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Luis despertó con el cuerpo empapado de sudor, el corazón aleteando como una gallina sujeta por una ala. Como siempre, no podía recordar ningún detalle de la pesadilla, pero se sentía como si acabase de escapar de entre las garras de un monstruo espantoso. Miró a un lado y a otro, atemorizado por esa sensación. Estaba en su cámara.

Recordó entonces que después de la comida se había tumbado vestido en la litera y se había quedado dormido. Quizá había tomado demasiado vino y eso explicaría la pesadilla. Ya debía de ser tarde, pero sus compañeros de cámara no estaban. Oyó el canto del Ave María y el Salve Regina, y los imaginó rezando en el castillo de proa, rogándole a Dios que les siguiera enviando buena mar durante la siguiente jornada.

Decidió que lo mejor era que se uniese a ellos en los rezos, pues después del incendio ya no sentía deseos de pasar por más situaciones apuradas y necesitaba de la ayuda de Dios tanto como el que más. Abrió su valija para buscar algo abrigado que ponerse y su mano tropezó con los libros que había guardado en su interior sólo dos días antes. Dos días. Le parecía mentira todo lo que había pasado en esas horas. No era extraño que se hubiese olvidado momentáneamente de ellos.

Pero allí estaban, el Concordia Veteri et Novi Testamenti y el Expositio ad Apocalypsim, del monje Joaquín de Fiore. Al abrir los libros descubrió unas apostillas que hacían referencia a otro texto: El libro de los cien capítulos.

Se sentó en la litera con los dos ejemplares abiertos frente a él, y empezó a ojearlos a la vez, como si estuvieran en una rueda de libros. Pero le costaba concentrarse en su lectura. En su mente aún estaba fresco el recuerdo de la pesadilla, pero le era imposible concretarlo, pues las imágenes terribles se escabullían rápidamente cuando intentaba fijar la mente en ellas. Se acordó del pan caliente, del dominico, y de aquella noche en Valencia cuando él tenía ocho años. Pensó en cómo su alma andaba enfrentada a sus recuerdos, a la vez que los necesitaba para tener conciencia de sí misma. Y no podía librarse de esa dualidad. No podía.

Quizá allí estaba la propia esencia de la existencia individual.

Leyó: Subito corpus frigidum et inflecibile et simillimum mortuo efficiebatur… y entonces una idea se le apareció nítida, aislada del resto de sus pensamientos, emocionante, como una criatura animada y autosuficiente que reclamara su atención.

Comprendió que en ese momento estaba más cerca de lo que nadie había estado de entender cómo funcionaban y cómo se relacionaban el alma y la mente. Pero para completar su trabajo iba a necesitar la ayuda de Cèleste.

Los rezos habían cesado. Cerró los libros y los volvió a guardar dentro de su valija. Luego salió de la cámara y se dirigió a la cubierta para buscar a Cèleste. Necesitaba hablar urgentemente con ella. No la había visto en todo el día y la nao no era un lugar tan grande como para que sus pasos no se cruzaran varias veces a lo largo de una jornada. Al salir fuera percibió un último rayo de luz teñido de verde mientras el sol se hundía en el mar para iluminar el otro lado del Orbis Terrae. El mundo penetraba en la oscuridad mientras los colores se disolvían en un uniforme color azul.

Al acercarse a la proa, vio al dominico encaramado en ella, sujeto a unos cordajes mientras hacía sus necesidades. Fue algo totalmente inesperado para ambos encontrarse allí y en aquellas circunstancias. Bernardo alzó la vista hacia él, llevaba el hábito remangado y Luis pudo ver con claridad su sexo.

Y se giró de inmediato. Anonadado.

«¡Es una mujer!», pensó, paralizado por el asombro. «No puede ser…».

Empezó a caminar para alejarse de allí, pero una mano lo sujetó por el hombro y lo obligó a volverse.

—Decidme —le preguntó el dominico con la ira brillando en sus ojos, mientras se ajustaba el hábito con secos tirones hacia abajo—, ¿qué habéis visto?

—Nada, yo… No he visto nada…

«No puede ser», se repitió, a la vez que comprendía que era imposible que Bernardo, o Bernarda, o como quiera que se llamase realmente, no advirtiera su turbación. «Pero, qué diablos, si es una mujer, él… ella tiene ahora más que perder que yo…».

Bernardo lo miró durante un momento a los ojos. Luego echó la cabeza hacia atrás y soltó una larga carcajada.

—Ya entiendo lo que habéis pensado —dijo riendo entre dientes—. Pero echad una mirada con más detenimiento…

Se remangó de nuevo y Luis apartó rápidamente la vista.

—No me apetece, gracias… —dijo.

—¡Que miréis os digo! —le gritó el dominico—. ¡Os lo ordeno!

Luis bajó la vista. Entre el vello púbico del dominico vio una ancha cicatriz.

—Lo llaman «a la turca» —le explicó Bernardo—. Cuando era un niño de diez años, los piratas berberiscos asaltaron mi ciudad y me capturaron junto a otros muchos rehenes. Pertenezco a una de las familias más ricas de Palermo, así que pidieron rescate por mí… Y cuando mi padre intentó negociar su cuantía ellos le mandaron mi pene y mis testículos en una cajita de madera. Me habéis confundido con una mujer, ¿verdad? Los piratas me trataron como tal durante los meses que pasé con ellos. Sin duda habréis oído a los predicadores aterrorizar a sus fieles con el Infierno… Bueno, pues yo os digo que después de esos meses, ya no puede haber nada en él que me asuste o me sorprenda.

—Lamento lo que os pasó —dijo Luis.

Bernardo bajó el faldón de su sotana. La boca se le retorció en una fea mueca que quería ser una sonrisa.

—No seáis hipócrita, no lo hacéis en absoluto. Pero no importa; aquel suceso me sirvió para encontrar mi camino. Yo era el hijo mayor y hubiera heredado las tierras que a raíz de aquello pasaron a mi hermano… Pero obtuve algo mejor que un puñado de tierra: la oportunidad de servir a Dios. ¿No os parece que salí ganando con el cambio?

Luis notó la profunda amargura en su voz y permaneció en silencio. No habría sabido qué responderle, pero Bernardo tampoco le dio oportunidad de hacerlo, pues se dio la vuelta para irse. Pero cambió de idea y se volvió a mirarle de nuevo:

—Soy un hombre que conoce el infierno. Por lo tanto es imposible que nada de este mundo pueda intimidarme o conmoverme. Os lo aseguro, Luis, lo he comprobado.

Se alejó en dirección a los camarotes.