18 de septiembre de 1517
—¡Tierra! —gritó uno de los vizcaínos desde la proa.
Su agudeza visual tenía que ser asombrosa, pues ni siquiera los vigías que iban en las cofas la había visto aún. Eran las ocho de la mañana y el horizonte estaba aun neblinoso, pero un par de horas después las montañas se dibujaban claramente a los ojos de todos.
Unos días antes el viento se había vuelto favorable, pero tan débil que apenas se avanzaba quince o dieciséis leguas en veinticuatro horas. Por lo tanto, todos estaban ansiosos por llegar de una vez. El rey había prometido una botella de su mejor vino al primero que viera la costa española, de modo que el vizcaíno acudió de inmediato a la cámara del monarca, para anunciarle que los montes de Vizcaya ya estaban a la vista.
Pero de nuevo fue Jean Cornille quien puso la nota discordante.
—Acordaos mañana de lo que os voy a decir ahora… —dijo enigmáticamente.
Laurent y Luis, que estaban inclinados sobre la borda intentando divisar también aquella tierra que tanto habían anhelado alcanzar, se volvieron hacia el piloto.
—¿Qué sucede ahora? —quiso saber el valenciano.
—Fijaos bien —les reveló Cornille— eso que tenemos enfrente no es Vizcaya.
—¿Qué? —exclamó Laurent.
—Es cierto que los picos y montes de Vizcaya son altos como los de esa tierra que vemos, pero calculo que estamos mucho más hacia el Oeste.
—¿Estás seguro de eso? —le preguntó Luis.
—Amigos míos —dijo el piloto con suficiencia—, mañana comprobaréis que os he dicho la verdad. No en vano he realizado este viaje tantas veces…
—Lo que me sorprende es que esos vizcaínos no reconozcan su propia tierra —dijo Laurent.
—Sí, a mí también me asombra —reconoció Cornille—. Es muy extraño.
Recordando lo que Cèleste le había advertido sobre aquellos hombres, Luis dijo:
—Debemos avisar al rey de inmediato.
—¡Por supuesto! —coincidió Laurent bastante alterado.
—No creo que haya ningún peligro —dijo Cornille—. Y es sólo una suposición mía. Mañana sabremos la verdad fuera de toda duda. Además, ya cometí un error ante el rey al predecir que el tiempo cambiaría con la luna. No quisiera volver a equivocarme…
—¡Y cambió! —dijo Luis—. Eso no fue una equivocación.
—Cambió para peor. Sin duda que muchos hubieran preferido fondear en algún puerto inglés y esperar allí la llegada de los vientos favorables… A veces, calladito estoy más guapo.
—Pero acertaste en tu predicción —insistió Laurent—. Y seguro que ahora aciertas de nuevo.
—Entonces, creedme si os digo que ya no tenemos más remedio que atracar en esas tierras. Ni los vientos ni las mareas nos permitirían dirigirnos ahora hacia Levante, y necesitamos víveres urgentemente. Por lo tanto… ¿para qué hacer un sobresalto con esto? Mañana por la mañana todo el mundo sabrá la verdad.
—No —dijo Luis—. Si esa gente ha mentido, el rey debe saberlo de inmediato.
Informaron a Jannet de Taremonde. Pero el capitán tenía sus dudas sobre lo que afirmaba el piloto e insistió en que Luis y Cornille lo acompañaran ante el rey.
Carlos Primero los recibió en su cámara. No era muy espaciosa, pero cada rincón estaba perfectamente aprovechado. Tenía, incluso, una pequeña biblioteca apilada contra el mamparo del fondo, y Luis observó con amargo humor que los libros de caballería eran los más abundantes.
El rey y el señor de Chièvres tomaban juntos unas naranjas sanguinas, cortadas en rodajas y azucaradas con vino. Su majestad estaba envuelto en una manta forrada de piel; parecía mustio y cansado. El privado llevaba un jubón de raso negro y tenía el mismo aspecto depredador de siempre. Un tablero de ajedrez, con una partida empezada, había sido retirado a un lado, como si hubieran hecho un alto en el juego para tomar un refrigerio.
—Jean Cornille, debes de tener razón —dijo Chièvres cuando Taremonde dejó de hablar, mientras engullía su última rodaja de naranja—, pues conoces como nadie esta costa. Pero también es cierto eso que dices que ahora no tenemos más remedio que desembarcar. Todo el mundo está cansado de esta travesía, y su majestad el que más.
—¿Qué peligro puede acecharnos en estas tierras? —preguntó Carlos con un hilo de voz. Luis lo miró con preocupación; estaba pálido y tenía los ojos enrojecidos.
—La cuestión, majestad —dijo el capitán—, es que no sabemos dónde estamos.
—Pero sabemos que nos hemos desviado hacia el Oeste, ¿no?
—Así es, Majestad —intervino Jean Cornille—. Y yo, además, apostaría a que ésos que se ven son los montes de Asturias y no otros…
—En cualquier caso estamos en España, ¿no? Si los vizcaínos nos hubieran conducido hasta las costas francesas… bueno, eso sería ciertamente sospechoso.
—Es posible, Majestad —dijo Luis dando un pequeño paso hacia adelante y haciendo una reverencia—. Pero lo que nos preocupa es el motivo por el cual esos vizcaínos mienten. Me parece imposible creer que confundan su propia costa con otra.
—Imposible, sí —dijo el piloto con una sonrisa—. ¡Pero si andan todo el día señalando a lo lejos y diciendo que ése es el pico tal y ése el monte cual!
—¡Yo necesito pisar tierra firme de una vez! —gimió Carlos con su pronunciada barbilla temblándole. Un hilillo de baba resbaló por ella y se limpió con un pañuelo—. Chièvres, no puedo aguantar ni un día más en este maldito barco… ¡Ya no puedo más!
—Tranquilizaos, majestad —dijo el privado.
Las manos del rey temblaban incontroladamente sobre la mesa. Parecía a punto de sobrevenirle un ataque. Abrió mucho los ojos, como si acabara de comprender.
—Y esto les dará más tiempo a los partidarios de mi hermano —murmuró—. Todos estos retrasos… en tierra… en el mar… ahora… Todo esto beneficia a Fernando sin duda.
—Lo malo es que en el puerto de Santander se habrán reunido los más fieles de los nobles españoles para recibirnos, y habrá una gran inquietud cuando no nos vean llegar… Claro, que si esas tierras que vemos son las del Norte de España, podemos ir costeando… ¿No es así?
La pregunta de Chièvres iba dirigida a Taremonde y al piloto, pero éstos se miraron uno al otro sin saber qué decir. Estaban bastante alterados por ver al rey en ese estado.
—El viento sopla de Levante —dijo al fin Cornille—. Hubiera sido bueno para viajar de Vizcaya a Santander por mar, pero si ahora estamos al Oeste de Cantabria, como yo creo, el viento nos sería contrario de nuevo y eso supondría más retrasos…
—¿Lo ves, Chièvres? —dijo el rey volviéndose hacia su privado—. Tenemos que desembarcar de una vez por todas.
—Sigamos adelante entonces —accedió éste—, y veamos qué nos depara el destino. Pero mantengamos los ojos bien abiertos…
—Señor —dijo el capitán—, me ocuparé personalmente de avisar a la guardia para que tengan cuidado con esos vizcaínos.
Chièvres asintió y los despidió con un gesto. Cuando los tres hombres abandonaron la cámara real se miraron significativamente el uno al otro, pero ninguno dijo nada.
Al anochecer, Luis buscaba a Cèleste para hablarle de los temores de Cornille sobre los vizcaínos, que parecían confirmar los suyos. Pero no había visto a la muchacha en todo el día y seguía sin aparecer. Contrariado, iba a regresar a su cámara, por si estaba allí, cuando oyó unas voces que hablaban en susurros en un oscuro rincón del castillo de proa. Reconoció una de las voces que decía:
—No veo qué pretendéis lograr con esta farsa, pero no os va a salir bien. Varios miembros de la tripulación ya se han dado cuenta del engaño y el rey ha sido advertido.
Era la voz de Cèleste.
—Tú mantén la boca cerrada, sorguiña, y la lengua quieta si no quieres quedarte sin ella —era el acento brusco del jefe de los pilotos vizcaínos.
¿Sorguiña? Luis se retrepó contra un sombrío mamparo y contuvo la respiración.
—Os estáis arriesgando mucho con esto y no puedo permitirlo… —Cèleste de nuevo.
—¿Que tú no puedes permitirlo…? ¡Ja! ¿Y quién te has creído que eres? Ni siquiera deberías estar aquí. Nadie te ha invitado.
—Si yo no hubiera estado aquí, ahora no sabrías a qué te enfrentas.
—Eso es lo que tú dices, pero nada hay seguro. En todo caso tú ya no tienes ni voz ni voto en todo esto. Sólo te voy a hacer una sugerencia: no te cruces en mi camino.
Hubo un silencio y el vizcaíno repitió:
—No te cruces o te pesará, sorguiña. Y te lo aseguro.
Tras estas palabras el hombre se dio media vuelta y se marchó con paso furioso. Cruzó frente a Luis sin verlo. Éste se apretó un poco más contra la oscuridad hasta que el vizcaíno se hubo alejado. Entonces salió de su escondite.
Distinguió la silueta de Cèleste junto a la borda, recortada contra el cielo nocturno. Detrás de ella, las estrellas brillaban con fuerza.