13

El señor de Vauldre se detuvo un momento para contemplar el desastre. Las rocas, los cascotes, y los trozos de madera, se mezclaban al pie de la pared de piedra con los cuerpos mutilados que se amontonaban en grotescas posturas. Durante todo su camino hasta allí había estaban oyendo los lamentos de los heridos y moribundos que el viento arrastraba lúgubremente hacia el valle. El asedio había durado sólo unas horas, pero sin duda había sido terrible. Los defensores habían vendido muy cara su vida.

—Señor, podéis subir por aquí —dijo el germano que lo guiaba mientras señalaba una escalera hecha con troncos bastante gruesos clavados entre sí—. La hemos comprobado y es segura.

Vauldre echó la cabeza hacia atrás y miró con desánimo hacia la entrada de la cueva. No le gustaban las alturas.

—¿Mi material ya está arriba? —preguntó.

—Sí señor. Nadie tocará nada hasta que lleguéis, tal y como ordenasteis.

—Muy bien, allá vamos entonces.

Mano sobre mano, y con mucho cuidado de no mirar hacia abajo, Vauldre fue subiendo hacia la caverna. No fue tan difícil como temía, en parte porque dos germanos se habían quedado abajo sujetando la escalera para que no se moviese en absoluto. Junto a él se derramaba, estruendosa, la cascada, salpicándole con gotitas de agua que el viento empujaba en su dirección. También intentaba no volverse hacia ella mientras subía, pues la caída del agua le producía una sensación de vértigo.

Al fin llegó arriba y tuvo que enfrentarse a la visión de más cadáveres. La carnicería allí había sido inconcebible. No había ni un palmo del suelo que no estuviese encharcado de sangre. Su intenso hedor se unió al vértigo de la subida y le revolvió el estómago. Pero Vauldre se contuvo porque no quería darles a aquellos rudos hombres la satisfacción de ver a un viejo borgoñón vomitando ante la visión de la muerte.

—¿Dónde está el Rey?

—Yo os conduciré hasta él, señor —dijo un lansquenete haciendo una desganada inclinación.

Vauldre entró en al túnel y lo recorrió en pos de aquel hombre. Cruzaron junto a una pared llena de nichos que contenían los cadáveres de unos guerreros momificados, y se adentraron cada vez más en las tenebrosas profundidades.

Al final del túnel se abría una angosta abertura. El lansquenete se apartó contra la pared para dejarlo pasar y dijo.

—Es aquí, señor.

Vauldre se asomó para estudiar el espacio que había al otro lado de la abertura. Era una caverna semiesférica, como un gran cuenco colocado boca abajo, una cúpula de piedra casi perfecta que servía de techo a un amplio espacio circular. En el centro estaban alineados varios cuerpos, tendidos uno junto a otro. Inmóviles, como si estuviesen dormidos. Los soldados germanos que deambulaban por la cueva se movían con cuidado a su alrededor, como si temiesen despertarlos, pero él sabía que aquel sueño era tan profundo que eso era del todo imposible.

Un doppelsöldner parecía estar a cargo de todo. Vauldre caminó hasta él. El germano le saludó cuando lo vio llegar. A diferencia de la mayoría de lansquenetes que había visto, éste era extremadamente delgado, casi esquelético. Era muy pálido y sus mejillas se hundían creando profundas sombras a la luz de las antorchas. Sus ojos brillaban malévolamente al fondo de dos oscuras simas.

—Señor —dijo—. Todo está en orden aquí. Siguiendo sus indicaciones, ordené que nadie tocase nada hasta que usted llegase…

—¿Estaban exactamente en esta posición cuando los encontraron?

—Sí, señor. Personalmente hubiera sacado al rey de aquí de inmediato, para llevarlo a lugar seguro. Pero teníamos orden de…

—Ha hecho bien, soldado —dijo Vauldre.

Se apartó de él y se acercó a los cinco cuerpos yacentes. Por orden, desde la entrada de la caverna hasta el centro de la misma, estaba Luis, el más joven de los vizcaínos, la bruja, el anciano tuerto, y el rey, que ocupaba el centro geométrico. Luis era el único que estaba tumbado boca abajo, y los otros estaban en decúbito supino.

A los germanos que deambulaban por allí se los veía nerviosos de ver al rey en esas condiciones y no hacer nada para atenderlo. Pero Vauldre tenía una preocupación mayor. Alzó la vista hacia el doppelsöldner.

—¿Y el traje de cuero? —le preguntó.

El germano chasqueó los dedos y dos de sus hombres descubrieron un extraño armatoste que estaba al fondo, cubierto con un lienzo. Lo sujetaron por unas correas que salían de sus lados y lo arrastraron hacia donde estaban los cuerpos.

—Dejadlo ahí… al costado del anciano, muy bien.

Vauldre se arrodilló junto al Nuberu y le colocó una mordaza. Era un artilugio especial, con un apéndice que penetraba dentro de la boca para sujetar la lengua e impedir que el poderoso mago pudiera moverla en absoluto. La apretó con fuerza con ayuda de unas correas laterales.

Luego se puso en pie y ordenó que abrieran el traje de cuero. Estaba lleno de correas y hebillas que tintineaban al manipularlas. Tenía más o menos la forma de una silueta humana, con los brazos y las piernas un poco separados y reforzados con anillas de hierro. Las correas servían para sujetar cada uno de los miembros del cuerpo e inmovilizar por completo a su ocupante. Las manos eran un caso especial: dos cilindros de hierro llenos hasta el borde de cera virgen. Vauldre pidió una antorcha y los calentó hasta que el metal se puso al rojo y la cera de su interior se fundió. Inmediatamente ordenó a los lansquenetes que metieran al anciano tuerto dentro del traje.

—No os preocupéis, que no se va a despertar —dijo. Y rogó para que así fuera.

Se ocupó personalmente de introducirle las manos en los recipientes de cera, y de ajustarle las correas de los brazos tan fuertes que era imposible que los moviera. La cera, al enfriarse formaría una masa compacta con sus dedos, y también impediría cualquier otro movimiento.

Sólo cuando la última correa estuvo fuertemente ajustada alrededor del pecho del Nuberu, Vauldre se sintió lo bastante seguro como para ocuparse del resto.

—Podéis evacuar ya al rey y llevarlo a un lugar seguro —dijo.

El doppelsöldner dio las órdenes y varios soldados se acercaron para envolver el cuerpo de Carlos con la sábana con la que pensaban sacarlo de allí.

—¿El que has encerrado ahí es ese brujo tan poderoso? —le preguntó a Vauldre.

—Sí.

—Entonces, ¿qué quieres que hagamos con los otros?

Vauldre se quedó mirando con tristeza a Luis durante un momento. No deseaba hacerlo, pero las órdenes del señor de Chièvres habían sido muy claras. Al fin dijo:

—Matadlos.

El doppelsöldner desenvainó una daga y se arrodilló junto a la bruja. Una mueca macabra se dibujó en su reseco rostro cuando la sujetó por los cabellos y apoyó la hoja de acero en su garganta. Esto iba a ser piadosamente rápido…

—¡Alto! ¡Detente!

El germano se volvió hacia el que había hablado. Lo había hecho en francés, una lengua que él no entendía, pero el tono autoritario era inconfundible.

El rey había despertado. Apartó de un manotazo la sábana que lo envolvía y se incorporó un poco. Los hombres que lo llevaban lo dejaron suavemente en el suelo y se hicieron a un lado.

—No te atrevas a hacerle ningún daño a esa mujer… —siguió diciendo Carlos, siempre en francés, pero con una voz mucho más débil.

El doppelsöldner se había quedado paralizado, sin saber qué hacer, con el largo cabello negro de Cèleste en una mano y el cuchillo en la otra.

Vauldre se acercó a él y apoyó una mano en el hombro del soldado.

—Obedece al futuro emperador —le ordenó—. Déjala. Luego hizo una profunda reverencia hacia el postrado monarca.

—Majestad —dijo—, me alegro de que os encontréis de nuevo entre nosotros.

Carlos se llevó la mano al rostro y se dejó caer hacia atrás. Era evidente que incorporarse había supuesto para él un esfuerzo agotador.

—Ellos… me han salvado la vida… —dijo con un hilo de voz—. De su seguridad me responderás tú, Vauldre, en persona…

—No les pasará nada, majestad. Os lo aseguro.

Por el rabillo de ojo vio que Luis empezaba a moverse, y oyó gemir suavemente a la mujer. Suspiró aliviado. Aunque todo parecía indicar que sus planes habían fracasado de momento, una parte de él se alegró de que no se cumpliera la terrible sentencia de muerte que Chièvres había ordenado.

Todos se estaban despertando ya. Instintivamente, se volvió para mirar con temor el traje de cuero. No pudo apreciar el menor movimiento.

Parecía seguro, pero rezó para que el Nuberu jamás lograra escapar de él.