10

Agote había calentado su cuchillo ceremonial de mango negro al fuego de la antorcha que sujetaba Ereño, hasta que el acero brilló rojo. Después lo había hundido varias veces en el cuerpo de uno de los lansquenetes muertos para templarlo con su sangre. Clavó una estaca en el centro del lugar donde se iba a hacer el círculo mágico y le ató una cuerda. Al otro extremo de ésta sujetó el cuchillo santificado con sangre. Así trazó una circunferencia perfecta clavando el cuchillo en el suelo de la cueva y haciéndolo girar al extremo de la cuerda. Luego, dentro del círculo, marcó con el mismo cuchillo la cruz de las Cuatro Regiones, Este, Oeste, Sur y Norte. Usando de nuevo la cuerda, dibujó un segundo círculo concéntrico y exterior al primero, pero dejó un espacio abierto hacia el Norte por el cual pudieran entrar y salir los espíritus que pretendía invocar.

Todas estas operaciones las había tenido que realizar con extremo cuidado, agazapado, con el cuerpo casi pegado al suelo, bajo el estruendo de los cañones, el silbido de los dardos y las descargas de los arcabuces. Los lansquenetes habían instalado varias culebrinas frente a la cueva y bombardeaban sin descanso su entrada desprotegida. Los proyectiles de plomo rebotaban, silbando furiosos por encima de las cabezas de los defensores, haciendo volar fragmentos de piedra de las paredes por todas partes. Algunos se estrellaban contra el improvisado parapeto de cadáveres con un ruido sordo y húmedo. Los guerreros astures aguardaban en silencio, resguardados contra la pared del fondo, y con sus espadas dispuestas para repeler el siguiente asalto.

De repente, un trozo de metralla golpeó contra la cota de malla de Ereño. Se tambaleó y lanzó un rabioso gruñido, pero no había conseguido penetrar en su cuerpo.

—¿Estás bien? —le preguntó Agote.

Ereño dio un seco cabezazo, asintiendo, mientras se llevaba la mano para frotarse la zona dolorida.

—Sí, malditos sean. ¿Cuánto durará esto?

Agote se encogió de hombros, pero sabía que todo aquello era una maniobra de distracción para el siguiente ataque que se estaba preparando. Imaginaba a los lansquenetes agrupándose al pie de pared de roca en la que estaba la cueva, disponiendo las escaleras con un cuidadoso orden para el asalto final. Cuando se lanzasen nuevamente contra ellos los aplastarían con la superioridad de su número. A pesar de la magia, iba a ser muy difícil resistir.

Antes de empezar la invocación, se volvió brevemente hacia el lugar donde el dominico había permanecido desde el asalto anterior. Allí seguía, junto a la tumba de Pelayo. Sus ojos brillaban malévolamente en la penumbra y Agote comprendió que lo mejor sería acabar de una vez con él. Pero ahora no tenía tiempo para eso. Se concentró en el círculo mágico, extendió los brazos sobre él, y con voz pausada recitó:

—Venid inmediatamente, sin pestilencia o deformidad, ante nosotros. Venid sin apariencia monstruosa. Venid, pues os exorcizamos con vehemencia, por el nombre de Ariel, que destruirá en un solo día todos los edificios, de tal manera que no quedará piedra sobre piedra; y por el nombre Iath, que arrojará las piedras una sobre otra, de tal manera que todas las gentes dirán «cúbrenos y escóndenos»; y por el nombre Anael, que derribará las montañas y llenará los valles de rocas…

Un temblor sacudió entonces la montaña y una cascada de piedras se precipitaron hacia los lansquenetes que trabajaban al pie de la cueva.

Agote oyó con satisfacción los gritos de algunos germanos al ser aplastados por la avalancha, pero la sacudida había sido demasiado breve y relativamente poco intensa. Comprendió que eso sólo los iba a detener durante un breve espacio de tiempo, pero que el asalto final era inevitable.

Luis abrió los ojos. Parpadeó. Tenía una jaqueca atroz y le palpitaban los globos oculares. Pero el dolor más intenso lo sentía en la boca. Un alambre al rojo clavado en su mandíbula que se incrustaba en los huesos de su cráneo y trepaba sinuoso hacia su frente. Descubrió que tenía astillas de dientes sobre la lengua y la boca llena de sangre.

Levantó un poco la cabeza, y el movimiento le produjo un ramalazo monstruoso de dolor que la atravesó. El estómago se le revolvió de una forma espantosa. Escupió.

El suelo estaba cubierto por una alfombra de pelo. Frente a él, un niño sentado sobre él jugaba con unas tabas. Su mandíbula inferior era inusitadamente larga, afilada, con el belfo tan abultado que obligaba al pequeño a llevar la boca siempre abierta. Estaba tan ensimismado lanzando y recogiendo aquellos huesecillos que se diría que ninguna otra cosa del mundo existía para él.

Luis pensó que si un niño jugara a ser músico, no necesitaría ningún instrumento para perderse en el reino de los sonidos. Él también había sido un niño silencioso y solitario que solía perderse en sus juegos. Ahora percibía su niñez como si cada detalle formase parte de un sueño. Se recordó a sí mismo jugando también con unas tabas, en el rellano de las escaleras de la casa de sus padres, en Valencia. Aquellas escaleras llevaban a una vieja puerta de madera por la que se accedía a un patio interior donde crecían algunos árboles frutales. Cuando la puerta estaba bien cerrada, aquél era uno de los rincones más oscuros de la casa. Él a veces bajaba hasta la oscuridad para luego subir corriendo asustado, imaginando que horribles demonios iban tras él, casi rozándole los talones. Un día estaba sentado en un escalón, con la puerta entreabierta, y por la rendija entraba un hilillo de luz en el que danzaban infinidad de pequeñas motas de polvo que parecían dotadas de vida. Y él arrojaba las tabas dentro de aquel estrecho círculo de luz, una y otra vez, como si practicase un ritual que él mismo había olvidado. En realidad, lo que le fascinaba era ver cómo su mano cortaba el haz de luz y agitaba las partículas que flotaban en el aire, alterando sus movimientos y su destino.

Su padre se sentó en la escalera junto a él y, durante un buen rato, observó en silencio su juego absurdo e interminable. Todo quedó en suspenso en aquel momento mágico, hasta que de repente su padre recogió las tabas y las arrojó fuera del límite de la luz. Luis sintió un sobresalto al verlas desaparecer, pero su padre palpó en la zona oscura de la escalera y dio con ellas. Se las devolvió mientras decía:

—No debe asustarte la oscuridad, porque ésta forma parte de nuestro mundo, como todas las otras cosas que Dios ha creado. Luz y oscuridad sólo son dos aspectos de una misma realidad…

Como si saliera de un sueño, Luis desvió la mirada del niño que seguía jugando con las tabas y alzó la vista. Se encontraba en una amplia caverna circular, con doce columnas rodeando una gran mesa también circular, tallada en piedra con bastos golpes de cincel. Toda la luz provenía de doce hachones situados junto a las columnas.

Un hombre enorme estaba sentado ante aquella gran mesa, con los ojos cerrados, como si durmiera. Sus rasgos también parecían haber sido cincelados con tosquedad, con marcados ángulos rectos que creaban profundas sombras dentro de la cuenca de sus ojos y en sus mejillas. Su pelo y su barba habían crecido de tal modo que rodeaban varias veces el contorno de la mesa, se extendían por las paredes y el suelo de la caverna, y se enrollaba en las columnas. La pared situada detrás de él estaba cubierta por un gran símbolo con forma de rueda solar, del centro de la cual partían cuatro sinuosos rayos que se curvaban hacia la derecha formando una espiral de cuatro brazos.

Un individuo pequeño, de aspecto vulgar y vestido con una zamarra de pastor, apareció junto al gigante dormido. Luis no pudo ver de dónde había salido, de repente estaba allí. Como si despertase de un largo sueño, el gigante abrió entonces los ojos, húmedos y de un gris tan oscuro como el acero viejo, y miró al pastor.

—¿Vuelan todavía los cuervos en torno de la montaña? —le preguntó.

—Sí —le respondió tristemente el pastor.

El hombre sentado en la mesa de piedra volvió a cerrar los ojos y el pastor dio un paso hacia atrás. Su imagen tembló, como si estuviera vista en la distancia a través de una capa de aire caliente, y se difuminó hasta desaparecer.

Luis tuvo la sensación de que la escena que acababa de contemplar era como un sueño dentro de un sueño en la mente del Mesías-Imperador. Un ritual que se había repetido una y otra vez con precisión, a través de los siglos, en el interior de aquella gruta enclavada en las montañas Kyffhäuser.

Entonces el gigante abrió de nuevo los ojos y miró más o menos en su dirección, pero no exactamente hacia él. Apenas podía distinguirse cuál era su aspecto, o qué ropas llevaba, por todo el pelo que lo envolvía. Los pocos retazos de piel que asomaban lucían tan pálidos como el mármol, como si el sol no la hubiera tocado en siglos. Por la postura, Luis imaginó que estaba sentado en un trono, oculto también por la masa de cabellos que se agitaban a su alrededor como las serpientes de medusa.

—No esperaba esto de ti, Wotan —dijo con una voz que hacía temblar las paredes de la cueva. Sus ojos relucían rojos como dos carbones encendidos—. Te has aliado con nuestros enemigos para destruirme. Tu traición está más allá de cualquier medida.

—No me llames así, Sigurd —dijo el Nuberu—. Ése ya no es mi nombre.

—¡Sigurd! —exclamó el Mesías-Imperador—. Hace tanto tiempo que no escuchaba ese nombre que casi lo había olvidado… Es verdad, soy Sigurd, y tú sigues siendo Wotan, aunque ahora estés dispuesto a renegar de tu pasado.

Su voz sonaba extrañamente amortiguada, hueca. Aguantando el tremendo dolor que sentía, Luis giró la cabeza en la dirección en la que lo había oído hablar. Vio que el anciano tuerto estaba tumbado de lado. Que sus manos y pies seguían atados por madejas de cabellos, que también formaban una mordaza para su boca. Allí se habían aflojado lo suficiente para que el Nuberu pudiera hablar, preparados para volver a cerrarse si el anciano intentaba pronunciar un conjuro.

Los cuerpos de Cèleste y de Íñigo estaban entre Luis y el Nuberu. Ambos estaban inmóviles y sin ninguna atadura. Luis sintió que su corazón le daba un vuelco cuando recordó cómo la muchacha había sido arrastrada hacia lo alto colgada por el cuello de una soga hecha con cabellos humanos.

—Cèleste —musitó—. Cèleste…

Una de las manos de la bruja se movió levemente. Un gesto que sólo Luis podía ver y que le indicaba que permaneciese tranquilo, que ella se encontraba bien.

Sin embargo, aquel débil susurro había llamado la atención de Sigurd, que volvió hacia él sus ojos enrojecidos por el resplandor de las antorchas.

—No te preocupes por la bruja, está perfectamente —dijo desde detrás de su mesa de piedra—. Ella y el guerrero tan sólo fingen estar inconscientes porque pretenden sorprenderme… Pero lo cierto es que ninguno de vosotros puede causarme el menor daño…

En ese momento, como si respondiese a una señal silenciosa, Íñigo se puso en pie de un impetuoso salto y en un par de zancadas se plantó junto al anciano tuerto. Alzó su espada y luego la abatió a una velocidad cegadora, como un arco de luz que terminaba sobre la madeja de cabellos que apresaban las piernas y los brazos del Nuberu.

Pero no logró su objetivo, porque varios tentáculos surgieron desde el suelo y las paredes, para enrollarse como serpientes alrededor del acero y arrancárselo de las manos. Otros tentáculos lo apresaron por las piernas y lo elevaron en el aire boca abajo, para luego lanzarlo hacia el otro extremo de la caverna.

—¡Éste aún es mi reino y sólo mi voluntad domina aquí! —bramó Sigurd.

Cerca de Luis, el niño había dejado de jugar con las tabas y se había vuelto para mirar lo que estaba sucediendo con una expresión atemorizada en el rostro.

—Carlos, no tengas miedo, ven aquí conmigo —dijo Cèleste con voz suave.

La bruja se puso de rodillas y extendió sus brazos hacia el niño. Luis vio las marcas rojas alrededor de su cuello.

—Carlos —repitió—. Ven a mi lado.

El pequeño se puso en pie y miró dubitativamente a la mujer. Dio un tímido paso hacia ella.

—Hijo —tronó la voz de Sigurd—, ven aquí. Rápido.

El muchacho se dio la vuelta y corrió hasta la mesa de piedra, la rodeó y se sentó en el suelo, a los pies del Mesías-Imperador.

—Eres un buen chico —dijo mientras alargaba la mano y acariciaba su cabeza.

Íñigo se incorporó allí donde había caído. De su nariz goteaba sangre y tenía el lado izquierdo de su rostro tumefacto por el fortísimo golpe. Apenas podía abrir el ojo de aquel lado, pero aun así se las arregló para parecer desafiante.

Señaló al hombre del trono de piedra con un dedo y gritó:

—¡Maldito cobarde, no te escondas detrás de un niño!

—No pretendo hacerle ningún daño —dijo el gigante—. Lo necesito más de lo que imagináis. Para regresar y para que todo vuelva a ser como antes…

—Eso ya no es posible, Sigurd.

—Te equivocas, Wotan, y de todos vosotros tú eres el único que sabe lo que realmente se ha perdido. Por eso tu traición es tan dolorosa. ¿Acaso no recuerdas los mágicos imperios del pasado? ¿Ya te has olvidado de nuestros desafíos, de nuestros logros, de nuestra virtud invencible que fue capaz de dominar y transformar la Tierra entera? Tú, que has conocido aquel mundo habitado por seres superiores que participaban de la divinidad, ¿cómo puedes ahora volvernos la espalda? Porque éramos casi dioses, y engendramos una estirpe de conquistadores que llevaron la belleza, la justicia, y el conocimiento hasta el último rincón de la Tierra. ¿Acaso los años te han hecho enloquecer? Sí, debe ser eso, porque nuestras acciones son un reflejo de nuestra superior naturaleza física, y mírate ahora… ¿Cómo te has permitido degenerar de ese modo?

—Ya no queda nada de todo aquello. Todos esos tesoros con los que sueñas se perdieron o fueron olvidados en la noche de los tiempos…

—Aunque ya nada quede, la vida en aquel remoto pasado, olvidado e ignorado por los comunes mortales, fue algo digno de ser vivido con alegría y dignidad. Y volverá a serlo cuando yo regrese al frente de mis ejércitos… Los hombres se han mezclado con las bestias y han contaminado nuestra herencia… Por eso he de volver, Wotan. Porque mi regreso purificará y unirá los restos de esta raza desmembrada. Y conduciré a mi gente a la cabeza de todos los otros pueblos degenerados…

—Y abrirás la puerta a un ejército de demonios que inundarán el mundo de sangre y destrucción…

—¿Demonios? ¿Ahora tú también usas el nombre que le pusieron nuestros enemigos?… Llámalos como quieras, pero ellos son los únicos que se han mantenido fieles a mí a lo largo de los siglos… Y los necesito… Necesito de su fuerza y su poder, para que el Imperio gobierne el mundo durante los próximos mil años.

—Los planos no pueden mezclarse. El equilibrio entre ellos no puede romperse.

—¿Y qué puedes hacer tú para impedirlo? Mírate bien, Wotan, estás decrépito. Tu cuerpo de desvanece en la nada, apenas eres una sombra de lo que una vez fuiste. Deberías dedicarte a buscar un cuerpo más joven donde seguir viviendo —dijo Sigurd mientras acariciaba de nuevo la cabeza del niño.

Luis se volvió y se encontró con la mirada impotente de Cèleste. ¿Qué podían hacer? El Nuberu seguía inmovilizado en el suelo. Al fondo de la caverna, Íñigo sangraba y se mantenía en pie a duras penas. ¿Qué hacer?

Había algo…

Luis se esforzó por recordar su última conversación con Erasmo. Había sucedido hacía ya tanto tiempo, y las cosas habían cambiado tanto, que le parecía una eternidad, pero su maestro había dicho algo importante en aquella conversación.

Algo que podía serle útil ahora…

Intentó hacer memoria. Erasmo se había ocupado de la educación de Carlos hasta que el emperador Maximiliano envió al señor de Chièvres para ocupar su puesto. El niño que ahora tenía delante era el mismo Carlos que Erasmo había conocido. Desde entonces había permanecido allí encerrado. Aquel niño era la auténtica alma del Rey.

Y había algo sobre lo que le encantaba hablar…

—Hace poco conocí a un tal Copérnico —dijo Luis dirigiéndose al niño—. Este tipo era un polaco muy interesante que tenía algunas ideas asombrosas sobre los movimientos de la Tierra y de los astros en el cielo…

Comprobó con satisfacción que el niño se volvía hacia él, interesado.

—¿Y qué decía? —preguntó el jovencísimo Carlos.

—Fijaos que afirmaba que la Tierra giraba sobre sí misma una vez al día, y que una vez al año daba una vuelta completa alrededor del Sol. Además, también decía que la Tierra, a la vez que giraba y se desplazaba, se inclinaba sobre su eje…

El pequeño abrió mucho los ojos.

—¿Cómo un trompo?

—Sí, exactamente como un trompo.

El niño se apartó del hombre sentado y dio unos pasos hacia Luis. Sigurd se inclinó hacia él para retenerlo, pero sus manos pasaron a su través sin lograr tocarlo.

El pequeño Carlos siguió caminando hacia Luis.

—Pero eso no es posible —dijo—. Yo tenía un trompo, y todo lo que ponías encima de él salía disparado cuando empezaba a girar…

—Oh, ésa es una observación interesante —dijo Luis. Extendió las manos y tomó las del pequeño entre las suyas—. Seguro que a Copérnico le hubiese gustado oírla.

—¿Me llevarás a verle?

—Te lo prometo.

—Carlos, vuelve a mi lado inmediatamente —dijo Sigurd intentando mantener la voz tranquila.

Pero el pequeño no le prestó ninguna atención. Parecía fascinado con su nuevo amigo y con la posibilidad de conocer a ese polaco que tenía unas ideas tan extravagantes. Entonces el Mesías-Imperador se puso en pie y su trono de piedra cayó hacia atrás, resonando estrepitosamente contra el suelo.

—¡VEN, CARLOS! —bramó, y las paredes de la caverna temblaron.

Los tentáculos de pelo ascendieron desde el suelo y bajaron del techo abovedado para atrapar a Luis. Se enrollaron como serpientes alrededor de su cuerpo y tiraron de él en varias direcciones a la vez, como si pretendieran descoyuntarle todos los huesos del cuerpo. Con los brazos y las piernas extendidos como una estrella, alzado a dos palmos del suelo, mientras escuchaba crujir sus articulaciones, gritó con todas sus fuerzas.

Cèleste se puso en pie y corrió para ayudarle. Pero sintió que la talega, que llevaba como siempre colgada a la espalda, temblaba como si hubiera cobrado vida, a la vez que empezaba a calentarse. Emitía un destello tan potente que proyectó su sombra frente a ella. Desde el otro extremo de la cueva, Íñigo gritó para advertirle:

—¡Está en llamas! ¡Quítatela o te abrasarás!

La bruja se descolgó la talega y la colocó frente a sí. No estaba ardiendo como Íñigo había creído ver. No, más bien el entramado de colores que cubría la tela había empezado a brillar con una luz que lastimaba con sólo mirarla. Los colores se estaban fundiendo en aquella luz, tiñéndola con sus tonos como harían los cristales de una vidriera. Y así, poco a poco, la luz fue perdiendo intensidad. Y entonces Cèleste pudo ver que la decoración multicolor había cambiado.

Se había transformado en algo muy distinto.

—No puede ser —musitó admirada, a la vez que todo cobraba sentido para ella.

Los colores sin forma se habían reordenado sobre la tela para formar un prodigioso conjunto poblado de monstruos y criaturas inconcebibles. Su talega había sido hecha con el lienzo de una de las fantásticas visiones de Hieronimus Bosch, que representaba con nitidez los fuegos fantásticos y la oscuridad misteriosa del inframundo.

Era el Juicio Final que Felipe el Hermoso le había encargado pintar al artista.

«Ahora todo esto es tuyo», le había dicho Meg poco antes de despedirse de ella. «Tu herencia… Úsala con sensatez».

La tela representaba un mundo que había sido prácticamente invadido por el Infierno, extendiendo sobre la faz de la Tierra toda su variedad de torturas y tormentos, con mujeres lujuriosas con un sapo en el sexo, los glotones atiborrados con comidas y bebidas, los sodomitas violados por bestias monstruosas. Un infierno fantasmagórico, en el que monstruos alados atormentaban eternamente a los condenados. La variedad de personajes, las escenas, los hermosos colores elegidos, todo era deslumbrante y terrible.

Lo único que podía hacerse ante tan magnífico despliegue de horror era dejar la vista perdida en medio de aquella exuberancia imaginativa. Había viajado con aquella asombrosa obra a sus espaldas, oculta por un hechizo que le impidió ver lo que era realmente. Hasta ahora.

—Debes usarlo —dijo la voz del Nuberu a su espalda—. Tú sabes cómo hacerlo.

La voz enmudeció de súbito. Cèleste se volvió hacia el anciano y vio que los tentáculos que lo apresaban se habían apretado aun más en torno a él. Su rostro apenas se veía ya, asfixiado por nuevas lazadas de pelo.

Sin embargo, el Nuberu aun logró gritar:

—¡Hazlo!

«Sólo soy una principiante», pensó Cèleste. «No tengo experiencia en invocar a los espíritus… Pero este lienzo mágico es mi herencia, me pertenece desde antes de mi nacimiento. Así lo quisieron mis padres, y Meg se encargó de cumplir con su voluntad… Y eso debe tener un significado…».

Luis aulló de dolor y ella oyó crujir sus huesos desde donde estaba. El pequeño Carlos retrocedió aterrorizado por todo lo que estaba pasando, y Sigurd volvió a llamarlo a la vez que extendía sus brazos hacia él.

«¡Hazlo!», le había dicho el Nuberu.

Cèleste colocó las manos sobre la tela e invocó:

—Espíritus de las profundidades, yo os conjuro por el nombre al que todo el universo teme, respeta y reverencia, que está escrito con las letras Ion, He, Vau, He; y por el último y terrible Juicio; y por el nombre Oneiphetón, por el que se llamará a los muertos para que se levanten de sus tumbas. De lo contrario, si os atrevéis a resistiros por ciega desobediencia a la virtud y poder de este nombre, os maldecimos hasta las profundidades del Gran Abismo, al que seréis enviados, arrojados y atados, si os mostráis rebeldes contra el Secreto de los Secretos y contra el Misterio de Misterios…

Casi al instante, mientras aun resonaban en las paredes de la caverna los ecos de las últimas sílabas del conjuro, palpitó sobre el lienzo un resplandor amarillento. A Cèleste le llegó el olor sulfuroso y húmedo de una ciénaga corrompida, tan denso que le hizo llorar y se le pegó al fondo de las fosas nasales como un aceite malsano.

Miró hacia abajo, y los vio surgiendo de la tela, arrastrándose, reptando como sabandijas por el suelo y las paredes. En sus cabezas bulbosas se abrían unas fauces rebosantes de dientes afilados y retorcidos, brillaban malévolamente unos ojos amarillos de mirada vacua. Cuernos, espolones, pezuñas, garras; un nudoso amasijo de miembros extraños, que parecían amputados a diferentes especies animales para luego ser cosidos por un cirujano loco, sin orden ni concierto, a unos cuerpos esqueléticos y contrahechos.

Eran las mismas criaturas que Hieronimus Bosch había recreado con sus pinceles, que ahora se materializaban en carne, sangre y garras ante sus atónitos ojos, envueltas de un hedor mefítico que impregnó rápidamente la caverna.

Salieron disparados de la tierra, saltando a diestro y siniestro como un ejército de ranas abandonando su charca lodosa, para luego lanzarse todos a la vez contra el Mesías-Imperador. Éste intentó hacerles frente invocando a sus propios demonios cautivos, que adquirieron forma tejiendo sus cuerpos con el pelo que llenaba la caverna. Pero los demonios de la bruja eran demasiados, y su embestida extraordinariamente frenética.

Cèleste corrió hacia el pequeño Carlos, que se había quedado en medio de toda aquella vorágine, paralizado por el terror. Lo abrazó y lo protegió con su cuerpo.

Sigurd tuvo que retirar los tentáculos de cabellos que apresaban a Luis y al Nuberu, para crear con ellos nuevas líneas de defensa.

Luis cayó de rodillas y se dobló sobre sí mismo con el cuerpo lacerado de dolor.

Libre de sus ataduras, el Nuberu se puso en pie y avanzó hacia Sigurd, mientras agitaba los brazos y pronunciaba un conjuro contra él. Una luz brillantísima surgió de las manos del anciano tuerto, cruzó el espació que los separaba, y estalló sobre la frente de Sigurd, cegándolo.

Un demonio que parecía una bola de garras y dientes aprovechó la ocasión. Saltó por encima de la confusa muralla de pelo en la que se habían enredado varios de sus compañeros, y alcanzó el cuerpo del Mesías-Imperador con sus fauces. Antes de que éste lograse repeler su ataque, le había desgarrado la garganta de una salvaje dentellada.

Sigurd se llevó la mano a la herida, se tambaleó hacia un lado, y cayó sobre el charco de su propia sangre que anegaba rápidamente el suelo. El Nuberu se acercó a él. Los demonios que había invocado Cèleste lo dejaron pasar sin atacarlo. El único ojo del anciano se encontró con los llameantes ojos del Mesías-Imperador, que lo miraban desde abajo, con la mejilla izquierda hundida en el charco rojo.

—Te arrepentirás de esto, Wotan —dijo con la boca llena de sangre.

Xoan asintió levemente, hizo una señal con la mano, y los demonios se abalanzaron sobre el cuerpo caído.

Se ensañaron con él hasta dejar sólo unas guedejas de pelo flotando en el aire.