12

Resistiendo la repugnancia y el horror, Luis apartó con un pie las madejas de pelo oscuro. Buscaba el cuerpo sin vida que tenía que estar oculto debajo de toda esa apelmazada masa hebras. Pero no había nada. Ni siquiera una mancha de la sangre que había visto manar abundantemente del cuello de Sigurd un instante antes.

—No te molestes, Luis —el Nuberu le habló desde detrás de él—. Esta cueva está en la mente del Mesías-Imperador. Estamos dentro de un sueño que está soñando él. Es su dominio y desde aquí no podemos matarlo de ningún modo. Tan sólo lo hemos hecho huir durante un momento, pero te aseguro que regresará con la fuerza redoblada.

Luis se volvió hacia el anciano tuerto.

—Entonces, ¿nuestra lucha no ha servido de nada?

—Claro que sí —junto al Nuberu estaba Cèleste, con el pequeño Carlos entre sus brazos. El anciano lo señaló—. Mientras él no esté en su poder, Sigurd no podrá regresar a nuestro mundo… de ningún modo. Y se tardará siglos en volver a crear un cuerpo donde encaje su alma. Si escapamos con el niño, lo habremos derrotado.

—Sigurd… ¿Es su verdadero nombre, y Wotan es el tuyo?

—A lo largo del tiempo, él y yo hemos tenido tantos nombres que ya hemos olvidado cual era el verdadero… Ahora soy Xoan Cabritu, así es como debes llamarme.

—¿A qué esperamos entonces, Xoan? —preguntó Cèleste—. Abandonemos este lugar de una vez…

—¡No! —gritó Íñigo. Estaba apostado junto a la única entrada de la caverna, vigilando tal y como el Nuberu le había ordenado—. Algo viene por el corredor… Escucho gritos, gruñidos, el sonido de centenares de pies o pezuñas corriendo hacia nosotros.

—¡Es el ejército de demonios de Sigurd! —exclamó el anciano—. Ven aquí, Íñigo. Cèleste, Luis, reuníos todos alrededor de mí.

Se agruparon junto a la gran mesa de piedra. Íñigo no dejaba de mirar de hito en hito hacia la boca del corredor. El clamor de la horda que se dirigía hacia ellos ya era audible desde allí.

—Sea lo que sea lo que pretendas hacer, anciano —dijo—. Hazlo rápido.

—¡Un ejército de demonios! —exclamó Luis—. ¿Cómo vamos a salir de aquí?

Una parte de su mente seguía repitiéndole que todo aquello sólo era un sueño, una alucinación provocada por la droga de las brujas. Y, como en cualquier pesadilla, cualquier mal que le sucediese en ella, desaparecería al despertar. ¿Era posible morir en un sueño?… Pero el dolor que había sentido en todos los huesos de su cuerpo cuando el Emperador había intentado desmembrarlo, había sido muy real. Aún seguía entumecido. Y, junto a él, Íñigo, tenía un lado de la cara hinchado y enrojecido, tras golpearse contra la pared de piedra… Si todo aquello era un sueño, era demasiado real para su gusto.

El Nuberu estaba ensimismado, perdido en sus propios pensamientos. Su único ojo parecía haberse vuelto hacia su interior, y sólo se le veía la blanca esclerótica.

Cèleste lo sacudió suavemente por el brazo.

—Xoan, ¿qué te pasa? El tiempo se acaba.

—Los lansquenetes —dijo volviendo en sí. La pupila gris volvió a aparecer y giró hacia ellos—. Han entrado en la caverna…

—Eso no importa ahora —dijo la bruja—. Sigurd…

—Sí, sí —dijo el anciano sacudiendo la cabeza—. Hay que hacerles frente… Cèleste, ve junto a la boca del túnel y vuelve a invocar a los demonios atrapados en el lienzo. Ordénales que luchen hasta el fin contra los que vienen.

La bruja dejó al pequeño Carlos con Luis, y se dirigió hacia el corredor.

—¿Lograrán derrotarlos? —preguntó Luis.

—No. Pero nos darán un poco de tiempo…

—¿Tiempo para qué? —exclamó Íñigo—. ¡Ellos bloquean nuestra única salida!

El anciano hizo una señal indicándoles que se apartasen. Se arrodilló y, con la mano, limpió de pelos un trozo del suelo. Usando sus uñas, trazó un círculo en la piedra desnuda, y luego una estrella pentagonal dentro de él. En cada una de sus puntas dibujó extraños símbolos mágicos.

Extendió los brazos hacia adelante y empezó a susurrar una larga letanía. Era imposible entender la mayor parte de sus palabras, pronunciadas en un tono tan bajo que eran casi inaudibles, pero Luis alcanzó a distinguir entre otros los nombres de Atollyon, Behemoth, Beherit, Haborin, Mastema, Pwkka, Saitán, Shaitan, Tchort, Typhon.

Observó que, además de la invocación, el hechicero realizaba complejos movimientos con los dedos, como si así completase el significado y el poder de su voz. De repente, destelló una diminuta luz roja a un palmo por encima del pentágono. Luego, se produjo un largo sonido silbante, como el de un proyectil rasgando el aire, y a continuación la luz creció y aumentó su brillo hasta volverse deslumbrante.

Luis cubrió con su mano los ojos del pequeño, y él mismo apartó la vista de aquel resplandor anaranjado. Se volvió para mirar a Cèleste. Sus demonios se habían materializado de nuevo y atendían con fervor sus órdenes. Cuando la bruja dejó de hablar, aquellas espantosas criaturas se abalanzaron al unísono por el corredor.

Mientras miraba a Cèleste, sintió una presencia oscura e incandescente por detrás, como una vibración extraña y palpitante. Incluso el aire parecía temblar ligeramente agitando los pelos erizados de su nuca. Ya no tenía la impresión de sufrir una alucinación o una pesadilla; la temible criatura cuyo espíritu percibía era real y se había materializado a un paso de él, sobre el polígono dibujado por el Nuberu. Se volvió.

Un enorme alazán negro golpeaba el suelo con sus cascos. Era un animal espléndido, pero estaba ciego, con los ojos blancos como los de un pez hervido. Montado sobre él, un caballero de deslumbrante armadura dorada. Tenía el morrión alzado, para mostrar su rostro de león humanizado, con la expresión encendida de ira y los ojos ardientes. En vez de espada, empuñaba una enorme serpiente de dos cabezas.

—Tienes mucho valor, hombrecillo —su voz era ronca, como si pronunciase con una garganta que no había sido hecha para las palabras humanas—, para atreverte a invocar al propio soberano del Inframundo.

Pero el Nuberu no se dejó amedrentar.

—¡Basta de mentiras! —dijo—. Tú, Mastema, Satán, o como quieras llamarte, siempre has gobernado en secreto en nombre de Él… Y ahora, que has sido derrocado por la revolución de Belzebuth, ni siquiera te queda la ilusión de que eres tú el que manda aquí. Por eso has acudido a mi llamada.

El rostro de león no perdió ni un ápice de su fiereza, pero la voz ronca sonó más humilde cuando dijo:

—¿Qué es lo que quieres?

—Primero que adoptes una forma menos intimidadora, de nada te han de servir esos juegos conmigo. Luego, que nos saques de aquí.

El caballero con cara de león y el caballo negro se fundieron el uno sobre el otro, como figuras de cera bajo el sol, mezclando sus formas y sus colores, a la vez que se reducía su volumen, hasta que sólo quedó una única figura en pie sobre el pentágono.

—¿Por qué no volvéis por donde habéis venido? —preguntó la nueva criatura.

Era delgada, de bellos rasgos, con el perfil afilado de un halcón, los ojos de un gris tan claro que se confundía con el blanco, el pelo de color marfil, recogido en una corona de trenzas. Era difícil determinar si era hombre o mujer. Sus formas quedaban ocultas por un amplio albornoz negro, que llevaba con la capucha echada hacia atrás.

—Porque no nos es posible —dijo el Nuberu—. Pero tú puedes abrirnos una salida hacia el exterior. Imagino que aún tienes las llaves de todas las puertas, y que el nuevo soberano no se habrá tomado la molestia de cambiar las cerraduras.

—¿Qué me ofreces a cambio? —su voz era neutra, bien modulada, sin emoción.

—Eso ya lo sabes.

Cèleste, que había regresado junto a ellos, se colocó al lado del anciano.

—No —le dijo—, no lo hagas…

—No nos quedan más opciones —dijo el Nuberu—. Carlos debe volver; ésa es la única forma de derrotar al Mesías-Imperador.

La criatura vestida de negro asintió.

—Acepto el trato —dijo—. Ahora déjame salir de aquí.

Xoan frotó el círculo con un pie, rompiendo la línea que antes había trazado.

Mastema sonrió, mostrando unos dientes blancos y afilados, y dio un largo paso para salir del círculo. Luego, caminó tranquilamente hasta el extremo de la caverna opuesto a la boca del túnel. Allí agitó una mano con un gesto casual, como si espantase una mosca, y la roca se apartó como un delgado velo de gasa empujado por el viento.

Un chorro de luz blanquísima penetró por el recién abierto orificio, cegando a los humanos que estaban detrás de la criatura.

Luis parpadeó deslumbrado, a la vez que aspiraba una bocanada del extraño aire caliente que irrumpió por la nueva abertura. Aún no podía apreciar ningún detalle. Sólo una luz tan intensa que lastimaba los ojos incluso a través de los párpados. Tenía su mano izquierda sobre el hombro del niño, y extendió la derecha palpando el aire en busca de una orientación. Entonces sintió la mano de Cèleste sobre la suya, guiándole.

—Vamos, Luis —dijo ella—. Salgamos de este horrible lugar… No te separes ni un instante de Carlos.

—No lo haré —le aseguró él.

El niño se apretó aun más contra él y Luis le pasó la mano por el pelo para tranquilizarlo; luego volvió a sujetarlo firmemente por el hombro. Caminaron juntos, a ciegas, guiados por Cèleste y por Xoan, que parecían haberse adaptado rápidamente a aquel intensísimo resplandor. Ascendían por una larga escalera de estrechos peldaños tallados en la roca. Tenía que palpar con el pie antes de asentar el siguiente paso. De vez en cuando entreabría los ojos deseando ver algo. El aire era tan caliente que quemaba la garganta y los pulmones, y era necesario respirarlo en cortas bocanadas.

El ascenso fue agotador, interminable, pero sirvió para que los ojos de Luis acabaran por acostumbrarse a la luz. Primero empezó a ver sombras azules en medio de la blancura y poco a poco fue distinguiendo formas. Vio la espalda del Nuberu, que iba delante, a un paso por detrás de Mastema. Se volvió hacia Cèleste, que caminaba junto a él, guiándolo, y ella le preguntó:

—¿Ya puedes ver?

—Empiezo a hacerlo —dijo Luis parpadeando.

Se giró. Íñigo iba justo detrás de él, con su ropera desenvainada. Tenía los ojos dolorosamente enrojecidos y dos surcos de lágrimas descendiendo por sus mejillas.

—Tranquilo —dijo—. Nadie nos sigue aún.

Siguieron subiendo. Los escalones de piedra eran cada vez más anchos.

Cuando salieron al exterior, Luis volvió a perder la vista. Durante un interminable instante, sus ojos no lograban delimitar ninguna forma, tan sólo veía nubes de luz cambiante. Recordó lo que Cèleste le había dicho durante su primera visita al Inframundo… allí los ojos necesitaban volver a aprender a ver. Era como abrirlos bajo el agua.

Se concentró en sus pies, que descansaban sobre una superficie rugosa. Parecía piedra, y ellos habían salido del túnel por un gran agujero practicado en ella. Pero no parecía roca. Luis arrastró el pie arrancando algunos pedazos… parecía la corteza de un árbol… Un árbol gigantesco, y él estaba de pie sobre una de sus ramas.

Alzó la vista y descubrió que su interpretación era correcta y errónea a la vez.

Cèleste, él, el pequeño Carlos, Íñigo, el Nuberu y su andrógino guía, todos estaban de pie sobre la rama de un árbol. Pero decir que era gigantesco resultaba tan equívoco como afirmar que era diminuto. Su tamaño desafiaba cualquier medida concebida por el hombre, excepto la de «infinito». El gran tronco central se extendía sin fin hacia arriba y hacia abajo, hasta perderse en el límite de la visión en ambas direcciones, generando millones de ramas que se dividían en más ramas, una y otra vez, superponiéndose, entretejiéndose entre sí para formar la compleja geometría de un tupido tapiz que se fundía en la distancia en una inabarcable masa de color verde uniforme, bajo una cúpula dorada que reflejaba toda la gloria del sol al mediodía, pero que no daba sombras. Tampoco pudo localizar el astro en el cielo. Se dijo que no era un sueño aquello que veían sus ojos, ni el verde de las hojas era mentira, ni sus pasos resonando sobre la madera de aquel árbol infinito, mientras remolinos de polvo dorado se alzaban entre sus pies.

Una sensación la náusea y desorientación se formó en el fondo del estómago de Luis. Sentía la boca seca, como si estuviera llena de arena y tuvo que esforzarse para no vomitar a la vez que intentaba respirar lentamente por la nariz. Volvió a mirar sus pies plantados sobre la firme corteza que desprendía escamas de oro.

—¿Esto es el Cielo o el Infierno? —preguntó con voz entrecortada.

—Es el exterior de la caverna —le dijo Cèleste—. Querías verlo… y tu deseo se ha cumplido.

—Es el Yggdrasil —dijo el Nuberu casi para sí—, el Árbol Cósmico Sagrado, que no puede ser analizado ni definido, absoluto en sí mismo, sin significación más allá de sí mismo.

Luis contempló absorto en el paisaje que lo rodeaba. Su mente empezaba a tranquilizarse lo bastante como permitirle apreciar más detalles. Vio que muchas ramas estaban rematadas por una pequeña esfera azul iridiscente, como si una burbuja de agua se hubiera quedado prendida allí, y brillaban reflejando la luz.

«Pero», pensó, «si puedo distinguirlas a pesar de la distancia… ¿qué tamaño tienen realmente esas burbujas?».

Comprendió que si él estaba ahora sobre una de esas ramas, quizá también…

Se giró y…

Al principio sólo vio una gran pared de color azul oscuro, acuoso, como si una gran ola se abatiese sobre él. Lugo giró la cabeza a un lado, a otro, hacia arriba, hacia abajo, hasta que logró abarcar toda la esfera que estaba prendida al final de la rama.

Mostraba una zona, como un gajo, de un intenso color azul claro, brillante, que se volvía casi negro al otro lado, con una tenue franja rosada separándolos. Comprendió que estaba mirando desde una gran distancia un océano punteado con racimos de islas y cubierto en parte por remolinos de nubes que eran como un conglomerado de hebras de lana blanca, en los que centelleaban halos de chispas, como inquietos gusanos de luz. También pudo apreciar los continentes de color pardo, incluso la conocida forma del Mediterráneo y las costas que lo rodeaban.

Aquello era el mundo. Su mundo. La Tierra.

La esfera era transparente, y Luis observó cómo la rama del Yggdrasil penetraba en su interior y se ramificaba en un apretado manojo de diminutas ramitas, como un alvéolo cuyos extremos se extendían hasta tocar la superficie del mundo. La densidad de aquellas raicillas era superior debajo de los continentes y menor bajo los mares. Muchas estaban marchitas o extintas y otras lucían un vigoroso color verde. Mientras miraba, uno de aquellos tallos verdes se marchitó y se extinguió.

—Son las almas —comprendió—. Las almas de todo lo que vive sobre la Tierra.

Cèleste tocó el hombro de Luis y, cuando éste se volvió hacia ella, señaló la nueva puerta que Mastema había abierto en la superficie del árbol.

—Tenemos que regresar —dijo—. No podemos permanecer más tiempo aquí.

Luis asintió y con un esfuerzo apartó la vista de la fascinante esfera azul. Se asomó al agujero y distinguió varios escalones que descendían hacia las profundidades.

—Vamos, Carlos —dijo señalando la escalera al niño—. Volvamos a casa.

—¿Me llevarás a ver a ese Copérnico? —preguntó el pequeño.

—Sí, si tú quieres… —Luis se detuvo extrañado—. ¿Qué sucede? ¿Xoan?

El anciano se había quedado atrás, junto a la andrógina figura de Mastema.

—Es hora de despedirnos, amigos míos. Yo me quedo aquí.

Al oír esto, Íñigo, que ya había descendido un tramo de escalera, se dio media vuelta y regresó a toda prisa a la superficie.

—¿Qué has dicho? No estás hablando en serio, Nuberu. No puedes…

—No hay más remedio.

Cèleste se acercó al anciano tuerto.

—No tienes por qué hacerlo —dijo.

—Oh, sí. Hice un trato con Mastema, y me temo que él va a insistir en que cumpla mi palabra… ¿No es así? —la criatura asintió—. Además, los lansquenetes ya están en la caverna y tienen mi cuerpo en su poder. Yo no podría volver aunque quisiera, y vosotros estáis en grave peligro si no lo hacéis cuanto antes…

—Pero… —empezó Íñigo.

—¡Basta! —exclamó Xoan—. Hay algo mucho más importante que cualquiera de nosotros. Si Carlos no regresa al mundo será Sigurd quien venza al final… Así que no perdáis más tiempo y bajad de una vez por esa escalera.