—En el pasado se rendía culto a los dioses de la fertilidad y la muerte, comprendíamos el sentido cíclico de la existencia y se mantenía un contacto abierto con los habitantes del Annwn —les estaba explicado el Nuberu mientras avanzaban por el túnel—. Pero en estos tiempos desdichados tan sólo podemos contactar ya con los peores espíritus del Otro Lado. Aquéllos que están dominados por el ansia o la crueldad y que habitan en la frontera entre su mundo y el nuestro. Son criaturas muy peligrosas, así que tendremos que ir con cuidado…
—Yo sólo quiero que me digas si mis espadas funcionarán allí —le preguntó Íñigo. Llevaba su ropera envainada y blandía una espada de hoja ancha en su mano derecha. El acero destelló al reflejar la llama de la linterna que portaba en la izquierda.
—Sí. Podrás hacer uso de ellas. No notarás la diferencia.
—Escuché lo que hablabas con el dominico —dijo Luis dirigiéndose al anciano.
—¿Ah, sí?
—Sí. Aunque detesto a ese tipo, no puedo evitar pensar que lo que decía tenía su lógica. Si tan decididos estáis en evitar el renacimiento del Mesías-Imperador, ¿no os hubiera resultado más sencillo hacer lo que él proponía?
—¿Matar a Carlos y destruir su cuerpo? —le preguntó el Nuberu.
—Entiéndeme, me alegro de que no hayáis cometido un crimen tan horrible, pero me pregunto por qué no lo habéis hecho, dado lo que está en juego.
—Algunos brujos obtienen los mejores antídotos contra las serpientes del propio veneno de éstas —dijo el anciano—. Si triunfamos en nuestro empeño de devolver el alma de Carlos a su cuerpo, es posible que él se convierta en nuestra principal arma para derrotar definitivamente a nuestro enemigo.
—¿El Mesías-Imperador?
—No, mi joven amigo, aún hay muchas cosas que ignoras. Una gran amenaza se cierne frente a nosotros, y es posible que el emperador Carlos sea el único capaz de hacerle frente. Por ello debemos salvarlo.
Llegaron al final del corredor.
Durante la mayor parte del camino habían oído los ecos de la batalla que se estaba librando en la entrada del sidhe. Pero en el último tramo el ruido se había ido difuminando hasta desaparecer por completo. Algo tenían aquellas piedras que eran capaces de amortiguar el sonido. Incluso el de sus pasos o sus voces, y se vieron obligados a gritar para hacerse oír por el compañero que estaba al lado.
El túnel desembocaba en una abertura circular que daba a un espacio mayor completamente sumido en las tinieblas. El Nuberu les pidió que no se asomaran aún.
Antes tenían que prepararse.
—Es posible ejercitar el espíritu igual que se ejercita el cuerpo —dijo—. He estado preparando a Íñigo para lo que ahora vamos a hacer, pero creo que vosotros podréis conseguir el mismo resultado con el ungüento de belladona…
Cèleste asintió y dejó su talega sobre el suelo de piedra. La desenvolvió con cuidado y buscó el frasco con la sopa del sábado. Retiró el sello de cera. Recogió la mitad de aquella espesa pomada con la mano y el resto se lo ofreció a Luis.
—Póntelo en las axilas y en el ano —dijo la bruja, acercando la boca a su oreja—. Tenemos que estar seguros de que tu cuerpo absorbe todo su poder.
Mientras Cèleste se aplicaba la pomada sin ningún rubor en las zonas más intimas de su cuerpo, Luis tomó el frasco y se retiró hacia la oscuridad para hacer lo propio. Todo aquello le hacía sentirse muy incómodo, pero obedeció las instrucciones. Desde donde estaba podía ver al Nuberu y a Íñigo hablando con sus cabezas pegadas y sujetos por las manos. Casi parecían dos enamorados. Se preguntó qué poder tendrían las palabras de Xoan que eran capaces de replicar el efecto de la poderosa droga de las brujas.
Cuando terminó regresó junto a Cèleste y le devolvió el frasco vacío. Ella lo introdujo de nuevo en la talega, que cerró cuidadosamente y colgó a su espalda.
El Nuberu también había terminado con Íñigo y les hizo una señal para que se acercasen a ellos. Los cuatro tuvieron que juntarse hasta que sus cabezas entraron en contacto para poder escuchar lo que Xoan quería decirles:
—Vamos a entrar. No os separéis de mí bajo ningún concepto. Es posible que tengamos que adentrarnos en regiones muy remotas del Annwn, pero mientras permanezcamos juntos no correremos ningún peligro.
Aunque tenían sus cabezas pegadas, a Luis le parecía que el Nuberu se encontraba cada vez más lejos de él. Sentía sus propios pies como si estuvieran alejándose a toda velocidad de la parte superior de su cuerpo, como si su cuerpo y la realidad que lo envolvía se estuviesen estirando y ondulando en torno a él. De repente, la cueva parecía muy iluminada, y él se extrañó al recordar que la oscuridad la había envuelto hasta un momento antes. Miró fascinado a su alrededor, fijándose en cada detalle insignificante de la piedra. Pensó que podría perderse en cada uno de aquellos poros de roca, y que cada uno de ellos era una caverna igual de extensa que aquélla en la que ahora estaban. Diminutos orificios que penetraban la piedra se mezclaban y retorcían unos sobre otros en intrincadas espirales como gusanos infinitos. La famosa trama de colores volvió a dibujarse a su alrededor, como un complejo muaré de formas geométricas que se entrelazaban.
El Nuberu lo sujetó por el hombro y lo sacudió. Él se giró y miró el solitario ojo del anciano. Su iris grisáceo también parecía un entramado de tejido esponjoso, lleno de diminutos agujeros que se proyectaban hacia el interior de su cráneo.
—Atiende, Luis. Concéntrate en el total, no te pierdas en los detalles.
—Sí, sí —musitó él un poco avergonzado.
—De acuerdo, ha llegado el momento. Vamos.
Se asomaron a la gran caverna e Íñigo estiró el brazo para iluminarla con la llama de la linterna. Su luz rebotó una y mil veces en las paredes cristalinas de aquel espacio enorme y perfectamente esférico. Una geoda inmensa con la cara interior recubierta de cristal de roca. Con cada rebote la luz parecía multiplicarse como si de repente hubiera un millón de llamitas brillando en la oscuridad. Cuando movió el brazo, el coro de llamitas reprodujo obedientemente su movimiento creando un efecto fantástico, como si las propias paredes se entusiasmasen con la luz y jugaran con ella.
—¡Mirad allí! —exclamó Cèleste.
En el centro geométrico de la esfera había un cuerpo flotando en el aire. Estaba demasiado lejos para apreciar sus rasgos, pero Luis reconoció la escuálida silueta de Carlos. No dudó que se trataba de él.
—¿Cómo es posible? —dijo—. Está suspendido en el aire…
—Este lugar es como una burbuja entre nuestro mundo y el Annwn. Las influencias de ambos mundos se tocan y se anulan de un modo perfecto. Excepto tu luz, Íñigo, es mejor que la apagues y así esta caverna volverá a quedar aislada del exterior.
Luis se frotó los ojos y volvió a mirar. El cuerpo de Carlos seguía flotando en el centro de la caverna esférica. ¿Aquello era un hechizo, el producto de una ciencia que no comprendía, o sólo una alucinación causada por la droga de las brujas?
Íñigo colocó la palma de la mano sobre la llama de la linterna para ahogarla y todo quedó sumido en la más completa oscuridad.
—¡Ahora saltad dentro! —gritó el Nuberu. Y al instante su voz se extinguió.
—Vamos, Luis —le animó Cèleste.
Rodeado por la oscuridad y el silencio absoluto, Luis extendió sus brazos intentando tocar a alguno de sus compañeros, pero no lo logró. Lo único que captaban sus sentidos era el contacto de sus pies contra el suelo de roca de aquel tramo final del túnel. Alargó un poco el pie derecho hasta que palpó el borde del precipicio.
«Saltad», había dicho el anciano. Pero era más fácil decirlo que hacerlo. ¿Saltar hacia la oscuridad? Sabía que enfrente de él había un abismo y se necesitaba mucho valor para arrojarse ciegamente hacia él. No, valor no; locura.
Cuanto más pensaba en las cosas que había visto y oído durante los últimos tiempos, más zozobra le entraba. Todo había sucedido tan rápido, que aún no lo había asimilado.
«Si sigo teniendo fe en el poder absoluto de Dios, entonces todo esto es una ilusión», se dijo.
Pero tanto si era o no real, comprendió que debía tomar una decisión.
«Vamos, Luis…».
«Haré lo que me digan. No ofreceré resistencia. Me abandonaré».
Y, sin pensárselo más, dobló las rodillas para impulsarse, y lanzó su cuerpo hacia adelante.
Seguía oscuro, pero de inmediato Luis comprendió que estaba en el exterior. Un viento helado hacía que le castañeteasen los dientes sin que pudiera remediarlo. Estaba en medio de una llanura desolada, alzó la vista y distinguió las estrellas brillando en lo alto. Noche cerrada, sin luna. Hacía mucho frío.
A lo lejos vio la luz de unas antorchas desplazándose rodeadas de oscuridad, que se dirigían hacia él. Era una verdadera muchedumbre, como una procesión de almas en pena. Al acercarse distinguió a clérigos agitando sus incensarios, a soldados y toda una corte de hombres y mujeres ataviados con ricos trajes de luto, en silenciosa procesión en mitad de la noche, a la luz de antorchas, en medio de una llanura desolada y azotada por un viento helado. Era la comitiva fúnebre de un rey. Al cabo de un rato distinguió el féretro que iba en un carro tirado por cuatro caballos negros con crespones de duelo.
Durante un momento, Luis pensó que estaba en alguno de los círculos del infierno de los que había hablado Dante, tan asombroso y estremecedor era aquel espectáculo. Pero caminando detrás del carro que llevaba el féretro, vio a una mujer con un avanzado embarazo, completamente vestida de negro y un velo que le cubría el rostro.
Comprendió que lo que estaba ante sus ojos era algo que había sucedido en el mundo real unos años antes. Exactamente a finales de diciembre de mil quinientos seis. El paisaje que le rodeaba eran las llanuras de Castilla, y aquella comitiva fúnebre se dirigía hacia el Sur, hacia Granada, donde Felipe el Hermoso quería ser enterrado. Recordó que doña Juana se negaba a viajar de día porque afirmaba que los demonios querían robarle el cuerpo de su esposo. Unos meses antes, Luis hubiera tomado esto como un signo ineludible de su locura. Pero ahora ya no estaba tan seguro. Ya no estaba seguro de nada.
La mujer de luto se detuvo y se giró hacia él. De inmediato, toda la comitiva se paró también. Uno de los caballos negros se encabritó un poco cuando el conductor del carro tiró de las riendas, y uno de los soldados acudió para calmar al animal. Todos allí, incluso aquellas bestias, parecían estar al límite de sus nervios. Sin embargo, la mujer embarazada caminó hacia él con un paso tranquilo y relajado.
Se detuvo frente a Luis. No podía ver su rostro, que estaba cubierto totalmente por el velo de muselina negra. Era menuda, con el vientre prominente por el embarazo y el busto generoso. A pesar de lo avanzado de su estado de gestación, sus movimientos estaban llenos de gracia. Sus manos blanquísimas, delicadas, se alzaron para sujetar el velo, que retiró para dejar su rostro al descubierto. Era tan hermosa como aparecía en los retratos. Aquél no era el rostro de alguien con la mente enferma. Había visto a demasiados de aquellos desgraciados en La Casa deis Fols, y la característica expresión facial retorcida por la locura era algo que no podía ocultarse.
—En realidad no estoy aquí —dijo ella con una voz suave que expresaba una tranquila pena—. Ahora estoy soñando en mi lecho de Tordesillas. Este camino lo recorrí hace muchos años, y luego he vuelto a él y lo he soñado infinidad de veces… Pero ni en la realidad ni en ninguno de mis sueños aparecíais vos. ¿Quién sois?
Emocionado por estar en presencia de la reina, Luis hizo una profunda reverencia. Bajó su rostro y clavó una de sus rodillas en el suelo.
—Yo creo que también estoy soñando, mi señora. Soy Juan Luis Vives de Valencia, vuestro humilde súbdito.
—En pie, Juan Luis, por favor, levantaos. ¿Es que queréis uniros a la comitiva? Apenas hemos empezado el camino… Aún nos quedan muchas jornadas y tendremos que hacerlas durante la noche… Porque ellos siempre están acechando…
—¿Los demonios, mi señora? —preguntó Luis mientras se incorporaba.
—Son demonios, sí, pero con cuerpo de hombres. Son los siervos del Emperador, los que quieren arrancar el corazón del pecho de mi esposo. Están por todas partes, ocultos entre la buena gente. Si los vierais ahora frente a vos, no podrías distinguirlos porque su maldad está bien oculta en su interior… Y ellos quieren matar a mi esposo…
Al decir esto último, la reina se volvió hacia el féretro. Luego miró a Luis con una sombra de sospecha cruzando por sus hermosos ojos oscuros, y añadió:
—Ya sé lo que estáis pensando, pero Felipe tan sólo está dormido. Su sueño es tan profundo que sólo una persona puede despertarlo. Yo sé quién es, y también sé que fue su amante, pero no me importa eso ahora… tan sólo quiero que ella lo despierte. Por eso llevo a mi esposo a Granada… ¿Queréis uniros a la comitiva?
Luis sintió una gran pena crecer en su interior al contemplar a aquella reina que, por encima de todo, era una mujer enamorada que intentaba desesperadamente salvar a su esposo. Sabía lo que iba a pasar a continuación; que en un pequeño pueblo llamado Torquemada nacería Catalina, la hija póstuma de don Felipe, y que a ella la retendrían allí durante varios meses, para luego enviarla a Tordesillas, donde sería recluida.
—Lo siento —murmuró Luis—. Lo siento mucho, mi señora…
La reina alzó una mano tan suave como la seda y le acarició la mejilla.
—No quiero que sufráis por mí. No ahora que vuestros amigos y vos estáis en grave peligro. Tenéis que andar con cuidado… —le advirtió.
Entonces el espacio entre ellos se abrió, como un papel que se desgarrase para mostrar lo que se ocultaba detrás de él. Luis vio aparecer la oscuridad del interior de la caverna y una silueta que reconoció como la de Íñigo…
Íñigo alzaba su espada y la descargaba contra unas criaturas sinuosas que Luis no alcanzaba a distinguir. La imagen de la reina perdió color al fundirse con aquel fondo y fue volviendo cada vez más débil y borrosa hasta que desapareció.
Se encontraba de nuevo en el espacio cerrado de una cueva, rodeado por paredes de piedra. Estaba tumbado de espaldas sobre el suelo, Cèleste lo sujetaba por un brazo y tiraba de él para apartarlo de la refriega. Íñigo luchaba denodadamente con un gigante cubierto de pelo que blandía una espada de doble mano como si fuera un florete. A pesar de la diferencia de tamaño, el muchacho se las arreglaba bastante bien, paraba los golpes y los devolvía con movimientos rápidos y fluidos. En un momento atravesó las piernas y el vientre del gigante una docena de veces, pero éste seguía peleando sin mostrar reacción alguna a las heridas.
La linterna estaba en el suelo, caída de lado, y el aceite se había derramado en su mayor parte, pero la llamita seguía luciendo al extremo de la mecha. Luis distinguió la sombra agrandada del Nuberu proyectándose contra la pared y el techo de la cueva. Y al propio Xoan Cabritu un poco más allá, con los brazos extendidos, los ojos cerrados y murmurando algo que debía de ser un hechizo. Pero sus piernas estaban juntas, apresadas por un tentáculo oscuro que reptaba por su cuerpo. Con horror vio que algo se movía sobre las paredes de la cueva. Era como un fluido negro, como tinta dotada de voluntad propia, y eso mismo era lo que se extendía por el suelo y había atrapado al brujo.
—¿Qué está sucediendo aquí? —preguntó Luis.
—Esa cosa nos atacó —dijo Cèleste—. No sé qué clase de demonio es, pero parece muy poderoso… Tú estabas inconsciente y quise apartarte de él antes de que…
La voz de la muchacha se interrumpió de súbito. Luis alzó la vista hacia ella y vio que un grueso tentáculo negro se había cerrado en torno a su cuello. Aquella cosa había descendido desde el techo de la caverna para apresarla y, mientras el valenciano miraba atónito, tiró de ella y la elevó por los aires. Cèleste se llevó las manos a la garganta y agitó espasmódicamente las piernas en el aire mientras luchaba por respirar.
—¡No! —gritó Luis mientras se ponía en pie para intentar sujetar a la bruja. Pero antes de que pudiera lograrlo, ella ya había sido arrastrada a gran altura.
Otro tentáculo reptó por el suelo, se enrolló en torno a los tobillos de Luis y lo hizo caer de nuevo. Se golpeó la barbilla contra la superficie de piedra y sus dientes se estrellaron con un doloroso chasquido. El sabor de la sangre le llenó la boca.
Aquella cosa repugnante se deslizó por su cuerpo, apretándole con más fuerza conforme se iba afianzando en torno a él. No podía mover los brazos, que ya habían sido apresados, y al poco aquel tentáculo peludo, maloliente, se cerró sobre su boca y su nariz.
Se debatió cuanto pudo, pero no podía respirar. Antes de perder el sentido logró ver como Íñigo le atestaba un tajo a su enemigo a la altura de la cintura y lo partía en dos limpiamente. No había sangre, ni vísceras, sólo oscuridad en su interior… Entonces Luis comprendió que no era un gigante cubierto de pelo, sino una inmensa masa de larguísimos cabellos que parecían haber cobrado vida.
El tentáculo de espeso pelo negro le cubrió los ojos.