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Un ruido despertó a Luis en mitad de la noche. Desconcertado, aún medio dormido, se incorporó apoyándose en los codos. Estaba en un cuarto que no reconocía, acostado sobre un jergón relleno de paja. Las vigas del techo eran de una madera recia y oscura, ennegrecida por el tiempo.

«¿Ésta es mi habitación de París… de Lovaina?…».

Y entonces lo recordó todo. El apresurado embarque, Cèleste, el largo viaje por mar, la tormenta… Estaba en Asturias, en España… Al fin había regresado a su país.

Recordó que el día anterior llegaron a Llanes; un pueblecito que distaba cinco leguas de Ribadesella. Allí también se había celebrado otra corrida de toros y, a continuación, tal y como venía siendo costumbre en un pueblo tras otro, más festejos. Gaiteros, danzantes, bebida abundante hasta la madrugada. Sí, tenía que ser eso, había tomado demasiado vino, o demasiada sidra del país, porque ahora la cabeza le zumbaba como si se le hubiera colado una avispa por la oreja.

Pero había algo más… Un hálito espeluznante empapaba la habitación.

Los ruidos que lo habían despertado provenían del exterior de la casa. El golpeteo de unos pasos apresurados calle abajo…

El rumor de muchas voces mezcladas que se expresaban con susurros nerviosos…

«¿Es posible que aun continúe la fiesta? Quizá sólo he dormido un par de horas… Pero… ¿qué es esto? ¡La habitación está llena de humo!».

El recuerdo de la nao incendiada espantó por completo su somnolencia a la vez que le aceleraba el corazón. Se levantó de un salto y se fue hacia la puerta. Por debajo de ella se colaban volutas de humo. Dudó antes de abrirla por si el incendio estaba justo al otro lado.

Olió. Aquello no era humo. No olía a quemado. Era una especie de vapor.

La abrió bruscamente, apretando los labios en una mueca de miedo, sintiendo un hormigueo que le recorrió todo el cuerpo. Apenas se veía nada. Una niebla densa ocultaba la mayor parte de la calle y apenas se distinguía la fachada de la casa de enfrente. Y, al abrir la puerta, todo sonido cesó de repente. La calle estaba vacía y silenciosa, como si una enorme criatura se hubiera replegado entre la niebla para esperar a que abandonase el refugio seguro de la casa.

Se quedó inmóvil en el umbral durante un largo rato, sin saber qué hacer.

Entonces se decidió a dar un paso hacia adelante y…

No supo qué fue exactamente lo que lo salvó. Tal vez una intuición milagrosa, o quizá oyó el siseo imperceptible del acero rasgando el aire. Llevado por este impulso se agachó y la ancha hoja de un montante pasó rozándole el cráneo y se clavó profundamente en el marco de la puerta.

Se volvió para mirar a su silencioso atacante. Era un lansquenete; un alemán descomunal, de brazos poderosos y hombros anchos, con una impresionante barba roja y rizada. Vestía al estilo tudesco, con calzas de rayas blancas y grana, y un jubón de cuero negro con anchos brahones de tiras rojas. Con las dos manos arrancó el espadón de largos gavilanes que había quedado incrustado en el quicio con su primer golpe y lo alzó por encima de su cabeza, dispuesto a descargar el segundo golpe. Luis vio su propia muerte reflejándose en el pálido acero y en los fieros ojos azules de aquel hombre.

Con un gruñido de satisfacción, apretando la empuñadura con sus manos enguantadas, el lansquenete golpeó de nuevo. La hoja de acero hendió el aire, trazando un limpio arco descendente, y…

Y se detuvo a mitad de su recorrido.

Luis alzó los ojos con una especie de incredulidad aturdida y vio cómo un enorme lobo negro, con las orejas enhiestas y los ojos amarillentos, había apresado entre sus fauces el brazo derecho del lansquenete.

¡Un lobo!

Las babas de la bestia goteaban de su oscura boca y resbalaban por el brazo del alemán. Soltó el espadón, que repicó al chocar contra el suelo, y gritó de dolor mientras el lobo lo derribaba. Luego lo arrastró por el barro, siempre sujetándolo por el brazo. Otros lobos surgieron de la niebla y se lanzaron sobre aquel desdichado, haciendo chasquear las mandíbulas mientras le lanzaban dentelladas, y empezaban a morderle por todas partes. El lobo que parecía mandar la manada clavó sus colmillos en el grueso cuello del hombre y se oyó el repugnante crujido húmedo de la carne y los huesos al ser desgarrados. Saltó un impresionante surtidor de sangre y los gritos del lansquenete se interrumpieron de inmediato.

Ese mismo lobo soltó un ladrido ronco y se volvió hacia Luis. Luego se separó del cadáver del alemán y de la manada, y se aproximó a él con un andar pausado, casi perezoso. Su hocico empapado en sangre goteaba lentamente, su lengua roja colgaba de las fauces abiertas. Levantó la cabeza con forma de cuña y lo miró con un ojo amarillo y reluciente, lleno de inteligencia. Su otro ojo, el izquierdo, estaba en su cuenca, pero parecía helado y sin vida, como el de un animal dormido.

«Estoy asustado», pensó Luis. «Estoy muerto de miedo».

Retrocedió hasta que su espalda se topó con la pared de la casa y se quedó allí, aterrorizado e inmóvil, mientras el lobo lo miraba con una intensidad que jamás habría creído posible en un animal. Sintiéndose incapaz de moverse o de apartar la mirada de aquel ojo diabólico.

Había otros lobos correteando por todo el pueblo. Oyó los aullidos que llegaban desde todas las direcciones, así como los gruñidos y los gritos humanos de dolor. El olor a sangre estaba empapando rápidamente el aire.

Entonces percibió un movimiento a su izquierda y se volvió para ver qué era.

Varios lobos colaboraban entre sí para arrastrar un bulto por el suelo. Lo hacían con una asombrosa suavidad, tirando de aquí y de allí, con cuidado de no dañar lo que transportaban, cambiando de posición para combinar mejor sus esfuerzos. Luis no tardó en distinguir que aquel bulto era un cuerpo humano envuelto por una tela amplia, quizá una manta o una cortina, que sólo dejaba al descubierto su cabeza.

Y cuando estuvo más cerca, pudo reconocer al muchacho inconsciente que era arrastrado tan cuidadosamente por los lobos.

Era Carlos.

Cèleste tuvo que meterse la mano por el escote para coger el amuleto de Meg, que se había puesto asombrosamente caliente y le estaba quemando los pechos. Al sujetarlo sintió cómo vibraban las piedrecitas de su interior, e imaginó a los pequeños espíritus atrapados dentro de ellas debatiéndose nerviosos en sus estrechas celdas. Dejó el amuleto sobre la ropa, donde seguía sintiendo su intenso calor pero ya no había peligro de que le quemara, y empezó a caminar por la plaza cubierta por la niebla.

Por todas partes se veían cuerpos inconscientes, esparcidos por el suelo en las más variadas posiciones. Ella los había visto caer de repente, casi al unísono como si se tratase de un paso de baile perfectamente ensayado. Pero incluso los gaiteros se habían derrumbado, y la música cesó en ese mismo instante. Cèleste lo había comprobado, sólo estaban dormidos. Profundamente.

Se acercó a la gran hoguera central donde la carne se tostaba en los espetones dispuestos junto a ella y apartó al cocinero que había caído cerca de las brasas. Su brazo derecho extendido se había quemado al contacto de éstas y la bruja le aplicó el ungüento de miel, espliego y cenizas de gamón, para que le aliviase el dolor cuando despertase.

Mientras atendía al cocinero, una mano de acero la agarró por el cuello y la obligó a levantarse. Tiró de ella con tanta fuerza que rompió los eslabones de la cadena de oro que sujetaba amuleto de Meg. El medallón cayó al suelo y se abrió, esparciendo por el suelo las piedrecitas que había en su interior.

Cèleste lanzó una patada hacia atrás, esperando alcanzar a su atacante en la entrepierna, pero oyó un sonido metálico allí donde su pie lo golpeó.

—Nos volvemos a ver, bruja —dijo una voz que reconoció de inmediato.

Cèleste se volvió para enfrentarse al hombre que la había estado siguiendo tenazmente desde Auvernia. Ahora vestía como un lansquenete, con armadura completa de factura italiana, pintada con negro barniz de brea para proteger el metal de la corrosión, lo que le daba el insólito aspecto de un insecto gigante con la dentadura de oro.

Ella le lanzó las manos al rostro, intentando arrancarle los ojos, pero él le clavó profundamente una daga en el vientre. Entonces la soltó y Cèleste se derrumbó sobre el polvo salpicado con su propia sangre. Se tocó la herida con la mano y comprobó que era grave. Muy grave.

—Pero me temo que ésta será la última vez… —añadió Bocadorada—. Porque vas a morir.

Desenvainó una larga espada bastarda. La sujetó con ambas manos y se dispuso a decapitar a la mujer tendida en el suelo…

Y recibió un balazo en el centro del pecho que abrió un orificio perfectamente redondo en el peto de su armadura.

El impacto lo hizo retroceder varios pasos, pero no cayó al suelo.

—Si te disparan en el pecho, lo más educado es caer —dijo alguien.

Era el joven vizcaíno. Arrojó a un lado el arcabuz humeante, su mano derecha se cerró sobre la empuñadura de la ropera. La desenvainó con un elegante movimiento y, con extraordinaria chulería, la blandió frente a sí.

—¿Y quién eres tú? —Preguntó Bocadorada tambaleándose.

—Soy Íñigo de Oñaz y Loyola… y tú eres quien va a morir ahora.

Bocadorada retrocedió un par de pasos más. La sangre se escurría abundante por debajo de su peto y parecía aturdido. Pero agarró con fuerza la empuñadura de su espada de «mano y media» y gritó desafiante:

—¡Entonces ven a por mí, perro!

Íñigo saltó hacia adelante. Su enemigo intentó recibirle con un mandoble que pudo partirle el pecho en dos, pero él se agazapó con una actitud felina que puso de relieve su extraordinaria agilidad. Era consciente de que su ropera se rompería si intentaba parar con ella un tajo de la bastarda, pero también de cómo los movimientos de su enemigo se veían entorpecidos por la negra coraza que llevaba. En realidad aquello no era muy diferente al enfrentamiento que había tenido con el toro. Ejecutó una breve finta para esquivar la nueva acometida de Bocadorada (que resultó moverse más rápido de lo que esperaba), un sonido metálico cuando los hierros se rozaron apenas, y el vizcaíno lanzó un golpe fulgurante que penetró justo por el agujero que la bala había abierto en el peto de la armadura. La afilada punta de acero le atravesó limpiamente el tórax y chocó contra la cara interior del espaldar.

Bocadorada cayó de rodillas y permaneció un momento así, como si rezase. Luego se derrumbó de lado y sus piernas patalearon con los estertores de la muerte.

Íñigo se acercó para darle el golpe de gracia.

—Cuidado —dijo una voz muy débil a su espalda—. Apártate de él… Está poseído por un demonio…

Mientras Cèleste lanzaba su advertencia, el cuerpo del moribundo se estremeció una vez más y una nube de humo negro le salió a borbotones por los orificios de la nariz, la boca y las orejas y se esparció por el aire. Íñigo retrocedió a tiempo y alzó un momento su espada como si pretendiera protegerse con acero de aquella siniestra criatura inmaterial. Luego enfundó la ropera y recogió la espada bastarda que había quedado tirada en el suelo; se acercó al cuerpo caído y de un tajo lo decapitó. Sólo cuando comprobó que el hombre de la armadura había quedado definitivamente inmóvil, se volvió para socorrer a la muchacha. Cortó la tela empapada en sangre y estudió su herida.

De un palmo de longitud. Profunda. Tenía los bordes hinchados y amoratados, pero parecía que empezaba a formarse una costra. Unas finas líneas de sangre irradiaban desde la herida, resbalaban por el vientre y formaban un charquito en el ombligo.

—Estoy… lista —dijo ella con fatalidad, tan pálida como un muñeco de cera, los labios resecos. La herida le latía como si el corazón se le hubiese bajado hasta allí. Los músculos del abdomen empezaban a entumecérsele—. Esta cuchillada es mortal. Sé lo que me digo.

—No —dijo él—. Fíjate, apenas sale sangre ya.

—No puede ser…

Cèleste bajó los ojos, pero no logró enfocar la vista en la herida. Todo empezó a darle vueltas y comprendió que iba a desmayarse de un momento a otro.

—¿Qué? —musitó.

—Te llevaré con el Nuberu y él te curará. Vamos.

Intentó levantarla en brazos, aunque ella era mucho más alta que él.

—Espera —le rogó la muchacha—. Déjame en el suelo, por favor…

—Estamos del mismo bando y te voy a ayudar —le aseguró él—. Confía en mí.

Pero Cèleste ya había perdido el sentido.