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Octubre de 1517

San Vicente de la Barquera era una hermosa villa situada entre el mar y las montañas. Tenía un gran puerto, muy bien protegido, porque muchos de sus habitantes se dedicaban a la pesca del bacalao en los mares del Norte. Allí se había reunido parte de la flota para esperar la llegada del rey. El resto seguía en Santander.

Muchos nobles flamencos ya habían desembarcado tiempo atrás y estaban cómodamente alojados en la villa. Cuando oyeron la noticia de que la comitiva de Carlos estaba cerca, acudieron presurosamente al camino de Colombres, en compañía de las gentes del lugar, para darle una entusiasta bienvenida a su monarca. Pero se sintieron defraudados cuando no pudieron ver al rey, y preocupados cuando fueron informados de que desde Llanes había estado gravemente enfermo.

La comitiva atravesó la ciudad, acompañada por los vítores y aplausos de la multitud que esperaba congregada en las calles, pero siguió sin detenerse hasta el monasterio de los franciscanos, donde fueron recibidos por el abad. Allí, por fin, la gente pudo ver a Carlos I descender del carromato en el que viajaba en compañía de su hermana Leonor, envuelto en una gruesa manta de lana, y apoyado en el brazo de médico Juan de Hochstrate. Cuando la multitud lo aclamó desde el otro lado de la verja,

Carlos se volvió y los saludó con la mano. Luego desapareció dentro del monasterio.

En aquel lugar permaneció el rey encerrado durante trece días, recuperándose de su extraña enfermedad.

Durante todo ese tiempo, Luis también estuvo en el monasterio, encerrado en una de las celdas la mayor parte del tiempo. Todos los días lo visitaba Laurent Vital, y luego lo acompañaba a dar un paseo alrededor del claustro, siempre bajo la atenta mirada de algún guardia armado.

Laurent era su única fuente de información de lo que estaba pasando fuera, pero sus noticias no siempre eran agradables.

—Hay peste en Burgos y en sus alrededores —le contó—. Será necesario cambiar una vez más los planes del viaje y evitar esa ciudad para ir directamente a Valladolid. No sé lo que piensas tú, amigo mío, pero yo me pregunto si aún nos pueden suceder más desdichas o ya las hemos agotado todas.

—¿Tienes idea de cómo está el rey?

—Misterio. Pero debe de estar recuperándose, porque me han ordenado que prepare sus bagajes para que partan ya en una caravana que va hacia Aguilar de Campoo. Allí nos reuniremos también con el resto de los nobles que aún esperan en Santander. O sea, que no tardaremos en ponernos en camino hacia el interior del país.

Luis también le preguntaba siempre por Cèleste, pero Laurent no tenía ninguna noticia de ella.

A pesar de los deseos de Laurent de que las desdichas hubieran terminado ya, éstas no dejaban de acechar a todos los implicados en aquel accidentado viaje. El mal tiempo del otoño más inclemente de los últimos años azotó aquellas costas, y puso en peligro a las naos que viajaban desde Santander para reunirse con el rey. Un fuerte viento del mar empujó a las embarcaciones hacia las rocas y sólo la pericia de los pilotos, entre los que estaba Jean Cornille, evitó por poco el desastre.

Con toda la corte reunida al fin en San Vicente, el señor de Chièvres anunció que el viaje continuaría el día doce de octubre, y que la primera escala sería la villa de Treceno, que estaba a dos leguas hacia el interior, donde se alojarían en las tierras de la familia de don Diego de Guevara, el maestresala del rey.

En la madrugada del día doce, el señor de Chièvres se presentó de improviso en la celda de Luis. Dio orden a los guardias de que mantuvieran la puerta bien cerrada, se acercó al modesto escritorio de la celda y dejó unos papeles sobre él.

—Ya veo que tenéis tinta y pluma —dijo con hosquedad, sin dirigirle la mirada al ocupante de la celda—. Haced uso de ellos y firmad de inmediato estos papeles.

Luis tomó uno de los papeles y lo acercó a la luz.

—¡No os he dicho que los leáis! —bramó Chièvres—. ¡Limitaos a firmarlos!

—Disculpadme, mi señor —dijo Luis mientras se sentaba en el escritorio—, pero no tengo costumbre de firmar nada que antes no haya leído…

Chièvres se dio la vuelta y paseó nervioso por la celda. Al cabo de un momento, Luis se volvió hacia él y le dijo:

—Mi señor de Chièvres, no puedo poner mi nombre en estos… documentos. Aquí se afirma que yo he tratado a la madre de su majestad el rey y que he concluido que su locura obedece a causas naturales y que no tiene cura…

—Exacto. ¿Y qué problema tenéis?

Luis lo miró con un gesto de aprensión.

—Que es una falsedad, mi señor.

—Doña Juana está loca, os doy mi palabra.

—Pero yo no he tenido la oportunidad de observarla como se dice aquí. En conciencia no puedo dictaminar su locura sin antes haberla visto… Quizá cuando lleguemos a Tordesillas…

—No vais a ir a Tordesillas, ni a ningún otro sitio si no estampáis vuestro nombre ahí. No queráis burlaros de mí, maldito marrano, sé perfectamente lo que ha sucedido, y vuestra implicación en todo ello. Estáis vivos sólo porque Carlos así lo ha ordenado y aun no he logrado hacerle cambiar de parecer; pero si no ratificáis esa declaración de que doña Juana está loca, os juro por Dios que haré entrar al guardia que está esperando ahí fuera para que os estrangule con vuestro propio cinturón. Parecerá que os habéis quitado la vida vos mismo, atormentado por las desgracias que persiguen a vuestra familia, y Carlos nunca sospechará nada… Firmad y viviréis. No lo hagáis y moriréis. Es así de sencillo. Vamos, no me hagáis perder más el tiempo.

«Así de sencillo», pensó Luis. Como en un sueño, cogió la pluma y la introdujo en el tintero. Luego la acercó a sus ojos y se quedó mirando fijamente la punta. Una gotita de tinta se desprendió y cayó sobre la madera toscamente trabajada del escritorio.

Quizá el Luis que había iniciado aquel viaje sí hubiera firmado. Era lo más inteligente sin duda. Después de todo, ¿qué iba a cambiar realmente su firma? Si el señor de Chièvres y el resto de la nobleza borgoñona estaban decididos a inhabilitar a la madre del rey, lo iban a hacer con o sin su colaboración. ¿Por qué morir por ello entonces?

Pero después de todo lo que había visto, aquel patético individuo con el rostro cubierto de verrugas, tenía muy pocas posibilidades de lograr intimidarle.

Arrojó la pluma sobre la mesa.

—No —dijo con una tranquilidad pasmosa.

De dos zancadas, Chièvres se plantó junto a él, cogió la pluma, la mojó en el tintero y la colocó en la mano de Luis. Luego le apretó la mano entra las suyas.

—¡Firmad! —gritó.

Luis se zafó de él y volvió a tirar la pluma.

—No lo voy a hacer. Os ruego, mi señor, que no sigáis insistiendo.

Chièvres resopló. Su rostro estaba congestionado. Por un momento, Luis temió que el privado iba a desenvainar la enjoyada daga que llevaba prendida del cinturón y le iba a degollar él mismo.

Pero lo único que hizo fue recoger los papeles de un manotazo y dirigirse hacia la puerta. La emprendió a puñetazos con ella hasta que el guardia le abrió, y abandonó la celda con un furioso revuelo de ropajes.

Luis permaneció sentado en el escritorio y desde allí oyó los pasos de Chièvres, alejándose. Habían dejado la puerta abierta. Al cabo de un rato, y al ver que nadie la cerraba, se puso en pie y se asomó al claustro. Estaba vacío.

Abandonó la celda y salió al exterior sin encontrarse a nadie que le impidiera el paso. Apenas estaba amaneciendo mientras los gallos competían con su canto. Las paredes orientales de la villa estaban ya iluminadas por el sol, la piedra gris teñida de anaranjado, como si reflejasen un incendio. Algunas luces encendidas en las ventanas señalaban que los más madrugadores ya estaban en pie desde hacía horas.

Frente a la fachada principal del monasterio de los franciscanos la actividad era frenética. Allí se había congregado la caravana; carromatos, caballos, carros cargados de baúles, las damas y los nobles dando rápidas órdenes y sus criados corriendo de un lado a otro para cumplirlas. Unos a caballo, otros sosteniendo las bridas, otros aparejando los carromatos. Todo parecía dispuesto para partir de un momento a otro.

—Luis, gracias a Dios que os encuentro aquí. Venid conmigo os lo ruego.

Era Laurent.

—¿Qué sucede, amigo mío?

—El rey… El propio don Carlos quiere hablar contigo… Vamos, acompáñame.

Luis siguió al camarero real hasta el carromato que Carlos compartía con su hermana Leonor. El rey estaba sentado en el estribo de la parte de atrás, muy abrigado con el mismo manto de piel de cordero que le había visto llevar el primer día de viaje.

Cuando vio llegar al valenciano, alzó la cabeza hacia él y le sonrió.

—Me llevaréis a conocer a ese Copérnico del que me hablasteis —afirmó con voz temblorosa—, pero no ahora. Lamentablemente, otros asuntos me van a tener muy ocupado durante mucho tiempo. Pero espero que algún día cumpláis vuestra promesa…

Luis hizo una profunda reverencia y dijo:

—Os lo aseguro, majestad… ¿Ya os encontráis recuperado?

—Me siento muy débil, ésa es la verdad —dijo Carlos—. Como si acabase de despertar después de haber dormido durante años… Y así ha sido, ¿no?

—Sí, podría decirse así, majestad. ¿Lo recordáis todo?

—Casi todo, pero… nebuloso, como un sueño. Temo olvidarlo, y por eso quisiera ponerlo por escrito en algún momento. Lo haré cuando me haya recuperado totalmente. En estos últimos días, he estado averiguando sobre ti… Eres un hombre sabio, y un buen amigo de mi antiguo maestro, Erasmo de Rotterdam… Dime, Luis, qué piensas de lo que nos ha sucedido… ¿Todo ha sido un sueño?

—Quizá sí, majestad. Todo es posible en el laberinto de la mente humana. Y, si no es así, ¿qué valor tienen los sueños? Profetas y santos soñaron palabras divinas, y en sueños se les aparecieron los ángeles de Dios. Algunos sabios y filósofos llegaron a sus descubrimientos a través de un sueño revelador…

No pudo decir más. Le resultaba imposible, porque él también sentía la necesidad de escuchar de otros labios la versión de unos hechos que contradecían todo aquello que había aprendido desde que tenía uso de razón.

—Pero quizá yo no soy el más indicado para responder a esa pregunta.

El Rey asintió pensativo, quizá un poco decepcionado, y dijo:

—Vas a regresar a Flandes, Luis, y allí volverás a tus clases en Lovaina y a ocuparte de la educación del sobrino de Chièvres. Le he dicho a mi privado que ése es mi deseo y no se atreverá a contradecirme… Eso es lo que quieres, ¿no?

—Sí, majestad. Os lo agradezco mucho.

Carlos empezó a toser y se puso en pie.

—Ahora será mejor que me resguarde de este aire tan helado —dijo.

Luis volvió a inclinarse ante el rey hasta que éste desapareció dentro del carromato. Luego dio media vuelta y se dirigió hacia el monasterio en busca de su valija. Levantó la vista hacia el sur, donde se erguían las montañas que guardaban tantos misterios. Pensó que nunca podría volver a entrar en una caverna sin revivir esos días.

—¿Entonces no vas a continuar con nosotros? —le preguntó Laurent, que había aguardado pacientemente mientras Luis hablaba con el rey.

—Parece ser que no —dijo—. Tendré que enterarme del resto del viaje leyendo ese diario que dices que estás escribiendo.

—Espero poder relatártelo personalmente algún día.

—Que así sea, amigo mío.

Al llegar junto a la puerta del monasterio se despidió de Laurent estrechándole la mano y abrazándolo. Luego deambuló por el claustro sin decidirse a entrar en su celda, con la mente llena de imágenes extrañas y colores imposibles. La cabeza le daba vueltas tratando de contener aquellas imágenes que fluían con ansiedad.

¿Qué podía hacer ahora? ¿Dar media vuelta y marcharse sin más? ¿Dejar tantos misterios atrás y recuperar su vida gris como profesor en Lovaina?

Sí, lo cierto es que eso era lo que deseaba.