5

Todavía flotaban algunos velos aislados de niebla alrededor de las cimas de las montañas, que el atardecer teñía de un asombroso color anaranjado, pero la pesada cobertura de nubarrones de lluvia había desaparecido.

Guiados por los hoscos vizcaínos, habían penetrado en un valle angosto, enclavado entre dos montes cubiertos de profundos y misteriosos bosques. El valle desembocaba en una impresionante pared de roca que se elevaba entre las montañas como una calle sin salida, o como la proa de una nao gigantesca que cortase en dos la cordillera.

El sidhe colgaba a una buena altura de aquel precipicio que cada vez se veía más imponente. Aún les quedaba a cierta distancia, pero los detalles de su asombrosa estructura se iban revelando a cada paso. La entrada de la cueva estaba oculta por una tosca tablazón que semejaba una casa (si existiese alguien tan loco como para construir una vivienda en un lugar así), y sobresalía como un balcón de madera en un muro, sujeto de tal forma que parecía que flotaba junto a la peña de roca agreste.

Desde luego, parecía inexpugnable. Luis no vio ninguna subida natural hasta la entrada, e imaginó que se usaría algún tipo de escala que ahora había sido retirada.

—Sólo cien hombres —le dijo Ereño a Luis— se enfrentaron aquí a miles de guerreros del ejército sarraceno que había conquistado toda la península Ibérica en unos pocos meses. Y los derrotaron.

Justo debajo del Sidhe, un torrente de agua brotaba a borbotones de una grieta en la piedra, con el ímpetu de un dragón surgiendo de su guarida, y formaba una cascada que se precipitaba por la peña con un gran estruendo, formando un penacho de espuma al caer en la gran balsa al pie del muro.

—Ahí nace el río Deva —añadió el vizcaíno, señalando la balsa con su ballesta—. Todos los años crece con las lluvias, pero dicen que nunca lo hizo tanto como entonces, con la sangre de los moros que aquí murieron.

—Pronto volverá a crecer —dijo Bañat con una risita—, con la sangre de este dominico y con la de los lansquenetes que han de venir.

—Espero que seáis más que vosotros dos, y que tengáis más armas que esa ballesta —dijo Bernardo—, porque los lansquenetes traerán armas modernas, arcabuces y culebrinas, y reducirán este sitio a…

—Silencio o te corto la lengua ahora mismo —bramó Bañat.

El aire era frío y con un profundo perfume de resina. Luis se ajustó el cuello del jubón, estremeciéndose, no tanto por el viento helado como por las sombras cada vez más profundas del bosque, y la ansiedad que no dejaba de crecer en su interior.

—Dime, valenciano, ¿no lo notas? —preguntó Ereño.

—Sí, sí lo noto —admitió Luis.

«Numen hic est», pensó. «La divinidad reside aquí».

—Deva significa «la Diosa» en la lengua antigua —continuó el vizcaíno como si leyera sus pensamientos—. Al parecer, Ella suele manifestarse en este lugar desde tiempos remotos, aunque ahora los cristianos la confundís con la Virgen…

Luis miró de soslayo a Bernardo y éste le devolvió una sonrisa maliciosa.

—Aceptadlo, Luis —dijo—, estamos rodeados de paganos.

—La próxima vez que abráis la boca… —le advirtió Bañat señalándole con el dedo—, la próxima vez os la he de coser de un tajo.

—Entonces vosotros también sois brujos —le preguntó Luis al vizcaíno.

—Agote es el brujo —dijo Bañat—. Éste y yo sólo somos sus pupilos.

—¿Y el muchacho de los pómulos grandes?

—¿El de Loyola? —dijo Ereño—. Ése estaba aquí antes de que nosotros llegásemos. Pertenece a una familia de cierta calidad y ha estado en la corte, al servicio de gente muy principal. La verdad es que no sabemos quién lo envía, pero el Nuberu confía en él y eso nos basta.

Se detuvieron al pie del precipicio, bajo la estructura de madera que encerraba la entrada de aquella cueva mágica. Bañat se llevó dos dedos a la boca y emitió un largo y potente silbido. Luego todo quedó en silencio durante un instante, sin otro sonido de fondo que el rumor de las hojas de los árboles al ser agitadas por el viento o el mugido de la cascada al precipitarse desde lo alto contra las rocas.

Luis dudaba que con aquel fragor los de arriba pudieran haber oído el silbido del vizcaíno, pero al cabo de un instante se abrió una puertecita en un lateral de la construcción, y alguien lanzó una escala de cuerdas.

—Bueno, arriba todos. Tú el primero, dominico.

Luis empezó a trepar detrás de Bañat, y Ereño se situó detrás de él en la escala. Al poco rato le estaba gritando para que subiera más aprisa, pues estaba dejando un gran trecho entre él y los dos que subían primero. Pero los brazos le temblaban por el esfuerzo y no le daban para más; las piernas eran casi peor que inútiles, pues cuando quería hacer fuerza con ellas para impulsarse hacia arriba, sólo lograba ponerse en una posición horizontal que aumentaba la presión sobre sus brazos. Comprendió rápidamente que trepar por una escala de cuerdas era más difícil de lo parecía a simple vista.

Cuando alcanzó los anchos pilares de madera de roble que sujetaban el santuario a la roca, hacía rato que Bañat y el dominico habían llegado arriba, y Ereño estaba tan desesperado que Luis temió que intentara pasarle por encima para llegar antes. Mientras salvaba ese último tramo escuchaba el murmullo de varias personas que conversaban. A veces, una música agradable e íntima servía de fondo a las voces. Pero, cuando elevó su cabeza por encima del entarimado de madera que formaba el suelo de la cueva, se quedó sorprendido por la multitud que se había congregado en aquel estrecho santuario.

Eran guerreros, eso era fácil apreciarlo por sus armas, los cascos que llevaban sobre las cabezas y las cotas de mallas. Pero no reconoció ninguno de los emblemas que llevaban bordados sobre las sobrevestas, y le asombró lo anticuado de su armamento; no recordaba haber visto nunca unas espadas y unas lanzas tan toscas como aquéllas. Y las cotas de malla eran aparatosas y pesadas. Sin embargo, el aspecto de aquellos hombres no podía ser más fiero; con sus rostros barbudos y surcados de cicatrices, que daban fe de que habían participado en más de un combate. Algunos llevaban zamarras de pieles sobre la cota de mallas, otros habían adornado sus cascos con las astas de un ciervo. No sabía de dónde habían salido, pero Luis estuvo de inmediato convencido de que iban a presentar una batalla a los lansquenetes que éstos no iban a olvidar jamás.

El tuerto alto y viejo se mantenía apartado, junto a Agote, al fondo de la cueva. Bañat había llevado al dominico ante ellos y les estaba poniendo al corriente de lo sucedido. El viejo se volvió, miró a Luis un momento, y después siguió hablando con Bañat y Agote, mientras el dominico permanecía en silencio.

Ereño ya le empujaba insistentemente para que se moviese de una vez y le dejase paso, cuando Luis distinguió a Cèleste sentada sobre un banco de piedra, observando la conversación. Él se puso en pie sobre la tablazón y caminó hacia la bruja.

—Temía por tu vida —le dijo apenas llegó a su altura—. El modo en que desapareciste en medio de la noche…

Cèleste alzó los ojos hacia él y lo miró. Luis se sintió conmovido por la expresión de absoluto desconcierto que vio en ellos. Pensó en los ojos de un náufrago que no tiene adonde asirse un instante antes de hundirse. ¿Qué le habría sucedido en las últimas horas para otorgarle esa mirada pálida y fija? Aquellos ojos no dejaban lugar para la duda. No podía existir doblez en aquel momento de pura incertidumbre.

—¿Cèleste?…

—Sí, Luis, estoy bien. Me alegro de verte, aunque creo que te has arriesgado demasiado viniendo hasta aquí…

—Desperté en medio de esa niebla y vi como unos lobos arrastraban el cuerpo inconsciente del rey. Y tú desapareciste…

—Carlos está bien. Estos hombres van a salvarlo de su destino.

—¿Su destino?

—Lamento que os hayáis visto envuelto en todo esto —dijo una voz bien templada a su espalda. Luis se giró para mirar al anciano tuerto que le había hablado.

Agote y sus vizcaínos, e Íñigo, estaban a un paso tras él, rodeando al dominico. Se dio la vuelta y volvió a mirar Cèleste.

«¿Salvarlo de su destino?». —Se tocó los labios con la punta del dedo y miró al anciano. Y a los vizcaínos. Y al dominico. Y de pronto Luis comprendió.

—Las Bodas Reales —dijo Luis, mirando a Cèleste—. Eso era lo que estaba representado en aquella pintura de Hieronimus de la que me hablaste. Y en tu sueño… Tú y él compartisteis esa misma visión, pero Hieronimus Bosch pudo representarla fielmente con sus pinceles, porque ése era su talento… El ardiente azufre y el húmedo mercurio. La nigredo y la albedo. El Sol y la Luna. El rey y la reina. Todo el Arte de la alquimia está orquestado en torno del coito entre el rey y la reina. La unión produce la muerte de ambos elementos para la formación de un tercero: el Rebis, el Hijo de la Filosofía. Carlos es el auténtico Vellocino de Oro que buscan Vauldre y sus caballeros alquimistas…

Parpadeó muy despacio y miró a los hombres y a la mujer congregados al fondo del sidhe, en el estrecho espacio que había junto a la tumba de Pelayo.

El Nuberu asintió a sus palabras con un movimiento de cabeza. Su rostro, a la luz de las lámparas de aceite, parecía de cuero viejo. Cuando habló, se dirigió a él:

—Los alquimistas no pretenden convertir el plomo en oro. No, eso es sólo una alegoría de sus verdaderas intenciones, porque la alquimia proyecta sobre la materia la búsqueda de la perfección. Cada hombre es como un molde único, perfecto, en cuyo interior sólo puede encajar la forma de una alma.

—¡Como la funda de una espada! —exclamó Luis.

—Exacto. Pero es posible crear cuerpos que acojan la forma de una alma determinada. Como una cerradura y su llave. Es un proceso muy lento, pero puede lograrse.

—¿Crear? ¿Cómo?

—Eligiendo ciertas características en algunos individuos. Aislando esas cualidades por su ascendencia y seleccionando luego la progenie.

—Entonces queréis decir más bien «criar», tal y como criamos a los animales domésticos, eligiendo a aquéllos que tienen las características que buscamos para cruzarlos entre sí.

—Sí, eso mismo. Ésa ha sido la misión oculta de algunas casas reales. Se han controlado cuidadosamente sus apareamientos para obtener a unos individuos determinados, de acuerdo con un plan preestablecido. Los príncipes de unas familias se han casado con los de otras siguiendo los dictados de alquimistas y magos.

—¡Por Dios! —exclamó Luis llevándose las manos a la cabeza—. Y el resultado que se persigue con todos esos enlaces, con esa crianza selectiva, es… Sí, no puede ser de otro modo. Alguien pretende que se cumpla la profecía de De Fiore… Y para ello necesitan un cuerpo que se convierta en el recipiente del alma del Mesías-Imperador.

—El objetivo es despertarlo de su sueño de siglos —asintió el Nuberu—. Como en la alquimia, la materia debe sufrir y ser torturada antes de ser depositada en el sepulcro donde se realiza la putrefacción… La esencia del Arte alquímico es que la muerte sólo es el prefacio de una gloriosa resurrección. La Piedra Filosofal debe ser encerrada en un recipiente hermético, como Cristo lo fue en su tumba, para renacer…

—Pero no es necesario que sea una tumba, ¿no es así? —preguntó Luis que parecía entusiasmado por la cadena de deducciones—, sino que basta con un recipiente que prive a los sentidos de influencias exteriores. Y la muerte puede ser simbólica…

—Una caverna como ésta —le explicó el anciano extendiendo los brazos—, puede ser el atanor perfecto para realizar el cambio. Lo importante es que se prive a los sentidos de toda influencia exterior y que se abra una puerta al Annwn.

—Yo vi el recipiente que los caballeros del Toisón pensaban utilizar para hacer el intercambio de almas. Pensé que era un horno o un atanor de alquimista, pero tenía forma de sarcófago. El señor de Vauldre lo estaba descargando con mucho cuidado en la playa de Villaviciosa, pero no pudo evitar que yo lo viera…

—Los caballeros del Toisón son sólo un eslabón más en la larga cadena de alquimistas y nigromantes que han estado trabajando durante siglos en esta trama. —El Nuberu se volvió hacia el dominico y añadió—: Tengo entendido que algunos destacados miembros de vuestra orden también tuvieron un papel importante. ¿No es así?

Bernardo se encogió de hombros y sonrió con un gesto de desprecio en los labios, pero no dijo nada.

Luis miró a uno y a otro de forma alternativa, al anciano, a los vizcaínos, y dijo:

—Pero eso no es lo que vosotros pretendéis, ¿verdad? Porque al raptar a Carlos y traerlo aquí, habéis alterado los planes para la resurrección del Mesías-Imperador.

—El Nuberu ha planeado durante años la forma de impedirlo —dijo entonces Íñigo, que se había mantenido atento y en silencio durante toda la conversación—. Y yo fui enviado por alguien muy importante de la corte para ayudarle en su empeño. Esta persona, cuyo nombre no puedo citar aquí, es enemiga acérrima de la brujería, pero sabe que para despertar al Mesías-Imperador se necesita un baño de sangre como nunca se ha conocido, y que su regreso al mundo sembrará el caos y la destrucción por toda Europa. Sólo el Nuberu puede evitarlo, y por eso se ha convertido en su aliado circunstancial.

—«Lavar el mundo con sangre» —musitó Luis, recordando las profecías sobre Federico II. Miró a Cèleste, con expresión abrumada y después se volvió de nuevo hacia el Nuberu.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —le preguntó.

Pero fue Agote el que dio un paso adelante y dijo con tono impaciente:

—¡Basta de charlas! Estamos perdiendo el tiempo y los lansquenetes están a punto de llegar…

—Tienes razón —dijo el Nuberu—. Ya habrá momento para las explicaciones, ahora debemos prepararnos para la batalla. Traed las espadas para el conjuro.