3

El rey manda a sus siervos que se callen,

cuando la reina duerme.

El rey mira a la reina desde un balcón,

pero el espectáculo que ve es para él como un clavo en un ojo,

porque la reina duerme con una sierpe…

Cèleste despertó y siguió escuchando la música y la canción que sonaba en sus sueños. También oyó el bramido de un torrente, o una cascada mezclándose y superponiéndose con la canción como un extraño acompañamiento. Abrió los ojos y vio el abovedado techo de piedra de una cueva. Miró en torno: estaba en una pequeña celda excavada en la roca, tumbada sobre un poyo de piedra. Más allá del extremo de ésta se levantaba una pared hecha con tablas de madera. Girando con muchísima cautela el cuello, que sentía rígido y dolorido, buscó el origen de la tonada que seguía sonando.

El que cantaba era uno de los vizcaínos, Agote, y, aunque no le resultaba nada simpático aquel tipo, Cèleste tuvo que reconocer que no tenía mala voz. Estaba sentado sobre un tocón de piedra y tañía una cítara a la vez que cantaba:

«Oh, reina falsa —canta el rey doliente—

que perdió la corona y el honor.

Cuando la reina es en salud, se satisface con poco

y cuando es enferma, no se deja satisfacer sensualmente.

La reina no peca si al novilunio

el sol no da luz y las estrellas no dan esplendor».

Canta el rey con un dulce instrumento

y la reina no desea oírlo.

No quiere abrir las orejas,

pero el rey grita fuertemente.

Es gran locura despertar a la sierpe,

porque mientras duerma, la reina está segura.

Cèleste intentó incorporarse y descubrió que estaba completamente desnuda, tapada sólo con una vieja piel de oso que se escurrió de su cuerpo y cayó al suelo. Sintió una fuerte punzada de dolor en el vientre, un espasmo que se extendió por los músculos entumecidos de su abdomen, y que le hizo dar un respingo.

—Va a ser cierto eso de: «La mujer es a la espada parecida, que mata más desnuda que vestida»… —dijo alguien a su izquierda.

Se volvió para ver a Íñigo de Oñaz y Loyola, de pie junto a ella, con los ojos ávidos paseándose por su anatomía. Se había librado de sus ropas de campesino y ahora llevaba un elegante jubón de cuero con más acuchillados que un duelista borracho y unas calzas verdes con una protuberante bragueta que protegía y resaltaba sus partes viriles. Apoyaba la mano derecha en el pomo de su espada y sujetaba un libro con la izquierda. Cèleste alcanzó a leer el título; era el Amadís de Gaula, de Garci Ordóñez de Montalvo.

Pero vio algo más; el lugar estaba atestado de gente a la que no conocía, sentados en el suelo o con la espalda apoyada contra las paredes. Parecían guerreros que hubieran estado limpiando sus espadas, cuchillos y lanzas hasta un momento antes. Pero de repente se había hecho el silencio y todos ellos se habían detenido a mitad de un movimiento, con sus armas o sus cotas de malla en una mano y el trapo empapado en grasa en la otra, boquiabiertos y con el rostro vuelto para mirarla. Todos aquellos ojos confluyendo a la vez en ella la hicieron sentir más desnuda que nunca en su vida.

Durante un instante permaneció quieta y silenciosa observando la escena, intentando hallarle algún sentido. Luego se agachó y recogió la piel de oso, apretando con fuerza los dientes para no gritar por el dolor que le palpitaba en el vientre. Tenía algo desgarrado allí, pero ¿qué era? Estaba a punto de acordarse pero la cabeza le daba vueltas y se sentía agotada por el sencillo esfuerzo de agacharse. Se envolvió de nuevo con la piel, sin dejar de mirar a todos aquellos hombres, que sólo cuando ella se cubrió regresaron a su trabajo.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó mirando de reojo a los guerreros.

Agote dejó a un lado la cítara y se puso también en pie.

—¿Es que no recuerdas nada, sorguiña? —dijo—. Íñigo te trajo hace unas horas cuando estabas a las puertas de la muerte…

La niebla, la gente que caía inconsciente, Bocadorada… Todo regresó a su memoria en ese instante, como una explosión de imágenes.

Se palpó el vientre; un punto palpitante de dolor rodeado de carne entumecida, y descubrió la abultada cicatriz allí donde Bocadorada la había apuñalado. Él estaba ahora muerto, recordó cómo Íñigo se había batido con él y lo había aniquilado. Pero ella también debería estarlo. Aquella herida era mortal, no podía haberse engañado con eso… El acero penetró profundamente en sus entrañas…

—No es posible… —musitó—. Mi herida…

—No debes temer nada.

Cèleste había reconocido la voz profunda del Xoan Cabritu.

Se volvió para verlo salir, agachándose, de un angosto túnel en la roca. Una parte de su confusa mente se fijó en que aquel agujero en la pared de piedra no parecía natural; era demasiado simétrico y estaba rodeado de cascotes, como si hubiese sido excavado sólo unas horas antes.

¿Intentaban ampliar la caverna? La mitad del suelo era de madera. La cueva original no alcanzaría los treinta pies de largo, y, para hacerla mayor y tener más sitio donde pisar, se había añadido la tablazón de roble. Todo ese lado de la cueva estaba cerrado por una pared también de madera, en la que se había abierto una línea de pequeños huecos cuadrados a modo de ventanas por las que penetrase la luz del exterior.

Distinguió una especie de capilla diminuta a un lado, detrás del tocón en el que Agote había estado sentado. Para su construcción se había aprovechado una covacha natural que entraba unos doce pies en la cueva, con sólo un arco liso de cantería a la entrada. Allí había un sarcófago con una gran lápida de roca maciza cubriéndolo, más estrecho en los pies que en la cabeza, liso, sin ningún adorno ni leyenda.

—¿De quién es esa tumba?

—De Pelayo —dijo el Nuberu mientras se acercaba.

—Entonces esto es un Sidhe —comprendió Cèleste.

—Desde la noche de los tiempos —le aseguró el anciano clavando en ella su único ojo—. Antes de la llegada de los cristianos, más de cien religiones construyeron sus altares aquí. Más aún, desde la época en la que estas montañas eran pequeñas islas que apenas sobresalían del mar, mientras el resto de Europa aún permanecía sumergido, los hombres no existían todavía y este Sidhe ya era un lugar sagrado para las olvidadas razas que nos precedieron. La Diosa se manifiesta aquí de vez en cuando, y la nueva religión que domina estas tierras la confunde con la madre de Cristo. Por eso el altar.

Cèleste volvió a mirar a su alrededor. La luz penetraba por los orificios cuadrados de la pared de madera formando haces paralelos que iluminaban las motas de polvo suspendido. El fragor de lo que parecía una catarata precipitándose desde gran altura hacía temblar la tablazón del piso. ¿Por qué se habían reunido todos allí?

—¿Y toda esa gente? —preguntó.

—Guerreros astures. Los más bravos que pueda encontrarse.

—El rey —recordó Cèleste de repente—, ¿dónde se encuentra?

El anciano hizo un leve gesto hacia el agujero abierto en la pared y dijo:

—A salvo. Pero ahora debemos ocuparnos de ti, muchacha…

—¿De mí? Yo no soy importante.

—Eso pensábamos todos —dijo Agote—, pero parece que estábamos equivocados… Y fue nuestro joven aliado de Loyola quien lo descubrió.

—Así es —dijo Íñigo llevándose una mano al bigote y atusándoselo con un movimiento diestro—. Nunca se me escapa un detalle, si a una moza se refiere.

Cèleste miró a los tres hombres, uno tras otro, y dijo finalmente:

—No entiendo una palabra de todo esto… ¿Qué pasa conmigo?

De repente sintió un mareo y fue como si las paredes de la cueva girasen a gran velocidad en torno a ella. Se tambaleó a punto de caer, pero Xoan la cogió por el brazo desnudo y la obligó a sentase en el poyo sobre el que había estado tumbada.

—Eres muy fuerte, muchacha, pero has perdido mucha sangre —le dijo.

Luego fue a buscar algo entre unos paquetes que estaban amontonados al fondo de la cueva. Íñigo y Agote se apartaron un poco de ellos y se fueron junto a la pared de madera para conversar en voz baja con los otros guerreros que estaban allí congregados.

El ruido de la cascada hacía completamente inaudibles sus palabras, pero Cèleste se fijó en sus gestos y se preguntó si planificarían una batalla.

Sus ropas estaban enrolladas en la cabecera de aquel tosco banco de piedra. Allí estaba también su talega, y Cèleste la abrió para comprobar con una rápida mirada que no faltaba nada. Luego tomó sus ropas y se vistió. Tuvo que contorsionarse para hacerlo mientras sujetaba con una mano la piel de oso, porque no quería volver a ser un espectáculo para aquellos extraños guerreros de tupidas barbas y miradas hoscas.

El anciano regresó con algo en la mano y se sentó junto a ella.

—Carlos no estará preparado hasta dentro de unas horas, eso nos deja un poco de tiempo para aclarar tus asuntos, muchacha.

Le mostró lo que había traído con él. Era una redoma de cristal, con la boca sellada con un tapón de corcho cubierto de lacre rojo.

En su interior se retorcía algo indescriptible.

—Esto estaba dentro de ti —siguió diciendo el Nuberu—. Podemos afirmar que es lo que te mantuvo con vida hasta que yo pude usar mi magia para sellar la herida…

Cèleste contempló con horror y repugnancia aquella cosa y musitó:

—¿Ese demonio…?

—Es un parásito sin mente —le explicó el anciano—. Una extensión irracional, como un apéndice libre del que Bocadorada llevaba en su interior desde su nacimiento.

Irracional o no, se diría que la criatura había detectado que se estaban refiriendo a ella, porque en ese momento empezó a agitarse con más violencia dentro de su estrecha prisión de vidrio. Parecía un gusano del grosor de una muñeca humana, de color blanco lechoso, traslúcido y lleno de órganos palpitantes. Mientras se retorcía, aparecía y desaparecía, transformándose intermitentemente en un aceitoso humo negro.

—¿Eso estaba dentro de mí? —Cèleste sentía deseos de vomitar.

—Así es. Y continuamente le iba indicando a Bocadorada tu posición. Dime, ¿cómo crees que se metió en tu interior?

—No lo sé ¿Cómo pudo hacerlo?

—Fue algo que comiste o bebiste al principio de tu misión…

Una idea cruzó rápida la mente de Cèleste y dijo:

—¿Puedo oler esa cosa…? Quiero decir, ¿no será peligroso hacerlo?

Xoan pensó un momento y asintió.

—Entiendo lo que quieres hacer. No, no será peligroso. Ahora que está fuera de tu cuerpo, el demonio no vivirá mucho. Como sabes, nuestro aire los disuelve…

Con una pequeña navaja que apareció de repente en su mano, el Nuberu cortó alrededor del lacre para liberar el corcho. Lo extrajo con mucho cuidado y tapó la embocadura con la mano. Separó un poco los dedos para que la bruja pudiese oler entre ellos.

Cèleste se acercó, olió, y se apartó al instante.

—Clavo y almizcle —dijo. Ya se lo esperaba. No podía ser de otro modo.

—¿Lo has reconocido? —le preguntó Xoan mientras volvía a colocar el corcho.

—Sí. El traidor es Christian, el novicio de Armand de Meyrueis.

El anciano se pasó la mano por su larga barba blanca.

—Ese Christian debe ser esbirro del Mesías-Imperador —razonó—, al igual que Bocadorada y su grupo de flagelantes. Pero para estar tan cerca de Armand y que éste no descubriese su juego, no podía llevar ningún demonio dentro…

—No lo llevaba, te lo aseguro. Lo vi completamente desnudo y no tenía la menor señal de posesión en todo el cuerpo.

—Por supuesto —asintió el Nuberu—. Es lógico pensar que, además, escogieron a un individuo extraordinariamente perfecto para que no levantase sospechas.

—Y de ese modo me hizo tragar esa cosa… El muy bastardo…

—Voy a enviar a uno de mis lobos con un mensaje para poner sobre aviso a Armand. No te preocupes porque ese traidor va a pagarlo.

—Pero… Espera un momento… No tiene sentido. Christian me dio a beber el vino horas antes de la ceremonia de la noche de San Juan. ¿Cómo podía saber que el espíritu de la Mala Hueste me hablaría precisamente a mí? Nadie se esperaba eso.

El anciano se quedó mirándola en silencio. Su único ojo girando en la cuenca mientras estudiaba cada detalle del rostro de la muchacha, como si buscase algo en él. Al cabo de un instante de mantener aquel escrutinio, se volvió hacia Íñigo y lo llamó. El muchacho se acercó y se sentó en el suelo junto a ellos.

—Explícale a la sorguiña lo que has descubierto —le pidió el Nuberu.

Antes de empezar, Íñigo la miró fijamente por unos momentos. Carraspeó.

—Nací en la casa-torre de Loyola, en Azpeitia —tenía el tono engolado de los que disfrutan al hablar de sí mismos—, pero desde muy joven mi padre me puso al servicio del caballero don Juan Velázquez de Cuéllar, el contador mayor del rey don Fernando el Católico. Don Juan me recibió entre sus hijos y me procuró una educación cortesana. Como su paje lo acompañé en Arévalo, en Medina del Campo, Valladolid, Tordesillas, Segovia, Madrid, en dondequiera que se hallase la Corte, allí estaba yo junto a don Juan Velázquez. Así conocí a don Fernando el Católico y a doña Germana de Foix, su segunda esposa… —Íñigo se detuvo un momento al pronunciar el nombre de Germana, como si un mal recuerdo hubiese aflorado a su mente. Pero siguió hablando al instante—: Y conocí también, aunque muy brevemente, a don Felipe de Habsburgo. Yo sólo tenía quince años entonces, pero su imagen se me quedó grabada en la memoria. Lo llamaban el Hermoso, y, aunque yo no entiendo de otra belleza que la de las mujeres, sí es cierto que aquel hombre tenía unos ojos de un color azul claro que llamaban la atención. No he vuelto a ver unos ojos como aquéllos… hasta que contemplé los tuyos…

Íñigo se quedó en silencio después de decir esto, dejó colgando la última palabra en el aire y Cèleste tardó un buen rato en reaccionar.

—¿Qué? —Parpadeó—… ¿Qué has dicho?

—Que eres hija de Don Felipe de Habsburgo.

—¡Estás loco! ¿Sólo por el recuerdo de un color de ojos que viste cuando contabas quince años?… Eso no tiene ningún sentido.

—No sólo por eso —dijo Íñigo adoptando un aire muy serio—. También conocí a tu madre, que no era doña Juana, por supuesto, sino la amante mora de don Felipe… Una mujer muy bella, y tú eres su vivo retrato. Puedo ver reproducidos en ti cada uno de sus rasgos… Excepto los ojos, claro, que son de don Felipe el Hermoso…

Cèleste sacudió la cabeza. Simplemente no podía aceptar aquello.

—Es absurdo —musitó.

—No, no lo es —dijo el Nuberu—. Hace muchos años, yo conocí a tu madre, a la que llaman Láindar-Aixa, una bruja muy poderosa que ahora es la Principal de Granada. La reina Isabel la Católica quiso llevar ante ella a su nieto Miguel para que lo salvara del aojamiento que le estaba extrayendo la vida. Pero, por desgracia, no llegaron a tiempo y el pequeño murió. Doña Juana también intentó llevar a su esposo muerto a Granada, pero fue interceptada y retenida en Tordesillas. Y tú eres su hija. Cuando Íñigo me lo dijo no tuve ninguna duda, aunque yo no lo había sabido ver con la claridad con la que él lo hizo. Quizá porque no conocí a don Felipe… Por eso, muchacha, al ser éstos tus verdaderos padres y no otros, los espíritus de la Mala Hueste te hablaron a ti. No podía ser de otro modo. Ese esbirro del Mesías-Imperador conocía tu verdadera identidad y sabía que las cosas iban a suceder así, por ello te dio el bebedizo.

Láindar-Aixa… Cèleste volvió a sacudir la cabeza, como si con aquel movimiento intentase alejar todas aquellas palabras que no podía aceptar… ¿Es posible que lo poco que Meg le había contado sobre su pasado fuera una sarta de mentiras?

—Mi maestra me dijo que… Ella me contó cómo…

El Nuberu alzó una mano para pedirle silencio.

—No importa lo que te dijese tu tutora. Como bien sabes, las reglas de tu orden son muy estrictas en ese asunto: una bruja no puede engendrar hijos, y, en caso de tenerlos, debe sacrificarlos o entregarlos como novicios a otras brujas. Es evidente que tu madre eligió la mejor opción para ti.

—Si mi madre era una bruja, ¿cómo pudo cometer el error de quedarse embarazada? ¿Y cómo es posible que una vez sucedido esto no interrumpiese el embarazo?

El anciano parpadeó muy despacio con su único ojo y miró alternativamente a los otros dos hombres antes de volver a mirarla a ella.

—Creo, muchacha, que también tenemos respuesta para eso.