Luis paseaba tranquilamente por cubierta, rodeado por la niebla más espesa que jamás hubiera visto. Sus jirones parecían largos tentáculos blanquecinos que se enredaran en sus brazos y piernas mientras caminaba. Imposible ver nada más allá de la extensión de su brazo; incluso su mano parecía difuminada y pálida a esa distancia.
Desde luego, jamás había visto nada igual. Aquella bruma era extraordinaria; parecía casi tan sólida como la miel o la gelatina, y, sin embargo, podía respirarla sin dificultad. Al agitar el brazo, se creaba una especie de hueco en la niebla que dibujaba el rastro dejado por éste, y que al poco se iba llenando lentamente de aquella elástica sustancia. El efecto era bastante interesante, y Luis lo experimentó varias veces, trazando círculos en el aire que permanecían un momento, para luego desaparecer lentamente.
De repente se detuvo al comprender algo.
Ya no estaba en el barco. Le había costado darse cuenta de que ya no sentía el continuo balanceo bajo sus pies y el crujir incesante de las vergas y los cordajes.
Pero no recordaba el momento en el que había desembarcado. ¿Ya habían llegado a España? ¿Era ésta la niebla habitual de la costa cántabra?
Se agachó para tocar el suelo. Liso y suave como el mármol, pero tan cálido como la piel humana. Tenía exactamente el mismo color que la niebla y se le ocurrió pensar que era la misma sustancia solidificada. Pero eso no tenía sentido, claro.
Relámpagos de todos los colores brillaron frente a él iluminando la niebla. Las deflagraciones se repetían rápidamente, una tras otra, y formaban extraños dibujos geométricos al teñir con su cromatismo primario la perfecta blancura que le rodeaba. Siguieron los relámpagos, superponiéndose cada vez más luminosos, hasta que los colores se fundieron unos con otros y brillaron con una cegadora blancura.
Parpadeó deslumbrado y se tapó los ojos. Pero aquella luz era de tal intensidad que atravesaba la carne de las manos y los párpados y seguía cegándole.
Oyó una voz a su espalda que decía:
—¿Amanece o qué es tanta claridad?
Se puso de nuevo en pie y se volvió, pero no vio a nadie.
—¿Quién va? —preguntó con algo de temor.
—¿Hola? —dijo una voz distinta—. ¿Has oído?
—Sí, y también lo siento. Es un cuerpo caliente… —dijo el primero.
Luis entrecerró los ojos para intentar ver algo. Distinguió unas siluetas oscuras, con sus perfiles difuminados por la luz, que avanzaban hacia él.
—¿Nos dejas acercarnos? Sólo un poco…
El valenciano retrocedió un paso y dijo:
—¿Quiénes sois?
—Fijaros, puedo ver cómo circula la sangre por todo su cuerpo. ¡Es maravilloso!
Estaba rodeado. Calculó que debían de ser ya varias docenas e iban cerrando el círculo. Tendían los brazos hacia él, sus miembros eran largos y delgados como palos, los dedos retorcidos como las ramas de una vid. Sus rostros eran todo sombra.
—Deja que nos acerquemos un poco más…
—¡Apartaos! —gritó— Luis…
Las palabras habían sonado justo a su lado derecho. Se volvió rápidamente. Era la voz de Cèleste, pero no había nadie junto a él.
—Luis —repitió—, no hables con ellos.
—¿Cèleste?
—Sí. No hables con ellos, ignóralos y no podrán hacerte nada.
—No puedo verte.
—Estoy justo a tu lado.
—Pero no te veo.
—Tranquilízate. ¿Qué es lo que ves?
—Una luz blanca, deslumbrante… Antes vi unos relámpagos que dibujaban una especie de arabescos de colores en el aire y luego esas criaturas me rodearon…
—Ya se han ido. Son espíritus perdidos. Suelen acudir al borde del Annwn para ver si consiguen algo de sangre de nuestro mundo. Pero no temas. No pueden tocarte porque yo estoy a tu lado.
—¿Has dicho sangre? Por el amor de Dios, ¿dónde estamos?
—Estamos en una pequeña cámara situada bajo la tolda, la que compartes con tus camaradas; es decir, con ese tal Laurent Vital y otros cuatro servidores reales…
—Sí, recuerdo haber entrado allí contigo… pero no se parece en nada a esto.
—Escúchame con atención e intenta recordar: los dos estamos ahora en tu cámara. Nos aseguramos de no ser molestados por nadie y tomamos juntos el ungüento. Tuve que preparar más cantidad porque mi reserva estaba casi agotada. ¿No lo recuerdas?
—Sí, sí. Me acuerdo. Lo untaste en mis axilas…
—Existen otros métodos más extravagantes de aplicarlo —rió ella—, pero no me parecieron oportunos… Dime qué es lo que ves ahora.
—Sigo deslumbrado por esa luz blanca y no puedo verte, pero te escucho perfectamente, como si estuvieras a mi lado.
—Es que estoy a tu lado. Lo que sucede es que tus ojos aún no se han acostumbrado a este medio. Es como cuando entras en una habitación casi a oscuras o cuando los abres bajo el agua. Tus sentidos deben aprender a ver en el Annwn.
—¿Esto es el Annwn?
—Estamos a sus puertas.
—También vi esos relámpagos de colores de los que te hablé…
—Sí, eso es la retícula. Es normal verla cuando se entra en el Annwn. Algunos brujos intentan interpretar esos motivos de colores.
—Era el mismo dibujo del tejido de tu talega —comprendió Luis.
—Sí, son motivos mágicos… Escucha, esa luz que ves es la energía radiante del Origen. La semilla de la que vienen todas las formas vivientes brota hacia fuera y golpea contra ti con una luz tan brillante que tú apenas puedes mirar.
—Así es.
—No te asustes, no rehuyas mirarla. Acéptala. No intentes entenderla, simplemente fúndete con ella. Déjala fluir a través de ti. Piérdete en ella…
—¡Espera! Creo que ahora te he visto… Sí, he visto agitarse la niebla luminosa frente a mí, como si algo se moviera en su interior.
—Sí, soy yo. Tus ojos empiezan a acostumbrarse al Annwn. Coge mi mano.
—¿Qué?
—La tengo tendida hacia ti. Fíjate bien.
Luis miró con más atención. Los jirones de niebla luminosa que se arremolinaban a su alrededor ya no parecían tan brillantes y se desgarraban como un velo. Vio un brazo de mujer flotando en el aire, desvaneciéndose a la altura del codo. Alzó su mano y estrechó la que Cèleste le estaba tendiendo. Sintió su calor y la textura de su piel.
—Muy bien —dijo ella—. Ahora todo será más fácil. Vamos…
Tiró de él.
—¿Adónde?
—Exploremos un poco esto. No te preocupes, tu vista se irá aclarando.
—Oscureciendo dirás… Si no puedo ver nada es a causa del exceso de luz.
—Entorna los ojos. Dime si puedes ver de nuevo la retícula.
—¿La retícula?… Espera, creo que ahora puedo verla… ¡Es asombroso!
Al entornar los ojos y reducir aún más el brillo de aquella luz blanca, empezó a apreciar el policromado calidoscopio que los rodeaba. Caminaban por un túnel que parecía hecho con vidrieras de colores. Cèleste iba delante de él y le sujetaba la mano para guiarle. Estaba completamente desnuda, igual que él. La luz multicolor se reflejaba en sus pieles.
—¡Es increíble! —exclamó Luis—. ¿Qué es exactamente?
—La retícula es una especie de… membrana entre los mundos… Como una frontera. No, no te detengas. Tenemos que salir de este corredor o seremos absorbidos de vuelta.
—¿Estás segura de que esos… seres no van a regresar?
—Ya no nos molestarán más. Prefieren presas fáciles, como los bebés o los durmientes… Ellos son los responsables de las pesadillas, pero a ti ya no te harán nada.
Los colores de la trama empezaban a apagarse. Un instante después, desaparecieron por completo y fue como si caminasen por un túnel horadado en la roca. La única luz era la multicolor que provenía de su espalda y proyectaba sus sombras hacia delante.
Por eso no vieron el final del túnel y atravesaron su salida casi sin darse cuenta.
Ahora estaban en una caverna inmensa. La bóveda del techo estaba tan alta que por un momento Luis pensó que habían salido al exterior y que era noche cerrada. Pero al cabo de un instante sus ojos se acostumbraron a la oscuridad igual que antes se habían acostumbrado a la luz, y consiguió distinguir un bosque de estalactitas colgando sobre ellos a gran altura. Pero había otra fuente de luz. Cèleste se la señaló.
En el centro de la caverna se abría una enorme sima perfectamente circular. La luz que provenía de allí era azulada y proyectaba reflejos acuosos sobre las estalactitas.
Se asomaron a ella y contemplaron una escena asombrosa. Al fondo brillaba un gran lago circular repleto de criaturas rosadas y negras que se retorcían en el agua y en la orilla. Parecían simples gusanos, pero cuando comprendieron la colosal profundidad de aquella sima, vieron que eran seres humanos desnudos.
Junto a la orilla se desarrollaba una cabalgata, con los jinetes varones a lomos de unicornios, leones, osos, toros, panteras, jabalís, grifos y cabras, trotando todos ellos en círculo alrededor de un pequeño estanque donde se bañaban varios grupos de mujeres en espera de un encuentro carnal. Casi todas las mujeres llevaban algo sobre sus cabezas: animales como pavos reales y garzas; o frutas rojas de un tamaño gigantesco, semejantes a madroños, moras, grosellas, frambuesas, fresas y cerezas…
—¿Qué es? ¿Tienes idea de lo que es esto?
—Todo… esto… —musitó Cèleste—. Todo lo vi en un sueño… y, también, representado en una de las pinturas del taller de Hieronimus Bosch.
—Entonces todo esto es un sueño. El Annwn es el mundo de los sueños.
—No Luis. Todo es real, pero diferente del mundo que conocemos.
Un hombre no pudo resistir más la tentación, abandonó su montura y se precipitó al agua, donde fue recibido por una muchacha. Otro jinete se masturbaba lúbricamente mientras cabalgaba sobre un unicornio cuyo cuerno tenía forma de asta ramificada.
Cèleste parecía tan completamente absorta en todo esto que aunque Luis le habló varias veces ella no se movió ni apartó los ojos del fondo de la sima.
Pero él había oído un ruido a su espalda y estaba decidido a investigarlo.
Se apartó de Cèleste y caminó hacia la pared de la caverna. Allí vio la entrada a otro túnel con forma abovedada. Estaba seguro de que no era el mismo por el que habían llegado, pues aquél tenía una sección casi perfectamente circular.
Avanzó unos pasos por aquel túnel, y vio una figura recortándose contra la pared del fondo. Era un hombre cubierto de pieles, con un tocado de astas de ciervo sobre su cabeza. Lucía una larga melena encrespada y una barba que le llegaba a la mitad del pecho. Se iluminaba con una pequeña hoguera contenida en el interior de un cuerno.
Luis se acercó más a él para observar lo que el extraño estaba haciendo.
Se llenaba la boca con pigmento y luego lo escupía contra la pared. El pigmento era de color ocre, estaba diluido en agua y contenido en una calabaza vacía con la que se llenaba la boca de vez en cuando. Usaba su mano derecha para enmascarar algunas zonas y luego escupía el pigmento con fuerza. Cuando el valenciano estuvo más cerca pudo ver que estaba trazando un complejo dibujo sobre la roca. El dibujo de un ciervo.
El hombre se volvió hacia él y detuvo su actividad. Dejó la calabaza con pigmento a un lado. Su rostro también estaba manchado de color ocre que se había secado y cuarteado sobre su piel. Sus ojos lo miraron, dilatados como si estuviera viendo una alucinación. Un sonido gutural escapó de su garganta.
—Tranquilo —dijo Luis—. No quiero hacerte daño.
Mantuvo la mirada, mientras sentía algo desconcertante.
Aquel pagano salvaje cubierto de pieles estaba unido a él por lazos de sangre. Se trataba de un sentimiento remoto, olvidado durante generaciones de hombres, pero real. El salvaje asintió con un cabezazo, como si hubiera comprendido sus palabras, y alzó un brazo para señalar hacia el fondo de la cueva. Luis pasó junto a él y caminó hacia la oscuridad. Había algo que brillaba a lo lejos, y pensó que era eso lo que el salvaje había querido indicarle.
Conforme avanzaba, las paredes de la cueva fueron adquiriendo una textura diferente, más pulida y reflectante. Pasó las manos por su superficie y comprobó que estaba rodeado por paredes de cristal de roca; de un material translúcido con un brillo aceitoso.
Pegó el rostro contra una de las paredes y vio moverse una forma grande y oscura en su interior, como una oruga cambiando su posición dentro de su crisálida. Sus oídos captaron un levísimo crujido, casi como el que se produce al pisar una fina placa de hielo. La sombra palpitaba y temblaba durante un momento, después permanecía quieta un buen rato; luego volvía a temblar y a moverse, como si tratara de acomodarse a su angosto espacio. Luis acercó los labios al cristal de roca y susurró:
—¿Hay alguien ahí?
No obtuvo respuesta. O, mejor dicho, la respuesta fue que la sombra enterrada en el muro traslúcido se quedó perfectamente inmóvil, como expectante.
También creyó escuchar un gemido contenido, pero de esto no estaba seguro.
Luis aguardó un rato y luego siguió su camino. Ahora podía ver con claridad la luz que brillaba al final del túnel. Tenía la cálida tonalidad de la luz del sol, y si era así, eso significaba que aquel corredor de paredes de cristal de roca conducía al exterior.
En el aire flotaba un denso olor a pan tostado.
Y entonces, oyó:
—Te lo preguntaré una vez más, hijo…
La voz había sonado a su derecha. Luis se volvió pero no pudo ver más que el muro de cristal de roca, y otra sombra temblorosa que se agitaba detrás de él.
El olor del pan tostado inundó sus narices, tan intenso que era casi mareante.
—Dime, hijo, ¿sabes si tus padres asistieron alguna vez a la sinagoga?
Los suaves chasquidos que provenían de las paredes y que eran semejantes al hielo al romperse aumentaron su intensidad y se superpusieron hasta convertirse en una serie de secos estampidos que lo hicieron temblar y llevarse las manos a los oídos. Al mismo tiempo, el suave gemido que había escuchado antes se convirtió en el horrendo rugido de una bestia enloquecida. El muro de cristal se estaba agrietando y grandes pedazos se desprendían para ir a caer a sus pies. Se diría que alguien dotado de una fuerza inconcebible estaba empujando desde dentro y las paredes de la cueva se derrumbaban ante su embate.
—Las reuniones que se celebraban en casa de tus tíos… —dijo la misma voz que antes, con un sonido tan diáfano que se superpuso a todos los otros ruidos—, ¿asistieron tus padres alguna vez a ellas?…
Por el rabillo del ojo, Luis percibió una enorme sombra que se abalanzaba contra el muro que estaba a su derecha. Era una criatura gigantesca, tan grande como un oso puesto de pie, y la pared de cristal crujió y estuvo a punto de saltar en mil pedazos.
Aterrorizado hasta casi enloquecer, tapándose los oídos con las manos para no escuchar los rugidos de la bestia, Luis gritó con todas sus fuerzas:
—¡Sí, sí, sí!
Algo lo sujetó por el brazo y tiró de él hacia atrás.
—¡Tenemos que salir de aquí! ¡Ahora!
Era Cèleste, que asía su brazo con ambas manos e intentaba arrastrarlo hacia el interior de la cueva. Pero no era hacia allí donde Luis quería ir.
—¡Espera! —señaló hacia delante con el brazo que Cèleste le había dejado libre—. Mira, allí está la salida de esta cueva…
—¡Nosotros no podemos ir allí!… Tan sólo los Principales pueden hacer ese camino y luego regresar. Tenemos que retroceder, volver a sus profundidades…
Pero a Luis le sobrecogía la idea de volver a internarse en la oscuridad, aquella luz le parecía mucho más atractiva y estaba mucho más cerca. ¡Tenía que salir de allí!
—Quiero… Necesito ver lo que hay en el exterior…
—¡No!
La bestia del muro volvió a embestir y abrió una gran grieta en la superficie de éste. A través de aquella fisura, Luis tuvo una confusa visón de la criatura que había al otro lado y que intentaba abrirse camino hasta él. Vio un revoltijo de garras amarillentas, pelo enmarañado y unas fauces abiertas con grandes colmillos que goteaban saliva.
Por encima de los bramidos de aquella bestia, Cèleste gritó:
—¡Tenemos que regresar ahora, o no podremos hacerlo nunca!
Luis intentó soltarse para correr hacia aquella luz y poder echar una mirada al exterior de la cueva… Sólo una mirada… Pero Cèleste lo rodeó con los brazos y las piernas y lo hizo caer de bruces contra el suelo. Entonces una fuerza irresistible tiró de ellos hacia atrás, arrastrándolos sin miramientos sobre aquel suelo irregular. Al principio él pensó que era el monstruo del otro lado del muro, que al fin había conseguido liberarse de su prisión y los había atrapado. Pero no era así. Nada físico los sujetaba, era más bien como ser arrastrado por un torbellino en el mar. Una fuerza contra la que no podía oponerse ninguna resistencia. Y algo le decía que ni siquiera valía la pena intentarlo.
De nuevo, Luis se vio envuelto por la retícula de colores, atravesó el túnel que parecía hecho de vidrieras, y se encontró de repente en su camarote, tendido en una litera al lado de Cèleste. Sentía la cabeza como si estuviera a punto de estallarle.
La bruja se alzó un poco, apoyándose en el codo izquierdo. Lo miró fijamente.
—¿Estás aquí? —le preguntó. Luis tragó saliva.
—¿Qué había en el exterior de esa cueva? —preguntó parpadeando.
—¡Eso era el Otro Lado! ¡Te dije que no estamos preparados para ir hasta allí!
Cèleste se detuvo un momento, respiró hondo para tranquilizarse, y añadió:
—Créeme, es mejor que no vuelvas a pensar en eso.