19 de septiembre de 1517
Los pilotos vizcaínos parecían sinceramente avergonzados una vez que su error se hizo manifiesto. Estaban frente a una costa desconocida, cuando el día anterior afirmaban con toda seguridad que ya se veían las montañas de su tierra.
Luis observó cómo el rey aceptaba sus disculpas con un gesto frío y distante, a la vez que se mantenía a una segura distancia de ellos, rodeado por una fuerte escolta de sus arqueros. La confianza había desaparecido por completo en aquella nave.
También entre él y Cèleste. Aunque la muchacha había intentado hablarle en un par de ocasiones, Luis se había disculpado diciendo que andaba muy ocupado; y no se separaba de Laurent ni un momento para que ella no pudiera encontrarlo a solas. La estaba evitando y ella se había dado cuenta, pero no sabía qué otra cosa hacer. Dirigió una mirada fugaz en dirección al dominico; el padre Bernardo nunca andaba muy lejos, y cuando sus miradas se cruzaban le parecía que ya lo sabía todo.
—Juraría que ya no estamos a más de una legua… —dijo, intentando que su voz sonase natural. En ese momento se sentía transparente, como si estuviera hecho de vidrio y cada uno de sus gestos delatase sus pensamientos.
—Pues te equivocarías —objetó Cornille—. Si, como creo, eso es Asturias, la altura de esas montañas te engaña. En realidad distamos más de seis leguas de la costa.
—¿Tan altas son? —preguntó Laurent.
—Altas e infranqueables. Ésos son los montes de Europa. Los mismos vientos cargados con la humedad marina son detenidos por ellas. Por ese motivo la meseta castellana es tan árida mientras que esas tierras de Asturias parecen empapadas de agua. No podremos cruzar a su través, eso seguro. Tendremos que ir pegados a la costa, buscando los pasos entre las montañas.
El conde de Porcián y otros nobles se reunieron en el puente con el rey y con el señor de Chièvres. La mayoría opinaba que era mejor no desembarcar en esa playa inesperada y continuar por mar hasta Santander.
—A pesar de los vientos contrarios —dijo el señor de Amont—, siempre será mejor que continuar a través de infames caminos de cabras para atravesar las montañas.
—Podríamos esperar los vientos favorables para navegar hasta Santander —sugirió el conde de Porcián.
—Señores —dijo Chièvres a los nobles—, en el mar no hay nada seguro, eso ya lo hemos comprobado de sobra. Seguir el viaje por él podría darnos algunos días de ventaja pero también podría retrasarnos mucho más de lo que ya vamos. Aprovechemos la oportunidad que tenemos ahora de pisar por fin suelo español.
Cuando estaban a unos dos tiros de ballesta de la costa, distinguieron un pueblecito diminuto, de casas blancas amontonadas alrededor de una playa semicircular. Los barcos de la flota recogieron las velas y echaron el ancla. Un tropel de naves de remos y velas partió de inmediato hacia tierra cargadas con los furrieles y servidores que iban delante para preparar el alojamiento de su majestad y de los nobles de su corte.
Mientras los barquitos se alejaban, Jean Cornille se acercó a Luis y le dijo:
—Si yo estoy en ese pueblecito y me veo llegar una flota de naves de guerra como ésta, con ese enjambre de botes viniendo hacia mí…, me cago las patas abajo.
El valenciano se volvió hacia el piloto y forzó una sonrisa:
—Ojalá se limiten a eso y no decidan cagarnos a nosotros —dijo.
—¿Quieres decir que se pongan violentos?
—Sí.
—¿Y qué pueden tener ahí que nos cause problemas? ¿Piedras y palos…, alguna alabarda oxidada?
—Para el rey sería empezar con muy mal pie, ¿no crees?
—Eso sí.
La lancha de desembarco del rey fue cuidadosamente enjaezada sobre cubierta. Laurent Vital supervisó los detalles y se ocupó personalmente de elegir los ricos tapices con los que fue revestida, los cojines bordados con hilo de oro al más puro estilo borgoñón, y las banderas blasonadas con las armas del rey. Cuando todo estuvo dispuesto, la lancha fue elevada con ayuda del cabestrante, para llevarla así hasta el agua. Pero al llegar a cierta altura, una de las poleas cedió y la embarcación estuvo a punto de estrellarse contra la cubierta. Las damas de la corte, que estaban presenciando la maniobra, gritaron de terror. Luis vio que Laurent también gritó lo suyo, y se llevó las manos a la cabeza. Pero la lancha no cayó; los marinos tuvieron que sudar y esforzarse, pero consiguieron bajarla lentamente hasta la superficie del mar; con lo que se ganaron el aplauso entusiasmado de las damas.
Laurent se pasó las manos por la frente y, tras secarse el sudor, se acercó a ellos.
—Hemos estado al borde de la tragedia —dijo—. Esa barca pesa más que diez toneles llenos de vino, y si llega a caer desde esa altura, nos revienta una cubierta tras otra y nos manda derechitos al fondo del mar. ¡Menuda entrada hubiéramos hecho!
—Habría causado sensación y sería comentada durante años por los lugareños —dijo Cornille con una risa burlona—. ¿No es eso lo que pretendes con tanto adorno?
—Busco sorprender, pero no de ese modo.
Poco después, el rey, su hermana, junto con todas las damas y doncellas, y también los grandes dignatarios y señores, encabezados por el señor de Chièvres, subieron a la lancha y ocuparon sus respectivos sitios. El oficial al mando hizo sonar una corneta y a fuerza de remos se dirigieron hacia tierra con los estandartes flameando ruidosamente.
Luis sintió una mano sobre su hombro y se dio la vuelta. Era Cèleste.
—Necesito hablar contigo —dijo ella mirándole a los ojos.
—¿Te parece que lo hagamos más tarde? —le preguntó él con gesto aparentemente inexpresivo.
—¿Se puede saber qué es lo que te pasa?
Por el rabillo del ojo, Luis vio que Laurent y Jean Cornille fingían seguir atentos al desembarco, pero que tenían las orejas bien enfocadas hacia ellos.
—Ahora no podemos hablar, lo siento.
Luis se dio la vuelta y esperó sin mover un músculo hasta que oyó cómo la chica se marchaba. Luego miró a los dos que estaban a su lado y que eran todo sonrisas.
Laurent le dio un codazo, guiñó un ojo y le dijo:
—A veces es difícil quitárselas de encima, ¿eh compañero?
El valenciano sonrió desmañadamente, pero no dijo nada. Decidió que hablaría con Cèleste en cuando estuvieran en tierra y pudiera alejarse de la influencia del dominico. Por nada del mundo quería que la muchacha se viera envuelta en la trama de lo que fuera a suceder con aquellos vizcaínos.
Volvió a concentrarse en la lancha que ya estaba junto a la costa.
Un pequeño grupo de nativos se había congregado en ella para recibirlos. Uno de ellos se metió en el agua, se acercó respetuosamente a la lancha y cargó sobre sus espaldas al nuevo rey de España.
De ese modo llegó Carlos hasta la orilla y pisó tierra española por primera vez.