6

—No es posible, no puedes ser hermana de Carlos…

Cèleste levantó los ojos y miró a Luis con desánimo.

—Estoy intentando asimilarlo —dijo.

Los dos estaban sentados en el interior del santuario, junto a la tumba de Pelayo. Afuera había oscurecido por completo y ninguna luz se colaba ya por los ventanucos abiertos en la pared de madera, creando una extraña sensación de aislamiento.

—Un momento —murmuró Luis—; creo recordar que, según las fórmulas alquímicas, el Hijo de la Filosofía deber ser en parte macho y en parte hembra, y que sólo con esta dualidad, con el lado femenino del Rebis formando parte de él, puede existir. Pero… ¿tú?

Cèleste hizo un gesto que era una mezcla de tristeza e incomodidad, y dijo:

—Me peguntaba por qué los secuaces del Mesías-Imperador me habían estado acosando continuamente. Cuando Bocadorada me siguió hasta el taller del Hieronimus, quizá pensaba que iba a ser fácil eliminarnos a los dos juntos. Como no fue así, no se arriesgó a resultar muerto y no poder informar de lo que había sucedido. En la próxima ocasión en la que nos encontramos tuve que enfrentarme a todo un ejército de sus secuaces. Y luego utilizaron la magia para incendiar la nao en la que viajaba… Y fallaron cada vez en su empeño de matarme. Era evidente que para ellos era vital destruirme. Pero ¿por qué? Yo no justificaba tantos esfuerzos… O, al menos, eso creía…

—Si lo que el Nuberu afirma es cierto, los secuaces del Mesías-Imperador, interviniendo durante generaciones, buscaban crear un cuerpo que albergase el alma de su señor… Al parecer, en lograr esta característica cruzando a las familias de Habsburgo y Trastámara, pero no creo que supieran con exactitud dónde iba a aparecer lo que buscaban. Por eso enlazaron a las dos parejas de hermanos: a Felipe con Juana, y a Margarita con Juan de Aragón…

—Y cuando vieron que el retoño de Juan y Margarita no cumplía con sus expectativas, lo eliminaron.

—Sí, y luego asesinaron al príncipe Juan, con la misma frialdad con la que un alquimista arroja por el sumidero una mezcla que ha salido mal. Imagino que se dedicaban a destruir las ramas molestas, podándolas para obtener sólo lo que buscaban… Pero tú fuiste una rama sobre la que no tenían ningún control, por eso te convertiste en una preocupación tan grande para ellos y por eso querían destruirte… Porque la misma sangre de Carlos corre por tus venas. Pero ¿quién pudo concebir esto? Felipe de Habsburgo, tu padre, no podía ser otra cosa que un esbirro del Emperador… ¿Entonces…?

—Algo lo hizo cambiar de bando. Quizá mi madre, no lo sé… —su voz reflejó incertidumbre—. ¿Sabes? Acabo de enterarme de su nombre: Láindar-Aixa.

—¿Y el lienzo que pintó Hieronimus para Don Felipe? ¿Qué fue de él?

—¿Qué quieres decir?

—Si tu padre cambió de bando, entonces, quizá no llegó a las manos de los siervos del Mesías-Imperador…

—Quizá. Una incógnita más entre otras muchas…

Cèleste sacudió la cabeza, tratando de despejarla. Ansiaba alejarse del abismo que acababa de descubrir, pero sabía que eso ya era imposible, que esa certeza la iba a acompañar el resto de su vida. En cierto modo, se sentía como una recién nacida, emergiendo de su propia profundidad, desconcertada por el regalo de la existencia. Pocas veces había percibido con tanta fuerza la distorsión de los sentidos; la luz magnificada y los olores revelándole extrañas presencias, las voces lejanas con las palabras confundiéndose en una melodía única que creaba un zumbido estridente en los oídos.

—Recuerdo cuando tú intentabas recuperar tus propios recuerdos —dijo con una sonrisa amarga—. Ahora entiendo perfectamente cómo te sentías. Algo que te atormentaba en tu pasado pero que no alcanzabas a vislumbrar completamente porque tu propia alma intentaba ocultártelo. A mí me han mentido sobre mis orígenes, y quien ha mantenido ese engaño ha sido la única persona a la que he considerado mi madre, y la única en la que confiaba plenamente…

De repente, Luis se sintió invadido por un extraño pudor y rehuyó la mirada de la bruja. Si todo lo que estaban oyendo fuese cierto, entonces su visión del mundo y del lugar que ocupaba el hombre en él, las certezas que había mantenido hasta ese momento se hacían pedazos disolviéndose entre los remolinos de un torbellino. Su mente sintió vértigo ante esa posibilidad, como si estuviese colgando sobre la nada.

Se volvió para mirar al Nuberu, que pronunciaba un encantamiento ante las espadas de los vizcaínos. Se había ataviado con una túnica ceremonial de basta tela blanca, que estaba cubierta por completo de inscripciones y símbolos mágicos bordados en todos los colores. El conjunto daba una mareante sensación de muaré, que se asemejaba bastante a los motivos decorativos de la talega de Cèleste. Mientras recitaba el encantamiento, tenía los brazos extendidos sobre las tres espadas que los vizcaínos empuñaban.

—Yo te conjuro, oh espada, para que me sirvas como fuerza y defensa contra todos los enemigos visibles e invisibles. Yo te conjuro por el todopoderoso nombre Sbaddai, yo te conjuro, oh espada, como protección ante todas las adversidades…

«Lo imposible es un concepto de la razón humana», pensó Luis, «pero no existe nada imposible para Dios».

—Magia —musitó con voz desesperanzada—. Magia por todas partes…

—Éste ha sido un extraño viaje para ti —dijo la bruja.

—Así son los viajes… Yo jamás hubiera creído que iba a presenciar tales prodigios, y nunca los hubiera aceptado de no haberlos visto con mis propios ojos.

—Vamos a seguir viajando, Luis. A regiones tan remotas que están más allá de lo que la mente de los hombres puede imaginar…

Sintió unos deseos incontrolables de salir corriendo, de regresar a sus clases en Lovaina, a la tranquila amistad de Cranevelt, a la agradable compañía de Erasmo, y alejarse de allí para siempre. Sentía un terror inmenso, pero comprendió que lo que más le asustaba en esos momentos era la Verdad. Era como si hubiera encontrado una carta de navegación y la hubiera estado siguiendo fielmente hasta llegar allí. Ahora podría contemplar su «tierra prometida» y saber si el mapa era real o todo había sido una patraña… Pero comprendió que no había vuelta atrás. Había cruzado el mar, había llegado hasta aquella remota costa y, fuera lo que fuera lo que encontrara en ella, era suyo. Le esperaba allí desde el mismo día de su nacimiento. Era suyo. Sólo entonces se calmó y logró vencer su miedo.

—¿Traeremos de vuelta el alma de tu hermano? —le preguntó a Cèleste.

—Ése es el objetivo. Por eso estamos aquí.