alrededor, buscándola con la mirada, pero Cèleste tenía que seguir en la nao, pues, hasta ese momento, tan sólo unos pocos nobles y sus servidores habían desembarcado.
Se volvió hacia el dominico e intentó interpretar sus intenciones; pero con sólo uno de sus lados iluminado por las brasas, su rostro era como una máscara de cera. Era imposible adivinar sus pensamientos. Bajó los ojos y vio la jarra de vino que el dominico aún sujetaba en su mano. La tomó y dio un largo trago antes de contestar:
—La primera vez que la vi fue en Bruselas, durante el Capítulo del Toisón.
—Interesante. —Los labios de la máscara se estiraron en una sonrisa—. ¿Qué clase de bruja es?
—No os entiendo.
—Oh, los discípulos de Satanás tienen su propia jerarquía. Están los novicios. Los Iniciados de primer grado, que ya son capaces de fabricar ponzoñas y maleficios. Los Iniciados de segundo grado, que son propagandistas, incitadores, y tutores de novicios. Y, finalmente, los Principales… ¿Qué categoría tiene vuestra Cèleste?
—No tengo ni idea de esos asuntos. Vos parecéis saber más que yo.
—Apostaría a que es una iniciada de primer grado, puesto que viaja sola y no me parece lógico que envíen a una misión como ésta a una novicia. Tampoco creo que siendo tan joven sea una Principal… Os vi hablando con ella durante el capítulo, así que habéis hecho bien en no mentirme. Colijo que los vizcaínos que nos condujeron hasta aquí son también brujos, pero desconozco cuál es su relación…
—Cèleste me previno sobre ellos —Luis decidió callarse la conversación que había escuchado entre la bruja y el vizcaíno, rezando para que el dominico no estuviera también enterado de esto.
—Y avisasteis al rey del peligro que representaban los vizcaínos… Eso también lo sé. ¿De modo que fue ella la que os advirtió?
—Ella me dijo que esos hombres podían ser una amenaza para su majestad.
—Muy loable.
—¿Quieren un poco de carne, señores? —dijo una voz de mujer.
Uno de los corderos había sido apartado del fuego y varios lugareños estaban cortando grandes tajadas de él y las iban amontonando en una bandeja. La mujer que les había hablado les ofrecía un gran pedazo pinchado en una forcina.
—Ahora no tengo hambre —dijo Luis rechazando la tajada de carne.
—Pero es mejor que coma algo —le aconsejó Bernardo—, o este vino acabará por subírsele a la cabeza.
La mujer les sirvió sendos pedazos de carne sobre dos grandes rebanadas de pan. Luego, el dominico condujo a Luis detrás de uno de los pilares de piedra que rodeaba la plaza. Se sentaron en un poyo que estaba adherido a la pared de la casa. Bernardo sacó un pequeño cuchillo de entre los pliegues de su hábito y empezó a cortar trozos de carne que se fue llevando a la boca pinchados en la punta del propio cuchillo.
El valenciano dejó a un lado la suya sin tocarla.
—¿Sabíais que toda esta gente es noble? —comentó el dominico mientras señalaba hacia la plaza con un gesto amplio de su cuchillo—. Aunque pobres, todos son de alta alcurnia, tanto como cualquiera de esos cortesanos que viajan con el rey. Como ellos, están libres de pagar tributos, y si ahora nos ofrecen su alimento y su hospitalidad, es porque lo desean y no porque estén obligados. Ganaron esos privilegios cuando sus antepasados montañeses se enfrentaron en estas tierras a los sarracenos y los derrotaron. Aquí todos son cristianos viejos, no existe duda alguna sobre la pureza de su sangre; y, sin embargo… —Se llevó un nuevo pedazo de carne a la boca. Masticó—. Y, sin embargo, la brujería es todo un problema aquí en el Norte. El propio rey Enrique, el cuarto de su nombre, tuvo que tomar cartas en el asunto y otorgarles poderes especiales a los alcaldes de las villas norteñas, para que reprimiesen el aumento imparable de los brujos. Pero no sirvió de mucho; esos montes que nos rodean son un refugio perfecto para ellos. Es curioso, ¿verdad?, donde no hay marranos y moriscos hay brujas, y viceversa… ¿Cuál creéis que será la causa de esto?
—Es posible que el Santo Oficio necesite objetivos a los que perseguir…
Bernardo lo miró muy fijamente y dijo.
—¿O de otro modo no tendría sentido su existencia?… ¿Es eso lo que pretendéis decir? ¿Acaso os parece injustificada la persecución hacia vuestra raza?
La mirada y la voz del dominico le hicieron sentir un escalofrío por toda su espalda. Recordó a su familia perseguida, a su padre encarcelado, y dijo:
—Os puedo asegurar que se han cometido tremendas injusticias con mi familia.
—No os quejéis tanto. ¿Es que acaso no os parece justo que toda vuestra maldita raza sufra por haber asesinado al Salvador?
Luis se esforzó por mantener la calma.
—Tengo documentos que acreditan que mis antepasados, al igual que la mayoría de los judíos españoles, llegaron a estas tierras con la diáspora del siglo sexto antes del nacimiento de Nuestro Señor.
—¿Y eso qué importancia tiene? —Bernardo hizo una mueca de desprecio.
—Que no tuvieron nada que ver con la muerte de Cristo.
—¿Una excusa más para cuestionar los procesos de nuestra Santa Inquisición? ¿Acaso os gustaría ver a la Iglesia desarmada frente a sus enemigos?
—Yo…
El religioso alzó una mano para pedirle silencio. Dejó a un lado la comida y dijo:
—Estoy al tanto de las ideas críticas de vuestro mentor, Erasmo de Rotterdam, hacia nuestra Iglesia, de su denuncia de la corrupción del clero, y de su encendida defensa del cristianismo primitivo, de vivir la religión como una experiencia interior, lejos de los rituales, de los procesos inquisitoriales, de la espectacularidad de la liturgia… Y, ¿sabéis una cosa?, lo peor de todo es que no es el único. Hay muchas otras voces críticas y mucha gente descontenta, enloquecida, o hambrienta. Sinceramente, no sé dónde vamos a parar con todo esto. Quizá estemos a las puertas de un nuevo cisma, ¿quién sabe? Vivimos tiempos difíciles, y por ello vosotros los marranos, y también los brujos, a vuestro pesar, cumplís una función importante para nuestra Santa Iglesia.
—¿Una función para la Iglesia?
—Sin duda. Al trasladar hacia vosotros la responsabilidad de todos los males que nos acechan, la Iglesia no sólo se libra de la culpa, sino que, además, se convierte en el único baluarte de los hombres frente al ataque de los demonios… Preocupados por las actividades de los demonios y los herejes, las masas hambrientas y furiosas, atribuyen sus desgracias al influjo de Satanás, en vez de a la corrupción de los ministros de la Iglesia y a la rapacidad de los nobles.
—Parece perfecto —dijo Luis apretando los dientes con rabia ante el increíble cinismo de aquel hombre.
—Es perfecto —le aseguró Bernardo—. Pero hay un problema. Seguro que sabéis a lo que me refiero… ¿Habéis leído El Malleus Maleficarum? Sí, claro que lo habéis leído. Entonces os habréis dado cuenta de que el libro de mis hermanos Kramer y Sprenger es una herejía en sí mismo. Es una herejía merecedora de la hoguera el afirmar, como se hace en ese libro, que Satanás goza de un poder semejante… Un poder capaz de desafiar a Dios…
—Creo recordar —dijo Luis sin entender muy bien adonde quería ir a parar el dominico— que hay un pasaje en el que se afirma que estos prodigios de las brujas sólo son posibles gracias al permiso de Dios…
—Deo permittente… Sí, sí lo dice. Pero ésa sería una excusa muy pobre frente a un tribunal inquisitorial. En otros tiempos, Kramer y Sprenger hubieran acabado en la hoguera, porque su libro, el Malleus Maleficarum, se opone a la doctrina, expresada con toda claridad en el Canon Episcopi, de que las hechicerías y otras intervenciones satánicas no son otra cosa que producto de la locura de los hombres. Algo que puede suceder dentro de sus mentes o en sueños inducidos por sustancias maléficas, pero no en la realidad, pues significarían un desafío intolerable al Poder Divino.
—El papa Inocencio VIII, les dio la razón con la bula Summis Desiderantes.
—Cierto —dijo Bernardo con un gesto de tristeza— y ahí está el problema. Recientemente he descubierto que el hermano Jacobus Sprenger era un devoto practicante de las mismas artes mágicas que denunciaba en su libro.
—¿Qué? —Luis miró atónito al dominico.
—Sí. Cuando hablaba del poder de los hechizos y de las rutinas para invocar a demonios, lo hacía con conocimiento de causa. ¿Podéis imaginar lo que representaría esto para nuestra Iglesia si llegara a saberse? El propio papa quedaría en entredicho y, quizá, hasta aceleraría ese cisma que tanto tememos algunos. Ésa es mi misión. Soy una especie de… digamos… inquisidor de inquisidores. Estoy especializado en las desviaciones de la doctrina que se producen dentro del seno de nuestra comunidad de monjes predicadores… Debo encontrar el rastro mágico de Sprenger y destruirlo. Con discreción absoluta, para que la imagen del papado no resulte dañada.
Luis sonrió con amargura e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Claro —dijo—; ahora entiendo por qué me confiáis todo esto. Sabéis de sobra que si intentara revelarlo acabaría en la hoguera más aprisa que esos corderos de ahí.
—Digamos que el testimonio del miembro de una familia de marranos que está bajo proceso inquisitorial, acusando de herejía a un papa, no tendría demasiado peso. Pero a mí, en cambio, me podéis ser muy útil, por vuestra cercanía al rey y al señor de Chièvres…
—¿Por qué? ¿Qué tienen ellos que ver con vuestra investigación?
—Sé que Chièvres tuvo contacto con los discípulos de Sprenger, y que existe sospecha de brujería tras las muertes en la familia real que favorecieron la llegada de Carlos al trono. Así como en la locura de su madre… También habéis oído esos rumores, ¿no?
Luis asintió. ¿De qué le serviría negarlo? Al menos ahora sabía que el dominico no iba detrás de él o de Cèleste; y eso representaba un alivio momentáneo.
—Decidme —le preguntó el padre Bernardo bajando un poco la voz, mientras se acercaba más a él—. ¿Qué es exactamente lo que quiere de vos el señor de Chièvres?
—Cuando lleguemos a Tordesillas… —empezó Luis. «¿Debo decírselo? No, la pregunta era si me queda otra opción… Estoy frente a un inquisidor del Santo Oficio».
—¿Sí?
—Quiere que estudie el comportamiento de la reina, doña Juana, para…
—Para averiguar si está loca o no.
—Sí, así es.
El padre Bernardo se quedó un momento pensativo, con la mano en la barbilla.
—Interesante —dijo—. Espero que a partir de ahora me tengáis informado de todo.
Luis asintió con un gesto pensativo. El blanco y el negro del hábito de los predicadores dibujaban una red en la que había estado atrapado desde que era niño. Luchaba con todas sus fuerzas por escapar de ella, pero cuanto más se debatía, más se cerraba en torno a él. Al cabo de un rato de silencio dijo:
—Por supuesto.
En ese momento, los alcaldes de la villa se presentaron frente al alojamiento del rey para presentarle sus respetos. Carlos y su hermana asistieron asomados desde un balcón de la casa que ocupaban, acompañados por el señor de Chièvres y su esposa.
Un poco más lejos, al otro lado de la plaza, Luis vio al joven bravucón de grandes pómulos conversando con los campesinos de Tazones y el montañés tuerto. Miró a su alrededor. Los soldados y la guardia del rey estaban por todas partes, con sus armas preparadas y listos para la acción. Quien pretendiera atacar allí al monarca tendría que estar loco… O disponer de un ejército mayor…
«¿Partidarios de Fernando, el hermano del rey?…».
Para muchos españoles, Carlos I no era más que un usurpador extranjero. Preferían al otro hijo de Juana, Fernando, que había crecido y se había educado en España. Esto era algo que todo el mundo sabía en Flandes, pero de lo que no se hablaba mucho. La imagen de los españoles ansiosos por recibir a su joven rey era la que se había difundido desde la corte, pero Luis sabía que la realidad era muy distinta. Una gran parte de la nobleza española miraba con recelo a aquel muchacho que no hablaba una palabra de castellano y que viajaba rodeado por una corte totalmente extranjera. Y el apoyo a Fernando había ido aumentando día a día, mientras los barcos de Carlos seguían atracados en Flessinga por culpa del mal tiempo. Ésa era la explicación de la apresurada partida, apenas se produjo una ventana de bonanza en el clima.
Y ahora él estaba allí, atrapado en medio de todo aquello.