Cèleste sabía que las oraciones del rey se iban a prolongar, al menos, durante una hora, y eso le daba un buen margen de seguridad para lo que pretendía hacer.
Sigilosamente entró en la cámara de Luis, se quitó la gonela azul y la dejó cuidadosamente doblada sobre una de las literas. Cubierta sólo con la camisa, abrió la portilla de la lumbrera y sacó medio cuerpo fuera. Era tan estrecha que tuvo que contorsionarse para que sus hombros pasaran por la abertura. La parte superior del castillo de popa estaba decorada con una talla de madera estofada que representaba a Hércules separando las dos columnas, y sobre ésta colgaba el gran farol de bronce que remataba la nave y un largo gallardete triangular con los colores reales que ondeaba empujado por el viento. El flamear de la tela y el ruido del mar casi ocultaba cualquier otro sonido, pero logró oír el murmullo de las oraciones que llegaba desde la toldilla. Sujetándose con ambas manos a los anchos pies de Hércules, terminó de salir de la cámara y quedó suspendida sobre el remolino de espuma que se formaba en la popa de la nao, estrellándose y salpicando contra la aleta vertical del timón. El viento agitaba su camisa blanca como si quisiera arrancársela.
Pudo introducir los dedos en los resquicios del artesonado de madera policromada; pero estaba húmeda y resbaladiza, y fue muy difícil sujetarse a ella mientras se estiraba para alcanzar con la punta del pie la balaustrada que rodeaba el castillo de popa. Una vez hizo contacto, se soltó y aterrizó como una gata en el interior de la galería.
¡Tump! Justo allí se encontraba la lumbrera de la sala de la guardia, y comprendió que su caída había provocado un gran estruendo, de modo que permaneció durante un buen rato agazapada y en completo silencio. Luego se asomó con cuidado y vio a varios soldados en torno a una mesa. Afortunadamente para ella, estaban tan concentrados en su juego de dados que ninguno se giró para investigar el origen del ruido.
Desde allí era más fácil, pues los balaustres le proporcionaron un asidero perfecto para descolgarse por la paneladura hasta la galería inferior. Estaba empapada en sudor, tenía los brazos entumecidos y los dedos le temblaban por el formidable esfuerzo que había realizado, pero ya estaba frente a su objetivo: la lumbrera de la cámara real.
Se asomó con cuidado, por si había guardias en su interior, pero estaba vacía. Lógicamente, éstos estarían apostados frente a la puerta de la cámara, pues nadie podía imaginar que hubiera gente tan loca como para hacer lo que ella estaba haciendo.
«Lo más difícil será volver a subir», le advirtió una clara vocecilla de su interior.
Bueno, ya se preocuparía por eso a su debido tiempo. De momento, empujó la portilla y entró. Atravesó pausadamente la pequeña habitación y se detuvo junto a la puerta. Sí, podía escuchar a los guardias hablando al otro lado.
Una rápida ojeada a la cámara y comprobó que al fondo estaban los arcones de Carlos y de Chièvres. Aparte de eso, la estancia era casi tan sobria como cualquier otra en el barco. Disponía, eso sí, de dos literas individuales separadas por una cortina, un par de sillas, y una pequeña mesa de una pata adosada al mamparo de estribor. Todo estaba perfectamente ordenado y recogido, lo cual le convenía, pues sería más fácil dejarlo de nuevo así.
«Necesito una prueba», se dijo mientras recordaba lo que Luis le había contado sobre las profecías de De Fiore. Desde entonces sabía lo que se ocultaba detrás de toda aquella intriga, pero necesitaba comprobarlo por sí misma. Verlo con sus ojos.
Abrió uno de los arcones, el que estaba más cerca de la lumbrera, y rebuscó en su interior. Estaba repleto con la ropa que el rey usaba a diario. Sin sacar nada de él, fue metiendo la mano entre los pliegues de las telas y palpó con cuidado, pero no halló nada. ¿Dónde estaría escondido? La base del arcón estaba elevada sobre cuatro patitas, y ella buscó a tientas en el espacio debajo de él. Nada. Con cuidado de no hacer ruido, movió entonces hacia adelante el arcón para apartarlo del mamparo y tampoco halló nada detrás de él.
Se pasó la mano por la frente; estaba empapada de sudor y pensó que hacía un calor terrible allí. Pero comprendió que aquel calor salía de dentro de ella. Tenía que reconocer que aún seguía agitada por el descenso, y por el tiempo que pasaba inexorable sin que encontrase lo que había venido a buscar. Podía ser algo muy pequeño, no mayor que un puño, y estaba segura de que se ocultaba en algún rincón de la cámara.
Buscó las huellas del hechizo, pero no las vio. Seguro que las habían borrado, pero no dejaba de resultar inquietante. Bueno, en ese caso no podía hacer otra cosa que ser meticulosa. Abrió el arcón de Chièvres, que también estaba lleno con su ropa, y volvió a introducir la mano en cada pliegue, uno a uno.
«¿Cuánto tiempo ha pasado ya? Desde aquí no se escuchan los rezos… Estoy segura de que Carlos regresará a su cámara tan pronto como termine la ceremonia. Podría aparecer en cualquier momento».
Sus dedos tocaron algo oculto entre la ropa. Al tacto parecía una caja de cuero…
«Sí, aquí está…».
Pero sólo era un libro. Cèleste lo ojeó rápidamente; parecía un tratado militar. El título era: Libro de los cien capítulos. Recordó que Luis lo había citado, quizá era importante, pero ella no tenía tiempo. Lo devolvió al interior del arcón y cerró la tapa.
Buscó cada rincón y esquina del camarote, e inspeccionó a fondo uno por uno todos los utensilios de aseo que estaban repartidos por la habitación: cepillos, orinales, espejos, palanganas, frascos para guardar los afeites… Nada. También había un montón de libros apilados sobre una tarima al fondo, y un tablero de ajedrez con sus piezas.
Entonces oyó un golpe seco al otro lado de la puerta. ¿Era un taconazo de los guardias que anunciaba que el rey estaba de regreso?
Cèleste contuvo el aliento y se irguió. ¿Qué iba a decir si la encontraban allí? No había explicación posible para una situación como ésa. Pero la puerta no se abrió.
Sonó otro golpe. Comprendió que no provenía de los guardias de la puerta, sino de los que jugaban a los dados en el piso de arriba. ¿Acaso se estaban peleando?
Alzó la vista y… Sobre su cabeza el candil de aceite se balanceaba rítmicamente.
Con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, Cèleste arrimó una de las dos sillas y subió sobre ella. Quitó la tapa del candil y miró dentro.
¡Allí estaba! Una figurita de cera, blanca como la leche, flotando en el aceite de oliva que llenaba el depósito del candil. Tendría un palmo de largo y estaba modelada para darle la apariencia de una tosca figura humana. Dos brazos y dos piernas extendidos como aspas. Una cabecita con algo más de detalle: dos agujeritos como ojos, una nariz hecha con un pellizco en la cera, y una boca en la que la mandíbula inferior sobresalía grotescamente de la superior. La figurilla se le resbaló entre las manos y cayó dentro del depósito con una gran salpicadura de aceite. Cèleste respiró hondo, apretó los puños e intentó tranquilizarse.
«Sí, aquí está, tal y como había imaginado. Pero antes de irme debo averiguar exactamente de qué se trata. Debo saber la clase de hechizo que es…».
Volvió a coger la figurilla, le dio la vuelta y clavó una uña en la parte de atrás del cráneo. Con cuidado separó las capas de cera para dejar al descubierto una especie de diminuto cerebro oculto en el interior de la cabeza del muñeco. Estaba vivo, se lo veía palpitar y moverse levemente dentro del angosto espacio que ocupaba. Sólo que no era un cerebro, sino una gorda oruga grisácea que se alimentaba de la cera a la vez que crecía.
En ese momento, el amuleto que colgaba sobre su pecho empezó a vibrar y a ponerse muy caliente. La sorpresa estuvo a punto de hacerla caer, pero se concentró en volver a cerrar la cabeza del muñeco y en dejarlo todo tal y como lo había encontrado dentro del aceite. Bajó de la silla y la devolvió a su sitio.
—¡Majestad! —oyó la voz de los guardias al otro lado de la puerta, y (esta vez sí) un taconazo.
La puerta empezó a abrirse a la vez que ella saltaba por la lumbrera y se agazapaba en un rincón de la galería, esperando que no la hubieran visto. Sonaron las voces de Chièvres y el rey conversando en el interior. El ruido del mar le impedía entender sus palabras, pero el tono tranquilo le demostró que no habían percibido nada extraño.
«¿Cómo voy a salir de aquí? Es imposible que pueda volver a trepar sin que me vean. Lo único que puedo hacer es esperar escondida hasta que los dos abandonen de nuevo la cámara, y entonces…».
Pero sabía que eso podía significar pasar en esa posición un día entero, o más, completamente inmóvil, bajo el sol del día y el viento helado de la noche. Iba a ser muy duro, pero si no tenía otra alternativa lo superaría. Y rogaba para que ni al rey ni a su privado se les ocurriera salir a la galería en ningún momento.
Casi había aceptado ya su triste situación, cuando sucedió algo increíble. Una soga cayó desde lo alto, como un regalo del cielo. No lo podía creer. Cèleste se asomó un poco y vio que provenía de la cámara de Luis. La sujetó con una mano para que el aire no la agitara y golpeara los cristales de la lumbrera delatándola.
Empezó a trepar por ella, sigilosamente, sujetándose firmemente con las piernas y tirando con las manos, palmo a palmo. Al pasar junto a la sala de la guardia, oyó voces airadas y el sonido de una reyerta. Alcanzó la cámara de Luis y se metió, reptando como una serpiente en un nido de ratones, por la estrechísima abertura de la lumbrera.
Allí no había nadie. La soga estaba atada al palo vertical de una de las literas. Cèleste la desató y la enrolló antes de arrojarla lejos, hacia el mar.
Luego volvió a ponerse sus ropas y abandonó la cámara.