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Caminaban en silencio, avanzando contra una lluvia monótona y constante, que empujaba hacia ellos un viento que soplaba a través del valle como por un tubo. A ambos lados del Camín del Oriente (que así llamaban aquella senda los lugareños) se elevaban las masas de rocas, cubiertas de musgo de un verde tan intenso que parecía azul, rezumantes de humedad y salpicadas de helechos. Las montañas que eran su destino se erguían frente a ellos, como castillos erizados de inmensos torreones que se perdieran entre las nubes, escarpadas y cubiertas por oscuros bosques de robles, impenetrables a no ser por los senderos trazados por los torrentes.

Luis se preguntó si sus pies, cansados y con ampollas después de más de siete horas de dura marcha, serían capaces de trepar por aquellos senderos empinados.

Después de dejar Llanes, Bernardo y él habían caminado durante tres horas hasta el pueblo de Los Callejos. Allí preguntaron. Siguiendo las indicaciones de los lugareños, tomaron la ruta que penetraba en el valle de Ardisana, cruzaron varias aldeas, siguieron por una calzada romana hasta la collada de la Vega del Puerto, y continuaron por el Camín Real hasta el castañedo de Corao. Según sus cálculos, sólo les quedaba un par de horas de marcha, pero sabía que también ésa iba a ser la parte más difícil.

¿La última etapa? Luis había caminado en silencio bajo la sombra amenazante de aquellas montañas colosales. En realidad, aquel silencio era para él más estremecedor que la vibración de un volcán; y sentía que se iba apoderando de su espíritu. Una y otra vez le había preguntado por cuál era su destino y Bernardo tan sólo le había dicho que cerrase la boca y siguiera andando si quería volver a ver a Cèleste.

Llegaron frente a una iglesia rodeada de árboles, junto a un cementerio pequeño y sombrío. La iglesia estaba cerrada, pero un tablón en su puerta indicaba que había sido consagrada a santa Eulalia, lo que les confirmó que seguían en el buen camino.

—Descansaremos un momento aquí antes de continuar —dijo Bernardo.

El dominico se sentó en un poyo bajo el alero de la iglesia y sacó un paquete que llevaba guardado entre los pliegues de su hábito. Lo desenvolvió con cuidado, revelando que se trataba de un poco de pan y un pedazo de queso. No le ofreció a Luis, ni ganas, pues el pan parecía empapado por la lluvia y el sudor de su cuerpo.

El valenciano se acercó al pie de la cruz cubierta que había frente a la puerta principal de la iglesia y se arrodilló allí para rezar. Al terminar, se santiguó y alzó la vista hacia Bernardo, que seguía comiendo tranquilamente su pan florecido.

Se puso en pie y caminó pausadamente hacia él.

—¿No rezáis? —le preguntó.

El dominico se encogió de hombros.

—Ya lo habéis hecho vos. Y tengo entendido que las plegarias de un converso son las mejor recibidas allí arriba… Por aquello de la oveja descarriada, ya sabéis.

Luis lo miró desconcertado y sin saber a qué atenerse. Bernardo se puso en pie, guardó los restos enmohecidos de pan y queso, y dijo:

—Sigamos nuestro camino. Los lansquenetes ya no pueden andar muy lejos.

Al fin había dejado de llover y asomaba tímidamente el sol. Los troncos de robles milenarios se elevaban a gran altura a ambos lados, proyectando retorcidos dibujos de luz y de sombra sobre el camino que ascendía en un ángulo cada vez más empinado, rodeado por bosques sombríos de hayas, robles, tejos y acebos, que rezumaban vapor y humedad, y saturaban el aire con el olor acre de la hojarasca. Los árboles trepaban y se encaramaban por las paredes de gigantescos precipicios cortados a pico, enredando sus raíces entre las grietas de aquellas simas nacidas en alguna remota convulsión del mundo. Muy cerca, se podía escuchar el borboteo de numerosos arroyos que acabarían confluyendo en el río Sella.

—¿Nunca os ha sorprendido el hecho de que el cuerpo de un hombre que ha muerto en santidad permanece incorrupto, igual que el de un vampiro o un brujo que ha mantenido pactos con el demonio? ¿Nunca os ha resultado chocante esa casualidad?

—¿Qué? —Luis se volvió hacia el dominico—. No os he entendido… ¿Decíais?

—Que si no os sorprende la asombrosa casualidad de que el cadáver de un santo y el de un vampiro comparten la misma característica de mantenerse incorruptos.

Factus est in exthasi —dijo Luis.

—Cierto. El éxtasis… —Saboreó la palabra—. Hay un mundo del espíritu más allá de la estrecha caverna en la que vivimos, tal y como Platón predijo. Y el alma puede ser liberada para moverse en él. También puede penetrar en otro cuerpo, aunque sea el de un lobo o cualquier otra bestia, mientras el cuerpo original permanece en éxtasis, inmóvil e incorrupto… Yo vi el cuerpo de Jacobus Sprenger, perfectamente preservado después de veintiún años en un pudridero, como si acabase de fallecer… Le arranqué el corazón del pecho con mis propias manos, para que así su alma pudiera descansar al fin.

Luis pensó que prefería al dominico hosco y silencioso antes que comunicativo y relatándole sucesos repugnantes. Sin embargo, ya que él le daba pie…

—Decidme, ¿por qué no rezasteis cuando tuvisteis oportunidad? Si de verdad vamos a enfrentarnos a espíritus inmundos…

—Porque no creo en Dios. Resultaría bastante estúpido arrodillarme en el fango para rezarle a algo en lo que no creo cuando vos sois el único que puede verme hacerlo.

Luis se detuvo y se quedó mirándolo.

—¿No creéis en Dios?

—¿Pero qué os pasa hoy? ¿El asunto de anoche con el lansquenete os ha dejado sordo? Vamos, no os paréis, que pronto empezará a oscurecer.

Siguieron caminando y Luis dijo:

—No es posible que habléis en serio. ¿Quién…? —Las palabras se le agolparon en la boca—… ¿Quién creéis entonces que ha creado el mundo? ¿Acaso los demonios?

—¡No lo descarto! —exclamó Bernardo soltando una larga carcajada.

Al ver que Luis no le replicaba, siguió diciendo en un tono jovial:

—¿De verdad que no apreciáis la magnífica ironía de esta situación? Un marrano intentando convencer de la Verdad Divina a un inquisidor. Sí, ciertamente es muy gracioso… Para morirse de risa.

Luis pensó que aquel hombre, en su ciega soberbia, desafiaba al Creador rechazando todo cuanto le había sido generosamente concedido. Y se enorgullecía de ello. Despreciaba lo que Dios le había dado, como si él significase algo por sí mismo.

—Estáis loco —dijo Luis con desprecio.

—¿Y qué importa a nadie lo que penséis de mí, Luis? Eso es lo mejor de todo, que sois la única persona con la que puedo hablar con sinceridad, porque, ¿quién iba a creeros si intentaseis denunciarme? Vuestra sucia sangre de marrano os invalida.

A Luis se le pasó por la cabeza agacharse, recoger una de las piedras del camino y machacar con ella la cabeza del dominico hasta que los sesos se le salieran por las orejas. Jugueteó con la idea y con la ocasión de hacerlo en aquel camino solitario donde nadie sabría jamás lo que había pasado. Pero él se sabía incapaz de una acción así.

—Sí, qué ironía —dijo con la rabia haciéndole temblar la voz—. Mi padre es uno de los cristianos más justos y devotos que he conocido, y perdió la salud en las mazmorras del Santo Oficio, donde fue torturado por gente como vos…

Bernardo se encogió de hombros.

—¿Y qué queréis que os diga? Yo no he hecho este mundo… Las reclamaciones dirigidlas a Ése al que le tenéis tanta fe vos y vuestro padre. Yo también fui torturado cuando era sólo un niño, con una crueldad que no podéis ni imaginar… Y también perdí algo… Así son las cosas y no está en nuestra mano cambiarlas, de modo que basta de quejas. Vos ya habéis visto el Annwn, el «inframundo», así que decidme: ¿qué sentisteis al descubrir que lo que dabais por real era sólo una delgada capa de estuco cubriendo la auténtica realidad? Aceptadlo, vivimos en el mismísimo infierno, rodeados de demonios, y la mayor parte de la gente puede soportar este horror sólo porque nuestros sentidos nos engañan para que no lo veamos.

—¿Creéis en el Infierno y en los demonios pero no en Dios?

—Creo en lo que he visto. Igual que vos. Y quizá Dios sí exista después de todo; eso realmente no lo puedo saber. Pero de lo que estoy seguro es de que, si existe, este mundo y todo lo que vive sobre él no le importa un comino. Se ha olvidado de nosotros y nos ha dejado a merced de los demonios. Ésa es la cruda realidad…

Sin saber por qué, Luis se sintió atemorizado por esa idea. A pesar de todo lo que había visto y oído recientemente, su fe se mantenía inquebrantable. Dios había creado la Naturaleza y sus leyes, y sólo Él tenía el poder para alterarlas. Los inquisidores que proclamaban a los cuatro vientos el poder de las brujas, aunque añadiesen la coletilla de que éste se ejercía sólo por consentimiento divino, estaban menoscabando el poder absoluto del Altísimo sobre Su Creación, para entregárselo en gran parte a los demonios. En los últimos meses había oído hablar de mensajeros capaces de ir de Granada a Flandes en sólo unas horas, de demonios usados como asesinos de miembros de las casas reales, de otros que eran capaces de prender fuego a una nave en medio del mar, pero no había visto ninguno de estos prodigios con sus propios ojos. Sí había visto a lobos que parecían comportarse como humanos y también había penetrado en el mundo de los espíritus con la ayuda del ungüento de las brujas. ¿Alucinaciones de su mente? Lo cierto era que no había presenciado ninguna alteración de la realidad que no pudiese ser achacada a la casualidad, a la ciencia, o a la voluntad de Dios… Hasta ahora.

Y por eso el futuro le asustaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.

—Sois digno de lástima, Bernardo —dijo—. Vuestra vida es una total falsedad. Si no creéis en aquello a lo que servís, ¿qué es lo que os ha traído hasta aquí entonces?

El dominico sujetó a Luis por la pechera de su jubón y lo obligó a volverse hacia él. Con voz suave y contenida, pero con los ojos llameantes, le dijo:

—Estoy aquí cumpliendo con el trabajo que se me ha encomendado, para proteger a la Santa Iglesia a la que sirvo de los enemigos que quieren destruirla. Y si en el transcurso de mis pesquisas decido que es provechoso para mi causa que vos, o la bruja que sacasteis del mar, o cualquiera, debe perecer de un modo horrible, os aseguro que no dudaré ni un instante… Así que guardaos vuestra compasión.

—Pues decidme de una vez qué está pasando aquí. ¿Quién ha raptado al Rey? ¿Qué tiene que ver Cèleste con todo esto?

—Cèleste… vuestra bruja, ha sido como un gusano prendido en mi anzuelo. Me ha resultado de gran utilidad, por lo que debo daros las gracias por rescatarla del mar. Estaba vigilándola cuando se descolgó por el castillo de popa para entrar en la cámara real. Incluso la ayudé a volver a subir lanzándole una cuerda…

—¿Entonces fuisteis vos? Ella me habló de eso…

—Sí, fui yo. Así recuperé mi gusano. No tuve más que mirar su expresión para que mis sospechas se confirmasen. Es muy útil para un inquisidor aprender a leer en la cara de la gente como si de un libro se tratara. Con una bruja es más difícil, claro, pero ella no sabía que yo la estaba observando. También asistí a su reacción cuando los vizcaínos pisaron nuestra nave, y entonces supe que se trataba de brujos como ella. E imaginé de inmediato lo que tenían planeado hacer…

—¿Y qué es?

De un modo completamente inesperado, el padre Bernardo se lanzó hacia Luis, le rodeó el cuello con el brazo y lo obligó a ponerse delante de él, a la vez que le sujetaba el brazo derecho a la espalda y se lo retorcía, de modo que el valenciano no pudo hacer nada para intentar liberarse, pues cualquier esfuerzo no lograba otra cosa que incrementar la presión que el dominico ejercía sobre su brazo.

—Eso no va a serviros de nada —dijo alguien desde lo alto.

—¡Atraviésalos a los dos y a otra cosa! —dijo una segunda voz, acompañando la propuesta de una risita.

Luis se debatió como pudo de la presa que el dominico mantenía alrededor de su cuello y se estiró para respirar una bocanada de aire. Alzó la vista y vio a dos de los vizcaínos encaramados sobre una peña. Uno era el tipo grande como un oso, el otro les apuntaba con una ballesta lista para ser disparada.

—Vamos, ¿a qué esperas? —insistió el más alto de los dos.

—Espera, Bañat, un poco de calma, que necesito pensar en todo esto.

—Bañat y Ereño… —dijo el dominico desde detrás de Luis—. ¿Acaso no me recordáis de la Nao Real?

—Claro que os recordamos, dominico —dijo el gigante—. Y nos alegra saber que vos también os acordáis de nosotros y de nuestros nombres. No nos gusta matar a desconocidos. Así que… id con vuestro Dios… Ereño, dispara.

—¡Esperad! —gritó Bernardo a la vez que retorcía aún más el brazo de Luis—. ¿Y de él no os acordáis? Es el amigo de la bruja…

Ereño accionó el disparador, a la vez que su enorme compañero le daba un manotazo de arriba abajo a la ballesta. La flecha salió desviada y se rompió contra las piedras que estaban a unos pasos frente a ellos.

—¿Estás loco o qué? —le increpó Bañat al ballestero—. ¿Es que no ves que ese tipo es el amigo de la sorguiña?

Ereño masculló una palabrota en su lengua, dejó la ballesta sobre una piedra, y desenfundó la espada.

—De acuerdo —dijo—. Vamos a por él.

Bañat desenfundó su propia arma, una espada bastarda, y sujetó la empuñadura con ambas manos. Una mirada de complicidad, y los dos saltaron de piedra en piedra hasta que llegaron al camino. Allí se separaron un poco, para acercarse a los dos hombres desde dos direcciones distintas. Ereño agitaba la espada frente a él, como si estuviese ansioso por clavarla en algo.

—Sabes que no vas a salir de ésta, dominico —dijo.

Ahora que estaba más cerca de aquellos dos hombres de lo que lo había estado en todo el viaje, Luis se vio que Ereño era bastante joven aunque su rostro picado de viruelas lo hacía parecer mayor. Bañat era un gigantón de ojos lánguidos y una barba hirsuta que se le derramaba por el pecho como una cascada de pelos.

—¿Qué tal si nos calmamos todos un poco? —dijo el dominico desde detrás de él. Y Luis no pudo más que admirar su asombrosa sangre fría—. Si intentáis matarme ahora os aseguro que el amigo de la sorguiña recibirá alguna cuchillada que otra. Lo tengo bien sujeto. Por cierto, su nombre es Luis. Y yo soy el padre Bernardo.

—Gusto en conoceros —dijo Bañat mientras daba unos pasos lateralmente para intentar situarse a la espalda de Bernardo—. Lamentablemente sois un puto dominico, y yo me he jurado acabar con cualquiera de vuestra orden que se me ponga al alcance…

—Os estáis apresurando —dijo el religioso con su voz más razonable, a la vez que giraba un poco, y obligaba a Luis a girar, en la dirección de Bañat—. Mirad que no sabéis si vuestra acción va a ser del agrado de vuestros jefes.

—Nosotros no tenemos jefes —dijo Ereño, que se desplazó un poco hacia la izquierda, buscando un hueco en el flanco del dominico por donde meter su espada.

—Si me permitís decir algo… —empezó el valenciano.

—Silencio, Luis —dijo Bernardo—, cuanto menos intervengáis en este asunto, mejor para todos. Además, estamos a punto de arreglarlo, ¿no es así?

—¿De verdad? —El gigantón lo miró asombrado.

—Creo que sí. La compañía de lansquenetes viene ahora hacia aquí. Cuando salimos de Llanes se estaban preparando para partir, así que no creo que estén muy lejos.

—Eso ya lo sabemos. Los estábamos esperando justo cuando nos llevamos la sorpresa de veros aparecer en el camino.

—¿Y pensabais hacerles frente los dos solos, armados con una ballesta? Bueno, no importa… La cuestión es que, cuando lleguen, yo puedo retenerlos el tiempo suficiente como para facilitaros la huida. Sabéis que si no es así no tenéis escapatoria.

—El día en que yo confíe en las mentiras de un dominico, ese día, yo…

—No os pido que confiéis en mí —dijo Bernardo—. Pero tampoco toméis la decisión de hacerlo o no hacerlo. Llevadme ante vuestro Principal y ante ese viejo tuerto que parece mandar en estas montañas, y que sean ellos quienes decidan.

Mientras tanto, el otro había encontrado el hueco que buscaba y se dispuso a lanzar una cuchillada contra el costado del dominico.

Bañat le vio las intenciones y le gritó:

—¡Alto ahí, Ereño! Dejemos que sea Agote quién decida…

El vizcaíno desvió la estocada en el último momento, giró sobre sí mismo con rabia, y cortó de un tajo una rama bastante gruesa de un árbol.

—¡Joder! —exclamó frustrado.