Apenas habían empezado a apagar las pocas velas que habían mantenido encendidas toda la noche, cuando oyeron un seco estallido seguido del lamento del aire al ser rasgado por un proyectil de gran tamaño.
El estrépito del impacto conmovió la quietud del amanecer. El suelo del sidhe tembló. Agote vio como una de las paredes de roca se derrumbaba en pedazos, mientras que los hombres que estaban apostados tras ella eran destrozados por la explosión. Una columna de humo negro se elevó hacia el cielo, y grandes trozos de piedra, mezclados con miembros humanos, cayeron dentro de la caverna para ir a parar a los pies de los defensores. El aire se llenó de polvo y partículas de roca hasta volverse casi irrespirable. Los ojos lagrimeaban por el hedor de la sangre y la pólvora.
Las culebrinas habían continuado disparando sus andanadas durante toda la noche, batiendo sin piedad los muros de la cueva, pero aquello era algo nuevo. De alguna forma, los lansquenetes habían logrado subir hasta allí un cañón de gran calibre.
Aún no se había terminado de acallar los ecos de aquella tremenda deflagración cuando centenares de gargantas llenaron la mañana con salvajes alaridos de combate. Las escalas fueron apoyadas una tras otra sobre la pared de roca, tan juntas que alguna se superponía con la de al lado. Los lansquenetes, dominados por una locura sanguinaria, empezaron a trepar hacia el sidhe. Una nueva andanada disparada desde abajo, de arcabuzazos y dardos de ballesta, les dio protección a los asaltantes.
Agote se levantó, medio aturdido, entre los cascotes y los cadáveres, y se asomó por el borde. Vio una marea humana que trepaba hacia ellos. Rostros barbudos, con el gesto retorcido por la sed de sangre y los ojos llameantes clavados en él. Todos lucían una pluma blanca en las boinas, las grandes espadas bastardas colgadas a la espalda y un cuchillo largo entre los dientes. Era una visión estremecedora.
Una rugiente salva de arcabuzazos batió el muro junto a él, lanzando esquirlas contra su mejilla, obligándole a retirarse hacia el fondo de la cueva.
—Verlorene haufe[11]! —gritó Agote hacia atrás, para que sus hombres supieran a lo que se iban a enfrentar.
Era una de las estrategias más conocidas de los lansquenetes para atacar posiciones inexpugnables. Lanzaban una línea de hombres desesperados para abrir una brecha que posteriormente pudiera ser explotada por la tropa regular que los seguía. La mayoría eran reos condenados que buscaban el perdón o la muerte. Su distintivo era la pluma blanca.
Los Verlorene haufe llegaron hasta el final de sus escalas y dudaron un instante en el mismísimo borde del parapeto de cuerpos. Uno de ellos lanzó un alarido desafiante y todos saltaron a la vez hacia el interior, como una aullante turba de bestias sedientas de sangre. Treparon sobre los escombros, pasaron por encima de los cadáveres de la primera oleada, y fueron recibidos por una línea de astures que manejaban sus anchas espadas como si fueran guadañas.
Una rara palpitación de muerte, lenta y cortante, como algo siniestro y vital, emanó de esa dolorosa masa de cuerpos humanos estrellándose en una ciega locura asesina. Quejidos, gritos de desafío, aullidos de dolor, el entrechocar de los aceros, resoplidos, chasquidos pegajosos de entrañas desparramándose, olor a sangre y a heces. ¡Matar, matar!… ¡Y cuanto más rápido, mejor! Los guerreros de ambos bandos asestaban cuchilladas a diestro y siniestro, como poseídos por un frenesí asesino, desquiciado, mientras los cuerpos sangrantes y mutilados se iban amontonando a sus pies.
En medio de toda esta palpitación sangrienta, Agote y Ereño se batían haciendo uso de todo el poder de sus espadas mágicas. Hundían cascos de acero y cráneos, atravesaban escudos y hombreras de hierro.
Ereño hizo retroceder a varios germanos hasta el mismo borde de la cueva, mientras otros continuaban trepando por las escalas, afianzando sus manos en los travesaños que ya estaban resbaladizos por la sangre. El vizcaíno descargó una cuchillada y uno de sus enemigos cayó de espaldas hacia el vacío, con la cabeza partida. El siguiente se lanzó ciegamente hacia él, el vizcaíno lo atravesó de parte a parte pero el germano se agarró a su pechera. Con las manos crispadas por la muerte y los ojos en blanco, lo arrastró con él en su caída.
Agote vio por el rabillo del ojo como Ereño desaparecía por el borde de la cueva y siguió peleando. Ante aquel irresistible asalto, luchaba con la ferocidad de un lobo acorralado. Estaba poseído por un delirio sanguinario, como si cabalgase a horcajadas sobre los lomos un demonio guerrero. Sus ataques y respuestas se sucedían tan rápidamente que la mirada no era capaz de seguirlos; su espada creaba destellos blancos que se reflejaban en las paredes de roca, mientras descargaba certeras cuchilladas y los hombres se derrumbaban a su paso, y caían inertes sin lanzar un grito. Estaba cubierto de sangre de los pies a la cabeza, resbalaba sobre un suelo que estaba sembrado de escombros, miembros humanos y maderos carbonizados, que se enredaban en sus pies y entorpecían sus movimientos. Lo más importante era concentrarse en no tropezar con nada, en afianzar sus botas sobre terreno sólido a cada paso, y seguir peleando.
Los coloridos uniformes de los lansquenetes llenaban ya el estrecho espacio. Los héroes astures habían luchado con denuedo, pero al final estaban siendo sofocados por el número abrumador de sus enemigos. Agote retrocedió para evitar ser rodeado. Tenía los dientes destapados como en una macabra sonrisa, y gruñía de agotamiento mientras golpeaba a derecha e izquierda sin descanso. Su espada zumbada enfrentándose a una maleza de acero que pugnaba por clavarse en su cuerpo. Una cuchillada resbaló sobre su cota de mallas y estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio.
Retrocedió un poco más. Tenía la tumba de Pelayo a su espalda, y se sobresaltó al escuchar un movimiento sigiloso detrás de él. Se giró levemente y vio al dominico escabullándose rápidamente hacia las sombras. Estaba acurrucado junto a la tumba, justo como había visto antes de que empezase la pelea. Sus miradas chocaron con temor mutuo. Aun no habían dicho una palabra, pero Agote comprendió lo que iba a pasar.
Pero era demasiado tarde para impedirlo.
—Tranquilo, soy yo —dijo Bernardo.
Y, casi en el mismo instante, Agote sintió como el dardo de ballesta disparado a bocajarro se abría paso entre las anillas de su cota de malla y penetraba en su cuerpo para clavársele en los riñones. No tuvo tiempo para nada. Quedó estupefacto, como si la tierra entera hubiera desaparecido quedando sólo él, flotando y perdido en el vacío.
—Lo siento —añadió el dominico—. Que te sirva de consuelo el hecho de que nunca confiaste en mí. Y tenías razón.
Los lansquenetes lo rodearon con sus arcabuces apuntándole directamente al rostro. Bernardo soltó inmediatamente la ballesta y alzó las manos para que pudieran ver que no llevaba ninguna otra arma.
—Alles Erdreich Ist Oesterreicb Untertan[12] —gritó, para que aquellos cabezas duras comprendiesen de una vez de parte de quién estaba.
Se vio muerto cuando un doppelsöldner cubierto de sangre le colocó el cañón del arcabuz en la frente y empezó a apretar el gatillo. Pero el germano debió cambiar de idea, porque bajó el arma y lo miró a los ojos.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Soy el padre Bernardo, de los frailes predicadores…
—¿Qué haces aquí?
—Los brujos me trajeron contra mi voluntad.
—¿Y dónde están ahora?
Bernardo desvió una mano para señalar la entrada al túnel.
—Bien, vamos a por ellos. —El doppelsöldner señaló a uno de sus hombres y le ordenó—: Tú, lleva al padre fuera y que algún experto se ocupe de interrogarlo.
Los lansquenetes se internaron en el túnel mientras Bernardo descendía de la cueva en compañía de aquel soldado. Al llegar al suelo comprobó que allí se había producido una verdadera carnicería. Los cuerpos de los germanos se amontonaban destrozados al pie de la caverna. Algunos habían caído dentro de la laguna de la que nacía el río Deva, que, tal y como había prometido el vizcaíno, estaba roja por la sangre.
—Por allí —dijo su guardia sujetándolo por la manga de su hábito.
Bernardo vio que al fondo, entre unas peñas que los protegían, los lansquenetes habían levantado un pequeño campamento de tiendas. Se dirigieron hacia allí.
Pasaron junto al gran cañón que habían logrado subir y rodearon una de las peñas. Entonces, el dominico miró a un lado y a otro para comprobar que ya no estaban a la vista de nadie. Se volvió hacia el germano y le dijo:
—Austria Erit In Orbe Ultima[13].
El lansquenete se volvió hacia él y lo miró extrañado. Bernardo sacó un pequeño cuchillo que llevaba oculto en la manga de su hábito, y se lo clavó en la garganta.
El hombre se derrumbó, gorgojeando, ahogándose con su propia sangre. Bernardo le tapó la boca con la mano para que no pudiese gritar pidiendo ayuda, y aguardó con paciencia hasta que dio su último estertor.
Luego se puso en pie y miró hacia la caverna que se abría como una herida en medio de la pared de roca. La cascada que manaba sin cesar bajo ella completaba el efecto de un corte sangrante, y Bernardo pensó que había visto demasiada sangre en las últimas horas y que su imaginación seguía percibiéndola por partes. El casetón de madera que cubría el sidhe cuando lo vio por primera vez había desaparecido, sólo quedaban algunas vigas calcinadas de la estructura que había sujetado la base. Dentro de la cueva se veía moverse a los lansquenetes, de un lado a otro, iluminándose con antorchas.
Se preguntó qué iba a pasar ahora. Él ya había cumplido con la misión que le habían encomendado. Si el rey estaba a salvo, entonces las huellas de la intervención mágica en la que había participado Jacobus Sprenger habían quedado borradas. Al menos ésos esperaba él, porque ya no podía hacer nada más. Si seguía allí se arriesgaba a ser atrapado y torturado por aquellos brutales lansquenetes.
No le seducía esa posibilidad.
Se dio la vuelta, rodeó la peña por el lado opuesto al campamento, y tomó una senda creada por un torrente que descendía hacia la costa. Siguiendo el curso del agua llegaría a Ribadesella, y allí ya encontraría el medio para abandonar aquellas tierras.
Era un hombre de recursos. Se las arreglaría.