A las ocho de la mañana del domingo, con el mar más calmado, los pilotos comprobaron que habían perdido el rumbo por completo. La tormenta los había empujado firmemente fuera de su ruta, hacia el mar del Norte, de tal modo que estaban casi peor que al principio del viaje, y con el agua de las cubas a punto de corromperse.
Y el viento contrario persistía.
Los pilotos fueron llamados a consulta por el rey y su privado. Más tarde, ese mismo día, Cornille les habló de esa reunión a Luis y a Laurent:
—Las cosas se han puesto tan feas que hubo quien sugirió regresar a Flandes y esperar allí la llegada de una nueva estación propicia.
—Eso sería desastroso para los planes del rey —dijo Laurent.
—Precisamente —asintió Cornille mientras masticaba un mendrugo de pan untado con escabeche, pues su idea era que el mareo había que combatirlo comiendo—. Por eso mismo dije: «Majestad, aunque el viento haya sido y sea todavía contrario, no obstante, hablando con todo respeto hacia mis compañeros, pienso que dentro de dos o tres días habrá cambiado el tiempo por el cambio de la luna, y espero que será mejor que el presente. De no ser así, con la ayuda de Dios, podríamos alcanzar en veinticuatro horas las costas de Inglaterra, o Sorlinge, o Bretaña, o donde gustéis».
—¿Y qué se decidió al fin? —preguntó Luis, conteniendo la náusea. Había pasado todo el día muy mareado y ver ahora comer al piloto no le ayudaba precisamente.
—Seguir mi consejo —dijo Cornille con orgullo, lamiéndose los dedos.
Tal y como el piloto había augurado, el tiempo cambió. Pero no llegaron vientos propicios, sino una calma que hizo muy feliz a damas y cortesanos, que al fin podían salir a tomar el sol por la cubierta, y contemplar los peces y delfines en un mar que parecía haberse transformado en un gran embalse. De repente, el ambiente era de fiesta; se diría que todo el mundo quería olvidar el miedo pasado. Uno de los músicos hizo sonar su trompeta, y a su sonido los delfines sacaban la cabeza para lanzar extraños grititos, como si intentasen cantar, con gran regocijo de las damas que aplaudían entusiasmadas.
Pero Jean Cornille miraba muy nervioso hacia el cielo.
—¿Por qué esa cara de preocupación? —le preguntó Luis—. Acertaste en tu consejo al rey. El tiempo ha cambiado tal y como auguraste.
—Pero no para bien —se lamentó el piloto—. No hay nada que un marino tema más que una calma chicha. Como poco supone un retraso; pero es que, además, pueden anunciar la llegada de tormentas mayores. Se gastan los víveres, se estropea el agua y hasta el aire se corrompe. En medio del mar, puede acabar con todos nosotros.
—Dios no lo quiera —dijo Luis mientras miraba con preocupación a las damas que arrojaban alegremente trozos de pan a los peces.
—Recemos todos para que esto se acabe pronto…
En ese momento se produjo una ovación, pues el propio rey había subido a cubierta. Iba exquisitamente ataviado con un jubón de raso carmesí de cuello alto y un coleto forrado de piel de marta que le llegaba un palmo por debajo de la cintura. Después de saludar a su hermana, y a las damas y doncellas, subió ceremoniosamente a la toldilla y se puso de rodillas sobre uno de los cojines que allí habían sido dispuestos, frente a un gran crucifijo de oro, para cumplir con las plegarias prometidas si salían con vida de la tormenta. Chièvres y su esposa, y otros muchos altos cortesanos, se arrodillaron detrás del monarca.